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La llegada al Théâtre du Capitole en Toulouse fue todo un acontecimiento. Una vez finalizado el viaje y sanos y a salvo, los policías que los habían escoltado notificaron por teléfono al superior de Toulouse que regresaban a París. Su jefe pidió hablar con un responsable del colectivo de ancianos. Juan Carlos atendió la llamada y lo que escuchó le dejó con la boca abierta: el inspector le informó de que la francesita, Ivette Trouzot, había sido detenida y acusada de trabajar como espía para el gobierno alemán. La habían capturado tratando de cruzar la frontera. Más tarde, y personalmente, les ampliaría la noticia. Cuando Aetos conoció la nueva, comentó un poco dolido:

—Lo sospeché en todo momento, pero nadie me hacía caso.

Una vez en el teatro, los ancianos se felicitaron por disponer, para su particular espectáculo, de una sala dedicada exclusivamente a la ópera. Se trataba de la segunda sala de más importancia en toda Francia. Únicamente en honor y por deferencia a las viejas glorias se le habría permitido a Rousseau programar esas pocas actuaciones en tan importante lugar.

Sin estar presente, se notaba su mano en todo cuanto sucedió a la llegada de la compañía a Toulouse: el trato de la administración del teatro; las facilidades y comodidades en los camerinos; el hecho de haberles reservado habitaciones en un hotel de lujo situado en el propio edificio... Según la directora del teatro, le había pedido encarecidamente que les transmitiera que deseaba a todos el mayor de los éxitos y un feliz viaje a España. En cada camerino encontraron un hermoso ramo de flores con su tarjeta. En el de Juan Carlos, el ramo de flores estaba dedicado a Erika. A él le ignoraba por completo. Erika leyó la dedicatoria y no hizo ni un solo comentario; intentaba mostrarse completamente indiferente, pese a que no lo logró del todo por culpa de ciertos mohínes que él descubrió en el rostro de la muchacha. Juan Carlos, por su parte, mostró curiosidad por leer la dedicatoria, pero, una vez leída, se la devolvió a Erika sin mostrar mayor interés ni hacer ningún comentario al respecto.

En la primera ocasión en que lograron un poco de privacidad para hablar de sus cosas, él se encontraba en tal estado de nervios que no sabía por dónde comenzar. Sufría un ataque de pánico causado por el miedo a decir cualquier inconveniencia que pudiera afectar a Erika o que lo dicho no fuese correctamente interpretado. Por otro lado, trataba de controlar su inmenso deseo de estrujarla en sus brazos, no fuera a causarle algún daño o que a Erika le pareciera excesivo su comportamiento. Temía por su fragilidad, sobre todo la de su estado anímico.

Desde la crisis de Erika no habían vuelto a hablar y ahora tenían mucho que decirse. Se encontraban juntos en el camerino, y ella disimulaba la tensión revisando y colgando en percheros el vestuario de trabajo. Él, mientras tanto, ordenaba sus resinas antideslizantes sobre la mesita, junto al maquillaje. De pronto, se encontraron frente a frente. Él tomó en sus manos las de ella y, con la mayor delicadeza, las fue acercando a sus labios para besárselas mientras la miraba a los ojos fijamente. Tras un buen rato, comenzó a hablar:

—Quiero decirte que voy a pedir a mi padre y a mi madre que vengan a la boda.

—Qué bien —dijo ella—. Así tendré la oportunidad de conocerlos. Tengo un gran interés por que me acepten...

—Se van a enamorar de ti, igual que lo estoy yo.

—Pero ¿tú crees que podremos casarnos?

—Si tú quieres y yo quiero, ¿por qué no?

—Lo digo por el tiempo para organizarlo todo...

—Tú no te preocupes que yo encontraré quien nos case. Y si esta boda te parece improvisada, esperamos un tiempo y volvemos a casarnos cuantas veces quieras tú...

Erika bajó la mirada.

—Tengo una petición que hacerte que espero que comprendas... Hasta después de la boda quiero permanecer estos últimos días junto a mis padres. No quiero separarme de ellos ni un minuto. Han sufrido mucho con mi enfermedad, apenas han dormido últimamente.

—Me parece muy bien, Erika. Ellos lo merecen, y yo sabré esperar.

—Me alegra que pienses así.

Juan Carlos se separó suavemente de ella.

—¡Bueno! —exclamó con la ilusión reflejada en sus ojos—. Tenemos mucha tarea por delante. Lo primero que voy a hacer es llamar a España. Luego me pondré a la caza de un juez o de un cura, o las dos cosas. Y, mientras tanto, tú puedes dar una vuelta por el comercio de Toulouse y buscar un precioso vestido, ¿te parece?

—Te aseguro que haré todo lo posible para que te sientas orgullosa de mí —dijo ella.

Los ancianos, al enterarse de la inminente boda, habían decidido por su cuenta que aquel importante momento tenía que ser sonado. Querían que resultara algo inolvidable y sobre todo original. Aprovechando la ausencia de la joven pareja, se reunieron en el camerino de Bergen.

—Lo primero que debemos conseguir es ropa apropiada —dijo el ventrílocuo—. No podemos celebrar una boda en estas condiciones. —Todos se miraron en los espejos del camerino. La mayoría aún vestían los monos de jardinero y al darse cuenta se reían unos de los otros y de sí mismos—. Creo que tengo la solución —continuó Bergen—. Según he podido comprobar, la última obra que se ha representado en este teatro ha sido Tristán e Isolda, de Richard Wagner. Todo el vestuario se encuentra en el almacén, por lo que lo único que tenemos que conseguir es que la dirección del teatro nos permita utilizarlo sólo durante el enlace y, lo más importante, que Juan Carlos y Erika quieran ser en la boda Tristán e Isolda.

—De convencer a Erika me encargo yo —dijo Lena de Cock.

—Y nosotros nos encargamos de Juan Carlos —aseguró Aetos.

—¿Quién habla con la gerencia del teatro? —preguntó Bergen.

—Tú mismo —apuntaron algunas voces.

—Ya, pero como la directora es una mujer, preferiría ir acompañado por alguna de vosotras.

Lena de Cock y Rebeca Fassios se ofrecieron de inmediato.

La crítica de la gala de la Cruz Roja en París había repercutido en la prensa de Toulouse, y eso hizo que se vendiera en dos días el aforo completo del teatro para las tres representaciones. Agotadas las localidades, el éxito estaba asegurado.

El montaje de los trastos y aparatos de trabajo fue rápido y seguro, y, con esas obligaciones cumplidas, los ancianos, que parecían niños con un juguete nuevo y sólo tenían pendiente un ensayo el jueves para músicos, iluminación y tramoya, dedicaron su tiempo libre a preparar la boda procurando que resultase un acontecimiento inolvidable para todos. Mientras tanto, Aetos y Moses recababan información sobre la frontera con España al sur de Perpiñán. Aetos había oído rumores sobre la peligrosidad de la zona debido al enfrentamiento de la Guardia Civil española con los guerrilleros del maquis. Conocer la situación de la frontera era imprescindible para intentar su paso con la mayor seguridad.

Juan Carlos, por su parte, tenía buenas noticias. Había hablado con su padre y con su madre, y éstos, a su vez, se habían comunicado con la familia Carré en París para que les facilitasen la entrada a Francia. Se ponían en marcha de inmediato y esperaban llegar a Toulouse el viernes a última hora. Juan Carlos aprovechó para pedir a sus padres cuanto documento poseyeran relativo a su persona. Se encontraba bastante indocumentado con respecto a su nacionalidad por haber entrado en su momento a Francia como un miembro de la familia Carré. Ahora tendría que demostrar que era español, por lo que necesitaba su partida de nacimiento. Con todo, la mejor noticia, sobre todo para los ancianos, fue saber que había conseguido a un jovencísimo sacerdote de la iglesia de los Jacobinos que no sólo estaba dispuesto a casarlos sino que se ofreció para celebrar la boda en el escenario del Capitole.

Aquella noticia revolucionó a las viejas glorias, que no cejaron hasta conseguir el vestuario de la obra de Wagner. Una vez logrado este objetivo, lo peor fue ponerse de acuerdo en el reparto de la ropa. Todo comenzó cuando Rudi Ciclotón pidió ir vestido de Marke, el rey. Bergen no estuvo de acuerdo.

—Tú no puedes ir de rey. No das el tipo. A lo más que puedes aspirar es a ir vestido de Morold.

—Pero ¿qué más te da de qué vaya yo vestido, si no vamos a representar la obra? —adujo Ciclotón.

—Ya, pero estamos tratando de vestir la boda y tú no das rey ni aunque te vistas de Carlos V... Yo tampoco doy la imagen de rey, por eso me vestiré de Kurwenal.

—Yo iré de rey —solicitó Al Pace.

—De acuerdo —aceptó Bergen—. Parecerás un rey escuchimizado, pero tu rostro refleja nobleza.

—Yo puedo ser Brangäne —dijo Máxima Contessa.

—Habrá que mirar la talla del vestido —comentó Bergen—. No todas las Brangäne tienen tu volumen.

La discusión acabó cuando comenzaron a probarse la ropa: al final cada cual tuvo que vestirse de lo que le servía. Curiosamente, al único al que le servían las ropas de rey era a Rudi Ciclotón.

El vestido de Isolda y el uniforme de Tristán les quedaban bastante holgados a Erika y a Juan Carlos, a quienes habían convencido para vestir así en la boda. Menos mal que las expertas manos de las ancianas supieron adaptarlos a sus tallas.

Tras el éxito del espectáculo el viernes en su debut, el sábado por la mañana no se hablaba en Toulouse de otra cosa que no fuese la actuación de las viejas glorias. La hora prevista para la celebración de la boda eran las doce del mediodía. Vicente y Amparo, los padres de Juan Carlos, habían llegado a las ocho de la tarde del viernes y pudieron contemplar el espectáculo entre cajas. Después de la función disfrutaron de una larga cena con Juan Carlos, Erika y los padres de ella. Cuando le presentaron a la joven, Amparo se quedó mirándola por un buen espacio de tiempo. Erika soportó lo mejor que pudo el examen, aunque se ruborizó.

—¡Qué buen gusto tienes, hijo! —exclamó finalmente la madre con la mayor franqueza cuando decidió que ya la conocía—. Es mucho más bella de lo que yo pudiera haber imaginado.

E, inmediatamente, le dio dos besos en las mejillas a su futura nuera y le pidió:

—Considérame tu segunda madre, por favor.

Erika agradeció el gesto y las palabras abrazándola con cariño.

Al finalizar la función del viernes, mientras la joven pareja y los padres de ambos cenaban en el hotel, los ancianos se quedaron en el teatro montando el altar y retocando el vestuario. Alguien había conseguido dos botellas de un brandy especial y ocasión como aquélla no se daba todos los días. De común acuerdo y con la colaboración de la plantilla de tramoya del teatro, montaron un precioso altar para el que emplearon parte de un fondo de castillo medieval de la corte del rey Arturo. Hasta que quedó perfectamente terminado e iluminado no se retiraron a dormir. Se habían propuesto celebrar una boda importante, y por ellos no iba a quedar.

A las doce en punto del mediodía del sábado comenzaron a sonar en el órgano los acordes de El sueño de una noche de verano, de Félix Mendelssohn. En las primeras filas del patio de butacas del teatro sólo se encontraban la dirección, los empleados del Capitole, el padre y la madre de Juan Carlos, un juez, el jefe de policía de Toulouse y el excelentísimo señor alcalde con toda su familia. Ya en el escenario, todos los ancianos hacían pasillo a los novios, que iban perfectamente vestidos para la circunstancia. Dos focos de luz que procedían del paraíso del teatro acompañaron a Tristán e Isolda por el pasillo central del patio de butacas hasta que subieron al escenario y se situaron frente al altar. El joven sacerdote esperó a que el órgano terminase la interpretación y comenzó a hablar a los novios sobre la responsabilidad que conlleva la unión de una pareja. Al finalizar, Bergen solicitó permiso del sacerdote para decir unas palabras en nombre del colectivo. El sacerdote los advirtió de que no era lo habitual, pero accedió. Entonces, Bergen miró con cariño a Juan Carlos y a Erika, y comenzó su discurso:

—Yo también me veo en el deber de avisaros sobre los peligros que corréis al unir vuestras vidas. Mi padre y mi madre hicieron lo que vosotros estáis a punto de hacer y la primera consecuencia fui yo. ¡Qué locura! ¿Estáis dispuestos a correr el riesgo de crear a alguien como yo?

»Los progenitores de todos los que estamos sobre este escenario cometieron la misma locura y aquí podéis ver las consecuencias: una pandilla de peligrosos orates cuya vanidad los ha llevado a vivir sólo del más vanidoso de los alimentos, el aplauso. Ahora bien, si estáis verdaderamente enamorados, no escuchéis mi voz, haced oídos sordos a mis palabras y llevad a buen término vuestra unión, aunque debo advertiros de lo que vuestro futuro os deparará. Porque tendréis que ser conscientes de que, a partir del momento en que seáis definitivamente pareja, después de bañaros encontraréis siempre la toalla mojada por el otro y el cepillo de dientes usado y sin enjuagar, aunque sea de diferente color.

»Que sepa él que jamás volverá a encontrar sus calcetines porque cada día estarán en un cajón diferente, y en su lugar hallará medias de mujer anudadas y remendadas. Y ella no volverá a ver un solo cenicero limpio jamás. Siempre estarán desbordados de colillas. Vuestras primeras noches serán idílicas y maravillosas, hasta que los ronquidos impongan su insufrible dictadura. A partir de ese momento habrá que taponarse los oídos... Pero también os digo que, si lográis superar esas pequeñas pruebas que la convivencia nos pone en el camino, será porque habréis sido elegidos por el Señor para continuar unidos por los tiempos de los tiempos y llenar de felicidad vuestras ilusionantes vidas y las de vuestra descendencia. Que en definitiva es lo que os deseamos de todo corazón esta pandilla de viejas y viejos locos de la escena. Que así sea.

El joven sacerdote observó la cara de santo que mostraba Bergen y, tras una corta pausa, continuó oficiando la boda. Cuando llegó el momento del intercambio de anillos, Lena de Cock le entregó su propio anillo a Erika y Vicente Barrachina el suyo a Juan Carlos, uniendo también con aquel simbólico intercambio los lazos familiares.

Tras la boda, un sobrio almuerzo fue toda la celebración, ya que nadie, por responsabilidad, quería probar una gota de alcohol antes de la función, si bien para animar el momento cada miembro de la compañía entregó a los novios un original y simbólico regalo, la mayoría hechos a mano por ellos mismos: Gustav Fassios les regaló una pareja de novios pintados por él en dos cáscaras de huevo de gallina; Máxima Contessa le regaló a Juan Carlos un alfiler de corbata hecho con un imperdible y granos de arroz de distintos colores; Lena de Cock le entregó a Erika un colgante tejido con cabellos de su propia cabeza... Cada regalo resultó ser una entrañable sorpresa. Cuando por fin quedaron solos en su habitación aquella noche, Juan Carlos, cogiéndola de la mano mientras la miraba a los ojos con la mayor intensidad, le desveló sus anhelos.

—Quiero poder mirarte así toda una vida.

—No dejes nunca de hacerlo —acertó a decir Erika con la delicadeza de un suspiro.