Capítulo 49

 

SEVILLA, 22 de marzo de 1940

 

 

 

El mediodía había llegado. La mezcla de sensaciones que cada uno de ellos tenía en el cuerpo no la hubieran sabido definir ni ellos mismos, eran tantas las emociones encontradas que aquello parecía un torbellino en sus interiores.
El grupo de los chicos jóvenes bajó, abajo ya les esperaba el resto, aguardando a que doña Frasquita les presentara la comida, seguramente otro guiso de conejo.
No hacía otra cosa.
En efecto era lo que esperaban. A pesar de que en sus estómagos sentían la llamada del hambre, casi ninguno podía tragar aquello, el día que tanto habían esperado por fin había llegado.
Ahora sí que no había marcha atrás.
Anselmo, que ya había previsto aquella situación el día anterior cuando les explicó cómo y dónde quedarían para comenzar la jornada, les empujó a que aunque no les entrar la comida, se metieran la cuchara en la boca e hicieran el esfuerzo. A pesar de la pantomima montada el día que llegaron acerca de que el paralítico estaba en la silla por ser un héroe de derechas, la mujer los miraba raro, con desconfianza. Debían de actuar de la manera más natural posible.
La comida transcurrió sin ningún sobresalto, los temas de conversación fueron algo de lo más banal. Temas de procesiones y de santos amenizaron la comida, ninguno de ellos estaban atentos. Tenían la cabeza puesta en otro sitio.
En concreto en la Plaza de la Falange.
Ayudaron con educación a doña Frasquita a quitar la mesa, estirar las piernas después de comer al mismo tiempo que hacían algo útil les ayudaría a rebajar la creciente tensión que se estaba acumulando en ellos. Nadie estaba tranquilo del todo, ni siquiera los tres más veteranos, y eso que querían ocultarlo a toda costa para transmitir seguridad a los demás.
Se despidieron amablemente de la dueña del local, dudaron enormemente volver a pisar ese suelo. De una forma o de otra nada volvería a ser para ellos como aquel preciso instante.
Caminaron despacio hasta el almacén en el que tenían oculto lo que les ayudaría a llevar a cabo su plan, todos portaban la ropa más ancha que disponían, necesitaban ocultar objetos grandes en ella, al menos durante un rato.
Antes de entrar en el recinto, miraron varias veces a su alrededor, la seguridad a partir de aquel momento debía de ser máxima. Sería una lástima que todo se fuera al garete sin ni siquiera haber llegado hasta la plaza.
Una vez dentro, en silencio y con una tensión más que evidente, cada uno agarró su objeto asignado y lo ocultó como mejor pudo para que no se notara que lo llevaba encima. El grupo de las metralletas además agarró varias cuerdas por si las necesitaban para acceder a las casas marcadas con una «x».
Juan miró a Carmen, respiraba acelerado mientras miraba la granada que tenía agarrada, no hacía falta estar en su cabeza para saber que estaría pensando si sería capaz de lanzar aquello. En sus manos había un arma mortífera y un error de cualquier tipo podría hacer que murieran inocentes.
Incluso ella misma.
Él palpó la Mp-38 que tenía oculta debajo de su ropa. Nunca antes había tocado un arma y jamás pensó que fuera a hacerlo en aquellas circunstancias. En cierta ocasión, no sabía dónde, había escuchado que la vida podía dar tantas vueltas que uno fácilmente se podría marear.
Desde luego razón no le faltaba.
Hace unos meses era un simple pueblerino, comprometido con una preciosa mujer y sin más preocupación que encontrar chapuzas junto a su padre en el pueblo para que no faltara el pan sobre la mesa.
Ahora se iba a convertir en un asesino.
En el asesino de Franco, ni más ni menos.
—Chicos, acercaos, formad un círculo —ordenó Anselmo, que había estado supervisando como todos ocultaban sus armas y se preparaban para la misión.
Todos obedecieron.
—No puedo deciros nada que no os haya dicho ya. Creo que cada uno sabe exactamente lo que tiene que hacer y que todo va a salir a pedir de boca. Sí que quiero deciros una cosa, lo he pensado mucho durante toda la noche. Apenas os conozco, aunque os confieso que ya os considero a todos como de mi propia familia. No sé qué historia personal se oculta tras vosotros, pero sí conozco tres. Una de ellas es la de mi sobrina, Carmen. Ha roto con todo, no se ha conformado con tenerlo prácticamente todo resuelto en la vida y se ha embarcado en esto en parte por amor, en parte por convicción en lo que está haciendo.
Todos la miraron sonrientes, sabían que Anselmo tenía razón y, aunque al principio todos tuvieron dudas acerca de ella, había demostrado ser una más y estar entregada al cien por cien en la misión.
—La otra historia es la de Juan —prosiguió—, que ha conseguido vencer a los fantasmas que lo atormentaban y entregarse de lleno al amor, cuando pensaba que no volvería a hacerlo. Además de eso ha vuelto a confiar en las personas, pero sobre todo en él mismo. Es un chico con grandes cosas por hacer, no os quepa duda.
Repitieron el gesto de Carmen con Juan, las mismas dudas las habían tenido con el joven, pero de la misma forma había probado cómo era leal y uno de los más válidos de todos. El que más se alegró por todo eso fue su mejor amigo, Manu, que había visto mejor que nadie la evolución del joven. No podía sentirse más orgulloso del rafaleño, nada más conocerlo supo que sería una pieza fundamental en todo aquello. Dejó pasar un tiempo para que se acostumbrara a su nueva vida y en cuanto pudo lo llevó a conocer a los que se habían convertido en sus hermanos.
Fue la mejor decisión de su vida.
—La última historia es la mía propia —continuó—. Veréis, hace tres años recibí un balazo que me cambió la vida, a peor pensé en ese instante. Mis ganas de vivir se esfumaron de golpe, no había nada positivo en permanecer vivo, en seguir respirando. Lo perdí todo, ¿entendéis? Todo. Mucha gente ha perdido a sus seres por culpa de la puta guerra, pero yo los perdí por mi propia negatividad, nadie puede hacer nada cuando una bomba te arrebata a quien más quieres, pero yo pude hacerlo y me quedé lamentándome, en vez de reaccionar.
Hizo una pausa, sus ojos se llenaron de lágrimas. Carmen agarró la mano de su tío.
—Pero hubo una persona que a pesar de todo siguió creyendo en mí cuando ni yo mismo lo hacía, una persona que me habló de un grupo de descerebrados con un plan demente. Todo eso me animó a conoceros y desde ese preciso instante recuperé la ilusión por vivir, la ilusión por hacer algo importante, la ilusión por dejar mi huella. Me aceptasteis para guiaros a una misión casi imposible, confiáis en mí ciegamente y ahora tengo más ganas de vivir que nunca. Hijos míos, no sé si llegaremos a cumplir o no con nuestro propósito, no sé si ese hijo de puta caerá o no esta tarde, pero lo que sí sé viendo estas tres historias, y seguramente las vuestras también, es que si me preguntan si ha sido un éxito esta misión, mi respuesta será un «sí» rotundo.
De forma inconsciente y casi sin importar si alguien escuchaba el alboroto que se formó al instante en el interior del almacén, todos comenzaron al unísono a aplaudir a su líder. María, Rocío, Carmen y Pedro no pudieron contener las lágrimas ante las palabras de Anselmo.
A ninguno le cabía duda de que era el hombre más grande que habían conocido en toda su vida.
Suerte que nadie escuchó el alboroto de los aplausos, porque aquello se prolongó más de dos minutos.
7 dí­as de marzo
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