Capítulo 3
MADRID,
28 de Enero de 1940
Juan miró con tristeza el edificio en el
cual viviría a partir de ahora. En realidad no supo definir bien el
sentimiento, se debatía entre la tristeza y la congoja que le
provocaba el no saber qué sería de él a partir de ese
momento.
Lo único que tenía claro era su falta de
ilusión por comenzar una nueva vida, pero en aquellos momentos ni
él ni su familia tenían otra opción a la cual poder aferrarse. El
viaje desde su pueblo natal, Rafal —un pequeño municipio de la
provincia de Alicante—, había sido largo, demasiado largo, más duro
de lo que un principio había imaginado. El joven nunca había
viajado en tren, por lo que en su cabeza tenía un trayecto cómodo y
rápido. Nada más lejos de la realidad. El cansancio había hecho
mella en él y deseaba tirarse en lo que sería su nueva cama y a
poder ser, no levantarse en todo lo que le quedara de vida.
Mientras, esperaba que su padre bajara las últimas maletas del taxi
ayudado por el conductor, que no hacía más que protestar.
Juan había rechistado enérgicamente a usar
medios como el tren y el taxi, eran auténticos lujos en aquellos
momentos, pero su padre le argumentó que, ante un viaje tan a lo
desconocido, era mejor ir sobre seguro. Aunque aquello supusiera
gastarse los ahorros de toda una vida.
Juan no podía sacarse eso de la
cabeza.
Iban a empezar de cero. Ya encontrarían la
manera de subsistir.
Eso es lo que querían creer.
El joven suspiró en repetidas ocasiones
mientras miraba a sus padres. Estos peleaban con el maletero del
coche tratando de sacar la maleta más grande que al parecer había
quedado atascada. Al contrario de lo que pudiera parecer, iba casi
vacía. No disponían de tantos enseres en su antigua casa como para
poder llenarla.
Casi todo lo que traían eran recuerdos,
algunos de ellos buenos, otros no tanto.
El principal que traía él era
devastador.
Tiritó al sentir el frío, no era el mismo
tipo de frío que hacía en su pequeño pueblo, éste era menos húmedo,
golpeaba con más fuerza. Le hacía daño.
Un nuevo martillazo azotó su ya castigada
cabeza, cerró los ojos con fuerza e intentó que esas imágenes no lo
volvieran a flagelar como lo solían hacer.
Para su desgracia recordaba ese día a la
perfección, con todo lujo de detalles.
Movió en repetidas ocasiones su cabeza,
necesitaba centrarse. Dejar todo aquello atrás.
Ésa era la intención de ese viaje.
Mientras él se recuperaba del latigazo
mental, sus padres habían conseguido sacar la maleta encajada del
maletero del taxi.
Su padre, Felipe Grau, no había perdido la
sonrisa en ningún momento. Ese gesto hacía que Juan lo elevara
todavía más en el pedestal que lo tenía. A pesar de lo ocurrido,
éste no paraba de repetirle que todo acabaría saliendo bien.
Juan no pensaba igual, no por falta de
intentos. El pesimismo se había apoderado por completo de él,
necesitaban una solución urgente ante lo ocurrido en su localidad.
Pronto se acabaría sabiendo todo y con ello sus vidas corrían un
grave peligro.
Esa ansiada solución llegó enseguida gracias
a que Felipe recordó a su amigo de la infancia, Manuel García, que
había emigrado a Madrid hacía ya veinte años. Recordó la carta que
había recibido hacía un tiempo invitándolo a él y a su familia a
hacer una visita a su casa, cuando él gustara.
Sabía que este no le pondría impedimentos de
alojamiento hasta que pudiera encontrar algo.
De hecho cuando se enteró de la historia que
traían los alicantinos no los puso.
Una vez sus padres ya habían arreglado
cuentas con el taxista gruñón, los tres se dispusieron a entrar en
el edificio. No se dijeron nada, pero todos supieron que de una
forma u otra su vida ya no sería igual.
No pudieron estar más acertados.