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El Obersturmführer Adalbert Adler fue el primer sorprendido al salvarse de la encerrona que le habían preparado en el Théâtre Olympia. Se culpaba a sí mismo, en principio, por haber reaccionado como un novato inexperto y de manera tan evidente ante la inesperada sorpresa de ver saltar por el aire, en pleno escenario, el tan perseguido y anhelado sobre marrón del Führer, pero ésa era la prueba de cómo una obsesión puede llevar a un oficial con su experiencia a cometer la mayor de las imprudencias.
Lo que estaba claro era que el factor suerte había estado presente y que le había favorecido en todo momento. Recordaba perfectamente cómo tuvo que improvisar, saltando al foso del teatro, para evitar que lo cazaran en las puertas que comunicaban los pasillos con el vestíbulo, y cómo tuvo que seguir haciéndolo en el sótano, bajo el escenario, al encontrarse de frente con aquellos cuatro policías. Estaba seguro de que en esta ocasión le había salvado su rapidez mental: las órdenes que impartió de inmediato a los cuatro policías —envió a dos al escenario y a los otros dos al pasillo de camerinos—, así como la rapidez con que ellos obedecieron, le hizo comprender que los policías destinados aquella noche a proteger a los presentes en la sala no se conocían entre ellos, importante detalle que le ofreció la insospechada posibilidad de poder escapar. Un auténtico milagro para los que creyeran en ellos.
Una vez en la calle, la suerte continuó siendo su aliada, puesto que pudo disponer del automóvil que usaban los tres espías destinados en París, a quienes, por otro lado, suponía que en aquellos momentos los estarían interrogando a fondo expertos de la policía francesa. Aunque no disponía de las llaves, se las ingenió para abrir el coche y, tras arrancarlo, se alejó de la zona de influencia del teatro.
Al salir del piso para asistir a la gala de la Cruz Roja, y durante todo el trayecto hasta lograr aparcar cerca del teatro, había estado muy pendiente de memorizar el camino por si se daba el caso de que se presentase cualquier eventualidad, como así fue. Cuando más tarde se dirigía hacia el piso franco, cayó en la cuenta de pronto de que no podía volver a él. Los tres espías de las SS podrían estar desembuchando esa información en aquellos precisos momentos. Los expertos de la policía de París tenían fama de ser muy convincentes y tremendamente profesionales en sus interrogatorios, por lo que lo más probable era que en aquel momento ya conocieran la dirección del piso. Era consciente de que sin duda necesitaría su ropa y sus efectos personales, pero descartaba la posibilidad de arriesgarse. Lo más seguro sería pasar la noche dentro del coche, por lo que inició la búsqueda de un lugar donde aparcarlo y pernoctar. Debía ser un sitio donde no llamase la atención el hecho de que alguien durmiera en el interior de un vehículo. Pensó que quizá un lugar propicio fuera la estación de ferrocarriles de París-Montparnasse, donde algunos viajeros que llegaban con excesiva anticipación solían echar un sueño antes de visitar la ciudad. Hacia allí se dirigió y encontró un espacio en una zona de poco tráfico donde definitivamente aparcó.
Decidió que dormiría poco, sólo hasta el amanecer, pues pensaba vigilar de cerca a los viejos artistas. Ahora sabía que el sobre existía. Lo había visto con sus propios ojos. No es que hubiera constatado que aquél fuese el sobre que buscaba, pero era demasiada casualidad que él buscase un sobre marrón y, sin venir a cuento, apareciese uno precisamente allí mismo, sobre el escenario y de manera abrupta. Daba la impresión de que hubiese estado escondido en el interior de algún aparato de magia. Lo que no tenía claro era la razón de que apareciese por sorpresa. ¿Era intencionada aquella aparición o verdaderamente había sido un accidente? De ser así, al menos ya sabía en manos de quiénes se encontraba el documento, con lo que había dado un paso de gigante. Ahora era indispensable perseguir a los ancianos y esperar la primera clara oportunidad para hacerse con él. Pensando en recuperar fuerzas, se acurrucó lo mejor que pudo en el asiento y logró conciliar el sueño.
Le despertó el fuerte pitido de un tren que anunciaba su salida. Amanecía. Se había quedado frío en el interior del coche. Encendió el motor y esperó un buen rato a que se calentase, lo que hizo más soportable la temperatura interior. Necesitaba con urgencia una taza de café caliente. Pensó que podía conseguirla en Le Grand Café de la estación. Ya se dirigía hacia allí paladeando por anticipado la cafeína cuando, en una reacción espontánea, decidió volver sobre sus pasos. Su instinto le indicaba que sería más prudente acercarse al entorno del Théâtre Olympia y desayunar en cualquier establecimiento cercano, pues no podía correr el riesgo de perder de vista a los viejos artistas. Esta vez tenía que ir sobre seguro, por lo que subió al vehículo, arrancó de nuevo el motor y se dirigió directamente al teatro. Tras recorrer varias veces la manzana, descubrió un pequeño local llamado Le Petite Café des Artistes justo frente a la entrada de artistas. Aparcó el coche y se dirigió al café, donde consiguió una mesita junto a un gran ventanal, un lugar perfecto desde donde vigilar el tráfico de personal sin levantar sospechas. Entonces, Adler compró un periódico, pidió un café con leche y dos croissants y se dispuso a esperar vigilante mientras simulaba leer el diario. La lógica le indicaba que las viejas glorias tendrían que sacar del teatro sus materiales. Y no se equivocaba.
Veinte minutos más tarde estacionaba frente a la puerta de artistas el órgano rodante, vehículo sobre el que ya disponía de cierta información y del que, a través de una disimulada puerta de corredera, vio bajar a los componentes del colectivo de viejas glorias, cuyos rostros conocía bien. Entonces, para no permanecer a la vista demasiado tiempo, pagó la consumición y fue en busca del coche, con el que estuvo dando vueltas a la manzana hasta conseguir un espacio prudente donde estacionar, a unos cuarenta metros de distancia del órgano. Una fina lluvia mojaba París y la fría humedad calaba hasta los huesos. Esta vez no encendió el motor. Seguramente tendría que seguir al instrumento rodante hasta quién sabe dónde, por lo que no debía malgastar el combustible que casi llenaba el depósito. Armado de la mayor paciencia, se acurrucó en el asiento con la vista fija en el órgano. La espera resultó ser un martirio. El sueño y el frío le dominaban. Aguantar despierto le estaba costando mucho mayor esfuerzo de lo que había esperado, y en una sola ocasión se rindió al sueño. Fue sólo cuestión de segundos, pero no se lo perdonó. Al despertar se castigó el rostro haciendo circular la sangre a base de bofetadas. Finalmente, casi dos horas y media más tarde, los ancianos comenzaron a cargar el material y el vestuario.
A partir de ese momento estuvo absolutamente pendiente de todos los movimientos de los miembros de la compañía. Cuando entendió que habían finalizado la carga y se disponían a emprender el viaje, arrancó el motor y se dispuso a perseguir a aquel órgano gigante a dondequiera que fuese su destino. Ya estaba preparado para seguirlo cuando se vio obligado a rectificar. Un coche de la policía se presentó de improviso y dos policías se apearon de él y subieron al órgano. Al cabo de unos minutos volvieron a aparecer, montaron en su coche y se mantuvieron detrás del órgano, que esta vez arrancó y comenzó a circular por la ciudad. Intuyendo que aquellos dos policías estaban ofreciendo protección a las viejas glorias, Adler no tuvo más remedio que mantener una distancia prudente para evitar que lo descubrieran.
Mientras circulaban por París pudo realizar su labor persecutoria con relativa facilidad. Se mantuvo siempre a más de cincuenta metros de distancia, lo que hacía difícil levantar sospechas. Pero, desafortunadamente, la persecución se hizo evidente tan pronto como desembocaron en una carretera que se dirigía al sur del país. En principio pensó que el vehículo de la policía acompañaría al órgano rodante por la capital y que abandonaría la protección tan pronto desembocasen en una carretera. Pero no fue así. Por lo visto, aquellos agentes acompañarían a los artistas hasta dondequiera que fuesen, lo que complicaba su persecución hasta el punto de hacerla casi impracticable. Si dejaba de verlos, corría el peligro de perderlos en algún cruce de carreteras. Si, por el contrario, decidía mantenerse cerca de ellos, podían identificarlo en cualquier momento, riesgo que en definitiva hubo de asumir, aunque manteniéndose siempre en el límite del campo de visión. Para su sorpresa, el órgano rodante paró en la plaza de un pueblo. Tras observar que todos los viajeros se dirigían a un bar, decidió jugársela entrando a tomar un café en el mismo local. Analizó la situación y pensó que nadie podía reconocerle, puesto que, de hecho, nadie sabía quién era y no creía posible que los ancianos, pendientes como estaban en París de su espectáculo, pudieran recordarle del momento en que se levantó de entre el público cuando el sobre había aparecido en escena. Se arriesgó pensando que la ventaja de mezclarse con los perseguidos podía darle la oportunidad de cazar alguna información, y no se equivocó, pues nada más acceder al local, y justo cuando acababa de pedir un café, escuchó a uno de los ancianos comentar que estaba deseando llegar a Toulouse para descansar, ya que la función para la Cruz Roja y su posterior celebración los había dejado hechos fosfatina. ¡Perfecto! ¡Ya sabía hacia dónde se dirigían! Para su sorpresa, oyó de boca de una de las ancianas un comentario sobre el fin del viaje cuando llegaran a España. O sea, que el destino final de las viejas glorias no era Toulouse. Sin perder ni un segundo más, bebió un último sorbo del café, abonó la cuenta y salió disparado hacia su vehículo. Muy animado al pensar que la suerte seguía siendo su aliada, arrancó el motor y, dejando atrás a los perseguidos, continuó su viaje. Necesitaba llegar a Toulouse cuanto antes para descansar y reponerse. Después, una vez en condiciones, reiniciaría su trabajo hasta lograr hacerse con el sobre marrón.
Lo primero que hizo al llegar a Toulouse fue comprar un periódico. En él encontró lo que buscaba: un pequeño hotel de tercera categoría donde alojarse sin llamar la atención y el anuncio en el que se promocionaba para el fin de semana la presentación de las viejas glorias en el Théâtre du Capitole. También repasó por encima un artículo de fondo en el que se llamaba la atención acerca de la posible identificación de los guerrilleros del maquis con la ciudad. Aquello le interesó. No sabía bien el porqué, pero cuando su cerebro retenía una información solía ser por algo que a la larga le resultaba beneficioso. Guardó el periódico y se prometió que, después de dormir y reponerse un poco, volvería a la carga con el tema del maquis.
A las cuatro de la mañana le despertó la discusión de una pareja en la habitación contigua. Por su dificultad para expresarse, mientras utilizaban el más soez vocabulario del idioma francés, supuso que estaban totalmente ebrios. Tras soportar una trifulca de padre y muy señor nuestro durante la que, sin el menor respeto por el descanso de los demás, llegaron a las manos, y después de que las voces comenzaron a ser dominadas por el sosiego, trató de recuperar de nuevo el sueño, pero entonces llegó la reconciliación de los vecinos, a la que se entregaron con tal entusiasmo que Adler no pudo dormir por más interés que puso en ello. Finalmente, con los ojos como platos y la mente completamente despierta, encendió la lámpara de la mesita de noche y buscó en el periódico aquel artículo.
En él, el periodista se preguntaba si le convenía a la ciudad de Toulouse convertirse en el cuartel general de los guerrilleros. Al parecer, le molestaba ver las calles de su ciudad tomadas por refugiados españoles. Aparentemente, y según su criterio, eran demasiados ya. A ciertas horas del día invadían el centro formando pequeños corros en cada esquina.
Aquel artículo hizo germinar en la mente de Adler un plan que, cuanto más maduraba en su cerebro, más interesante se le hacía. Lo primero que debía averiguar era cuán saludable en el aspecto económico era esa guerrilla. Por lo regular, estos grupos de combatientes siempre estaban necesitados de apoyo económico con el que hacerse de armamento, pertrecho y alimentación. No era que dispusiera del suficiente dinero como para llevar a cabo la idea que estaba madurando, pero eso lo podría arreglar de otra manera. Afortunadamente, antes de salir hacia el teatro para presenciar la gala de la Cruz Roja en París, había hecho acopio de dinero en efectivo, dinero del fondo para espionaje que guardaban en una caja de seguridad los tres espías alemanes y con el que ahora podría cubrir los pequeños gastos para seguir adelante con su persecución del sobre marrón.
Su calculadora y previsora mente le estaba salvando.
Lo cierto era que no le costó mucho esfuerzo localizar los cuarteles del maquis en Toulouse. En las esquinas de las principales arterias de la ciudad se podía ver a los grupos de refugiados españoles, héroes anónimos que entregaban su sangre y sus vidas por un sueño inalcanzable. La mayoría eran miembros del partido comunista y, en corros de seis u ocho personas, discutían acaloradamente mientras trataban de imaginar cómo rescatar el gobierno de España para la República. Acceder a uno de ellos fue tarea fácil, sólo tuvo que entrar en el primer café y preguntar por los cuarteles al primer hombre con aspecto de español que encontró. Aquel hombre no sólo le informó, sino que se brindó a acompañarle, lo que Adler aceptó con sumo gusto pensando que aquélla era otra oportunidad más para recabar información. El hombre, que dijo llamarse Nicasio Mora, a pesar de ser extravertido y dado a la conversación fácil, chapurreaba un francés incomprensible y no comentó nada que contuviera el más mínimo interés para Adler. Toda su verborrea se reducía a la narración de su paso por un campo de concentración en París y su ilusión por un pronto regreso a una España, si no comunista, al menos republicana. En menos de veinte minutos a pie se plantaron en la puerta de un antiguo hotel reconvertido por obra y gracia del maquis en su cuartel general. Una pareja de guerrilleros uniformados con monos, correajes y chaquetas construidas con paño de manta, y armados con viejísimos fusiles, guardaban con celo la puerta principal. Puesto que tanto su acompañante como la pareja de guardia no le permitían el acceso a las oficinas del cuartel, pidió hablar con un oficial francés que en aquel momento estuviera de guardia.
Uno de los guerrilleros gritó algo incomprensible para él y a los pocos segundos apareció un individuo alto, rubio y de buen aspecto que, si bien vestía un uniforme similar, era muy diferente en la calidad del material con que estaba elaborado. El oficial, que sólo se identificó como cabo de guardia, le preguntó a quién deseaba ver. Adler le respondió que al máximo responsable del maquis en Toulouse. Conforme hablaba, pensaba si no estaba cometiendo la mayor imprudencia de su vida. Él era nada más y nada menos que un miembro del ejército enemigo. Por supuesto que nadie podría identificarle. Había tomado todas las precauciones recomendadas para situaciones similares y su ropa no llevaba ningún tipo de etiqueta, marca o identificación. Sus zapatos eran franceses y no llevaba ni un documento en los bolsillos, sólo un buen fajo de francos en billetes de banco. Si le sucedía algo grave, era el perfecto candidato para morar en una fosa común o, en todo caso, en la tumba del soldado desconocido. El único peligro serio a que podía enfrentarse era a un interrogatorio en profundidad, pero llegado el caso estaba bien mentalizado para ello.
El cabo de guardia le sacó de sus cavilaciones comentándole que tenía que consultarlo con sus superiores y, sin más explicaciones, desapareció. Adler quedó expectante y con la gran duda de esperar la respuesta o desaparecer de allí inmediatamente ahora que le daban una oportunidad. Pero, acostumbrado a los continuos riesgos que ofrecía su profesión, pensó que quizá sería una lástima desperdiciar la ocasión de probar aquello que se le había ocurrido para recuperar de una vez por todas el sobre marrón.
No tuvo que esperar demasiado. Pocos minutos después reapareció el cabo y, tras cachearle en busca de alguna arma escondida y no detectar nada anormal, le invitó a que le acompañara. Entraron en aquel desvencijado cuartel y subieron un piso. Quienquiera que fuese el oficial responsable del maquis había sabido escoger su despacho, pues se había instalado en el salón de actos de mayor tamaño de aquel viejo hotel. La primera impresión que Adler recibió al entrar allí fue la de que lo estaba recibiendo alguien con un inmenso cansancio físico y mental. Todo en aquel lugar era absurdo y descabalado. La mesa de despacho de estilo Luis XV seguramente habría sido utilizada por aquel monarca para servir banquetes a no menos de doce personas. La butaca era barroca, pero también enorme. En una esquina del salón destacaba un desvencijado y enorme sofá renacentista sobre el que descansaban varias sábanas, almohadas y mantas revueltas. Justo encima de la mesa colgaba una enorme lámpara de araña decorada con cientos de lágrimas de cristal. Bajo ella, a corta distancia, reparó en cuatro modernas butacas con el tapizado deshilachado y descolorido. Adler observó con interés al hombre que se sentaba tras aquella enorme mesa.
Era bajito, rechoncho, con barba de cuatro o cinco días, y un relamido y despeinado mechón de pelo lacio que cubría desde atrás una progresiva calva que parecía estar a mitad de camino de su destino final. Sus ojos parecían dos puñales de mirada penetrante aunque agotada por el cansancio. Nariz fina y labios carnosos y unas manos impecablemente limpias y con largos dedos. Adler sacó una conclusión bastante favorable y por el «A sus órdenes, comandante» con que se despidió el cabo de guardia, pudo saber el grado de aquel oficial guerrillero que, frotándose el rostro con ambas manos, se dirigía a él lacónicamente.
—Usted dirá.
—Verá, comandante —dijo Adler casi en un susurro—. Tengo una proposición que espero que pueda resultarle muy interesante.
—Le agradeceré que sea breve. No he dormido las últimas tres noches y necesito aseo inmediato.
El comandante se recostó en su butaca, cruzó las piernas y, entrecerrando los párpados, le prestó la mayor atención. Adler, mientras por su mente cruzaba la imagen de un almacén secreto donde sus compañeros espías le habían comunicado que contaban con un gran cargamento de armas, comenzó a hablar:
—Le ofrezco un arsenal muy útil para la guerrilla valorado en más de cien mil francos.
El comandante se quedó mirando a Adler con los ojos ahora bien abiertos. Su sorpresa era mayúscula. Obviamente, no esperaba una oferta como aquélla. No obstante, y más que nada por curiosidad, preguntó:
—¿Se dedica a vender armas? Porque, si es así, está usted hablando con la persona menos indicada.
—Ni mucho menos, comandante. No soy traficante de armas, pero necesito un favor de ustedes y estoy dispuesto a pagar dicho favor con este cargamento.
—Aclaremos esto —dijo el comandante, ahora interesado—. Usted me ofrece un cargamento de armas y municiones cuya nacionalidad y características no aclara a cambio de que yo le haga un favor. ¿Sabe usted lo peligroso que es hacer favores en tiempos de guerra?
Por primera vez, Adler tuvo la sospecha de que se estaba equivocando con aquel plan que su cabeza había urdido durante sus horas de insomnio. Estuvo a punto de buscar una excusa y guardar silencio, pero decidió que ya era tarde y siguió adelante.
—Estoy seguro de que le sorprenderá mi petición, pero permítame ponerle en antecedentes: este próximo fin de semana actuará en el Théâtre du Capitole de esta ciudad un grupo europeo de veteranos de la escena, grandes artistas que, por razones que desconozco, se encuentran actuando en Francia.
»Probablemente el lunes, ese grupo viajará con destino a España, algo que tendrán que llevar a cabo a través de un territorio que sus guerrillas dominan. Pues bien, una persona de ese grupo es portadora de un sobre marrón con documentos que fueron robados a mi familia y que yo necesito recuperar. Para sus hombres sería muy fácil simular un atraco, de manera que yo, personalmente y actuando como un guerrillero más, recuperase lo que me pertenece... En realidad sólo necesitaría que me prestara usted un grupo de seis u ocho hombres.
—¿Y cómo, cuándo, dónde y con qué garantía recibiría yo esas armas que usted me ofrece?
—Suponga que recupero ese sobre el lunes. El martes, en París, le haría entrega de las armas y las municiones. Le aseguro que la operación sería muy fácil de llevar a cabo. Los veteranos rondan los setenta años de edad y sólo los acompaña un joven conductor. Además, he investigado y sé que van completamente desarmados.
El comandante se cubrió los ojos con una mano y se quedó en silencio durante un buen rato. De pronto, y muy despacio, como si le costase un gran esfuerzo pensar, se puso en pie. Mientras se dirigía con gesto preocupado a la puerta principal de aquel salón convertido en despacho, sólo le dijo:
—Permítame hacer una consulta.
Dos minutos más tarde, que fueron como dos siglos para Adler, reapareció el comandante acompañado por cuatro guerrilleros. Inmediatamente, y para sorpresa del alemán, desenfundó su pistola y mientras le apuntaba con ella gritaba a los cuatro guerrilleros sin que mediara el más mínimo comentario:
—¡Detengan a este hombre!