12
El Obersturmführer Adalbert Adler esperaba en la antesala de la oficina del Standartenführer Max Linder. Le habían llamado con carácter de urgencia y nada bueno esperaba de aquella cita y menos aún de aquel superior. Cuando la Gestapo tenía la necesidad de presionar, inducir, castigar o sencillamente ofender a un oficial subalterno con o sin razón, allí estaba Linder para llevar a cabo el trabajo sucio. Nadie mejor que él para hacerlo, pues incluso solía decirse que ése era su único trabajo, su especialidad. Conforme recordaba casos de compañeros que habían pasado por las manos del Standartenführer, su preocupación cobraba mayor intensidad.
Adalbert Adler buscaba en su memoria cualquier error cometido, algo que hubiera olvidado: una orden sin acatar, un trabajo sin terminar, un descuido en el cumplimiento del deber... Pero nada. Nada semejante había ocurrido. De lo que sí era consciente era de su fama de blando en el cuerpo, por ahí podían ir los tiros. Intentaba ser lo más justo posible en sus trabajos y, salvo en raras o excepcionales ocasiones, jamás había permitido en su presencia ningún tipo de abuso, sobre todo con el débil, y eso era algo que en tiempos de guerra, sobre todo de aquella guerra, funcionaba de otra manera. «En fin —se dijo a sí mismo—, lo que sea será. No adelantemos acontecimientos.»
Extrajo de un bolsillo de la guerrera una cajetilla de cigarrillos que mostró a la secretaria preguntando con ese gesto si podía fumar, y ésta afirmó añadiendo un guiño de complicidad. Estaba a punto de encenderlo cuando sonó el teléfono de su mesa.
—El Standartenführer Max Linder está esperándole —le comunicó la funcionaria tras contestar a la llamada—. Puede pasar.
El joven oficial se puso en pie, dejó el cigarrillo en un cenicero, se estiró la guerrera y entró decidido en el despacho. Llegó frente al escritorio de su superior y se cuadró a la espera de que el oficial levantara la vista de unos papeles que revisaba para alzar su brazo y saludar. Pero el Standartenführer Linder continuó absorto en aquellos informes y durante más de dos minutos le obligó a permanecer en posición de firmes sin ni siquiera echarle una mirada. Por fin se quitó las gafas, dejó a un lado los papeles y se incorporó para recibir el enérgico saludo del Obersturmführer, al que respondió con la mayor apatía.
—¿Es usted el Obersturmführer Adalbert Adler, asignado a este distrito en Berlín?
—Sí, señor —respondió el joven.
—Puede sentarse —le indicó Linder señalándole una butaca.
Mientras el oficial tomaba asiento, el Standartenführer cogió de su mesa lo que parecía una fusta, aparentemente de cuero, y comenzó a caminar por el despacho mientras daba unos golpecitos con la vara en la caña de su bota derecha. El tiempo pasaba y sólo se oía el ruido seco de las pisadas mezclado con los chasquidos de la vara contra la bota. Los segundos se convertían en minutos y la situación se hacía cada vez más tensa para Adalbert Adler. No estaba acostumbrado a que lo trataran con semejante indolencia y pensó que aquélla sería una táctica del superior para alterar los nervios de sus subalternos, por lo que, haciendo un gran esfuerzo, trató de controlarse y aparentar la mayor tranquilidad. Finalmente, el Standartenführer se decidió a hablar:
—¿Quién le asignó el trabajo que está llevando a cabo en estos momentos?
—Recibí una llamada del Standartenführer Günsche.
—¿Otto Günsche le llamó a usted directamente?
—Así es.
—¿Y por qué lo hizo?
—Supongo que porque deseaba asignarme ese trabajo.
—¿Supone o afirma?
—Ambas cosas, porque de hecho me lo asignó.
—¿De qué trabajo se trata? —preguntó suavemente Linder continuando con su paseo.
—No sé si debo comunicárselo, señor. El Standartenführer Günsche me insistió en que era confidencial.
—¿Significa eso que trata usted de ocultarme el trabajo que está realizando para alguien de fuera de esta oficina?
—No, señor, ni mucho menos. Lo que trato de hacerle comprender es que he recibido una orden que me obliga a ser discreto.
—Sepa usted que una nueva orden deroga la anterior. Ahora soy yo el que le ordena que me informe acerca del trabajo que está realizando.
—Standartenführer Linder —repuso Adalbert Adler revolviéndose en la butaca—, conozco mis obligaciones como oficial. Es más, imagine que hubiera sido usted quien me hubiera dado la orden, ¿aceptaría que yo la incumpliera?
—De acuerdo —cortó Linder—. Ya veo que es usted un incorregible cabezota. No me diga nada, no me cuente nada acerca de ese trabajo. Tendré que ser yo quien se lo diga a usted: ¿ha encontrado ya el sobre marrón con el sello particular del Führer? —preguntó mirándole con una sonrisa cínica.
Adalbert Adler palideció sin saber qué hacer o decir, el comentario había resultado tan inesperado que lo dejó completamente desarmado.
Viendo que no reaccionaba, el superior continuó:
—¿Y el autobús? ¿Ha localizado ya el autobús de la Casa del Artista?
—En eso estoy —balbuceó Adler—. ¿Cómo lo ha sabido usted?
—¿Cómo lo sé? La obligación de este cuerpo es saber todo lo que sucede en este país. Y cuando digo «todo» me estoy refiriendo a absolutamente todo. ¿En qué cabeza cabe que un Obersturmführer de la Gestapo me haga semejante pregunta?
—Pensaba que...
—¡No piense, oficial! —Linder levantó su voz chillona—. Deje que sus superiores piensen por usted y limítese a cumplir las órdenes.
Adalbert Adler bajó la cabeza para tratar de ocultar su sonrojo y Max Linder, ya completamente envalentonado, continuó:
—Por deferencia al Standartenführer Günsche continuará usted con el caso, pero de ahora en adelante estará bajo las órdenes directas del Hauptsturmführer Schultz.
—¿Carl Schultz? —preguntó el joven con gesto de horror.
—El mismo —respondió Linder con autoridad.
Adalbert Adler sintió que se hundía en el abismo. Ahora sí que no sabía cómo reaccionar. ¡Nada menos que Carl Schultz, más conocido como «el sanguinario Schultz»! Aquello no podía ser cierto, la reunión se había convertido en una auténtica pesadilla. Se sentía ridículo como nunca antes y no encontraba palabras con que negarse a aceptar colaborar con semejante personaje; pero, por otra parte, no le estaban pidiendo una colaboración, le estaban ordenando participar en un trabajo junto a uno de los más despreciables individuos del cuerpo, quizá el peor de todos ellos, y lo triste era que debía acatar esa decisión. Aun así, hizo un esfuerzo por buscar las palabras justas para preguntar tímidamente:
—Haré lo que esté en mis manos por resolver este caso, pero ¿no piensa, señor, que yo sería más útil en otro destino?
—¿Otro destino...? Si el Standartenführer Günsche le ha elegido a usted para ese trabajo, ése es su destino y yo no le voy a relevar. Lo que sí hago es darle apoyo con un oficial que le viene como un guante al caso. El Hauptsturmführer Schultz es experto en este tipo de trabajos y suele resolverlos eficazmente. Si alguien tiene esos documentos y hay que convencerlo para que los entregue, nadie como él para hacerlo. Siga usted sus instrucciones.
—Pero...
—¡Se acabó la entrevista, Obersturmführer Adler! ¡Póngase a las órdenes de Schultz y acate sus indicaciones, él ya sabe lo que tiene que hacer! Y no olvide que lo verdaderamente confidencial ha sido esta conversación. Ahí sí se la juega usted.