29

Erika, sentada detrás de Juan Carlos e inclinada hacia adelante con vistas a poder conversar con él sin que nada trascendiera, parecía observar la carretera con interés. Pero lo que verdaderamente llamaba su atención era el espejo retrovisor interior a través del cual trataba disimuladamente de, aunque fuera por el movimiento de los labios, cazar alguna palabra de lo que hablaban Ademaro Beckenhauer y Aetos. Hacía rato que, tras un gesto perentorio de llamada por parte del violonchelista, Agneta Beckenhauer, su mujer, había intercambiado su asiento con Aetos y, por más que ambos trataban de disimular, los gestos dramáticos del músico y los de Aetos pidiendo calma no escapaban a la atención de Erika.

Afortunadamente y hasta donde alcanzaba su visión a través del espejo, nadie más les prestaba atención. La mayoría de los viajeros dormitaba o al menos mantenía los ojos cerrados. Intrigada y deseando hacer partícipe a Juan Carlos de sus inquietudes, Erika se inclinó cuanto pudo hacia el frente y, acercando la boca al oído derecho de éste, casi en un susurro para evitar ser escuchada por Moses, que sesteaba en el asiento al otro lado del pasillo, comenzó a hablarle:

—Cuando puedas, presta atención al secreteo que se traen Aetos y Beckenhauer —murmuró—. Hace rato que vengo observándolos y creo que hablan de algo muy importante.

—¿Por qué lo piensas?

—Por los gestos de pánico del músico. Nunca le he visto tan excitado.

—Puede que no se sienta bien y esté solicitando ayuda de Aetos. Si no me equivoco, Ademaro padece algún tipo de hipertensión, hace unos días se lo oí comentar a su señora...

—No se trata de eso, estoy segura. Los gestos de Beckenhauer no son de dolor ni de incomodidad. Son de miedo.

—¿Quieres que pare y veamos qué le ocurre?

—En absoluto —negó en seguida Erika—. Ese hombre está comunicándole a Aetos algo que no quiere que los demás sepamos, lo peor que podríamos hacer es ponerlo en evidencia. Creo que debemos esperar la primera oportunidad en que no haya testigos y hablar del tema con Aetos.

En aquel preciso momento, Aetos cruzó su mirada con la de Erika a través del espejo retrovisor. Inmediatamente, por el gesto de estupor del viejo músico, Erika entendió que Aetos, tratando de disimular al sentirse descubierto, había hecho algún comentario absurdo que no viniera a cuento. Juan Carlos, consciente del interés de Erika por el asunto y aprovechando que anunciaban un bar de carretera a tan sólo dos kilómetros, levantó la voz:

—A dos kilómetros tenemos un café, aprovecharemos para estirar las piernas —anunció.

Los más cercanos a Juan Carlos abrieron los ojos, y a los más lejanos los despertó el crujir que producía el órgano de pipa cada vez que su conductor frenaba. Inmediatamente todos despertaron, y algunos ya estaban en pie antes de que Juan Carlos detuviese por completo el vehículo, pues ninguno quería ser el último en la cola que se produciría en los lavabos. Cuando le tocó el turno de bajar a Aetos, Juan Carlos, sin darle mucha importancia, se dirigió a él:

—Aetos, querría que abriéramos el motor y lo miráramos juntos: hay un ruido extraño que no me gusta nada.

—De acuerdo —respondió éste jovial—. Abre el capó y yo te espero abajo.

Cuando el autobús quedó completamente vacío, Juan Carlos abrió la trampilla que disimulaba el capó convirtiéndolo en parte del órgano y, bajando del vehículo, se acercó a Aetos, que ya estaba revisando algunas piezas.

—No es necesario que ajustes nada —reveló Juan Carlos.

—¿Y eso? —preguntó Aetos mirándole con estupor.

Juan Carlos vio que Erika, prudentemente, se había quedado a cierta distancia y conversaba con Moses para entretenerle. Tras comprobar que no había nadie más en derredor, se animó a continuar:

—Al motor no le ocurre nada. Necesitaba un momento de intimidad contigo.

—¿Ocurre algo?

—Sí, ocurre que os he estado observando por el espejo retrovisor y he llegado a la conclusión de que a Beckenhauer le ocurre algo.

—¿Has llegado o habéis llegado? Porque he visto interés en los ojos de Erika...

—Qué más da si somos uno o dos los preocupados, el hecho es que si a Ademaro le ocurre algo, debemos preocuparnos todos.

—No lo creo —respondió Aetos rotundo—. Hay cosas que podemos conocer todos para ofrecer nuestra ayuda, pero hay otras de las que debemos estar al tanto sólo algunos de nosotros.

—No te comprendo.

—Supongo que confías en mí —dijo Aetos mirando fijamente a los ojos a Juan Carlos.

—Siempre lo he hecho —respondió Juan Carlos preocupado—. Jamás he dudado de ti. Si te pregunto lo que le ocurre a Beckenhauer es por si puedo ayudar de alguna manera.

—Pues sólo voy a decirte una cosa —aclaró Aetos muy serio—. Saber lo que le ocurre al músico es muy peligroso, tanto como para que yo no te diga nada por el momento. Ni a ti, ni a nadie.

—Pero...

—¿Confías en mí? —repitió Aetos. Y, al ver que Juan Carlos volvía a asentir, prosiguió—: Entonces sigue con el viaje y deja de interesarte por este asunto por ahora. Cuando llegue el momento oportuno lo sabrás todo. Y, por favor, dile a Erika que no me vigile más. Es por su bien.

Juan Carlos, atento al rostro de Aetos, sólo encontró en él confianza y buena voluntad, por lo que se dio por vencido.

—¡Así me gusta! —dijo Aetos mientras cerraba el capó del motor y la trampilla que lo cubría.

Erika y Moses, al ver que habían terminado la revisión, se acercaron.

—¿Todo en orden? —preguntó Moses.

Cuando Aetos fue a responder a su hermano, reparó en una sombra justo al otro lado del vehículo. Intrigado, asomó la cabeza y lo que vio le dejó sorprendido. Sentada en el suelo y fumando plácidamente un cigarrillo se encontraba Ivette Trouzot.

Camino del café, pues también ellos necesitaban visitar los lavabos, Aetos se arrimó a Juan Carlos.

—Esa chica estaba escuchando nuestra conversación —le dijo en un susurro.

—¿Qué chica? —preguntó éste despistado.

—Ivette Trouzot. Después de cerrar el capó del motor vi una sombra. Me intrigó, me asomé y allí estaba ella fumando.

—Habrá querido estar a solas un momento...

—No sé qué pensar, pero me parece muy extraño.

Juan Carlos abrió la puerta del café y entraron los cuatro. Sorprendido, reparó en el grupo de ancianos: todos disfrutaban de una temprana merienda. Se veían felices con sus tazas de café con leche en las manos mientras mojaban algún que otro croissant o brioche.

Juan Carlos, consciente de que él era el único que disponía de dinero para ese tipo de gastos, se preocupó.

—¿Con qué dinero...?

Pero no llegó a acabar la pregunta. Inmediatamente se le acercó Rudi Legrand, el genial ciclista y patinador cómico conocido como Rudi Ciclotón, y, mostrando un billete de diez francos, le sonrió mirándole a través de sus gafas de gruesos cristales de aumento.

—Yo pago, no te preocupes. Dos noches de póker con soldados y oficiales de baja graduación en Estrasburgo dan para mucho.

Y, aprovechando que pasaba junto a él un empleado de la tienda, con toda la intención de que éste le oyera y mostrándole todavía el billete de diez francos a Juan Carlos, le dijo con aire cómplice y misterioso:

—¡Voy a aprovechar a ver si paso este billete falso!

El empleado reaccionó, pero se esforzó por disimular de la mejor manera que pudo. Rudi Ciclotón, de reojo, observó cómo el empleado se dirigía al encargado del café, que se encontraba detrás de la barra, y le advertía del posible timo. En ese momento, y con la mayor naturalidad, Rudi se acercó a la barra, puso el billete sobre el mostrador y lo estiró concienzudamente planchándolo con la palma de la mano.

—Si es usted tan amable —le dijo al encargado—, le ruego que cobre de este billete la consumición de todo mi grupo.

El hombre, que en aquel momento sumaba las consumiciones en una pequeña libreta, cogió el billete en sus manos, lo miró por ambos lados, y lo levantó y observó detenidamente colocándolo entre sus ojos y una lámpara de pared. Después se volvió hacia Rudi con aire amenazador:

—O me paga usted con otro billete —exigió—, o llamo a la policía.

El ciclista patinador, sin inmutarse, sacó de su bolsillo tres billetes de diez francos arrugados, los estiró y se los presentó al encargado en forma de abanico.

—¡Escoja el que quiera!

El encargado cogió uno de los billetes y, tras inspeccionarlo detenidamente y con gesto de satisfacción, lo guardó en la caja registradora y procedió a devolverle el otro billete, así como el cambio del supuesto billete bueno, que Rudi guardó en su bolsillo sin darle mayor importancia.

Juan Carlos, Aetos, Erika y Moses se miraron extrañados, pues no comprendían por qué había creado aquella situación con el billete de diez francos. Pero la historia tuvo sentido al final, cuando Juan Carlos, consciente de que quería llegar a Lyon a una hora prudente, rogó a los ancianos que volvieran al órgano de pipa para seguir con el viaje. Entonces pudieron presenciar cómo Rudi Ciclotón, el mejor ciclista patinador cómico del mundo, antes de salir del café y al tiempo que se despedía del encargado, le gritaba desde la puerta:

—Óigame, amigo: le aseguro que el primer billete que le di era bueno y legal. Sin embargo, del que escogió usted no me fío un pelo. ¡Que quede claro!

Y dando un portazo abandonó el establecimiento.

Juan Carlos, Aetos, Moses y Erika, haciendo un esfuerzo por contener la risa, vieron cómo el encargado corría a la caja, sacaba el billete y, tras mirarlo por sus dos caras y darle varios estirones, lo guardaba de nuevo con gesto de preocupación más que de resignación...

Cuando volvieron al interior del autobús y todos se acomodaron en sus asientos, Aetos, disimuladamente, buscó con la mirada a la extraña compañera de viaje, como él había comenzado a llamar a Ivette Trouzot, y tras localizarla observó que se había sentado junto a Agneta Beckenhauer. Demostrando un gran interés, ambas mantenían una conversación relacionada con la calceta que Agneta tejía y destejía durante todo el viaje desde que la había pillado iniciando su labor el bombardeo de la Casa del Artista en Berlín. Aetos se acercó a Juan Carlos, que ya estaba a punto de arrancar el motor, y le susurró:

—Mira dónde se ha sentado la extraña.

Juan Carlos, mientras calentaba el motor, miró a la pareja y, sin encontrar nada raro en su comportamiento, respondió con indiferencia.

—Cosas de mujeres.

Aetos decidió ser prudente, al menos por el momento, y en lugar de contradecir su comentario se acomodó en el asiento, recostó la cabeza, cerró los ojos y comenzó a darle vueltas a una sospecha que últimamente le estaba obsesionando, algo que le parecía irreal, o quizá producto de su desconfiada mentalidad, pero que, según su criterio, merecía una extensa y profunda reflexión.

El productor Armand Rousseau Duvichy esperaba que Juan Carlos y su compañía de viejas glorias arribaran al teatro después de las siete y media. Para sorpresa de todos, a las seis menos cuarto de la tarde el órgano de pipa estacionaba ante la puerta del Théâtre des Célestins de Lyon. Por reacción espontánea se produjo un fuerte aplauso por parte de los ancianos, quienes, emocionados al ver el teatro y pensar que pronto volverían a la escena, premiaban agradecidos a Juan Carlos, su excelente conductor, de la mejor manera que sabían.

Mientras llegaba el productor, y aprovechando que dos empleadas enceraban el suelo del vestíbulo, entraron todos por la puerta principal en lugar de hacerlo por la de artistas. Al desembocar en la sala, todos se quedaron quietos y observaron con la boca abierta los adornos de los palcos y las elegantes e históricas lámparas que decoraban lujosamente el teatro. Parecían extasiados. Con el mayor respeto y en silencio, pasaban la mano por la superficie de las butacas acariciándolas como si se tratara de niños recién nacidos. Al subir al escenario, los ancianos comenzaron a moverse con absoluta naturalidad y soltura. Se notaba que estaban en su salsa. Cada uno de ellos buscaba y probaba lo que más le interesaba.

Unos miraban con total atención los anclajes y agujeros o la fortaleza de la madera allí donde calculaban que debían enganchar los vientos que sujetarían sus aparatos de trabajo.

Aetos y Moses se dedicaban a levantar y probar las trampillas del suelo del escenario, imprescindibles para realizar sus trucos de magia, y en sus rostros se reflejaba la preocupación por el estado de la madera.

Linda Borge observaba los telares y el propio techo de la sala buscando con la mirada señales de huecos, enganches o agujeros donde con anterioridad se hubieran colgado trapecios. Sabía por experiencia que la parte más importante de su trabajo era localizar puntos de anclaje seguros, en ello le iba la vida.

Elke Zolm, pegada a las candilejas, decía frases sueltas de diferentes obras clásicas al tiempo que movía sus brazos con elegancia y soltura. Demostraba un absoluto dominio de la escena, era verdaderamente excelente cuando se expresaba con todo su cuerpo.

Ademaro y Agneta Beckenhauer revisaban el foso de la orquesta y comentaban dónde colocar el órgano, puesto que Ademaro, además del violonchelo, también dominaba este instrumento; el matrimonio discutía la posibilidad de compartir su uso durante la representación de manera que Agneta no tuviera que responsabilizarse de todo el espectáculo.

Al Pace y Florencia, su compañera y partenaire, revisaban el pasillo de la sala en busca de anclajes donde enganchar los cables que sujetarían su pedestal. Comentaban y miraban preocupados aquel piso de madera y la posibilidad de tener que eliminar una butaca de la sala para asegurarse de que ningún espectador sufriera un percance si se rompía por accidente algún cable.

Rudi Ciclotón revisaba el suelo del escenario tratando de encontrar parches, alteraciones y obstáculos en que las ruedas de sus bicicletas y de sus patines pudieran resbalar o tropezar; el hecho de tener dificultades con la vista le hacía ser extremadamente precavido y palpaba con sumo interés la madera. En realidad, todos estaban preocupadísimos por el estado en que se encontraba, pero callaban. Preferían jugarse la vida a suspender las representaciones.

Lukas y Lena de Cock, con la ayuda de su hija Erika, buscaban distintos lugares de la sala adonde llegar con la luz de sus linternas y producir sombras chinescas de personajes que jugarían sobre las cabezas de los espectadores.

Gustav y Rebeca Fassios ejecutaban algunos pasos de baile al tiempo que también probaban a disimular con ellos las malas condiciones de la madera. Sabían que se jugaban los huesos de las piernas y de los pies, pero se miraban con disimulo sin atreverse a ser los culpables de una suspensión. Y bailaban por zonas seguras agarrados de los brazos y demostrando, a pesar de dar pasos cortos por falta de calentamiento, la impecable escuela con que estaban dotados.

Máxima Contessa caminaba de un lado al otro del escenario probando la acústica del local y mirando con desprecio a todo aquel que se interpusiera en su camino. Su pronunciadísima delantera, a pesar de los años, llenaba la escena avasallando cuanto objeto o ser humano se le pusiera por delante.

Bergen y Lora se dedicaban a colocar sus voces en distintos lugares del local, en el patio de butacas y especialmente en los palcos de proscenio. Aprovechaban las pausas que hacían la cantante y la actriz para intercalar sus ensayos de voces y ruidos. En algunos momentos, especialmente cuando todos ensayaban simultáneamente, daba la impresión de que alguien con un gran sentido del humor hubiera soltado en la sala de teatro a un grupo de enfermos recién escapados de un sanatorio mental. Juan Carlos, conocedor de las necesidades de aquellos ancianos, los dejaba hacer.

Cuando todos hubieron terminado con sus pruebas, se oyó la voz metálica de Bergen, que se había movido a un pasillo de camerinos y desde allí gritaba con euforia:

—¡Vengan a ver esto! ¡Respeto y categoría! ¡Distancia y señorío! ¡Esto es vida!

Cuando el resto de los ancianos llegaron al pasillo, Bergen les señaló las puertas de los camerinos, donde, con una preciosa letra, aparecía el nombre de cada una de las atracciones con sus nombres artísticos escritos en bonitos colores. Cada uno corrió a la de su camerino, pero no los pudieron abrir hasta haber recibido formalmente las llaves de manos del conserje. A partir de aquel momento, aquellos camerinos se convertirían en algo propio y exclusivo, eso era algo que ocurría en todos los teatros del mundo, la toma de posesión de un camerino por parte de un artista era similar a la toma de posesión de una finca comprada en propiedad: por unos días, los que implicase la duración del contrato, aquellos pocos metros pasaban a pertenecer simbólicamente al artista.

Si feliz fue el reencuentro con un teatro, más feliz y agradecida fue la llegada al acogedor hotel que les había reservado el productor, quien, consciente de los días horribles que habían pasado en Estrasburgo, sobre todo las noches —en aquellas incomodísimas colchonetas de paja—, les había conseguido un pequeño hotel, más bien pensión de lujo, donde estaban acostumbrados a recibir a ese especial tipo de clientela.

Armand Rousseau los quería contentos y descansados para su debut en Francia, y lo estaba consiguiendo. A los diez minutos de haber entrado por la puerta de aquel albergue, ya la mayoría de los ancianos habían conquistado a la cocinera y tomaban café en la cocina mientras ella colgaba para que se secase la pasta con que prepararía el plato principal de la cena. Mientras tanto, las mujeres tomaban baños calientes y enviaban la poca ropa de que disponían para que se la limpiasen, sobre todo el atuendo que utilizarían para sus actuaciones, vestuario que les había cedido el gordo Cort y que ellas terminarían de adaptar antes del debut.

Aquella noche, cuando todos estaban sentados en el comedor esperando para disfrutar de su primera cena decente en varios días, apareció por sorpresa Armand Rousseau y, tras rogar a los ancianos que le invitaran a cenar, ordenó poner a enfriar seis botellas de un extraordinario champán que había conseguido para la ocasión y que traía en dos bolsas que entregó a Juan Carlos.

—Lo siento mucho —dijo con una gran sonrisa—, pero no van a tener más remedio que sacrificarse y beber una copa. Ésta es una especial noche de brindis...

—Yo lo siento más —intervino inmediatamente Bergen levantándose de su silla y exhibiendo un gesto dramático—, hoy es miércoles y mi religión me prohíbe beber alcohol los miércoles, a no ser que pague la bula.

—¿Qué religión es ésa? —preguntó Máxima Contessa a sabiendas de que respondería con algo absurdo.

—Abstemios del Tercer Día —respondió inmediatamente Bergen—. Es una religión que tiene muchos adeptos en Morapia. Los morapios beben puestos en pie durante toda la semana, menos los miércoles.

—Que pagan la bula —le interrumpió Máxima.

—Efectivamente. Pagan la bula y pueden beber, pero tienen que hacerlo en equilibrio de cabeza... ¿Queréis ver cómo se bebe los miércoles en Morapia? —dijo con picardía Bergen cuando todos hubieron dejado de reír.

Sus compañeros le vitorearon y le dijeron que sí, y Bergen, de lo más dispuesto, limpió su mesa y, tras hacer con dos servilletas una especie de rodillo, lo colocó en el centro, pidió un vaso con vino y subiéndose a una silla apoyó su cabeza en el rodillo y quedó en equilibrio de cabeza. Entonces cogió en su mano derecha el vaso y comenzó a beber. Tras escuchar un fuerte aplauso mezclado con muchos «¡bravo!», uno de sus pies comenzó a decirle al otro: «¡Para de beber, que el vino se está subiendo a los calcetines!»

Después de que sus amigos terminaron de reír y festejar su gracia, Bergen se bajó y quedó sentado medio mareado y rojo como un pimiento.

Armand, acercándose a Juan Carlos, quiso hacerle un comentario en un aparte:

—Si son tan buenos y dispuestos en escena como en privado, tenemos espectáculo.

—Ya podrás comprobarlo —respondió Juan Carlos mientras reparaba en el extraño brillo de la mirada del productor.

La cena transcurrió animada. Tras los postres, Armand fue de mesa en mesa llenando las copas de champán. Una vez servido, levantó la suya y todos siguieron su ejemplo.

—Queridos amigos —anunció con deleite—: pasado mañana debutaréis en Francia. Estoy seguro de que vuestro retorno al espectáculo os colmará de felicidad, pero os aseguro que más felicidad aún causará a todos aquellos que no tuvieron la oportunidad de disfrutar de vuestro arte. Yo, particularmente, espero y deseo que vuestra actuación en el Théâtre des Célestins sea la primera de una inolvidable cadena de éxitos sin precedente. —Y, levantando la copa, cerró su intervención evocando la palabra que mejor encajaba para cerrar el brindis—: Merde!

Todos repitieron la palabra mágica y degustaron el champán con gestos de satisfacción. Aetos, antes de beber, llamó la atención de Juan Carlos dándole unos golpecitos en el costado con el codo. Juan Carlos, que comenzaba a mojarse los labios con el espumoso, bajó la copa.

—¿Qué sucede?

—Dime si notas algo extraño.

—No, la verdad es que no veo nada inusual.

—¿No te has fijado en que falta alguien?

Juan Carlos miró a Erika, a Moses, a Armand...

—No, que yo recuerde.

—A mí sí me falta alguien —dijo Aetos con cara de circunstancias—. ¡La extraña!

Juan Carlos buscó con la mirada por todo el comedor.

—Ya veo que esta vez te ha dado fuerte. En realidad, pienso que no hay por qué preocuparse, se habrá sentido indispuesta o quizá no le ha apetecido sumarse a nuestra celebración por falta de confianza.

—Pues sintiéndolo mucho no estoy de acuerdo contigo. Esa niña está trabajando en algo sucio.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Juan Carlos con escepticismo.

—¿Qué es lo que no te puedes creer? —preguntó Armand, que al acercarse había escuchado aquella última frase.

—Que volvamos a ver felices a los ancianos —disimuló Juan Carlos—. Jamás pensé que lo lograríamos. Lo cierto es que estoy sorprendido.

Juan Carlos dirigió una mirada de reproche a Aetos, que, bajando la vista, aceptó a regañadientes la reconvención.

El siguiente fue un día muy complicado para todos los integrantes de la compañía. Nadie hubiera podido imaginar que, injustamente, el día antes del debut, cuando la ilusión debería haber gobernado sus mentes y la alegría haber llenado sus corazones por la inminente vuelta a la escena, la sombra de la tragedia se adueñara de sus sentimientos.

La jornada había comenzado con un alegre desayuno en el comedor del albergue. Después, y tras recoger las perchas de las que colgaba el magnífico vestuario que utilizarían para el estreno del espectáculo, subieron todos al órgano de pipa, que los trasladó al teatro.

Ya en el local, las mujeres se dedicaron a organizar los camerinos mientras los hombres se reunían en el centro del escenario y estudiaban el orden del programa para la representación, así como el plan de ensayos. A las diez de la mañana, Juan Carlos recibió una llamada de Armand Rousseau, quien le notificaba que a las diez y media recibirían en el teatro la visita de un médico amigo que se había ofrecido para hacerles una revisión rápida a los ancianos antes del estreno, un detalle que decía mucho del productor. Juan Carlos habilitó un camerino como consultorio, recibió al médico y lo instaló en él, y éste comenzó a llamar a consulta a todos los miembros de la compañía. Afortunadamente, aparte de alguna que otra aspirina y de algún vaso con bicarbonato, no fue necesario recetar ningún otro medicamento, ya que todos ellos decían encontrarse mejor que nunca en su vida, aunque lo cierto era que, una vez finalizados los exámenes, el médico había confesado en privado a Juan Carlos que en alguno de los ancianos había detectado enfermedades crónicas y usuales en personas de su edad, enfermedades que ellos habían negado rotundamente sufrir, pues la ilusión con que vivían aquellos días se había convertido en el mejor de los medicamentos. Y nada ni nadie los iba a privar de su vuelta a la escena.

Aun así, el doctor, antes de despedirse, dejó a Juan Carlos su número de teléfono por si en cualquier momento necesitaban de él. Más tarde y durante el almuerzo en el comedor del hotel, en todas las mesas la conversación giraba en torno a la descarada manera en que habían mentido al galeno.

—Si le digo que me meo por los rincones es muy capaz de taparme o coserme el pito. Decidme —apuntilló Al Pace tronchándose de risa—, a ver quién hace un equilibrio sobre un dedo de la mano como un péndulo en el aire teniendo la vejiga llena. Ya me las aguantaré yo como pueda...

—Pues anda que yo —comentaba Rudi Ciclotón—. Si le digo que ya no me veo en un espejo, me guarda en un armario y no me deja salir.

—Pero eso es un peligro —intervino Elke Zolm desde otra mesa.

—¿Peligro para quién?

—Para ti, para el público, para todo el mundo. ¿Qué pasa si te caes con tus patines sobre un espectador? ¿O es que no lo has pensado?

—No te preocupes, compañera. Hace tiempo que antes de salir a escena memorizo los escenarios. Mira, ¿ves este comedor? Pues bien, aunque no lo creas lo tengo memorizado. Observa —le dijo, y, levantándose rápidamente, hizo un perfecto recorrido por entre todas las mesas con los ojos cerrados y sin tropezar con nada ni con nadie.

Elke Zolm, que había estado observándole, no pudo callar.

—Déjate de historias, Rudi —le espetó—. Tus ojos ven mejor que los de todos nosotros. La verdad es que no entiendo por qué te haces el ciego, ¿es por dar lástima?

Rudi hizo como que miraba a Elke. Estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo. Pensó que no era el día para discutir con una compañera, por lo que la ignoró y se volvió al grupo de su mesa.

—Engañar al médico es engañarnos a nosotros mismos. Pero el caso lo requería.

—Naturalmente que lo requería —dijo Bergen desde su mesa—. A ver cómo le explico yo al galeno que uso tres números de zapatos.

—¿Tres números diferentes? —inquirió sorprendida Máxima Contessa—. No te entiendo.

—Pues entiéndeme, querida amiga. Aunque te parezca lo más extraño del mundo, yo uso tres números de zapatos. ¿No es verdad, Lora?

Su mujer afirmó con una sonrisa.

—¿Y por qué usas tres números distintos? —insistió Máxima.

—Porque tengo que ir adaptando los zapatos al crecimiento de mis uñas.

—No me digas que no te cortas las uñas...

—Por supuesto que no —contestó con sorna Bergen—. Llega un momento en la vida en que no acertamos a hacerlo. No da el tacto, la distancia, la vista, no vemos, no encontramos postura...

—Yo le corto las uñas a mi marido —apuntó con orgullo Rebeca Fassios.

—Me alegro por él —la felicitó Bergen—. Pero como yo no he conseguido que mi mujer me ayude, lo hago yo una vez al año. Justo después de hacerlo uso los zapatos del cuarenta y dos; a los seis meses tengo que usar los del cuarenta y tres; y al año los del cuarenta y cuatro, que son los que llevo puestos ahora.

—Eso quiere decir que ahora las tienes largas...

—De unos tres centímetros y medio. ¿Queréis verlas?

Todos en el comedor se negaron a presenciar el espectáculo. Bergen miró a su mujer con complicidad.

—Peor para ellos —le dijo—. Se pierden la oportunidad de ver los pies del hombre halcón.

La sonrisa de Lora dejó sembrada la duda en todos los presentes.

Después de un breve descanso, la tarde estuvo dedicada a los ensayos. Ademaro y Agneta Beckenhauer acordaron que ella iniciaría el espectáculo y él acompañaría musicalmente la segunda parte. De esa manera se aseguraban que los músculos de los brazos y las manos respondieran a pleno rendimiento. Agneta, antes de salir de Berlín y curándose en salud, había hecho acopio de partituras que descubrió en los almacenes de Hagenbeck, pero ella y su marido, de acuerdo con los artistas, llegaron a la conclusión de que utilizarían melodías conocidas y las interpretarían de memoria. Para satisfacer a sus compañeros, escucharían las melodías que los integrantes de cada atracción les cantarían de viva voz o, en caso de que los recordaran, los artistas les dirían los títulos de canciones que antes hubieran utilizado en sus espectáculos y los músicos intentarían tocarlas. Era lo más práctico, y con ese plan comenzaron los ensayos.

A las cuatro y diez de la tarde, Agneta se sentó al órgano, ahora instalado en el foso, y, poniendo todo su entusiasmo en la realización, interpretó como obertura o sinfonía del espectáculo una versión libre de Rhapsody in Blue, de Gershwin, que los presentes aplaudieron calurosamente. A las seis y media finalizaba el ensayo de la primera parte, y Juan Carlos anunciaba veinte minutos de descanso para temas de organización. Agneta, que había comenzado el ensayo con Ademaro sentado cerca de ella, recordaría después haber mirado la silla en un momento dado y haberla visto vacía, pero con la tensión de los ensayos no le dio en ese momento mayor importancia a aquel detalle.

Sin embargo, ahora, de pronto, se preocupaba: conociendo tras toda una vida el comportamiento de su marido, sabía que de no ser por una razón muy importante él no se habría movido de su lado en todo el tiempo que duraron los ensayos de la primera parte. Por nada del mundo la habría dejado sola, así que, verdaderamente inquieta por lo que pudiese haberle ocurrido al comprobar que no regresaba, subió al escenario y fue directamente a su camerino. Allí estaba él, pero parecía dormido. No llevaba puesta la chaqueta y tenía la manga derecha de la camisa completamente remangada. ¡Qué extraño! Ademaro jamás se quitaba la chaqueta durante el día. Le pareció ver lo que semejaba ser una gran picadura de insecto en el antebrazo y, cuando trató de despertarlo, descubrió que no reaccionaba. Y, lo que era peor, ¡no respiraba!

Inmediatamente salió al pasillo de camerinos y comenzó a gritar como una demente:

—¡Está muerto! ¡Mi marido está muerto! ¡Ademaro no respira! ¡Socorro! ¡Compañeros, por favor, ayuda!

Al momento, asustados y con gesto de sorpresa, asomaron por todas las puertas del pasillo los ancianos. Al cabo de un minuto se había concentrado ante el camerino de los Beckenhauer toda la compañía. Juan Carlos, uno de los últimos en llegar, tuvo que hacer un esfuerzo para abrirse paso hasta Agneta. Todos observaban en silencio el cadáver de Ademaro, nadie se atrevía a tocarlo.

Aetos, mientras le pedía ayuda a su hermano Moses, buscó rápidamente los puntos donde detectar las pulsaciones y, tras pedir silencio y presionar el cuello debajo de la mandíbula y probar en las muñecas, miró muy serio a Juan Carlos e hizo un gesto negativo rindiéndose a la evidencia. Agneta, que había seguido todos los movimientos con gran atención, profirió un extraño ruido con la garganta, perdió el conocimiento y cayó a los pies de Erika, que en última instancia pudo amortiguar su impacto contra el suelo.

Rápidamente, las mujeres se hicieron cargo de Agneta y la condujeron al camerino más cercano, donde tras recostarla en el suelo le subieron las piernas mientras le daban palmadas en el rostro y le pasaban una toalla mojada en agua de colonia por la frente. Armand Rousseau, que se encontraba en la oficina de administración del teatro, acudió al camerino de los Beckenhauer tan pronto le llegó la noticia. Juan Carlos le informó con un gesto de que no había nada que hacer. Armand, completamente sorprendido y desbordado por la situación, se atusó los cabellos en un gesto de desesperación:

—Hay que hacer dos llamadas inmediatamente —dijo. Y, entregándole una tarjeta al administrador del teatro, que le había acompañado desde la oficina, le rogó—: ¿Podría usted llamar al médico que figura en la tarjeta y al cuartel de la policía?

—Por supuesto —respondió éste, y se dirigió de inmediato al teléfono del conserje, en la entrada de artistas.

En el camerino se hizo un silencio que nadie se atrevía a romper. Nadie se movía. Los ancianos miraban el cadáver de Beckenhauer con el mayor respeto. Juan Carlos observó sus preocupados rostros y, recordando que el ensayo había quedado a medias, se atrevió a decir:

—Por el momento vamos a tener que suspender los ensayos.

Armand Rousseau le interrumpió:

—¡Imposible! —exclamó—. ¡No se puede suspender! Las entradas casi se han agotado, y no podemos defraudar al público y a las autoridades...

—Ya... —respondió Juan Carlos despacio para darle la oportunidad de que asimilase la situación—. Pero Agneta Beckenhauer es nuestra organista y acaba de perder a su compañero.

—¡Perdón! —exclamó confundido Armand—. Lo siento mucho, ha sido una lamentable falta de delicadeza. —Y, tras morderse el labio inferior mientras pensaba en una solución viable, añadió otra reflexión—: Trataré de localizar un organista que nos salve la representación. ¿Sería una solución?

—Es posible —aceptó Juan Carlos—. Pero antes debemos consultarlo con Agneta.

En ese momento, la aludida apareció acompañada por Erika y varias mujeres de la compañía. Aunque su rostro lucía lívido y lloroso, se había recuperado de la primera impresión y comenzaba a hacerse cargo de la situación. Tan pronto escuchó la posibilidad de que se buscase a un organista suplente, se negó en redondo.

—Es más, no necesito más ensayos —afirmó con rotundidad—. Pondré la música en el espectáculo de principio a fin. Así es como él lo hubiera querido...

Ante tal declaración de entereza, Armand buscó con la mirada la aprobación de Juan Carlos y éste, a su vez, escudriñó los rostros de Aetos y Moses, quienes ya estaban afirmando con sus cabezas. Juan Carlos, ahora más seguro, levantó la voz para anunciar:

—Compañeros, a pesar de los acontecimientos y sabiendo que en cualquier caso lo haremos en honor de Ademaro, en principio mañana estrenaremos el espectáculo.

Esta vez nadie demostró alegría ni levantó los brazos para festejarlo. Nadie hizo ningún gesto de alegría o satisfacción. Por el contrario, poco a poco y en silencio, como si de golpe aquella muerte los hubiera hecho volver a la realidad de la vida, con las cabezas inclinadas y hundidos en sus pensamientos, los ancianos fueron abandonando el camerino de los Beckenhauer. Cuando sólo quedaban en él Juan Carlos, Erika, Aetos, Moses y el empresario, Armand Rousseau, éste se acercó a Agneta, quien, arrodillada junto al cadáver, apoyaba su frente en la cabeza de su difunto marido.

—Tenga la certeza de que haremos lo imposible por que disponga del entierro que se merece —le aseguró tomando una de sus manos entre las suyas.

Aetos, entretanto, se había acercado a la puerta del camerino y desde allí asomó la cabeza mirando hacia ambos lados del pasillo. Al volverse mostraba un exagerado gesto de duda que intentó que vieran Juan Carlos y Moses. Éstos, apercibidos, se acercaron a él.

—¿Qué ocurre? —preguntó Juan Carlos en voz baja.

—Ocurre —dijo Aetos— que durante todo este jaleo no he visto a la extraña por ninguna parte.

Juan Carlos y Moses se miraron sorprendidos por el comentario.

—Tienes razón —concedió Juan Carlos comenzando a preocuparse por aquella coincidencia.

—Habrá tenido algo que hacer fuera del teatro... —especuló Moses.

—¿Qué puede haber tenido que hacer fuera del teatro una mujer que se supone que no conoce a nadie en Lyon?

En ese preciso instante y reflejando el asombro en su rostro, apareció bajo el marco de la puerta Ivette Trouzot con un pequeño paquete en sus manos. Su gesto de inocente sorpresa se transformó en espanto al descubrir a Ademaro Beckenhauer sin vida. Por un instante quedó petrificada, pero en seguida reaccionó mostrando a los presentes el contenido del envoltorio que traía en las manos. Con gestos que indicaban que su contenido era para Agneta, sacó del envoltorio varias madejas de distintos colores y varias agujas que se suponía que acababa de comprar.

Mientras Ivette dejaba el envoltorio junto a Agneta, Aetos la observaba con una curiosa mirada de desconfianza que, al volver sus ojos hacia Juan Carlos, se convirtió en una cínica sonrisa. «Definitivamente —pensó el español—, Aetos la tiene bien tomada con esta francesita.»

Más tarde, un médico forense ratificó la muerte de Beckenhauer sin certificar el motivo, pues, según comentó, tendrían que recurrir a la autopsia. La marca que mostraba el cadáver en el antebrazo era producto de una inyección o de la picadura de un insecto.

Cuando le preguntaron a Agneta por aquella marca, fue incapaz de aclarar a qué se debía, asegurando que el viejo concertista no se inyectaba en aquellos días ningún medicamento ni jamás había sido adicto a las drogas, hecho que se confirmaba porque, registrado minuciosamente su cuerpo, no había ni una sola marca más en él.

El policía que se hizo cargo del caso esperó a que el médico terminase su inspección y, tras una conversación en privado con el galeno, ordenó a todos los miembros de la compañía que se sentaran en una fila de sillas plegables que el conserje del teatro colocó en el centro del escenario.

Deteniéndose sucesivamente frente a cada uno de ellos, el policía comenzó a preguntar y a tomar nota de las respuestas de los artistas en una pequeña libreta. Nada extraño hubo en las preguntas y menos en las contestaciones. Los ancianos no tenían nada que ocultar. Dos únicas situaciones llamaron la atención: las absurdas preguntas del policía a Ivette Trouzot, quien disimuladamente coqueteaba con el oficial, y la insistencia de éste en conocer si alguien de la compañía viajaba con algún insecto que pudiese haber sido el causante de aquella marca en el antebrazo del cadáver. Tras el absoluto desconcierto de todos ante aquella pregunta, a la que respondieron con la más sincera negativa, se dio por finalizado el interrogatorio.

Antes de retirarse, Juan Carlos preguntó al policía si había sacado alguna conclusión, a lo que éste respondió que al día siguiente, y tras la autopsia que se llevaría a cabo aquella misma noche, estaría en condiciones de informarle con más garantía y seguridad, puesto que aquella marca en el antebrazo del cadáver parecía haberse convertido en el centro de la investigación.