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¡Qué bien interpretó aquel oficial alemán destinado en Kehl las urgentes necesidades del Hauptsturmführer Schultz! La amplia barcaza que le consiguió en tan corto espacio de tiempo era perfecta para intentar transportar de la orilla alemana a la francesa el órgano gigante. La embarcación disponía de las más sofisticadas medidas de seguridad que jamás hubiera podido imaginar. Quién habría podido pensar que aquellas trampas con doble fondo resultaran tan importantes y apropiadas para cubrir sus insospechadas necesidades. Qué suerte la suya, pensaba, que apenas dos meses antes aquella nave hubiera sido requisada por el ejército a un peligroso grupo de contrabandistas de río que aprovechaban la gran escasez de productos básicos que sufría la zona para comerciar con ellos a precios desmesurados. Lo cierto era que todo parecía estar organizado para su propio beneficio.

Aquella barcaza estaba dotada de los más sofisticados e ingeniosos escondites que la mente humana pudiera concebir. Servían tanto para esconder contrabando como para hacer desaparecer instantáneamente a cualquiera de los delincuentes que lo realizaban. Y sólo él y nadie más que él tuvo noticia de todos aquellos huecos invisibles a primera vista. El Hauptsturmführer estaba verdaderamente asombrado del ingenio que demostraban, así como de la inversión en seguridad que habían realizado los contrabandistas. No tenían un pelo de tontos. ¡Cómo se aseguraban la supervivencia en caso de tener que desaparecer por un tiempo limitado! Lo tenían todo perfectamente planificado: escondrijos diestramente disimulados, algunos tan inteligentemente ocultos que más bien daban la impresión de haber sido diseñados por los más hábiles creadores de trucos para magos profesionales. Recordaba que aquel oficial, al mostrarle los escondrijos principales, le había comentado que aún no habían terminado de descubrirlos todos. Sospechaban que encontrarían más.

Saltaba a la vista que era un trabajo realizado con esmero. Hasta contaba con alimentos y agua para resistir tres o cuatro días bien acomodados en cada una de sus guaridas. La realidad del caso era que, sin sospechar lo que hacían, aquellos contrabandistas y aquel oficial le habían salvado la vida, porque cuando llegó la hora de la verdad y divisó aquellas barcas de asalto llenas de soldados franceses que se acercaban a toda velocidad con intenciones de realizar un inmediato y agresivo abordaje, el pánico bloqueó sus sentidos sin permitirle tomar otra decisión que no fuera la de quitarse de en medio y desaparecer de la cubierta de la barcaza utilizando para ello uno de aquellos escondites. Hasta ese preciso momento Schultz pensaba que podría escapar de Alemania como un miembro más de la compañía artística, pero el bloqueo que se produjo en su mente al descubrir aquellas barcas llenas de hombres armados le privó de concebir cualquier otra opción para lograr entrar en Francia al tiempo que salvar el pellejo.

Lo primero que recordaba con claridad era el ruido de los motores a sus espaldas. Esas barcas navegaban forzando los motores al máximo. Al volverse, descubrió en cada una de ellas a un oficial que daba órdenes exigiendo de sus hombres la mayor velocidad y arrojo. La imagen que captó su cerebro y que le forzó a tomar una decisión con carácter de urgencia fue la de un grupo de soldados perfectamente entrenados y dispuestos a todo. De su actitud sólo se podía esperar un inminente ataque de consecuencias imprevisibles, porque ¿cómo adivinar lo que pensarían aquellos agresivos especialistas cuando descubrieran que el órgano gigante estaba habitado en su mayoría por personas con más de setenta años de edad? En un caso como aquél, en el que el hecho se producía de madrugada y al amparo de una importante escasez de iluminación, ¿dispondrían los atacantes del suficiente tiempo y visión para reconocer la edad de las personas? Y, suponiendo que reconocieran su decrepitud y falta de peligrosidad, ¿dispondrían de la suficiente ecuanimidad y humanidad como para evitar ser totalmente agresivos? Lo dudaba. Estaban en guerra y el enemigo no deja de serlo por tener más o menos edad. La guerra era cruel, inhumana y sangrienta. Además, los soldados especialistas eran siempre los primeros en atacar. Solían aprovechar el elemento sorpresa. Y, una vez efectuado el abordaje, tenían la obligación de imponerse por la fuerza. Eso quería decir que tratarían de dejar fuera de combate a todo aquel que se interpusiera en su camino. Para cuando el jefe responsable del abordaje viniera a darse cuenta de que se enfrentaban a unos inocentes ancianos ya sería tarde, podría haberse producido la muerte de alguno de ellos y, cuando menos, un montón de ellos permanecerían magullados, golpeados y heridos de bala. Eso era lo que Schultz pensaba y lo que le llevó a buscar refugio inmediatamente. Aunque la cosa no fue fácil.

Los contrabandistas habían diseñado los escondites para que fueran utilizados por hombres, o quizá mujeres, de complexión más o menos normal. Pero con lo que no habían contado era con el ancho de sus caderas. Cuando el Hauptsturmführer, con la gran urgencia que requería la situación, abrió aquella trampilla y trató de acomodar su cuerpo dentro del espacio que brindaba el hueco, se llevó un susto mayúsculo. ¡No cabía! Sus caderas, al tratar de situarse en el agujero, tropezaban con los laterales y no le permitían entrar. Menos mal que en sus prisas acertó a entrar de lado y logró colocarse en una postura casi imposible. Una vez dentro y cubierto por la falsa tapa, probó a levantar aquella cobertura con cuidado y abrió una rendija por la que podía ver perfectamente el esperado abordaje. Desde su punto de vista, a ras de suelo, logró observar toda la acción: observó con claridad y en primer plano los pies de las viejas glorias que se movían con inquietud. Inmediatamente, en cuestión de segundos, comenzaron a aparecer por ambos laterales de la barcaza primero las cabezas de los soldados, luego sus brazos armados con ametralladoras, y seguidamente los atléticos cuerpos de los invasores con sus uniformes repelentes del agua y sus cabezas cubiertas con gorros de goma y gafas protectoras.

En aquel momento se oyó la voz de uno de los ancianos, que en un tono de urgencia y con un grito desesperado ordenó al resto de sus compañeros que se acostasen en el suelo, boca abajo, en un inequívoco gesto de entrega. Aquella orden les salvó la vida. Los invasores dominaron la situación inmediatamente sin tener que hacer el menor esfuerzo. Cada hombre imponía su autoridad en un espacio de la cubierta, apuntando al suelo con su ametralladora y listo para hacer un barrido con ella en cualquier momento. Tan pronto supieron impuesta su supremacía, el responsable del abordaje se hizo cargo de la situación y acudió al centro de la barcaza, donde uno de los hermanos Orakis, el Hauptsturmführer no logró distinguir cuál de los dos era, lo reclamaba desde el suelo con urgencia, moviendo desesperadamente los brazos y gritando palabras en francés que Schultz no oía con claridad y mucho menos entendía.

El griego debió de ser muy explícito y tranquilizador, puesto que al terminar su parrafada el jefe observó atentamente a todos los ancianos y, tras una interminable pausa, ordenó dejar de apuntarlos con las armas, algo que sus hombres hicieron de inmediato, no así los que apuntaban a Juan Carlos y a Erika, pues mantuvieron agresivos la amenaza de sus fusiles sobre ellos.

Tras unos instantes para recapacitar, el jefe de los especialistas dio a sus hombres órdenes precisas que comprendieron perfectamente todos los prisioneros, puesto que comenzaron a levantarse lentamente. Daba la impresión de que el momento de peligro había dado paso a un ejercicio de control menos agresivo. Las miradas de los soldados habían dejado de ser duras y amenazantes para convertirse en cálidas y receptivas. Algo había cambiado radicalmente en favor de los prisioneros. Y Schultz, a pesar de la incomodidad que le suponía sujetar aquella pesada tapa para mantenerla abierta sólo un centímetro, observaba con el mayor interés la operación desde su escondrijo. Trataba de comprender lo que sucedía por los gestos de los ancianos. Y, cuando los vio levantarse lentamente y comenzar a gesticular con naturalidad, y descubrió tímidas sonrisas en algunos de ellos, pensó que se habían salvado y comprendió de inmediato lo importantes y convincentes que debieron de haber sido las palabras que había dirigido Orakis al jefe de los atacantes. En ese momento se arrepintió de haber tomado la decisión de esconderse.

De haberse quedado junto a los ancianos, en ese momento se encontraría confundido entre los artistas retirados y con la esperanza de introducirse en Francia y continuar su investigación hasta localizar el sobre marrón. Pero, después de todo, no lo había hecho tan mal. Estaba vivo y, tan pronto tuviera la más mínima oportunidad, saldría de ese agujero, localizaría a aquella pandilla de insoportables viejos maniáticos, volvería a unirse a ellos y terminaría de hacer su trabajo dando con el documento que le aseguraría un futuro respetable en el exilio. Comenzaba a idealizar aquel plan cuando vio cómo arrimaban la barcaza a la orilla y la aseguraban con los cabos. Varias luces se encendieron iluminando el improvisado puerto para facilitar el desembarco de los prisioneros, quienes, en su mayoría, abandonaron la nave llevados en brazos por los especialistas. Ya estaban todos en tierra firme y del lado francés. Sólo quedaban sobre cubierta dos soldados que, atendiendo a una última orden de su jefe, hicieron un recorrido por toda la superficie de la cubierta, y después entraron y revisaron a fondo el interior del autobús para volver a reaparecer tras un rato en cubierta. Cuando Schultz sintió que había pasado el peligro, levantó la tapa lo suficiente para ver cómo se alejaban hacia la borda de la barcaza y comenzaban a desembarcar. Sin embargo, el último de los especialistas, antes de saltar a tierra, echó una mirada atrás recorriendo todo el órgano de pipa y la cubierta. Antes de volverse definitivamente para desembarcar levantó su ametralladora y, mirando con desprecio y tal vez con la intención de poner su firma en aquella perfecta operación de abordaje en la que no se había emitido un solo tiro por parte del ejército francés, disparó una ráfaga sobre la cubierta.

Aquel hombre jamás supo que con ese acto había eliminado a un enemigo: cinco balas de aquella ráfaga entraron por la abertura e impactaron en el cuerpo de Schultz. La quinta bala le había atravesado el cerebro. Al Hauptsturmführer Schultz no le dio tiempo a saber por qué moría. Lo último que vio fue una dolorosa e inmensa luz que, tras brillar como un gran destello, se apagó tan de repente como el insufrible dolor que invadió su ser.