18

Amaneció un día soleado en Stuttgart. Los tormentosos y revueltos nubarrones que habían cubierto el cielo las semanas anteriores dieron paso a un día que prometía luz y una moderada subida de la temperatura. Dentro del recinto del circo, la claridad y el buen tiempo predisponían los ánimos en el temprano despertar de todo el personal. Las botellas de vino y licor consumidas la noche anterior, en la celebración en honor de Juan Carlos, habían creado algunas situaciones curiosas que, a partir de la hora del desayuno, corrían de boca en boca para sorpresa de unos y deleite de otros.

El remolque en el que dormían los ancianos había amanecido con los ánimos alterados. Allí se discutían y se trataban de aclarar dos situaciones ocurridas durante la madrugada. Para comenzar, Al Pace se quejaba de que alguien, mientras él dormía, le había trasladado al retrete común, en la cabecera del remolque, donde había amanecido sentado en la taza y profundamente dormido. Allí lo había descubierto Elke Zolm a primera hora de la mañana, sentado, sin pantalones y en aquella ridícula postura.

Obligada por una necesidad imperiosa, no había tenido más remedio que despertar al albanés y obligarlo a volver a su departamento, donde Amanda, su esposa argentina, al verle aparecer en aquellas condiciones, había comenzado a recriminarle su falta de respeto y le había preguntado si había echado una cana al aire. Comenzaba el escándalo. Nadie aceptaba haber conducido a Pace al cuarto de baño, pero él se defendía e insistía en que no era sonámbulo y no recordaba haberlo hecho por su cuenta. Cuando más animada estaba la discusión, Lora, la esposa de Bergen, se personó en el pasillo reclamando la presencia de su marido, lo que volvió a revolver el gallinero: nadie sabía nada de Bergen, no se tenía la menor idea de dónde podía estar. En aquel preciso instante se abrió la puerta del departamento de Máxima Contessa y apareció Bergen, aún completamente adormecido y disimulando una resaca espantosa.

—¿Qué haces? —le preguntó su esposa.

Bergen respondió con lengua de trapo:

—Tratando de averiguar qué es lo que ocurre. Menudo escándalo os traéis.

—Pero ¿qué hacías ahí dentro? —insistió Lora.

—Dormir contigo, ¿qué voy a hacer? —replicó Bergen despistado.

—¿Cómo vas a estar durmiendo conmigo si ése no es nuestro departamento? —le aclaró Lora desencajada y con tono destemplado.

—¿No lo es? —preguntó Bergen inocentemente—. Pues me confundiría anoche, como son todos iguales...

En ese momento apareció en el pasillo Máxima Contessa, quien preguntó con gesto inocente:

—¿Se puede saber a qué viene este escándalo?

—¡Será caradura la diva! —respondió Lora—. Mi marido se pasa la noche en tu departamento, ¿y tú preguntas a qué viene este escándalo? ¡El escándalo eres tú!

—¿Yo escándalo? —respondió Máxima mientras se le subían los colores—. Mira a ver dónde ha pasado la noche tu marido, porque conmigo no...

—¿No? —gritó Lora—. ¡Si lo hemos visto todos salir de tu departamento!

Máxima miró directamente a Bergen, quien con cara de imbécil y una sonrisa absurda asintió con la cabeza. Desconcertada, buscó en los rostros de los demás compañeros: todos afirmaban. Entonces miró a Lora con lágrimas en los ojos.

—No creas nada de esto. Lo que estás pensando es una locura. Puede que tu marido se haya equivocado de departamento, pero, aunque suelo dormir profundamente, te aseguro que no me ha tocado. No se lo hubiera permitido.

—¡Qué pena! ¡Con lo guapo que es Bergen! —dijo una voz al fondo.

Todos se volvieron, pero allí no había nadie. Entonces los rostros se volvieron hacia Bergen, quien, con cara de inocencia, aclaró:

—Yo no he sido.

Lora lo miró sin saber si reír o llorar y, dejándolo por imposible, se introdujo bruscamente en su departamento, momento que aprovechó Al Pace para preguntar:

—¿Puedo saber, de una vez por todas, quién fue el gracioso que me metió a dormir en el retrete?

Todos los presentes sonrieron irónicamente y volvieron a sus departamentos con la idea de asearse y vestirse para el desayuno. Al Pace levantó los hombros y, componiendo un exagerado gesto de asco, dijo para sí mismo:

—¡Qué mal huelo!

El resto de la mañana transcurrió sin novedades. Kasch había salido para tratar de conseguir algunos materiales, y todo el personal estuvo trabajando en la trastienda de la carpa de los elefantes. El autobús había dejado de serlo, ahora era un perfecto órgano de tubos rodante. Sólo quedaba, para dejarlo completamente terminado, la instalación de un amplificador conectado a un armonio de fuelle y algún otro pequeño detalle, pero eso quedaría para la mañana siguiente: había llegado la hora de comer y nadie estaba dispuesto a perder su turno.

Para sorpresa de Juan Carlos y los gemelos, Kasch los invitó a almorzar en su caravana, cosa extraña, puesto que él y Fritzi solían comer y cenar a diario en el remolque-comedor. Siempre los últimos y solos, pero allí, en la zona común. Los invitados sospechaban que los dueños del circo querían agradecerle a Juan Carlos su actuación del día anterior con aquel ágape, pero se equivocaban: Kasch los invitaba por una razón mucho más importante. No los había advertido de nada por anticipado, pero el verdadero motivo era mantener una conversación en privado sin que nadie los escuchara, y para algo así, qué mejor que su propio carromato.

Fritzi, con su buen hacer, había improvisado una mesa para cinco tras rebuscar por todos los cajones de la caravana hasta dar con manteles, servilletas y vajilla.

Nada más entrar en el carromato, Juan Carlos sospechó que algo ocurría al ver que Kasch los recibía con una seriedad desacostumbrada. Tanto era así, que Aetos, inmediatamente después de comenzar a comer, no pudo resistirse a preguntarle:

—¿Te ocurre algo, jefe?

Kasch miró a los cuatro mientras servía té frío en las copas, bebió un sorbo y se tomó un instante antes de responder:

—Vosotros que me conocéis muy bien sabéis que soy desconfiado por naturaleza.

—¿Qué es lo que te preocupa? —quiso saber Juan Carlos.

—Veréis —continuó Kasch—. Esta mañana he salido en un intento de conseguir algún material que faltaba para terminar la transformación del autobús. De pronto, mientras andaba con mi coche de un lado para otro, he notado que me seguían, y no era un vehículo cualquiera el que lo hacía, se trataba de un auto de la Gestapo.

»Por si se trataba de una manía mía, he intentado despistar al perseguidor, pero ha resultado inútil. Me estaban persiguiendo descaradamente. Para ratificarlo, he parado en el primer café que he encontrado en el camino. Me estaba bajando de mi coche cuando el de la Gestapo ha frenado detrás de mí. He entrado rápidamente en el café y he ido directamente a los servicios, me he lavado las manos y me he enjuagado la cara con el fin de hacer tiempo, y finalmente he decidido salir. Allí estaba mi perseguidor, esperándome. Yo me he hecho el loco y he tratado de salir a la calle simulando que no le había visto, pero el Hauptsturmführer me ha parado...

—¡Un Hauptsturmführer! —exclamó Moses.

—¿Solo? —preguntó Aetos.

—Completamente solo —confirmó Kasch.

—Algo buscaba —comentó Aetos.

—Sí —continuó Kasch—. ¿Sabéis qué?

Los gemelos y Juan Carlos se miraron buscando una respuesta que no tenían.

—¡Escapar de Alemania! —reveló Kasch para asombro de los presentes.

—¡Increíble! —exclamó Aetos—. ¿Dices en serio que buscaba huir de Alemania?

—Eso mismo, pero de una manera especial...

—¿Y cómo lo has averiguado? —preguntó Juan Carlos.

—Porque me ha hecho una oferta —confesó Kasch—. Me ha conducido a una mesa apartada y allí, hablándome casi al oído, me ha ofrecido documentación para abandonar sin problemas el país con mi compañía y todos sus materiales e instalaciones. A cambio, yo debería enrolarlo en la plantilla del circo como un artista extranjero más y, una vez al otro lado de la frontera, tomaría su camino sin causarme la menor molestia.

—¡Qué locura! —exclamó Aetos—. ¡Comienza la desbandada! Por poco que imaginemos, debemos pensar que ese oficial es culpable de algo y no se quiere enfrentar a las consecuencias. Digo yo, porque no veo otra razón para tomar una decisión como ésa.

—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Juan Carlos—. ¿Vas a aceptar su oferta?

—¿Yo? —respondió Kasch—. ¿Adónde voy a ir yo con todo este material? Excepto Suiza, donde reina el Circus Knie, Europa entera está destrozada, y nosotros no hemos hecho daño a nadie. Fritzi y yo lo tenemos claro: hemos decidido esperar los acontecimientos sin movernos de aquí.

—Bien razonado —dijo Aetos.

—Pero lo que no es válido para unos lo es para otros... —soltó Kasch con retranca.

—No te comprendo —dijo Juan Carlos—. ¿A qué te refieres?

—A que se trata de una oferta que ni pintada para vosotros.

—¿Cómo? —exclamó Aetos—. ¡Ah, claro, sí! Estamos huyendo de Alemania y este capitán nos puede facilitar la documentación para salir sin problemas. Genial, claro está, en el caso de que la oferta nos la hubiera hecho a nosotros...

—¿Y a él qué más le da? Con unos o con otros, lo que busca es salir sin que lo detecten —razonó Kasch, convencido.

—Un momento —exclamó Juan Carlos levantando las manos—. Estamos hablando de cargar con un miembro de la Gestapo. O, peor aún, de ponernos en sus manos.

—¿Y qué nos importa? —saltó Moses—. Si lo que ese oficial pretende es salir del país y a cambio nos ofrece hacerlo con garantías, bien venido sea el Hauptsturmführer a la troupe.

—No lo tengo tan claro —comentó preocupado Aetos—. Son tan largos los tentáculos de la Gestapo que alcanzan lugares insospechados. Algo me huele mal en todo esto y no sé lo que es. ¿Tú lo conocías de antes? —preguntó a Kasch.

—Jamás lo había visto, y te aseguro que de ser el caso lo habría reconocido de inmediato. Es un personaje para no olvidar. —Kasch buscó en su cerebro las palabras concretas con que definir al oficial—. La verdad es que me ha causado muy mala impresión. Se trata de un personaje repugnante. Parece una pera: muy grueso por abajo y muy flaco por arriba. Para colmo, su rostro está destrozado por alguna infección y no tiene cabellos, sólo un mechoncito en el centro de la cabeza.

—Ésos son los peores —opinó Aetos—, suelen ser gente llena de complejos que...

—No le hagáis caso a mi hermano —interrumpió Moses—. Es muy mal pensado, es desconfiado hasta conmigo, que soy su gemelo. Lo importante del personaje es si puede sernos útil. A nosotros qué más nos da si es un Adonis o un Quasimodo el que nos saque de Alemania sin problemas. Lo verdaderamente importante es salir.

—¿Has quedado en algo con él? —preguntó Juan Carlos.

—Viene a la función de esta tarde, pero de paisano —respondió Kasch.

—Pues si ya lo tenemos metido aquí, mejor será utilizarlo —concluyó Aetos, aunque no muy convencido.

—Hablemos con él —propuso Juan Carlos—. Pero hagámoslo con prudencia. Si os parece bien y Kasch no tiene inconveniente, podemos reunirnos aquí mismo sin involucrar a nadie más. Sólo los que estamos en este momento aquí. ¿Os parece?

—De acuerdo —aceptó Kasch—. Finalizado el espectáculo lo traeré a mi remolque.

Aetos se levantó de la mesa con aire escéptico. Moses, que había observado la preocupación en los demás, trató de restarle fuerza a la mueca de su hermano diciendo algo ingenioso:

—Las malas caras de mi hermano son como los fuegos artificiales: muy elocuentes en un principio pero, en definitiva, efímeras.