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Un manto blanco cubría la tragedia que representaba la ciudad de Berlín. Los edificios bombardeados parecían decorados irreales que una mente perversa hubiera realizado sin contar con la existencia de la vida. El atrezo de los gélidos interiores de los pisos, a la vista por el efecto de las bombas, era el único testimonio de que en esas viviendas hubieran residido seres humanos semanas, días, horas antes quizá. Las lámparas, que antes iluminaban un salón o un comedor acogedor, medio colgaban ahora apagadas y a merced del viento helado. Sobre las cocinas permanecían aún los utensilios y los alimentos, algunos todavía a medio cocinar. Perros y gatos deambulaban entre las viviendas en busca de sus amos, olfateando la muerte al tiempo que rastreaban para encontrar algo que llevarse a la boca. Alguna que otra rata, víctima del frío, saltaba de un lado a otro buscando el camino de regreso a la seguridad de su cueva. La sorprendente exhibición de muchos de los hogares mostraba con inusual crudeza las preferencias, costumbres o gustos de sus moradores.

Acá un comedor barroco, allí un moderno despacho, más allá un dormitorio futurista. Los horrores de la guerra ponían al desnudo los íntimos hábitos de los berlineses, cuyas almas vagaban entre los helados escombros de los edificios en ruinas. Febrerillo loco hacía de las suyas fustigando sin piedad lo que iba quedando de aquella triste ciudad, 1945 estaba resultando un año fatídico para el nacionalsocialismo y sus orgullosos y prepotentes líderes. Por fortuna, a la segunda guerra mundial le quedaban meses, quizá semanas de vida.

Juan Carlos, tras pararse a observar un momento los destrozos causados por el asedio aliado, le dio una vuelta más a su bufanda y la deslizó dentro de su chaqueta de cuero para evitar que el frío continuase filtrándose a su pecho. Sorteando los grandes baches producidos por las bombas, cruzó la gran avenida Friedrich y siguió caminando. Quería llegar cuanto antes a la Casa del Artista, residencia estatal que acogía a las viejas glorias, grandes artistas retirados que procedían de todas partes y que habían fijado su residencia en Alemania: deseaba despedirse de sus entrañables amigos y compañeros, Aetos y Moses, más conocidos como los Orakis Brothers.

Hacía tiempo que Juan Carlos había tomado la determinación de abandonar Berlín y tratar de regresar a España de alguna manera, pero el hecho de tener firmado un compromiso de futuro con la empresa del Hagenbeck Circus, por un lado, y la espera de una clara ocasión para dejar la ciudad, por otro, demoraron la decisión hasta límites imprevistos. Ahora ya no podía permitirse el lujo de dudar más, había llegado la hora de emprender el viaje. Tan pronto como se despidiese de los queridos gemelos regresaría a los almacenes de invierno del circo, en el área de Charlottenburg, recogería lo imprescindible para sobrevivir e iniciaría la aventura de salir de una Alemania convulsa y martirizada para cruzar una Francia ya medio liberada en busca de su patria, una España que, en el sexto año de recuperación tras la terrible guerra civil que la había asolado durante tres años, al menos no había participado en esa segunda guerra mundial que parecía estar llegando a su fin.

Juan Carlos observó el amenazante cielo, cuyas tenebrosas nubes descargaban una tupida cortina de nieve que espesaba por momentos, apartó con su mano enguantada la nieve que cubría una señal con la intención de asegurarse de que estaba en la dirección correcta, se ajustó un poco más la gorra y retomó su camino a paso ligero. Veinte minutos más tarde llegaba a la Casa del Artista.

Afortunadamente, entró en el gran salón de estar de los residentes en el preciso momento en que una camarera repartía entre los presentes humeantes tazas de caldo. La camarera, al ver cómo se frotaba las manos, puso en ellas una taza que Juan Carlos agradeció con una mirada. Utilizando la taza para calentarse, sorteó sofás y sillones y llegó hasta Aetos y Moses, quienes, como era su costumbre, leían ensimismados viejas revistas relacionadas con el mundo del espectáculo en Europa y América al tiempo que daban cuenta de unos extralargos cigarrillos que fumaban con verdadera elegancia.

—¿Cómo están mis amigos? —saludó Juan Carlos en castellano y con alegría.

Hablaba correctamente el alemán, pero sabía que a los gemelos les encantaba que se dirigiese a ellos con la palabra española «amigos». Ambos solían decir que era la más hermosa palabra del diccionario universal.

Aetos y Moses, idénticos pero de muy distintos caracteres, reaccionaron cada cual a su manera: Aetos, joven a pesar de sus sesenta y seis años, se levantó alegremente para dar a Juan Carlos un efusivo abrazo que casi le hace derramar la taza de caldo. Moses, en cambio, se limitó a sacudir la ceniza de su cigarrillo y a tender su lacia mano para que Juan Carlos, que conocía lo poco dado que era a los aspavientos, la estrechase con satisfacción. «Vaya hermanos gemelos —pensó una vez más—, tan iguales en lo físico y tan diferentes en su comportamiento.»

—¿Qué haces por aquí? —preguntó en seguida Aetos con interés.

Juan Carlos observó a un pequeño grupo de residentes que discutían en una zona cercana del salón. Moses, que había seguido su mirada, le liberó de su inquietud:

—No te preocupes por ésos, están más sordos que un ladrillo.

—Vengo a despedirme —respondió entonces Juan Carlos en alemán y, por si acaso, bajando el tono de voz.

—¿Te vas? —preguntó Moses con sorpresa.

—Siéntate y cuéntanos con tranquilidad —añadió Aetos muy serio mientras apagaba su cigarrillo en un cenicero.

Juan Carlos dejó su taza de caldo sobre una mesita y se deshizo de la gorra, la chaqueta de cuero y su larga bufanda. Tras acomodarse en un amplio butacón frente a los gemelos, recuperó su taza de caldo y prosiguió casi en un susurro:

—Hay que abandonar Berlín: lo están demoliendo. No sé vosotros, pero yo no aguanto ni un bombardeo más. Por la mañana, los aviones norteamericanos; por la tarde, los ingleses; durante la noche, los rusos. Tengo los nervios destrozados.

—¡Estás loco, sólo venir aquí ya es una locura! No debes salir de los almacenes de invierno hasta que no acabe todo esto —le recriminó Moses con expresión preocupada—. A nadie se le ocurriría bombardear un circo. Aquello es más seguro que esta residencia...

—Ya no hay un lugar seguro en todo Berlín —afirmó Juan Carlos ahogando la voz.

—Dejar Berlín es un error, Juan Carlos —insistió Aetos—. Si te pillan, tal y como están las cosas, puedes terminar en un calabozo o en un campo de concentración, lo que es mucho peor.

—Agradezco vuestros consejos, pero lo he pensado mucho y ya no hay vuelta atrás. Prefiero morir por la ilusión de un feliz reencuentro con mi familia a desaparecer lejos de mi tierra. Ya me las arreglaré para llegar a España sano y salvo.

—¡No puedes! —exclamó Moses—. No llegarás a ninguna parte, la última moda es la caza del hombre.

Como si aquellas palabras fueran una premonición, comenzaron a sonar las sirenas de alarma de la ciudad. Su ulular ponía los pelos de punta.

—Ahí vienen los norteamericanos —constató Juan Carlos mirando su reloj—. Es su hora, su turno.

—Con éstos hay que tener cuidado, donde ponen el ojo ponen la bomba. Son los que mejor puntería demuestran —le informó Moses.

—¿Bajamos al refugio? —preguntó Juan Carlos.

—¿Para qué? —respondió Aetos mientras se derrumbaba en su sillón—. No vale la pena. Aquí ya nadie baja a los sótanos. Total, es un hecho que cuando llega tu día, aunque te escondas bajo las piedras, las bombas te encontrarán. Lo único que hacemos todos, por si acaso, es llevar colgada del cuello y siempre a la vista esta bolsa con nuestros documentos de identificación.

—Es una buena costumbre —opinó Juan Carlos mientras observaba que, en efecto, todos los presentes las llevaban.

—No nos las quitamos ni para dormir.

El inconfundible ruido de las bombas al explotar sonaba cada vez más cerca. Su silbido durante la caída helaba la sangre. Aetos, más inquieto que de costumbre y con una acentuada lividez en el rostro, se atrevió a conjeturar:

—Me parece que esta vez vienen a por nosotros.

—No los llames con tu mente —le aconsejó Moses—, no conviertas tu cerebro en un poderoso imán. No pienses en ellos y sácalos de tu imaginación, ya verás cómo se alejan.

—No es cuestión de imaginación, Moses... —interrumpió Juan Carlos—. Es que ya están sobre nuestras cabezas.

En aquel preciso instante los cristales de las ventanas saltaron hechos añicos, y las paredes del propio edificio se tambalearon dando la impresión de que se venían abajo.

—Esa pared es maestra —alertó Aetos mientras señalaba un muro lateral con varias entradas—. Pongámonos bajo los marcos de las puertas.

Todos corrieron a resguardarse. En unos segundos aquello se convirtió en un pandemonio, por todas partes se veían residentes que corrían de un lado a otro sin destino definido. Un anciano, en camisón, giraba como un demente; una anciana buscaba desesperadamente sus documentos de identidad; otro apareció con una maleta y un neceser, listo para viajar a ninguna parte, y una joven empujaba con desesperación hacia el cuadro de una puerta a una pareja de ancianos que parecían ser sus padres. De pronto varias bombas arrasaron gran parte de la edificación, destruyendo completamente una de las paredes del inmueble y dejando el salón a la intemperie. El amasijo de escombros, hierros retorcidos y trozos de carne humana mezclado con el polvo y el humo que producían las explosiones era indescriptible. Los gritos de los vivos se fundían con los lamentos de los agonizantes, y el caos se adueñó de la situación.

—¡Fuera! —gritó Juan Carlos—. El techo está a punto de venirse abajo. ¡Síganme!

Corrió como un loco hacia la gran escalera que llevaba al vestíbulo, pero ya no había peldaños, habían desaparecido por completo.

Moses gritó:

—¡Por aquí!

Y todos se volvieron y corrieron hasta otra escalinata interior situada junto a los ascensores de servicio. Estaba cortada verticalmente por la mitad, pero, si lo hacían de uno en uno, en fila india y con el mayor de los cuidados, podían bajar. Juan Carlos dejó pasar primero a los ancianos, sujetándolos con la mano y quedando él en último lugar, algo que todos le agradecían, a pesar de que el momento no se prestase a ello.

El bombardeo continuaba destrozando el vecindario mientras los pocos artistas que habían logrado salvar la vida se congregaban en la pequeña extensión de jardín que quedaba sin escombros. Algunos se quejaban de pequeños rasguños, y la mayoría se palpaba los brazos y las piernas sorprendidos por seguir vivos. Juan Carlos y la única joven del grupo los atendían como podían. El frío era cortante, pero aquellas mentes, bloqueadas por el terror a las bombas, no lo sentían. A Juan Carlos le pareció escuchar lamentos entre los escombros y trató de acercarse, pero en aquel instante se derrumbó lo que quedaba de edificio y tuvo que retroceder. Se hizo un silencio sepulcral. Nadie hablaba. El bombardeo remitía y ya sólo se oía el ruido de los motores de los bombarderos alejándose. Algún anciano intentaba introducirse entre los escombros, y Juan Carlos les pidió que no lo hicieran, se jugaban la vida. Frente a lo que fue el edificio pasó un camión de bomberos a toda velocidad, le hicieron señas, pero no les hizo el más mínimo caso. Juan Carlos señaló un autobús aparcado en la acera.

—¿A quién pertenece?

—Es el que utilizan cuando nos sacan a pasear —respondió Aetos.

Juan Carlos se acercó a la puerta y trató de abrirla. Estaba cerrada con llave, por lo que tuvo que forzarla con una barra de hierro que Aetos y Moses le consiguieron de entre los escombros. Todos los ancianos subieron al autobús tiritando y se acomodaron en los asientos como si fueran a iniciar un viaje.

—Al menos aquí dentro estaremos resguardados del frío —comentó Juan Carlos.

—Mejor estaríamos si arrancáramos el motor y pusiéramos la calefacción —propuso Moses.

Juan Carlos se sentó en el asiento del conductor y buscó las llaves. Como no las encontró, decidió preguntar:

—¿Alguien sabe cómo hacer un puente con los cables de arranque?

—Yo sé —afirmó la joven que acompañaba a sus padres; todos la miraron con asombro—. Soy un desastre con las llaves y siempre las pierdo —se sinceró a modo de excusa—. Sé hacerlo en mi coche, puedo probar...

Juan Carlos le cedió su sitio y ella abrió la pequeña compuerta debajo del volante; en cuestión de minutos puso el motor en marcha. Los indicadores del panel de mando se activaron y Juan Carlos descubrió que el depósito de combustible estaba lleno. Buena noticia. Presionó el interruptor de la calefacción y puso el indicador al máximo mientras la joven volvía a su asiento.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó uno de los ancianos.

Juan Carlos echó una mirada a aquel maltrecho grupo de artistas retirados como si no supiera qué hacer con ellos. De pronto, como si un resorte hubiera golpeado con fuerza su mente, una idea comenzó a germinar en su cerebro: ¿podría convertirse en el guardián de aquellos veteranos genios retirados? ¿Podrían aquellos grandes artistas convertirse en su escudo protector? La ocasión era clara: aquellas viejas glorias podrían representar el pasaporte para su propia supervivencia y, utilizados con imaginación e inteligencia, tal vez fuesen su propia salvación. Pero ¿no sería inmoral aprovecharse de aquellos inocentes ancianos en beneficio propio? No quiso ponerle freno a la ocasión: «Cuando está en juego la vida, la moral pierde su significado», pensó, y se acomodó en el asiento del conductor, embragó, puso la primera marcha y el autobús avanzó lentamente hacia el más desconocido de los destinos.