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Otto Günsche esperaba impaciente ante la puerta de la oficina del Führer, en el búnker. Como ayudante personal de Hitler disfrutaba de acceso libre al despacho en todo momento, excepto en las ocasiones puntuales en que su jefe deseaba hablar en privado con alguien, como ahora era el caso. Estaba reunido con Martin Bormann y había ordenado a su secretaria que no le molestaran.

La conversación de Hitler con Bormann se alargaba de manera insospechada e impedía a Günsche informar sobre la noticia que acababa de recibir. Dos veces estuvo a punto de pedir a su secretaria que le comunicase por teléfono con Hitler, pero de nada le hubiera servido; sabía por experiencia que, cuando el Führer ordenaba que no le molestaran, nadie se atrevía a contravenir esa orden.

Desde el mismo momento en que recibió la noticia había puesto en marcha su cerebro en busca de las palabras justas con que informar al Führer, porque lo que tenía que decirle no era precisamente una buena noticia. Por otra parte, le aterraba que al conocer los hechos éste montase en cólera, como le sucedía con casi todas las noticias que recibía últimamente. La precaria salud mental del Führer le hacía medir al máximo sus palabras, y Traudl, la secretaria, observando la desazón de Günsche y tal vez sospechando el motivo de su inquietud, le mostró una taza llena de café humeante que sostenía con ambas manos y le invitó a aceptarla con una tranquilizadora mirada. Él aceptó la taza con un gesto de agradecimiento y, bebiendo a pequeños sorbos, fue a sentarse en una butaca mientras maduraba su explicación. De pronto se abrió la puerta del despacho y apareció Bormann, pálido y con el rostro desencajado. Tras colocarse la gorra bruscamente, abandonó el lugar con expresión adusta y sin la más mínima mueca de despedida para Traudl y Günsche, actitud poco habitual en él, aunque cada vez más frecuente. El nacionalsocialismo estaba viviendo sus últimos días, y todos los que habitaban aquel búnker eran conscientes de ello.

Günsche dejó el café, cerró los ojos y comenzó a imaginar su próxima e inmediata conversación con el Führer: daría unos golpecitos con los nudillos en la puerta y entraría decidido hasta alcanzar el centro del despacho, donde quedaría en posición de firmes y a la espera de una simple mirada de su jefe. El Führer no levantaría la cabeza de los documentos sobre los que estaba trabajando, en los que obsesivamente tacharía palabras con sus temblorosas y arrugadas manos, y él se mantendría en posición de firmes. Imaginaba que Hitler, como era su costumbre, levantaría finalmente la cabeza, observaría con la mirada perdida a su ayudante, y, como si no lo hubiera visto, se centraría de nuevo en el documento. Günsche aguantaría el tipo durante unos segundos que le parecerían siglos hasta que, decidido a llamar la atención, lo haría llevándose el puño a la boca y tosiendo de manera discreta. Esta vez lograría su propósito: Hitler levantaría una vez más la cabeza y, fijando la mirada en él, imaginaba que le preguntaría:

—¿He olvidado algo...?

—No, señor —respondería acercándose a la mesa.

—Entonces, ¿a qué viene esa tos? —comentaría el Führer estudiándole con desprecio.

—Tengo que informarle de algo desagradable, señor —diría con gesto intranquilo.

—¿Y eso te preocupa? —respondería su jefe tratando de apartarse el flequillo con los dedos de la mano derecha—. Hace tiempo que las buenas noticias me abandonaron, diría, y, por muy mala que sea ésta, no dejará de ser una más.

—Señor —proseguiría entonces él con cara de circunstancias—, la Casa del Artista ha sido destruida.

—¿Cómo? —exclamaría Hitler mirando a Günsche con los ojos fuera de las órbitas—. ¡No puede ser cierto! ¿Qué beneficio saca nadie con bombardear la Casa del Artista? ¡Es absurdo!

—Totalmente, señor —contestaría él apoyando su razonamiento, como era su costumbre hacer.

—¿Sabía alguien más aparte de nosotros dos que el sobre se encontraba allí? —gritaría Hitler.

—Sólo los receptores, que yo sepa —murmuraría él con la mayor suavidad.

—¿Se sabe si hay supervivientes? —vociferaría de nuevo el Führer, mostrando los marcados cordones de las venas en su garganta.

—Acaba de suceder —diría Günsche disculpándose—. No he tenido tiempo de averiguarlo.

Hitler dejaría su estilográfica sobre los documentos, se pondría en pie e, iniciando un acelerado paseo de un lado al otro de su amplio despacho, comenzaría a mascullar en voz baja:

—¡Esto es lo peor que nos podía suceder! ¡No había lugar más seguro que ése! ¿Cómo es posible?

—El destino —apuntaría Günsche casi en un suspiro.

—El destino sólo induce, no determina —exclamaría el Führer vomitando las palabras—. Las decisiones son nuestras, siempre —aseguraría poniéndose rojo como un tomate—, aunque el destino las asuma por conveniencia. Fue mi decisión proteger el futuro del nacionalsocialismo —proclamaría de espaldas. E inmediatamente se volvería de frente y terminaría diciendo—: Y también la decisión de poner ese futuro en manos seguras.

Entonces, imaginaba Günsche, levantaría su brazo derecho y, señalándole con su dedo índice, le diría:

—Tú eres el único testigo.

Inconscientemente, él se pondría rígido como un poste y callaría. Después esperaría a que se produjera en su jefe uno de aquellos cambios bruscos a los que le tenía acostumbrado, y éste acabaría ordenándole pacíficamente:

—No perdamos tiempo. Sin mencionar la existencia del sobre, y sólo por mi particular interés en saber qué ha sido de algunos de los magníficos artistas retirados allí, averigua, primero por tu cuenta, más tarde ya veremos, todo lo sucedido. Por el momento quedas liberado de tus obligaciones en este despacho.

Günsche le escucharía a sabiendas de que no podría obedecer aquella orden. En cualquier caso, se tomaría la libertad de abandonar un momento el búnker, pero no más de un momento. Él era el total apoyo del Führer en aquellas circunstancias, y sus males físicos avanzaban al mismo ritmo con que se perdía la guerra. Su cordura, cada vez más ausente, le obligaba a permanecer siempre cerca de él.

Con un suave taconazo acompañado de un saludo con la mano en alto, Günsche dejaría el despacho sin hacer el menor ruido. Estaba seguro de que el Führer volvería a su mesa y, con la mirada perdida en el infinito a través del flequillo, murmuraría con desprecio mientras se acomodaba en su sillón: «¡Qué sabrá el destino!»

El timbre del teléfono de Traudl, que sonaba insistentemente, sacó a Günsche de sus cavilaciones. Al abrir los ojos se encontró con la mirada de la secretaria, quien, tras acomodarse con dos tirones el jersey que cubría sus hombros, indicó con la mirada a Günsche que ya podía entrar al despacho.