16

Al Hauptsturmführer Schultz le hervía la sangre. Cuando las cosas no le salían como era su caprichoso deseo se ponía de un humor de perros, y en aquel momento la sangre se había concentrado en su desagradable rostro y parecía como si los ojos se le fueran a saltar de las órbitas. Miraba con rabia la palidez de sus puños, apretados tan fuertemente que parecían blancos, y comprendía que éstos pedían a gritos un inmediato desahogo, pero lo peor era que no disponía de nadie cerca en quien descargar su malhumor, como solía hacer continuamente con los soldaditos rasos con los que aliviaba en todo momento aquella ira que se concentraba en su perturbada mente.

Se le había presentado la oportunidad de lucirse ante una personalidad tan relevante como el Standartenführer Otto Günsche y bajo ningún concepto quería perderla. Sabía que buenos servicios significaban grados y luchaba por conseguirlos a su manera, sin importarle que sus métodos incluyeran los más bajos recursos conocidos por el ser humano, tretas tan viles como el escarnio, la mentira, el martirio o incluso el asesinato. Había ordenado montar controles simples de vigilancia en Núremberg, Heidelberg y Karlsruhe, y también un control importante a la entrada de Stuttgart, donde había exigido que se registrara a fondo cualquier vehículo que tratase de acceder a la ciudad, sobre todo autobuses, así como un escrupuloso seguimiento de la documentación de todo ser viviente que llegase a la capital por esa carretera. Desde que había aterrizado en Stuttgart —tras el horroroso vuelo en aquel pequeño avión que, por el hecho de volar en su ruta bajo la protección de los equipos antiaéreos alemanes, hubo de hacerlo casi a ras de tierra para evitar que alguna formación británica, estadounidense o rusa lo identificara—, no había dejado de comunicarse con los controles y solicitar la mayor información posible. Desafortunadamente, ni uno solo de los centros de vigilancia tenía noticias de un autobús con la matrícula y características indicadas.

Por no dejar de investigar, había hablado incluso con el centro de correos de la Gestapo para averiguar si alguien había visto el autobús en aquella ruta y, efectivamente, el vehículo había sido detectado tres días antes en Magdeburgo y un día después en Weimar, pero a partir de ahí parecía haber dejado de existir, nadie más lo había visto y daba la impresión de que se lo hubiera tragado la tierra.

Pero él sabía muy bien que la tierra no se tragaba un vehículo de aquel tamaño a no ser que permaneciera oculto bajo los escombros de algún edificio bombardeado a última hora. Por eso, por si cabía la posibilidad de que el autobús hubiera sufrido algún ataque durante el viaje, llamó personalmente a los jefes de policía de las ciudades con más de cien mil habitantes en esa ruta por ser éstas las preferidas sobre todo por la aviación británica, pero tampoco le pudieron aclarar mucho. Bastante tenían ellos con socorrer a sus habitantes y reorganizar sus ciudades como para dedicar su tiempo a la búsqueda de un absurdo autobús que había desaparecido en Berlín y que a la larga no les reportaba ningún beneficio. Por su parte, Schultz, por no dejar de imaginar, llegó a pensar en la posibilidad de que incluso pudiera haber regresado a Berlín.

Pero ¿qué sentido tenía el que un vehículo que sale de Berlín, se supone que con pasajeros a bordo, visite Weimar y Magdeburgo y regrese de nuevo a la capital? Ninguno, a no ser que algún contrabandista lo estuviera utilizando. Eso sí podía ser, pensaba, porque no era la primera vez que tenía conocimiento de robos de vehículos de carga por parte de contrabandistas de alimentos de la capital, y últimamente habían surgido cientos de ellos por las esquinas de cada ciudad ofreciendo, sobre todo, artículos que ya no se conseguían ni con los vales de racionamiento.

Conforme pasaban los minutos, la furia y la rabia reconcentradas iban dejando paso al raciocinio, y éste, a su vez, llevaba a su mente por caminos más lógicos y cercanos a la realidad. Pensando en el asunto con mayor frialdad, llegó a la conclusión de que ese autobús estaba en Stuttgart. Desconocía cómo había logrado acceder a la ciudad, pero si su intuición no le engañaba, y eso era cosa que pocas veces sucedía, ese maldito autobús se encontraba en Stuttgart y él lo iba a localizar. Y cuando lo localizase, aquellos que habían tenido el atrevimiento de robarlo se iban a enterar de quién era el Hauptsturmführer Schultz.