36
El Obersturmführer Adalbert Adler no tenía nada claro hacia dónde podía conducirle la situación que estaba viviendo. Todo era extraño y confuso en aquella misión llena de absurdas órdenes cruzadas cuya última sorpresa había sido el mandato de Goetz que le obligaba a realizar un viaje improvisado y precipitado a Stuttgart. Se le había notificado con urgencia que un avión le esperaba en el aeropuerto militar y tuvo que trasladarse de inmediato al aeródromo sin ningún tipo de equipaje. Según Goetz, no debía prestar atención a esas carencias, puesto que en Stuttgart cubrirían sus necesidades más urgentes, pero, al llegar al aeropuerto de Berlín, Adler comprobó que ningún oficial había recibido órdenes relacionadas con su misión ni con su viaje. Nadie le esperaba. Tras dejar un mensaje telefónico a la secretaria de Goetz, tuvo que esperar dos horas a que éste sacase los pies de la palangana de agua fría, y localizase los detalles y orígenes de la orden por escrito sobre aquel repentino viaje.
Por lo visto, aquello que en principio fue una misión clandestina y una orden directa desde la oficina del Führer se estaba convirtiendo en un secreto a voces dentro de la Gestapo y de las SS. ¿Sabría Günsche de los caminos que estaba recorriendo su confidencial orden y la misión encomendada personalmente a él? Entendía que sí por la urgencia que exigían las órdenes dadas por escrito a Goetz. Sin embargo, la pérdida de tiempo a causa de la investigación que por su cuenta y riesgo inició improvisadamente para averiguar los detalles más prosaicos de aquel viaje hizo que no pudiera volar en el avión previsto, por lo que tuvo que hacerlo en un vuelo de carga y, para colmo, embutido de cualquier manera entre toneladas de cajas que contenían peligrosa munición. ¡Qué absurda manera de jugarse la vida! Lo peor de todo, lo más absolutamente ridículo, fue la llegada a las oficinas centrales de las SS en Stuttgart.
Tras lo ocurrido en el aeropuerto de Berlín, pensó que quizá en Stuttgart tampoco tuvieran noticia de su existencia y, desafortunadamente, los hechos lo corroboraban. Su asombro era total. Todo cuanto sucedía era desacostumbrado. Las SS no era precisamente un cuerpo en el que ocurriesen a menudo situaciones como la que le estaba tocando vivir. Por el contrario, si por algo destacaba ese cuerpo de élite era por el exceso de rigidez, seguridad y puntualidad. Cuando le ordenaron regresar a la mañana siguiente, pensó que quizá los oficiales de las SS se habían vuelto locos, y no dudaba de que algo así estuviera sucediendo. Aquella terrible guerra estaba llegando a su fin, y todo aquel que reconociera en su fuero interno tener cargos de conciencia —y el que no lo reconociera, también—, o estaba huyendo, o estaba pensando en hacerlo, lo que podía fácilmente significar que el noventa y nueve coma nueve por ciento de los oficiales de mediana y alta graduación, o estaban desapareciendo, o estaban a punto de hacerlo.
Quizá él fuera una rara excepción. Desde que lo eligieron para la Gestapo había tratado de cumplir sus órdenes evitando en lo posible causar directamente la muerte de nadie, si bien eso no le disculpaba, ya que, pensándolo fríamente y analizando su trayectoria, si por un lado era cierto que era consciente de no haber matado excepto en defensa propia, también, por otro, lo era que había hecho la vista gorda cuando otros en su presencia habían cometido verdaderas carnicerías imperdonables desde cualquier punto de vista. ¡Cuánta barbarie presenciada! ¡Cuánta salvajada! ¿Cómo era posible que seres humanos cultos y pertenecientes a familias con apellidos ilustres pudiesen haber caído en la más profunda barbarie? ¿Cómo un solo hombre, un hombre extraño, enfermo y mentalmente desequilibrado, había logrado pudrir la mente de millones de seres humanos? Una raza. Un pueblo. Los recuerdos y las imágenes de todos esos imperdonables hechos abarrotaban su mente: había visto a un oficial alemán asesinar a un niño polaco de un tiro en la cabeza por el simple hecho de no comprender lo que le estaba diciendo, y a otro descargar su pistola en el vientre de aquella joven embarazada por el hecho de ser judía.
Habían sido miles los asesinatos que se producían a diario en nombre de un ideal surgido del odio y la revancha. ¿Qué había ocurrido para que una generación de seres aparentemente sanos y educados cayera en el más vergonzoso modo de proceder y el más canallesco comportamiento? Aun así, trataba de mentalizarse para que todos aquellos recuerdos e inquietudes no le condicionasen. Mejor sería borrarlos o dejarlos para otro momento. Él trataba de ser diferente, pero no estaba seguro de lograrlo. Entendía que cumplir con sus obligaciones y respetar las órdenes recibidas era suficiente para lavar cualquier suciedad que fuese acumulando su alma, suponiendo que la tuviese, pero lo cierto era que ya no estaba seguro de nada. Ahora, en aquel preciso momento, se encontraba en las oficinas centrales de las SS, en Stuttgart, tratando de cumplir una misión encomendada de primera mano por el máximo líder, aunque en realidad lo que estaba haciendo allí era el mayor de los ridículos al exigir que le facilitaran órdenes que cumplir, órdenes posiblemente extraviadas y que todos allí parecían desconocer. ¡Vaya caos!
Por fin, un Sturmbannführer llamado Gerard Moetzer, que disfrutaba enormemente haciendo uso de la más descarada prepotencia, se dignó recibirle en su oficina y explicarle, sin darle la menor importancia, que se había producido una mala interpretación de las órdenes emanadas de Berlín. En consecuencia, se había tomado la libertad de tomar las riendas en aquel asunto con vistas a evitar una mayor e innecesaria pérdida de tiempo y, tras recabar información sobre la misión encomendada a Adler, puso a trabajar en el asunto a tres miembros de una célula infiltrada en Francia. Por el momento no habían localizado el sobre marrón, le explicó, pero sabían dónde se encontraban las personas que lo custodiaban.
—Pero ¿usted conoce el contenido del sobre? —preguntó asombrado Adler.
—¿Quién le ha otorgado confianza como para hacerme esa pregunta? —inquirió a su vez un enojado Moetzer.
—Fui la primera y única persona a quien el primer ayudante del Führer encargó esta misión.
—Pues no diga usted más, inepto. A la vista están los resultados de su mala gestión. El asunto sigue sin resolverse y yo, que tengo problemas mucho más importantes que la localización de un sobre marrón, me veo por su culpa perdiendo el tiempo como un insensato.
—Perdone que me atreva —insistió Adler—. Pero, según tengo entendido, la documentación que contiene el sobre marrón es de suma importancia en estos precisos momentos.
—No me haga reír, Obersturmführer. ¿O es que va usted a convencerme de que unos importantísimos documentos, según usted, en lugar de encontrarse en las cajas de seguridad del gobierno central, andan por ahí dando vueltas por las carreteras de Francia? No sea ridículo. ¿A quién trata de engañar?
Adler estuvo a punto de decir algo, pero, pensándolo mejor, prefirió callar. Aquel oficial no era de los que aceptaban el diálogo, y se temía que intentar hablar con él sería como enfrentarse a un muro. En aquel momento recordó un dicho que repetía constantemente su madre: «En boca cerrada no entran moscas.» Y, en consecuencia, se mantuvo en silencio.
El Sturmbannführer Moetzer, al observar que Adler, según su conclusión, aceptaba por bueno el rapapolvo, tomó asiento frente a su mesa de trabajo.
—Preséntese mañana a las ocho de la mañana en esta oficina —ordenó con gesto despectivo—. Uno de mis ayudantes le entregará nuevas órdenes por escrito. Buenos días.
Adler saludó con su brazo en alto y abandonó la oficina completamente desmoralizado.