10
Salir de Magdeburgo fue bastante complicado. Debido al intenso bombardeo, la mayoría de las calles y avenidas habían alterado su dirección o se encontraban cerradas. A pesar del frío, algunos ciudadanos, colaboradores por naturaleza ante las grandes catástrofes, hacían las veces de guardias de tráfico, lo que, por desconocimiento absoluto del ejercicio de dicha función, creaba una confusión total en el ya de por sí caótico desarrollo de la circulación.
Tras cerca de media hora de atascos y discusiones, Juan Carlos logró dar con la carretera que le conduciría a Weimar. Una vez en ella, aprovechó el primer desvío para estacionar el autobús. Quería mantener un intercambio de opiniones e ideas con los integrantes de la compañía, así que dejó el motor en marcha de manera que el interior del vehículo se mantuviera caliente, se levantó de su asiento de conductor y, mirando con cariño a sus «viejos», como ya comenzaba a llamarlos, se dirigió a todos ellos:
—Como recordaréis, nuestra segunda parada en el viaje es Weimar.
—Preciosa ciudad —apuntó una voz al fondo.
—Preciosa pero peligrosa —matizó Aetos poniéndose en pie—. Para vuestra información os diré que en Weimar existe un campo de trabajo.
—Está situado en el bosque de Buchenwald —añadió Moses.
—Si mal no recuerdo, por ese bosque solía pasear Goethe —comentó la señora de Al Pace.
—Y Martín Lutero, y Nietzsche, y Schopenhauer... —precisó Lena de Cock.
—Y los geniales músicos Bach y Franz Liszt —completó la señora Agneta Beckenhauer.
—De hecho, muchos de ellos reposan en el cementerio de Weimar —interrumpió Moses—. Yo he visitado sus tumbas.
—¡En el bosque de Buchenwald! ¿A quién se le habrá ocurrido situar allí un campo de trabajo? —exclamó Bergen con su voz metálica.
Todos acusaron el comentario agachando las cabezas y negando con ellas en un absoluto y completo silencio que rompió Juan Carlos.
—Lo que quiero decir es que, hasta ahora, todo nos está saliendo a pedir de boca, pero no debemos confiarnos en exceso. Lo que nos ha ocurrido en Magdeburgo está más cerca de un milagro que de un hecho real.
»Por otro lado —prosiguió—, tampoco trato de acobardaros. Lo que os pido encarecidamente a todos es cordura, ilusión y, sobre todo, esperanza. Pernoctar y abandonar cada una de las ciudades que visitemos durante el viaje siempre tendrá su riesgo, por eso solicito el máximo de imaginación, pero también de cautela.
—Lo más importante —dijo entonces Bergen con la mayor seriedad— es actuar siempre mientras los murciélagos duermen.
—¿Qué murciélagos? —preguntó Moses.
—Los causantes de todos los males de este mundo.
Todos se lo quedaron mirando en silencio. Él, por su parte, escrutaba los rostros de todos sus compañeros mostrando una extraña sonrisa. Con sus penetrantes ojos trataba de infundir seriedad a sus palabras y, consciente de que había logrado captar la atención general, continuó:
—Mi abuela, sabia mujer, siendo yo un niño me explicó el fracaso que representó para el Rey de la Creación el murciélago. Dios había creado cuanto ser vivo existía en la tierra, en el aire y en el mar, utilizando para ello la más perfecta ingeniería. Su único fallo lo cometió al diseñar el murciélago: no se sabe si quiso crear un roedor o un pájaro, un veloz mensajero volador o el más vago de los seres, pues siempre busca la mayor oscuridad para ocultar su imperfección y disfrutar de un solitario placer en los brazos de Morfeo.
»El caso es que, en un imperdonable descuido, tras haberse lucido con la creación del hombre y de la mujer, sobre todo con la mujer, cometió su mayor error al dar forma al defectuoso murciélago: ni pájaro ni roedor, ni ratón ni gorrión.
»El murciélago comenzó a sufrir un terrible complejo que lo llevó a llenar su confundida mente de un odio irracional y, sobre todo, de una desproporcionada sobrecarga de rabia. Es tanta la que almacena el murciélago en su imperfecto cuerpo que su mordedura llega a considerarse mortal de necesidad, lo que lo ha convertido en el símbolo universal del mal. Todo lo feo y desagradable de la Tierra, así pues, se concentra en un repulsivo bicho. Pero todo en este mundo tiene su contrapartida: aseguraba mi abuela que nuestra única defensa ante tan deplorable y peligroso depredador estriba en su imperiosa necesidad de dormir. Y mientras ellos duermen, el mal descansa, por lo que recomiendo, para garantía y seguridad de nuestras vidas, actuar siempre mientras los murciélagos duermen.
Un silencio total se adueñó del interior del autobús, nadie se atrevía a hacer el más mínimo comentario.
—De acuerdo —dijo finalmente Aetos, algo confuso—. Así lo haremos.
—Recordadlo todos —insistió Bergen—, tomad decisiones y actuad siempre mientras ellos duermen. —Y, mirando a Juan Carlos con satisfacción, añadió—: No te quejarás de nosotros, hasta ahora nos hemos portado como santos.
—Desde luego —aceptó Juan Carlos—, pero cuidado con las bromas de ahora en adelante. Estamos en guerra y un error de cálculo puede conducirnos a la desgracia. Seamos prudentes, es lo único que os pido...
—No hay quien pueda ser prudente meándose de esta manera —exclamó Al Pace mientras corría por el pasillo en busca de la puerta.
Juan Carlos se apartó para dejar pasar al viejo y a los que se apuntaron al desahogo muertos de risa y con urgencia.
Definitivamente, aquellos ancianos eran incorregibles. Cada vez estaba más seguro de que tratar de dirigirlos sería un error. Esos hombres y mujeres habían cruzado una barrera en sus intensas vidas a partir de la cual su filosofía sobre la existencia había cambiado radicalmente. Daba la impresión de que ignoraban soberanamente las sugerencias con las que se los intentaba obligar a mantener ciertos comportamientos. En un estado de guerra como el que estaban viviendo, o precisamente por enfrentarse a esa situación, ellos preferían reírse del mundo y de todo aquello que limitase su sentido del humor. La puerta que les había abierto Juan Carlos al ofrecerles la oportunidad de representar sus espectáculos de nuevo les ilusionaba de tal manera que volvían a llenar sus mentes con nuevos y originales proyectos, seguramente en su mayoría imposibles de llevar a cabo debido a su avanzada edad. Juan Carlos presentía que su obligación era dejarlos actuar. Permitirles que pusieran a disposición de su proyecto toda su experiencia acumulada gracias a tantas vivencias y conocimientos adquiridos. Por lo demás, el hecho de que se tomaran la vida a risa era un buen síntoma, máxime teniendo en cuenta su edad. Lo verdaderamente terrible hubiera sido encontrarse con una partida de ancianos cascarrabias que le amargasen la existencia en todo momento.
Cuando regresaron al autobús, algunos de ellos temblaban de frío. Una vez acomodados, Juan Carlos estuvo a punto de dirigirles la palabra para decirles: «Olvidad lo que os conté antes, podéis hacer con vuestras vidas lo que os parezca. Y perdonad que os diera consejos, porque quien los tendría que recibir soy yo. De ahora en adelante estoy a vuestra entera disposición.»
Pero no pronunció un discurso semejante, se reservó aquellos tiernos comentarios que podían restarle autoridad y en su lugar dijo:
—Debo pediros que, si se os ocurre cualquier sugerencia durante el viaje, no dudéis en comunicármela.
—¡Ni hablar! —interrumpió Bergen de buen humor—. Tú nos has metido en este jaleo y tú nos tienes que conducir a un final feliz. Y no trates de librarte de nosotros porque no te lo vamos a permitir.
Juan Carlos observaba sus reacciones con la mayor atención.
—Si supierais los deseos que tengo de volver a veros a todos en escena... Os aseguro que ese día me tomaré cuatro copas de más.
—No podrás —contestó muy serio Aetos.
—¿Y eso?
—No podrás porque ese día habremos acabado nosotros con las existencias de alcohol en diez kilómetros a la redonda.
—¡Eso, eso! —gritaban todos.
Juan Carlos tomó asiento, quitó el freno de mano y arrancó suavemente al tiempo que sonreía dando gracias por aquel momento feliz. Esperaba tener suerte y no encontrar muchos controles en la carretera.
Conducía con el mayor cuidado. Sabía que, últimamente, la mayoría de los controles de carretera estaban camuflados y aparecían por sorpresa; y, si no andaba muy atento y frenaba a tiempo, se jugaba la vida, pues los encargados de los controles solían abrir fuego al mínimo descuido. Para mayor complicación transitaban por una zona de curvas que hacía más delicada la conducción y más posible la inevitable sorpresa. Tal y como lo imaginaba, a la salida de una curva y cuando menos lo esperaba aparecieron de pronto varios soldados armados. El hecho de estar mentalizado para el caso le permitió controlar el vehículo sin demasiada dificultad. Algunos ancianos que habían estado durmiendo reaccionaron asustados y varias de las mujeres gritaron, pues pensaban que el autobús se salía de la carretera; pero, a pesar de la inestabilidad que sufrió el vehículo al frenar en plena curva, Juan Carlos logró inmovilizarlo por completo. En cuestión de segundos se vieron rodeados por soldados que gritaban todos a la vez mientras los apuntaban con sus armas.
Por un momento cundió el pánico, y Juan Carlos, una vez puesto el freno de mano y abierta la puerta, inició el gesto de levantar sus manos en señal de rendición, si bien una severa mirada de Aetos le hizo rectificar. Inmediatamente lo comprendió. En aquel autobús nadie debía demostrar miedo, sino todo lo contrario: confianza y seguridad.
Un Sturmschar, pistola en mano, y dos soldados armados con fusiles cubrieron el hueco de la puerta; Aetos, bajando la voz, le dijo a Juan Carlos:
—Déjamelos a mí.
—¡Documentación! —gritó el Sturmschar.
—¡Venga, chicos! —pidió Aetos en voz alta a los ancianos—. Vuestras identificaciones.
—¿Otra vez? —gruñó Bergen desde el fondo—. Ya las hemos mostrado cinco veces. De seguir así, yo prefiero volverme a Berlín. ¿Qué clase de embajada artística es ésta?
—No les haga caso —dijo Aetos a modo de excusa—. Somos muy mayores y... ya sabe usted. A veces el carácter se amarga con la edad.
El Sturmschar recorrió con la mirada los impasibles rostros de los ancianos y no detectó ni un solo atisbo de miedo en sus rostros. Por el contrario, todos le miraban como a un molesto intruso.
—¿Quiénes son y hacia dónde se dirigen? —preguntó con autoridad.
—Somos una embajada artística del gobierno con destino a Stuttgart —respondió Aetos suavemente—. Nuestro espectáculo se titula Curiosidades y amenidades del universo.
—¿Las «curiosidades» y las «amenidades» son ustedes?
—Nosotros y nuestro talento —respondió con una sonrisa Aetos—. ¿Quiere usted una prueba? —Y, sin darle tiempo a rechazar la oferta, se dirigió a Máxima Contessa—. ¿No le importaría, querida Máxima, interpretar para el Sturmschar el aria de ópera que más le apetezca?
La diva, pillada por sorpresa, preguntó:
—Pero ¿así? ¿Sin calentar la garganta?
—Por favor, deléitenos —le rogó Aetos.
Sin mediar palabra, la cantante salió al pasillo y, sorprendiendo con su voz al propio Aetos, comenzó a interpretar el «Sempre libera» de la ópera La Traviata, de Giuseppe Verdi.
El oficial, sorprendido en su buena fe, no podía creer lo que le estaba sucediendo, aquella cantante le miraba directamente a los ojos mientras le dedicaba el tema con gran teatralidad y énfasis, y su voz, en el pequeño recinto del autobús, se multiplicaba en decibelios hasta el infinito. No sabía si seguir escuchando o pedir silencio, pues esto último podría ofender a la gran diva. Conforme la cantante avanzaba por el pasillo hacia él, apabullándole con sus desproporcionados senos, comenzó a ruborizarse hasta enrojecer de vergüenza. La prudencia de Aetos lo salvó, ya que una mirada de inteligencia de éste a la cantante hizo que ella diese por finalizada el aria.
—¿Le ha gustado? —preguntó Máxima al abochornado Sturmschar.
—Canta usted como los ángeles —respondió el soldado tratando de recuperarse.
Mientras tanto, Juan Carlos había puesto en manos de Aetos el salvoconducto que Elke Zolm y él habían falsificado en Berlín, y éste se lo entregó al oficial.
—Espero que con esto quede usted satisfecho —dijo.
El joven oficial, confundido y convencido por anticipado, ojeó el documento por encima y se lo devolvió a Aetos. Después, tras volver a pasear su mirada por todos los presentes, se dirigió a Juan Carlos para indicarle:
—Pueden continuar el viaje, pero vayan con cuidado.
Todavía no había quitado Juan Carlos el freno de mano cuando el Sturmschar se le quedó mirando fijamente. Antes de que hiciese ninguna pregunta, Aetos se adelantó y, mientras señalaba a Juan Carlos, le aclaró:
—Ninguno de nosotros, por la edad, estamos capacitados para conducir este trasto. Necesitábamos un hombre joven, ¿comprende?
—Claro —dijo el oficial por toda respuesta mientras se alejaba de la puerta.
Juan Carlos aceleró suavemente y, conforme avanzaban, pudieron observar cómo los soldados desaparecían en el bosque como si se los hubiera tragado la tierra. Tras tomar una curva y ganar suficiente distancia, explotó dentro del autobús un fuerte aplauso al que Máxima Contessa respondió poniéndose en pie para agradecerlo con dramáticos gestos de reconocimiento y solidaridad.
A pesar de haber un destacamento especial en Weimar que protegía el campo de trabajo, nadie los molestó.
Antes de entrar a la ciudad tuvieron que pasar, inevitablemente, frente a la gran puerta de dicho campo, en el bosque de Buchenwald. Los ancianos miraban el triste complejo con gestos de repugnancia. No concebían cómo unos fanáticos desalmados se habían tomado la libertad de erigir una aberración semejante a las puertas de una de las ciudades más cultas de toda Alemania. Si levantaran sus cabezas los de la Bauhaus o Walter Gropius, ¿qué pensarían de aquella vergonzosa construcción? ¿Qué consecuencias filosóficas hubiera imaginado Friedrich Nietzsche, que tantas concibió paseando por ese mismo bosque? ¿No se rasgaría las vestiduras Friedrich von Schiller en lugar de haber escrito María Estuardo o Guillermo Tell ? ¿Qué pieza musical habría compuesto Franz Liszt? Cuando terminaron de pasar por delante del campo, todos bajaron sus cabezas con vergüenza ajena. Nadie capaz de concebir semejante ultraje podría ganar una guerra.
Juan Carlos, completamente sugestionado y notando en su paladar un ácido amargor que nunca antes había sentido, condujo el autobús directamente al histórico ayuntamiento de la ciudad y, tan pronto como el vehículo quedó aparcado en un costado de la plaza, la compañía en pleno se apeó para estirar las piernas y hacer el limitado ejercicio que los años permitían a los ancianos. Era un espectáculo ver cómo, solidariamente, se daban golpes en la espalda y masajes en los brazos y piernas los unos a los otros. Parecían niños jugando mientras, como si de una obligación se tratase, el equipo de gestores compuesto por Aetos, Moses, Juan Carlos y Erika se dirigía a los tres hermosos arcos que guardaban el acceso al edificio. Algo les extrañaba, pero no sabían qué, y tan pronto como entablaron conversación con los guardias municipales que protegían la puerta cayeron en la cuenta: todos, debido a las lógicas preocupaciones del viaje, habían olvidado que era domingo. El ayuntamiento permanecía cerrado, y los guardias que los atendieron no disfrutaban de la suficiente autoridad como para resolverles las necesidades de cena y cama.
Callados y pensativos regresaron los cuatro al autobús. Juan Carlos, en su fuero interno, se culpaba por el desliz. Se había responsabilizado de aquel colectivo y no se perdonaba haber olvidado la fecha del calendario, aunque lo cierto era que a nadie se le había ocurrido recordarlo.
¿Qué hacer en aquellas circunstancias? ¿A quién recurrir? Porque lo que tenía muy claro era la imposibilidad de continuar el viaje sin que aquellos ancianos hubieran comido y dormido. Lo mejor sería discutir la situación con todos, decidió, ya que al fin y al cabo la vasta experiencia de éstos tendría que servir de algo. Esperó a que los ancianos volvieran al interior del vehículo y, una vez acomodados, se dirigió a ellos diciendo:
—Lo siento, nadie en este autobús recordó que hoy es domingo.
—Nosotros lo sabíamos —se atrevió a decir Ademaro Beckenhauer—. No podíamos olvidarlo porque hoy cumple años mi señora...
Todos aplaudieron y felicitaron a la señora Beckenhauer, pero sin gran entusiasmo. El momento no era el más propicio para el jolgorio.
—¿Y cómo no nos lo recordó? —preguntó Aetos.
—¿Recordar qué? ¿Que era su cumpleaños o que hoy es domingo? —respondió el músico con voz apagada.
—El caso es que hoy lo tenemos feo —prosiguió Juan Carlos con seriedad—. Podemos tratar de conseguir precio en un hotel, yo tengo algo de dinero que...
Bergen le interrumpió:
—Debemos ahorrar tu dinero para asuntos más graves. Pienso que, con un poco de imaginación, aún estamos a tiempo de conseguir cama y comida.
—Yo estoy agotada —aseguró Máxima Contessa—. Necesito una cama más que el comer. Jamás había cantado sin previo calentamiento.
—¿Y qué es lo que propones, Bergen? —preguntó Aetos.
—Estuve recluido en el viejo hospital de Weimar durante la temporada oficial de teatro de esta ciudad. Me tuvieron que atender de una infección en la garganta y el director me conoce. Si me dejáis hablar con él, puede que resolvamos nuestro problema.
—¡Dormir en un hospital! —exclamó con cierta desconfianza Al Pace.
—¿Acaso hay un lugar mejor y más seguro? —comentó Bergen.
—¡De seguro nada! —se opuso Al Pace—. En cuanto descubran el más mínimo síntoma en cualquiera de nosotros, empezarán a investigarlo. Los médicos son unos enfermos patológicos de la investigación. ¡Si descubren mis urgencias con la vejiga, comenzarán a meterme tubitos por el pito hasta convertirlo en una regadera!
—No habrá tiempo para tanto —aseguró Bergen—. Además, ya nos ocuparemos nosotros de que eso no suceda.
—Entonces ¿probamos con el hospital? —propuso Juan Carlos.
Todos admitieron la petición. Todos excepto Aetos.
—Yo acepto siempre que Bergen no nos confunda con una de esas historias que se inventa —advirtió—. Lo paso muy mal cuando me avergüenzo.
Mientras observaba una peligrosa sonrisa en el rostro de Bergen, Juan Carlos le preguntó antes de tomar asiento frente al volante:
—Indícame cómo llegar a ese hospital.
Diez minutos más tarde, Juan Carlos arrimaba el vehículo frente a la entrada principal del centro sanitario. Bergen solicitó entrar solo, algo que todos respetaron —sus razones tendría—. Desde las ventanas observaron cómo se perdía en el interior del edificio. Durante la espera se hizo un silencio total que rompió Moses:
—Hoy pediría para cenar musaka. ¿Sabéis qué es la musaka? Capas de berenjena fritas alternadas con capas de carne picada, cubiertas con salsa bechamel y cocinadas al horno. ¡Un lujo! ¡Para chuparse los dedos!
Inmediatamente, la imaginación de los viejos saltó por los aires y los jugos gástricos comenzaron a hacer su trabajo y a transmitir su mensaje a los paladares. Cada cual comentaba lo que le apetecía en aquel momento, convirtiendo el pequeño recinto del autobús en un guirigay de voces que describían los más exquisitos platos de la gastronomía internacional. Así hubieran seguido durante horas de no ser por Juan Carlos, quien viendo que Bergen se acercaba acompañado por un doctor de bata blanca dio la voz de alarma.
—¡Atención todos! Aquí viene Bergen con un médico.
Ambos subieron al autobús.
—Amigos —dijo Bergen—. Os presento al doctor Meyer, el mejor médico de Alemania.
Todos le saludaron. El galeno paseó lentamente su mirada por cada uno de los ancianos. Escrutaba con atención sus rostros y sus ojos, como si tratara de buscar información en ellos, algo que no parecía ser del agrado de los viejos, puesto que desviaban confundidos la mirada. Aquel hombre parecía tratar de hacerles con su penetrante mirada un reconocimiento clínico.
—¿Y todos son jardineros? —preguntó el doctor Meyer.
—Todos —contestó Bergen—. Retirados pero jardineros...
—Pero vamos a ver, Bergen —adujo el médico—. Hay algo de todo lo que me has explicado que no comprendo.
—Usted dirá —musitó Bergen con expresión inocente.
—Si con este colectivo de jardineros, según me cuentas, se está llevando a cabo una investigación sobre las alergias, ¿por qué los llevan a Stuttgart?
—Por una simple razón —respondió el ventrílocuo con la mayor naturalidad—: Stuttgart es la única ciudad del mundo que posee un parque zoológico combinado con jardín botánico.
—Eso es cierto —afirmó el galeno.
—Naturalmente —ratificó Bergen—, y nada mejor que la perfecta combinación de plantas y animales para conocer su efecto en el ser humano. En principio, parece que se hace el estudio por el dañino efecto de las plantas sobre la salud de los jardineros, pero a última hora decidieron ampliar la investigación incluyendo a los animales. Sobre todo a los gatos...
—¿Gatos? Algo había oído yo sobre los gatos —comentó el doctor—. ¿Cuál podrá ser el efecto tóxico del gato sobre el ser humano?
—En realidad no lo sé —respondió Bergen—, pero quizá pueda ayudarle mi compañero, que sabe mucho de alergias porque las sufre. —Y dirigiéndose a Aetos le preguntó—: ¿Podrías decirle al doctor qué es lo que tienen los gatos que produce alergia?
Aetos miró a Bergen y luego al médico. La pregunta le había pillado por sorpresa y no comprendía cómo aquel bromista se había atrevido a colocarle en semejante trance. Por un momento estuvo a punto de lanzarse sobre él, pero lo pensó mejor y, haciendo de tripas corazón, respondió:
—¡La caspa!
—¿La caspa? —inquirió el médico.
—Efectivamente —continuó Aetos—. La caspa es un contaminante que además se fija en el cabello humano.
—Ya. Comprendo —aceptó el médico. Y, volviendo a pasear su mirada por los ancianos, preguntó—: ¿Cuántos son los que tendrían que cenar y dormir aquí esta noche?
—Dieciocho —respondió Bergen.
El doctor Meyer, aproximándose a varios de los ancianos, estudió de cerca sus rostros. En algunos casos, como en el de Máxima Contessa y Al Pace, les abrió con sus dedos los párpados para observar más a fondo. Los viejos le dejaban hacer sin ofrecer resistencia. Finalizado el breve examen, y mientras mostraba la más socarrona de las sonrisas, volvió a la puerta para, desde allí, dirigirse a los presentes diciendo:
—Si alguien piensa en este autobús que yo haya podido creerme ni una sola palabra de lo que se me ha dicho aquí, está en un gran error. A diecisiete de ustedes no tengo el gusto de conocerlos personalmente, pero conozco a uno muy bien y desde hace bastante tiempo. Por lo poco que he podido observar, ustedes tienen de jardineros lo que yo de bailarín de tango. Supongo, más bien, que tendrán alguna relación con el mundo del espectáculo y que son artistas.
»Y, además, buenos artistas. La personalidad es un gran medio de identificación, aparte de que he reconocido algunos de sus rostros por haberlos visto en escena. Por otro lado, peor de lo que estamos en este hospital no lo vamos a estar por servir dieciocho cenas y ceder dieciocho camas por una noche. Naturalmente, todo esto sería posible siempre y cuando los invitados a mi hospital, con su talento y dotes artísticas, tuvieran la delicadeza de ofrecer a mis enfermos un poco de alegría, ¿sería eso posible?
Aetos levantó la mano.
—No sólo estoy de acuerdo, pienso que es un deber.
Todos levantaron los brazos en señal de aceptación, momento que aprovechó el médico para decirles:
—Sólo necesito unos minutos para alertar a mi personal. Eso sí —continuó mientras señalaba a Bergen—, no me dejen a este raro espécimen de ser humano suelto por aquí. Ya me ocuparé yo de amarrarlo corto más tarde...
Entre risotadas y aplausos, el doctor Meyer abandonó el autobús para dirigirse al interior del hospital. A pesar de la atrevida broma de Bergen, o quizá gracias a ella, esa noche cenarían y dormirían caliente. Lleno de entusiasmo, Aetos propuso:
—Mi hermano y yo podemos improvisar para los enfermos algunos pequeños trucos de prestidigitación...
—Yo puedo recitar algunas poesías —apuntó inmediatamente Elke Zolm.
—Conmigo también pueden contar... —se ofreció Máxima Contessa—, siempre que me permitan calentar mi garganta.
Antes de que la situación se volviera anárquica, Juan Carlos, con la ayuda de Erika, se hizo cargo de la organización y completaron un listado de colaboradores que pudieran visitar las habitaciones de los enfermos.
El doctor Meyer se felicitaba por su acertada ocurrencia. La visita de los ancianos artistas a los enfermos había resultado todo un éxito. La presión que estaban recibiendo los hospitales a causa de la guerra era terrible y agotadora. Los bombardeos sumaban a diario más heridos de los que se podían atender, y tanto los médicos como el personal de servicio se veían obligados a realizar esfuerzos sobrehumanos. A cambio de tanta entrega, lo más que recibían era alguna palabra de agradecimiento por parte de los jefes o una palmadita de ánimo en la espalda de algún compañero. Por eso, cuando todos aquellos profesionales de la medicina vieron a los invitados en acción —la troupe logró sorprendentes carcajadas en enfermos a los que no les quedaban apenas fuerzas para reír y que mutilados, emocionados, les aplaudieran con una sola mano—, agradecieron en el fondo de sus corazones aquel soplo de alegría que de alguna manera los liberaba de su tristeza y les hacía olvidar la terrible tragedia que estaban viviendo.
Más tarde, durante la improvisada y escasa cena con el personal del hospital, en la que los ancianos fueron premiados con algo prohibitivo en aquellos días, ¡un vaso de cerveza!, el doctor Meyer solicitó a Bergen que los complaciese dando una conferencia sobre la influencia de la caspa en las enfermedades alérgicas. Bergen, ni corto ni perezoso, convirtió una servilleta en una muñeca que comenzó a manejar diestramente con su mano derecha.
—Me llamo Caspa —dijo con voz avejentada—. Estoy harta de vivir en la cabeza del estúpido de mi jefe y mi deseo es mudarme a otra. Si alguien me quiere, que hable ahora o calle por el resto de sus días. ¿Con quién me voy?
Bergen lanzó la servilleta al aire, lo que fue motivo de risa, ya que todo el que la recibía la volvía a lanzar con aspavientos y cara de asco.
Una urgencia acabó con aquel corto espacio de desahogo y los médicos abandonaron apresurados el comedor. La secretaria del director guió a toda la compañía hasta una gran sala con capacidad para veinticuatro camas que pudieron utilizar por encontrarse cerrada para su rehabilitación.
Aquella noche, nada más apagarse las luces de la sala, Aetos se acercó a la cama donde Juan Carlos comenzaba a conciliar el sueño y, arrimándose para poder hablarle en voz baja, le dijo:
—Estoy preocupado.
—Algo gordo debe de ser para que no me dejes dormir...
—Verás, ese control que pasamos en la carretera me huele mal...
—¿Por qué?
—Pienso que nos pueden estar buscando.
—No veo razón alguna para que nos busquen.
—La hay, Juan Carlos: nos hemos apropiado del autobús de la Casa del Artista.
—El autobús podría estar enterrado bajo las ruinas del edificio.
—Después del control, ya sabrán que no...
—Si te parece, mañana lo discutimos.
—De acuerdo —aceptó Aetos—. Pero no eches la advertencia en saco roto.
—Por supuesto —añadió Juan Carlos en un bostezo.
Al amanecer del lunes, y tras haber desayunado unas extrañas tortas con leche, todos recibieron una bolsa que contenía dos manzanas, un pequeño envase con galletas y una botella de zumo de fruta, detalle que agradecieron efusivamente. Quisieron despedirse personalmente del doctor Meyer, pero éste se encontraba en los quirófanos y había dado orden a su secretaria de que los despidiera en su nombre.
Juan Carlos, para no dejar de expresar su agradecimiento, escribió una nota en nombre de todos que entregó a la secretaria para que la hiciera llegar a manos del director, pero antes de despedirse solicitó permiso para llamar por teléfono. Ella le indicó un despacho vacío desde el que pudo comunicarse una vez más con su amigo, el empresario francés, quien los recibiría muy pronto en aquel país. Era imprescindible hacerlo con ciertas garantías.
La siguiente parada sería Wurzburgo.