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Juan Carlos, tras su impecable y exitosa actuación, había tomado una ducha de agua fría y procedía a terminar de vestirse cuando llamaron a la puerta de su camerino. En principio pensó en no abrir, seguramente se trataría de autoridades y personalidades que vendrían, como de costumbre, a felicitarle. Estaba cansado y sobre todo desmoralizado. Recordaba que durante toda su actuación, sobre todo en los momentos y pausas en que recibía aquellas impresionantes ovaciones, buscó por toda la sala la presencia de Erika con anhelo, con verdadera desesperación. En aquellos momentos no escuchaba los aplausos ni veía las expresiones emocionadas de los asistentes al espectáculo. Sólo buscaba un rostro, el precioso rostro de Erika, con ese gesto de preocupación tan ensimismado y particular que solía mostrar mientras él se jugaba la vida. ¿Y si fuera ella la que llamaba a la puerta? Se ilusionó y aquel pensamiento le hizo abrir inmediatamente. Para su decepción, quienes llamaban eran el jefe del cuerpo de policía de París, un representante de Armand Rousseau y los gemelos.

El oficial los informó acerca de la detención de tres personajes que ya se encontraban en los calabozos de la comisaría central de París. Pero también les notificó la decepcionante noticia de su fracaso con respecto a la localización de un cuarto personaje que, con escurridiza habilidad y rápida imaginación, había logrado despistar a más de cuarenta perseguidores.

—Y lo peor —comentó el jefe con preocupación— es que, mientras ese fulano ande suelto, todos ustedes continúan en peligro.

Por su parte, el representante de Armand Rousseau les anunció que el viernes, sábado y domingo del siguiente fin de semana actuarían en el Théâtre du Capitole de Toulouse, por lo que deberían desmontar el material que tenían en el Olympia a la mañana siguiente. Él, personalmente, los atendería en el teatro, y les hizo saber asimismo que deberían iniciar el viaje hacia Toulouse al día siguiente por la tarde. Finalizado el compromiso con el Théâtre du Capitole de Toulouse, estaba previsto que abandonaran Francia. El señor Armand Rousseau había cumplido su palabra y había servido de garantía ante las autoridades de su país, garantía que finalizaba tras esa última representación.

Cuando el jefe de policía y el representante de Rousseau se retiraron, Juan Carlos habló a los gemelos:

—Hay que advertir a todos los miembros de la compañía para que desmonten el material.

—No podrás hacerlo esta noche —le dijo Aetos.

—¿Por qué? —preguntó Juan Carlos.

—Porque están celebrando el éxito. Las botellas han aparecido como por arte de magia, y en este momento están todos como cubas.

—En realidad se lo merecen —admitió Juan Carlos—. Trataremos de que no se acuesten demasiado tarde.

—Se hará lo que se pueda —dijo Aetos, poco convencido.

A pesar de haber trasnochado y de tener una resaca de padre y muy señor nuestro, todos los ancianos terminaban de desayunar en el comedor de La Bohème, aunque lo hacían en el más absoluto silencio. Eran las ocho y cuarto de la mañana, y a las nueve tenían que comenzar a desmontar todo el material que tenían en el Olympia y cargarlo en el autobús. En aquellos días, el órgano rodante había recibido servicio de mantenimiento y estaba listo para viajar a Toulouse. Después de desmontarlo todo, y tras una ligera comida en la pensión de la que Juan Carlos apenas participó, preocupado como estaba por no ver a Erika en el comedor, todos ocuparon sus puestos en el órgano rodante. Los últimos en ocupar sus asientos fueron los De Cock. Juan Carlos, que hasta ese preciso instante había reflejado en su rostro la mayor preocupación, volvió a la vida al ver a Erika subir al vehículo y sentarse en su asiento de primera fila. Una vez todos acomodados, paseó su mirada por los presentes.

—¿Estamos todos?

Todos respondieron más con la sonrisa que con la palabra.

—Éste es el momento más feliz en toda mi vida —les comunicó entonces Juan Carlos reflejando la inmensa dicha que le invadía.

Todos aplaudieron. Todos excepto Erika, quien, sin mirarle, trató de disimular una preciosa sonrisa que se insinuaba en su rostro.

El mágico momento fue roto por unos golpes en la puerta del órgano. Aetos abrió y descubrió a dos policías uniformados que, por orden del jefe de la policía de París, los escoltarían hasta la ciudad de Toulouse con su vehículo.

Con tan buenas noticias, Juan Carlos arrancó el motor.

Mientras cruzaban el centro de la ciudad, de norte a sur, en busca de la carretera que los conduciría a Toulouse, pensó que París era una maravilla de ciudad, quizá la más hermosa del mundo, y que, simbólicamente, la noche anterior había estado a los pies de todos los que viajaban en aquel bendito órgano rodante.

El silencio era absoluto. Sólo se oía el ruido que producían las ruedas del autobús en su roce con el pavimento y el sonido del viento al filtrarse por las juntas de los cristales de las ventanas. Las mentes de los ancianos permanecían prendidas en los momentos de gloria que habían experimentado la noche anterior. Las molestias, incomodidades y sacrificios vividos durante el largo y accidentado viaje quedaban más que saldados con un solo segundo de la admirable entrega por parte de aquel maravilloso público parisino. El zumbido que producía el aplauso continuaba resonando en sus cerebros. Los gemelos, sentados detrás de Juan Carlos, parecían dormitar. Nada más lejos de la realidad, ambos analizaban todo lo sucedido tras la aparición del sobre marrón en escena. Y, aunque ellos fueron los creadores de la idea, pensada con la mejor voluntad, no dejaban de culparse por el riesgo al que estaban sometiendo al resto de los miembros de la compañía.

Erika viajaba con la cabeza recostada en el cristal de la ventana y con los ojos cerrados, aunque los abría con cada pequeño movimiento brusco del órgano. Juan Carlos, que no tenía atención nada más que para la carretera y para ella, sospechaba que se quedaba dormida de vez en cuando.

En los momentos en que lo hacía, aparecía en su rostro una bella sonrisa que él agradecía suponiendo que denotaba cierta tranquilidad de espíritu. En aquellos momentos, cualquier gesto suyo significaba un mundo de preocupaciones y elucubraciones para Juan Carlos, quien vivía absolutamente pendiente de cualquiera de sus movimientos. Tan ensimismado estaba que no se había percatado de que Al Pace se le había acercado y de que, arrugando la cara en un gesto de desesperación, le alertaba de su imperiosa necesidad. Afortunadamente cruzaban un pequeño pueblo que en su plaza central tenía varios bares y restaurantes cuyos cuartos de aseo todos utilizaron.

Una vez de nuevo en sus asientos, Juan Carlos apareció con dos camareros, quienes portaban sendas bandejas llenas de copas de champán que repartieron entre todos los presentes, incluidos los dos policías que los escoltaban. Cuando todos, expectantes, esperaban conocer la razón de aquel brindis, se oyó la atrompetada voz de Bergen.

—¿Esto es por el éxito de anoche?

—Por eso y por un motivo muy importante para mí —repuso Juan Carlos levantando su copa—. He pensado que éste es uno de los momentos más trascendentales en mi vida y deseo de todo corazón compartirlo con vosotros. Desafortunadamente no están aquí mi padre y mi madre, pero estáis vosotros en su lugar y sois testigos de él.

Aquellas palabras hicieron que todos prestasen la mayor atención. Juan Carlos, entonces, dirigió su mirada a los padres de Erika y les anunció:

—Tengo el honor de solicitar la mano de vuestra hija Erika.

En el interior del vehículo se hizo un silencio total, todos permanecían con las copas en la mano en espera de la respuesta del matrimonio De Cock. Lukas y Lena se miraron con gestos de estupor y duda. Al verlo, Juan Carlos quiso explicarse.

—Os aseguro que mi vida está en vuestras manos...

Lukas le dijo algo a Lena y ésta asintió.

—Por nuestra parte no hay inconveniente —afirmó la mujer—. Pero quien tiene que decidirlo es Erika.

Aquellas palabras hicieron crecer la tensión. Ahora todas las miradas se dirigían a Erika. Aetos, que sujetaba en sus manos dos copas de champán, se acercó a ella y le entregó una.

—Es tu decisión, pero no te sientas obligada por nosotros. Haz lo que verdaderamente te pida el corazón. Si tienes la más mínima duda...

Erika buscó los ojos de Juan Carlos y se acercó despacio hasta quedar frente a él. Por un momento dio la impresión de que iba a lanzarle el contenido de la copa al rostro, pero en ese preciso instante Juan Carlos habló en un susurro:

—Te adoro...

Esa frase resultó definitiva. Erika levantó los brazos y, estrechando a Juan Carlos contra sí, se quedó colgada de su cuello y con la mejilla apoyada en su hombro. Con la mayor sencillez y sin grandes aspavientos siguieron abrazados mientras todos los presentes gritaban frases de apoyo y los mejores deseos para un futuro maravilloso. Bergen se encaramó a su asiento y levantó su copa para recitar:

Empina tu copa dispuesta

y bebe, aunque bebas de más;

pues ocasión como ésta

ya no volverá jamás.

El ruido de las copas al chocar y los comentarios de los presentes sirvieron de marco para que se produjera el más dulce y reparador de los besos.

—¿Para cuándo la boda? —gritó Bergen.

—Trataremos de que sea durante el próximo fin de semana.

—¡Bien! —exclamaron todos.

—¿Quién será el padrino? —preguntó Rudi Ciclotón.

—Todos seréis padrinos y todas madrinas —prometió Juan Carlos.

Erika fue a abrazar a sus padres mientras los camareros se retiraban y Juan Carlos se sentaba al volante. En aquel momento se sentía flotar. No cabía en sí de felicidad. Echó una mirada por el espejo retrovisor y al observar los felices rostros de los ancianos se felicitó por que el destino los hubiera puesto en su camino. Momentos como aquél eran los que hacían de la vida algo verdaderamente importante.

En plena euforia, arrancó el motor y comenzó a mover lentamente el vehículo mientras todos se acomodaban para seguir el viaje. Las cosas volvían a su cauce y quedaba mucho camino por delante. Aetos y Moses apoyaron las manos en los hombros de Juan Carlos y se prodigaron en felicitaciones.

—¡Bravo, Juan Carlos! ¡Bien hecho! En su momento y por sorpresa, como se deben hacer estas cosas.

—Más que suficiente para sentir la gloria.