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El empresario teatral Armand Rousseau Duvichy, relevante personalidad en las altas esferas del mundo del espectáculo y la política de Francia, aristócrata obligado por sus apellidos, y gran admirador y amigo de Juan Carlos por una especial y curiosa circunstancia, ya se encontraba instalado en Estrasburgo. A pesar de las dificultades que planteaba conseguir habitación en aquellos días de gran movimiento en la ciudad, gracias a sus contactos e importantes relaciones con varios miembros de las fuerzas vivas que gobernaban la histórica capital había conseguido nada menos que una suite en el clásico y céntrico hotel Ritz, algo prácticamente imposible en el momento que vivía la ciudad.

Una vez acomodado, inició una ronda de llamadas a ciertas autoridades y miembros de las Fuerzas Armadas que le permitirían acceder a la necesaria información respecto a la llegada de las viejas glorias a Estrasburgo. Los datos que había recibido de Juan Carlos sobre la llegada no eran precisos, ni siquiera aproximados. Sabía que cruzarían la frontera en esos días, razón por la que adelantó su llegada a la ciudad, pero desconocía el día, la hora y el lugar por donde se produciría el hecho. Lo importante era que él ya se encontraba en Estrasburgo y estaba completamente mentalizado para colaborar en la salvación de los ancianos y de su amigo.

Sentado en una pequeña butaca, junto a una mesita Luis XV que servía de base para un teléfono decorado estilo Renacimiento, Armand trataba de rememorar el día en que conoció a Juan Carlos. Por su mente pasaban las imágenes como si fueran secuencias cinematográficas. Recordaba que aquel día él estrenaba en el Cirque Medrano de París la más complicada revista musical jamás presentada hasta la fecha en Francia. La obra se titulaba Cosmos Follies y contaba con el mayor cuerpo de baile que jamás había actuado, la más completa orquesta, con una especial sección de cuerdas, así como un elenco de actores, actrices y cantantes de primera categoría que alcanzaban la cifra de cerca de doscientos intérpretes en escena, algo desconocido hasta entonces. La atracción central del espectáculo era un trapecista ruso a quien la gran promoción de su imagen en prensa y en las vías públicas había envanecido, lo que creó un cisma antes del estreno del espectáculo, puesto que trató, a través de su representante, de chantajear a Armand y exigirle, absolutamente fuera de lo convenido en el contrato, una cifra desproporcionada de dinero por realizar su trabajo. Al recibir una rotunda negativa, Boris Soboleski, nombre propio a la vez que artístico del trapecista, se presentó en el Cirque Medrano la mañana del estreno completamente ebrio, desequilibrado, pendenciero y bravucón, y, subiéndose a su trapecio, amenazó desde arriba gritando como un demente con no bajar de la cúpula del local hasta que alguien le entregase el dinero exigido.

Que sucediera algo semejante el día del estreno era gravísimo para Armand, productor del espectáculo. Aparte de la gran inversión realizada en el montaje, promoción y puesta a punto de la obra, aquel loco, absolutamente mareado y excitado por el exceso de alcohol o quién sabe si también por el consumo de algún estupefaciente, estaba jugándose la vida a treinta metros de altura y haciendo peligrar el espectáculo y, con ello, la fortuna de Armand. De fallar los reflejos del ruso aquella noche, en lugar del estreno de una revista musical se produciría el funeral más sonado de la temporada. La desesperación de Armand era mayúscula. Aquel loco se había encaramado en las alturas y no reaccionaba ni respondía a las órdenes de su representante ni a los ruegos del personal presente, incluidos varios miembros y oficiales de la policía. Cuando, más tarde, llegaron los bomberos, a los que la policía había reclamado como cuerpo especializado en rescates a ciertas alturas, extendieron una lona en el centro de la pista que, una vez sujeta, quedó lista para recibir en su caída libre al trapecista ruso.

Desafortunadamente, uno de los méritos de Soboleski era realizar su peligroso trabajo sin red protectora y, por más que el jefe de los bomberos utilizara todos los argumentos conocidos para convencerle, este ruso no reaccionaba. Agotados los recursos, alguien propuso utilizar un gas relajante muscular que debilitara los brazos y piernas del artista y le obligase a soltarse del trapecio sobre el que se sentaba desmadejadamente. Pero aquella solución dependía de una autorización judicial que, según el jefe de bomberos, podía demorarse más de setenta y dos horas. Cuando alguien sugirió apagar por completo las luces con vistas a obligar al ruso a que se lanzase al aire, se oyó la voz de Juan Carlos, que se encontraba en el local recogiendo su equipo de trabajo con el que había ensayado hasta el día anterior, pues hacía meses que practicaba en la cúpula del Cirque Medrano.

—Eso es una locura —dijo—. Ese hombre es una figura del trapecio, pero, sobre todo, es un ser humano. Yo soy trapecista y, si me lo permiten, me ofrezco a subir personalmente a rescatarlo.

Se hizo un interminable silencio en la pista que rompió Armand.

—¿Dónde estaba usted todo este tiempo?

—Sentado en primera fila observando la situación.

Armand observó con interés la perfecta figura atlética de Juan Carlos, sorprendido por la seguridad y confianza con que éste había realizado su oferta. Miró al jefe de bomberos y luego al responsable de la policía.

—Creo que no perdemos nada con aceptar su oferta.

—¡Un momento! —dijo el jefe de policía—. ¿Está usted seguro de que puede subir allá arriba?

—Pregúntenselo a todo el personal de este local, ellos me ven subir a diario a realizar mis ensayos en la cúpula.

—Aun así —objetó el jefe de bomberos—. Ese hombre sufre una indigna borrachera que dificultaría su rescate.

—Es un compañero de profesión y presiento que le podré convencer. Lo que sí puedo asegurarles es que no soy un loco que se juega la vida. Si digo que creo poder hacerle bajar es porque así lo siento. Y puedo asegurarles que no expondré mi vida.

—¡Más claro no se puede hablar! —exclamó Armand viendo el cielo abierto. Y se dirigió a los dos jefes para conminarles a que tomaran una decisión urgente—: Cada minuto que pasa, ese loco está más cerca de darnos un disgusto a todos. Permitan que este joven realice la proeza y sean testigos del hecho. No podemos permitirnos el lujo de perder más tiempo.

Los dos oficiales se miraron y, conscientes de que una negativa podría hacerlos responsables de la muerte de aquel ruso loco, aceptaron la oferta de Juan Carlos, aunque le rogaron que no corriese más riesgo del imprescindible.

Juan Carlos los tranquilizó y se dispuso a subir, pero antes de hacerlo se ajustó un ancho cinturón del que colgaban varios cables con mosquetones y argollas de seguridad; se trataba de un cinturón, también llamado «loncha», que utilizaban todos los trapecistas para garantizar su seguridad durante los ensayos de nuevos ejercicios. Tan pronto Juan Carlos subió por la escalera de acceso al trapecio, se oyó un murmullo de aprobación y admiración por parte de los presentes. El jefe de bomberos, a pesar de la destreza demostrada por el joven trapecista, dispuso de inmediato la lona que cubría la circunferencia de la pista y solicitó de los presentes el mayor silencio posible con vistas a poder comunicarse con él en caso de que fuera necesario.

En menos de un minuto y realizando la mayor parte del ascenso utilizando sólo los brazos, Juan Carlos se situaba junto al ruso. Todos pudieron observar cómo enganchaba uno de los cables de su cinturón a uno de los que sujetaban el trapecio del ruso. Entonces, con la mayor naturalidad y hablando casi en un murmullo, comenzó a tratar de convencer al ruso, que permanecía medio derrumbado sobre la barra:

—Escúchame, amigo —le dijo—. Soy trapecista y admirador tuyo. Te he visto actuar y te felicito. Eres un fenómeno.

Dentro de su borrachera, el ruso había entendido perfectamente las palabras de Juan Carlos, puesto que respondió de inmediato y con desconfianza:

—Tú no eres francés.

—No, no lo soy. Soy español, de Valencia.

—¿Valencia? Yo saber cantar de Valencia. Escucha. —Y comenzó a tararear el pasodoble Valencia con voz ronca y desafinada.

—Ya veo que sabes cantar, pero ahora escucha, de colega a colega: estás creando una situación absurda y tienes todas las de perder. Ahí abajo están el jefe de bomberos del distrito y el jefe de la policía. Si decides bajar ahora mismo estoy seguro de que la situación que has provocado puede convertirse en una anécdota, pero si insistes en alargar esta locura puedes terminar en la cárcel, y eso es lo que estoy tratando de evitar.

—Que me den dinero —dijo el ruso torciendo el gesto—. Son ricos. Mira qué local tan lujoso poseen. Yo lo voy a llenar.

—Tú solo no, sois muchos los profesionales que participáis en la obra. Por supuesto que tú eres la atracción central, pero no olvides que sólo eres parte del espectáculo.

—¿Tú crees? —dijo el ruso con la mirada perdida.

—Naturalmente —continuó Juan Carlos.

—Soy muy bueno. Soy único. No lo digo yo, lo dicen todos los carteles que anuncian mi espectáculo por la calle.

El ruso quiso apoyar la frase con un gesto de sus brazos y soltó las cuerdas de su trapecio, con lo que poco faltó para que cayera al abismo. Juan Carlos tuvo que sujetarlo.

—Te estás jugando la vida —le dijo.

—Lo hago todos los días.

—Y yo también —contestó Juan Carlos sonriendo.

—¿Tú también? ¿Por qué?

—Porque soy trapecista, como tú.

—Pues, si lo eres, mira la humanidad allá abajo y no me niegues que nosotros pertenecemos a una raza de seres superiores. Somos como dioses del Olimpo o ángeles en el cielo que, con nuestro valor, superamos las leyes físicas y merecemos que se reconozca nuestra supremacía sobre el resto de los humanos.

—Estoy completamente de acuerdo con tus palabras. Pero tienes que reconocer que los seres supremos son prudentes.

—Eso sí. La prudencia es la madre de... No me acuerdo de la frase.

—Ya verás que en cuanto bajes la recuerdas —propuso Juan Carlos—. Venga, acompáñame y buscaremos la frase los dos.

—Sí —aceptó el ruso—. Esa frase es importante. Alguien me la enseñó de niño antes de subirme a mi primer trapecio, ayúdame a buscarla porque sin esa frase no soy nadie.

Juan Carlos rodeó con su brazo la cintura del ruso, que no cesaba de proferir palabras incoherentes, y, sin dejar de hablarle para no darle la oportunidad de pensar, lo cargó sobre sus hombros durante todo el complicado trayecto hasta poner los pies en el suelo. El silencio fue total mientras permanecieron en el aire, pero una vez que pisaron la pista todos los presentes otorgaron a Juan Carlos una fuerte ovación apoyada con gritos de «bravo». Inmediatamente, dos policías recibieron la orden de hacerse cargo del ruso, quien ahora desvariaba con la vista completamente perdida y al que condujeron directamente a la enfermería del local.

Armand, fuertemente impresionado y muy agradecido a Juan Carlos, le abrazó y después le miró intensamente a los ojos para preguntarle:

—¿Dónde está tu representante?

—Todavía no tengo —respondió él con humildad—. Me lleva la familia Carré. Pero ¿por qué?

—Posiblemente te necesite esta noche. No podemos dejar el estreno en manos de Soboleski, ese pobre hombre no está en condiciones de actuar. Sácanos de este atolladero. Alguien me acaba de decir que eres un gran trapecista.

—Pero quitarle el trabajo a un colega me crearía mala fama. No seré yo quien deje sin trabajo a Soboleski.

Armand recordaba, con una marcada sonrisa en el rostro, el trabajo que le costó convencer a Juan Carlos. Sólo aceptó sacarle de su difícil situación cuando supo que el ruso había escapado de la enfermería y se había refugiado en un establecimiento cercano donde había solicitado una botella de vodka de la que estaba dando buena cuenta.

El éxito que obtuvo Juan Carlos aquella noche podría haber sido suficiente motivo para el inicio de una gran amistad entre el productor y el artista, pero hubo algo más: conforme pasaban los días y el espectáculo Cosmos Follies alcanzaba las mayores cotas de éxito al tiempo que lanzaba a Juan Carlos al estrellato, la relación de amistad entre Armand y Juan Carlos fue en aumento. Juan Carlos entendía el progreso de ésta como algo surgido a partir del éxito y las circunstancias. Su juventud e inexperiencia no le permitían sospechar ningún otro interés oculto por parte de Armand: él había convertido Cosmos Follies en un éxito de taquilla que estaba enriqueciendo a Armand y hasta ahí llegaban sus razonamientos.

Pero había otra realidad que jamás pudo imaginar: Armand, siempre rodeado y acompañado por las más bellas mujeres, el productor más varonil de Francia, el soltero más apetecido y perseguido por las damitas francesas de la época, era homosexual. Nadie jamás pudo denunciar su homosexualidad, que siempre encubrió con la mayor prudencia, pero el hecho era que el empresario, sin aparentemente proponérselo pero completamente dominado por una fuerza mayor que todos sus sentimientos y que la prudencia, se había enamorado loca e irracionalmente de Juan Carlos.

Jamás lo demostró, nunca se descubrió ni comunicó sus sentimientos a nadie y menos a éste. Hasta entonces había obrado en la vida con la mayor discreción. Pero, por lo visto, aquel afecto era un sentimiento tan potente y brutal que, de seguir así, destrozaría sin piedad esa imagen que tanto tiempo y sacrificio le había costado edificar y mantener, y tanto era así que estaba dispuesto a preparar una cena a solas con él durante la cual tenía previsto vaciar su atormentado corazón en una declaración de amor formal. Pero, casualmente, una dolencia por la que hubo de ser intervenido quirúrgicamente lo separó por un tiempo de los ambientes artísticos y de Cosmos Follies, lo que le permitió en parte recapacitar y enfriar aquella terrible obsesión que, aunque dominada, permanecía adormecida y enclaustrada en lo más recóndito de su alma.

El estridente sonido del timbre del teléfono le hizo volver a la realidad. Descolgó el aparato y preguntó:

—¿Quién es?

La monocorde voz de la vieja telefonista del hotel le informó:

—Señor Rousseau, tengo en la línea al comandante Fornier. ¿Se lo paso?

—Desde luego —respondió rápidamente Armand.

Tras unos cuantos ruidos molestos provocados por las clavijas al enchufarlas y desenchufarlas de las conexiones de la pizarra telefónica, escuchó una conocida y potente voz ronca que le comunicaba:

—Armand, tengo que aceptar que es usted un sujeto tocado por la suerte. Sus amigos se encuentran ya en Estrasburgo.

—No me diga —respondió con entusiasmo Armand—. No sabe usted cuánto me tranquiliza. ¿Puedo verlos?

—Esa posibilidad no depende de mí —respondió el comandante—, pero puedo informarle acerca de dónde localizarlos. ¿Conoce personalmente al coronel Duval?

—A él no —respondió Armand—, pero sí conozco a varios miembros de su familia.

—Pues invóquelos en el Cuartel General y trate de acceder al coronel: es el jefe de la plaza y único oficial que puede darle la autorización para verlos.

—Reciba mi más sentido reconocimiento y esté seguro de que así lo haré —respondió Armand dando por terminada la comunicación, y colgó a continuación el aparato.