Capítulo 56
SEVILLA,
22 de marzo de 1940
Juan llegó hasta la posición en la que se
suponía que debía de estar Carmen, pero allí no había nada que se
pareciese a su amada. El joven frunció el ceño extrañado ante lo
raro de la situación, ¿habría ido en busca de su tío?
Esperó que fuera así, no quería temerse lo
peor.
Hasta que lo vio.
Apenas a un metro de su mirada estaba ahí,
tirado en el suelo.
Juan se acercó apresurado para asegurarse de
que no era lo que pensaba, pero sus temores se volvieron una
realidad cuando se agachó para agarrarlo.
Tenía el cristal roto, aun así para él era
un objeto tan especial como inconfundible, la correa estaba rajada,
seguramente por un tirón.
Con su corazón latiendo a mil pulsaciones
por minuto guardó el reloj en su bolsillo.
Comenzó a buscarla como un loco.
Carmen andaba casi a empujones, sin gritar,
es más, tenía prohibido decir una palabra por el momento.
El cañón que tenía apretándole el costado
izquierdo se lo impedía.
No podía haber tenido peor suerte.
Al ver la señal de su tío no había sabido
qué hacer en un principio. Dudó entre ir directamente hacia su
posición para ver qué ocurría o esperar en ese punto hasta que
llegara Juan, que seguro iría en su búsqueda.
Optó por la segunda opción.
Miraba sin pestañear hacia la posición de su
querido tío cuando notó que alguien la agarraba del brazo, la
tranquilidad inicial por pensar que era Juan quien la agarraba se
vio truncada cuando vio la cara de la persona que menos hubiera
esperado ver en aquella plaza.
Agustín.
Carmen abrió los ojos como platos y en
principio no pudo articular ni una sola palabra. Este tenía en su
rostro una mezcla de locura con satisfacción por haberla
encontrado. Esa cara le daba mucho miedo.
—¿Qué haces tú aquí? —acertó a decir al
fin.
—He venido a por ti, te llevo de vuelta a
Madrid. Allí te enseñaré a que no vuelvas a hacer semejantes
idioteces, me respetarás como el hombre que soy.
—Contigo no voy a ninguna parte —comenzó a
revolverse para intentar soltarse del madrileño, aunque este la
sujetaba fuerte y le resultó imposible.
Agustín se acercó a ella, tanto que puso su
rostro a escasos centímetros del de Carmen.
Sonrió.
—Ella opina que sí.
—¿Ella? —preguntó extrañada.
De pronto sintió como un objeto le apretaba
el costado, no le costó reconocer lo que era, aunque el sonido del
martillo del arma cuando Agustín lo echó hacia atrás acabó por
confirmárselo.
Carmen se quedó muda, nunca la habían
apuntado con una pistola y no sabía cómo reaccionar. No quería ni
moverse por si acaso a ese loco le daba un ataque y le disparaba,
de esa manera sí que nunca más volvería a ver a Juan.
—Ahora, escúchame, camina como si no
ocurriera nada. Somos una simple pareja que ha venido a ver la
Semana Santa sevillana, pero mira tú que casualidad, que justo
cuando llegaban te encuentras mal, yo te acompaño hacia el hotel,
es por eso que te sujeto. ¿Me he expresado con claridad?
Carmen consiguió salir de su parálisis para
asentir con la cabeza.
—Eso es, aplaudo que por fin entres en
razón. Ahora camina, salgamos de esta plaza por aquella entrada
—dijo señalando con la mirada—. Vamos, camina.
La joven obedeció y comenzó a andar
despacio, esquivando a todo el que tenía por delante. No sin antes
darse cuenta de que Agustín le había rajado en buena medida la
correa del reloj al agarrarla del brazo. Decidió romperla del todo,
dejando que cayera al suelo.
Esperó que Juan lo viera y no sabía bien de
qué manera, la salvara.
Juan no podía esconder su más que evidente
nerviosismo, si a Carmen la había cogido uno de los temidos
asaltantes, podía darla por muerta. No
estaba dispuesto a perder por segunda vez a la persona más
importante para él. Esta vez lo daría todo por poder evitar la
tragedia.
Anduvo de un lado para otro mirando sin
parar en todas direcciones para ver si no era muy tarde y podía
divisar al captor de Carmen.
Apartó a varias personas de un empujón sin
importarle lo que pensaran de él, no pensaba en otra cosa que poder
salvar a su amada de una muerte casi asegurada.
Prefería morir con tal de saber que ella iba
a poder seguir con vida.
Siguió andando, lo más lógico para hacerle
algo y no armar demasiado revuelo era que la sacaran de todo el
tumulto. Divisó cuál era la salida más cercana de la plaza y se
encaminó a toda prisa hacia ella, apartando todo lo que estuviera a
su lado.
Esa actitud llamó la atención de dos
asaltantes, que vieron en Juan una
actitud sospechosa y, debido a la amenaza de atentado que se cernía
sobre aire, decidieron seguirle.
Manu y Anselmo eran los más preocupados al
ver que pasaba el tiempo y ni Juan ni Carmen aparecían, ¿habrían
caído ellos también?
Solo de pensarlo el más desagradable de los
escalofríos recorrió sus espaldas.
—Creo que deberíamos ir a ver qué ha pasado,
esto no es normal —dijo Manu con evidentes ojos de
preocupación.
—Creo que tiene razón —le apoyó Paco—,
vayamos hasta el punto en el que debería estar Carmen. Pedro,
quédate aquí y si en diez minutos no han aparecido en este mismo
punto huyes hasta el descampado en el que tenemos aparcadas las
camionetas. Allí nos veremos todos y nos iremos de esta ciudad. No
sé muy bien adónde, pero sin mirar atrás.
Pedro asintió, en el fondo le tranquilizaba
saber que sería él el que esperaría, quizá esa fuera la opción más
segura.
O no.
Dicho eso el grupo se encaminó intentando
parecer una simple reunión de turistas en dirección al punto en el
que Carmen debería de estar emplazada, rezando todos por que
estuviera tanto ella como Juan allí.
Juan siguió avanzando con cuatro ojos
puestos sobre su persona a una distancia prudente, sin que él lo
supiera.
Continuó apartando gente de manera algo
brusca, en circunstancias normales hubiera pedido perdón, su padre
le había ensañado a hacerlo, solo que ahora no era el momento más
indicado para ser educado.
Anduvo durante unos metros más hasta que vio
a una pareja andar en dirección contraria a lo que la gente estaba
haciendo, parecía que querían salir de plaza, pero aún les quedaba
una distancia considerable para poder hacerlo.
Juan se fijó bien en ella, apenas podía
verla pues él la tapaba casi por completo. De todas maneras desechó
casi de inmediato la idea de que pudiera ser Carmen, pues él iba
demasiado bien vestido si la descripción dada por Anselmo de la
guardia especial de Franco era cierta. Al ladearse para esquivar a
unas personas que estaban frente a ellos, Juan comprobó que en
efecto se trataba de su amada.
¿Pero quién la empujaba?
Empezó a pensar que aquello no tenía nada
que ver con el atentado al mismo tiempo que aceleraba su paso a
todo lo que daban sus piernas, algo más lento de lo habitual debido
al tumulto que tenía en frente.
Los dos guardias que lo seguían también
comenzaron a correr, eso sí, seguían manteniendo la
distancia.
Juan, no sin un gran esfuerzo, consiguió
llegar hasta la posición de Carmen y de la persona que la obligaba
a salir de la plaza. El joven no dudó en agarrar del hombro a ese
tipo tan repeinado.
—¿Qué crees que estás haciendo? —Le
recriminó este, consiguiendo una gran sorpresa en el reputado
madrileño.
Carmen sintió una mezcla de alivio al ver a
Juan y de tensión al pensar lo que Agustín podría hacerle.
—¡Juan, cuidado, tiene un arma!
Pero ya era demasiado tarde como para
avisarlo, Agustín había apartado el cañón del costado de Carmen y
ahora apuntaba directo al pecho de Juan, que no dudó en subir sus
manos.
—Baja las manos, ¿acaso quieres formar un
escándalo? Si lo haces, primero le pegaré un tiro a ella, cuando la
hayas visto morir te lo pegaré a ti.
Juan ya ni notaba el corazón de lo rápido
que le andaba. Si hacía algo, perdería a Carmen, si no hacía nada,
también. Necesitaba una solución, una solución inmediata y no sabía
qué hacer.
En una ocasión escuchó que en situaciones de
tensión, a uno le daba tiempo a evaluar todas sus opciones, que
escogiera o no la correcta era cuestión de suerte.
De forma impensable la encontró, no se
hallaba demasiado lejos de él.
Confió en que la suerte estuviera de su
lado.