39
Cuando Erika abandonó el hotel Ritz, Juan Carlos fue tras ella. En ningún momento la llamó ni trató de ganar los metros que los separaban. Conforme avanzaban mantenía una distancia prudente que les diera a ambos el suficiente desahogo para, antes de iniciar una conversación, analizar lo sucedido. Trataba de darle el tiempo necesario para que recapacitara y descubriera que todo aquello no era nada más que una fantasía creada por su imaginación, porque lo que ella había supuesto no tenía nada que ver con la realidad. Al observar que levantaba las manos para apartar de sus ojos las lágrimas, estuvo a punto de acelerar y tratar de consolarla, pero inmediatamente pensó que ése no era el camino que debía seguir.
Él no había hecho nada y, por lo tanto, consideraba que ni cabía la disculpa ni debía prestarse a proporcionarle un consuelo que pudiera hacerle llegar un mensaje de culpabilidad aceptada. Lo más prudente era darle un margen para pensar y para que se tranquilizase. Calculaba que desde donde estaban, aun al ritmo acelerado que marcaba Erika, no tardarían menos de veinte minutos en llegar a la pensión La Bohème, suficiente tiempo para que la mente de ella se apaciguase. En cualquier caso, Juan Carlos pensaba abordarla unos minutos antes de llegar a la pensión, así tendrían el tiempo necesario para aclarar el equívoco sin tener que discutir en la habitación, donde las paredes oyen y las conversaciones trascienden.
De pronto se le ocurrió que pudiera estar equivocado. Después de todo, el primer sorprendido con la declaración de Rousseau había sido él. ¿Cómo imaginar que su entrañable amigo guardase ese secreto? Y es que, a pesar de los mensajes que según Rousseau éste había tratado de hacerle llegar, Juan Carlos jamás había almacenado en su cerebro la más mínima sospecha, lo que le hacía sentirse en ese momento como un estúpido, con un candor y una inocencia desacostumbrados en un hombre de su edad. En cualquier caso, lo que estaba claro y no iba a cambiar era que Rousseau era como era y seguramente Erika, con ese olfato femenino que desarrollan las mujeres enamoradas, había descubierto antes que él mismo las inclinaciones sexuales de Rousseau.
De ser así, debería aclarar la confusión inmediatamente. Sí, decidió, tenía que coger el toro por los cuernos. ¿Cuernos? Mejor era dejar de lado esa palabra.
Conforme el nuevo ángulo de la situación se abría paso en su cerebro, su caminar se volvía más rápido y nervioso, e impulsado por una reacción espontánea comenzó a correr y alcanzó a Erika en unas pocas zancadas.
Cuando pudo acompasar sus pasos a los de ella siguió a su mismo ritmo en espera de que detectase su presencia, pero no fue así. Erika iba tan concentrada en sus pensamientos que, sólo cuando él habló, ella volvió a la realidad.
—Erika, estoy aquí.
Ella dio un respingo y, dejando de caminar, se quedó mirándolo como si no le conociera.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Juan Carlos, extrañado ante su mirada.
—¿Qué me ocurre? —respondió ella—. ¿Tú me preguntas a mí qué me ocurre? ¿No sería mejor, digo yo, que te hicieras la pregunta a ti mismo?
—Nada es como imaginas —atajó Juan Carlos.
—No necesito imaginar, lo he visto todo con mis propios ojos...
—Lo que viste no era real, Erika. Lo que realmente sucedió fue que Armand fue a servirme café en mi taza y derramó una parte sobre mi camisa y mi pantalón y...
—Ya —cortó Erika con una cínica sonrisa—. Y supongo que para compensarte se derramó él otra taza sobre sí mismo...
—No, déjame que te explique.
—No tienes que explicarme nada, al fin y al cabo no existe entre nosotros ningún compromiso formal. Puedes ahorrarte las excusas.
Aquellas palabras despertaron un sentimiento desconocido en Juan Carlos. Ahora, de pronto, inesperadamente, como si una nueva luz iluminara brillantemente su cerebro, descubría que amaba apasionadamente a aquella mujer, quizá como nunca había amado a nadie en su vida. Sólo pensar en la posibilidad de perderla le aceleraba el ritmo del corazón al tiempo que le producía un inmenso vacío en la boca del estómago.
Entonces, al comprender que podía perder a Erika, reaccionó de la peor manera que pudo ocurrírsele: como un niño malcriado, sin pensar en lo que hacía, se adelantó hasta quedar parado frente a ella e interrumpir su avance. Erika trató de esquivarlo por ambos lados, lo que le hizo reaccionar con cierto temperamento al sujetarla por los brazos con extremada fuerza al tiempo que le gritaba:
—¡Detente de una vez y escúchame!
Erika, tras parar en seco, miró a Juan Carlos como si acabara de descubrir algo terrible en él. Era la primera vez que la trataba con aquella brusquedad. Acababa de conocer a un Juan Carlos diferente que no era el hombre que la había enamorado con su gran encanto y una incomparable ternura. El mito que su cerebro había creado por indicación de su corazón se derrumbaba ante sus ojos como si de una figura con pies de barro se tratase. Entonces, con un gesto de lástima, con la mayor delicadeza y librándose de los musculosos brazos de él, con suavidad, sin decir ni una sola palabra, lo dejó plantado en medio de la acera y siguió su camino hacia la pensión.
Juan Carlos no se movió, ni siquiera se volvió para observar cómo se marchaba. Rígido y con todos sus músculos en tensión se culpaba por su comportamiento y se miraba ambas manos tratando de recordar si podía haberle causado algún daño con ellas. Durante un corto espacio de tiempo no se movió del lugar, ni siquiera cambió de postura, ajeno al caudal de personas que caminaban por la acera. Se había aislado en un mundo absurdo donde los cargos de conciencia se adueñaban de las almas hasta que el fuerte empujón de una voluminosa señora invidente le hizo regresar a la realidad.
Tras ceder el paso a la mujer se volvió para ver si Erika seguía allí, pero ya no estaba. La había engullido el enorme ejército de transeúntes o quizá ya se encontraba en la pensión. Miró a su izquierda y descubrió un bar. Entró en él, se dirigió directamente a la barra y tomó asiento en un taburete. El barman se acercó con un paño húmedo en las manos y, mientras lo pasaba por el mostrador, fijó sus ojos en él como preguntando con la mirada.
—¿Qué es lo más fuerte que tiene? —inquirió Juan Carlos.
El camarero, con un gesto de profesional experimentado, respondió complaciente:
—Todo lo que tengo es dinamita pura.
—Pues prepáreme un combinado doble de dinamita pura en esencia.
El barman esbozó una sonrisa conmiserativa y fue en busca de la coctelera. Con ella en sus manos comenzó a representar un espectáculo más propio de un músico malabarista que de un profesional de la coctelería. Un ritmo de samba procedente del recipiente invadió el local hasta que, cuando el camarero decidió que los ingredientes estaban lo suficientemente mezclados, colocó una copa delante de Juan Carlos y, mientras la llenaba, dijo con orgullo:
—Un depredador: menta, coñac, Marie Brizard, kahlúa y ron cubano de caña de azúcar. Una mezcla explosiva para desahuciados de la vida.
Juan Carlos probó el cóctel. Tras mojarse los labios y obsequiar al barman con un gesto de aprobación, se bebió el contenido de la copa de un solo golpe. La combinación era tan auténticamente explosiva que sus bronquios no resistieron aquella brutal agresión. El ataque de tos resultó tan repentino que se quedó sin aire en los pulmones. Y no pudo controlar la tos. El camarero, satisfecho en principio pero inmediatamente alarmado, le puso delante un vaso con agua que Juan Carlos no fue capaz de llevarse a la boca. Por el contrario, entre ataque de tos y pausa para recuperarse sólo pudo insertar la frase «¡Otro igual!».
Aquel profesional acostumbrado a lidiar con todo tipo de bebedores pensó que era una locura agredir los bronquios y la garganta del cliente con otro cóctel igual al anterior.
—Le puedo preparar uno con zumos de fruta que es una auténtica delicia —sugirió—. Apenas contiene alcohol y entra muy suave.
Juan Carlos miró al barman con el rostro congestionado y los ojos inyectados por el esfuerzo, y señalando la copa con un gesto exigente balbuceó medio ahogado.
—¡Quiero el mismo!
Aunque el barman trató de engañarle restringiendo al mínimo los licores más potentes en los siguientes combinados, no pudo evitar que Juan Carlos se le derrumbara tras la cuarta copa. Habituado a quienes se refugiaban en los efectos del alcohol, el camarero se pasó un brazo de Juan Carlos por encima de los hombros y lo acompañó hasta una mesa arrinconada y oscura donde le dejó dormir la mona.
Una hora más tarde, Juan Carlos despertó. No recordaba nada ni sabía por qué estaba allí. Seguía mareado y sentía que la lengua le llenaba la boca de tal manera que no le permitía hablar. El barman, al ver que el cliente reaccionaba, se acercó solícito y le dio unas palmadas en la espalda.
—Bien venido a la luz, amigo. ¿Se siente mejor?
Juan Carlos trató de hablar, pero le fue imposible. Miró al barman con ojos de cordero degollado y abrió los brazos rindiéndose a lo evidente.
—No se preocupe. Sé cómo se siente. Usted no es bebedor y por lo visto el depredador ha hecho su trabajo a conciencia. ¿Se atreve a andar?
Juan Carlos se puso en pie y probó a dar varios pasos. Pensó que podía, necesitaba el aire fresco de la calle como el comer porque el ambiente pegajoso del establecimiento y el olor a bebida no le sentaban nada bien. Sin pensarlo más, sacó del bolsillo un puñado de monedas y se las entregó al barman, quien pareció darse por satisfecho, puesto que las guardó en su bolsillo y acompañó a Juan Carlos hasta la puerta.
Ya en la calle, trató de orientarse y sobre todo de recordar la razón por la que había llegado a ese estado. Caminaba mirando al suelo y guiándose por las rayas de la acera. Trataba de avanzar pisando cualquier línea recta que se le ofreciera. El poco viento que recibía en el rostro le hacía sentirse mucho mejor, y poco a poco su mente se fue espabilando y pudo pensar con claridad. De pronto lo recordó todo. Fue como si las imágenes se hubieran puesto de acuerdo para invadir su cerebro atropelladamente. La que más se repetía, superponiéndose a todas las demás, era la de él mismo sujetando a Erika por los brazos mientras gritaba como un energúmeno. Dominado por aquel recuerdo se quedó quieto en medio de la acera reviviendo la escena hasta el punto de descubrirse cerrando sus puños como si fueran dos garfios de acero. ¿De dónde había surgido ese instinto animal? ¿Desde cuándo gritaba a las mujeres? ¿Qué mosca le había picado para reaccionar ante ella de aquella brutal manera?
Ahora le dolía la cabeza y se avergonzaba de sí mismo, aunque en su subconsciente una voz insistía en repetirle como haría el estribillo de una guaracha: «¡No es culpa tuya!» «¡Tu comportamiento fue correcto!» «¡No te culpes por lo que no has hecho!» Y así, sin apenas darse cuenta, llegó a la puerta de La Bohème.
Al entrar en la pensión, la dueña le comunicó que Aetos y Moses le andaban buscando con urgencia. Pensando que la llave de la habitación la tendría Erika se sorprendió al ver que aquella mujer se la entregaba. Entró en su habitación y, efectivamente, estaba vacía. Se sentó en la cama desmoralizado. Entendía que Erika debía de encontrarse en aquellos momentos con sus padres. Apoyó la cabeza en la almohada y notó que olía a ella. Cerró los ojos y, mientras trataba de convencerse de que los hombres no lloran, las lágrimas corrían incontenibles por sus mejillas. Quiso dejar de pensar, pero su cerebro no lo permitía. Su cabeza pesaba cien kilos y, sin embargo, se acomodaba confortablemente a la ternura de la almohada. Su pesado cuerpo agradecía el contacto con el mullido colchón, y sus pensamientos se fueron convirtiendo poco a poco en imágenes borrosas que, de una manera deliciosa, se alejaban de su cabeza y le permitían hundirse en la más insondable de las profundidades, donde la nada es nada.
Los golpes en la puerta le despertaron. Descubrió que había dormido toda la noche sin cambiar de posición. Con los ojos cerrados aún, palpó con su mano derecha buscando a Erika y al no encontrarla se incorporó preocupado. Se notaba lento en el despertar. Un freno invisible, quizá producido por el exceso de alcohol ingerido el día anterior, no le permitía reaccionar con normalidad. Los golpes en la puerta eran insistentes, ¿podría ser ella? No, pensó. No llamaría tan fuerte.
Saltó de la cama y, tras peinarse con las manos y frotarse los ojos con los nudillos de los dedos, fue hasta la puerta. Por el camino comprendió que había dormido vestido. Al abrir se encontró con dos desconocidos que le mostraban sus identificaciones como inspectores de policía. El más viejo apartó a un lado a Juan Carlos.
—Necesitamos registrar esta habitación.
—Por supuesto —dijo Juan Carlos cediéndoles el paso confundido—. Pueden mirar lo que quieran.
—Sabemos que anoche llegó usted pasado de copas a esta pensión —dijo el policía viejo—. ¿Suele beber a menudo?
—No, señor —respondió Juan Carlos—. Por el contrario, no suelo beber nunca.
—¿Y por qué bebió usted justamente anoche?
—Ése es mi problema.
—No, no lo es —le reprendió—. Es nuestro. Ayer se cometió un crimen en esta pensión. La mujer asesinada pertenecía a su grupo de profesionales del espectáculo y lo que nos llama poderosamente la atención es que, tras ese terrible asesinato, usted coja una melopea de padre y muy señor mío. ¿Se siente culpable?
De pronto, le vino a la memoria la imagen de Erika en la puerta de la suite de Rousseau, mirándolos a los dos y diciendo con un hilo de voz: «¡Han asesinado a Agneta Beckenhauer!» Cuando volvió al presente, el policía joven estaba poniendo patas arriba la habitación mientras el viejo, libreta y lápiz en mano, esperaba con gesto de impaciencia la respuesta a su pregunta. Juan Carlos se frotó el rostro antes de responder:
—No me siento en absoluto culpable de nada. Es cierto que tomé unas copas de más, pero eso no significa que sea un asesino. ¿O es que ya no se puede celebrar un acontecimiento?
—¿A qué acontecimiento se refiere? —preguntó el policía viejo con descaro.
—Perdone, pero eso es algo privado sobre lo que no tengo por qué informarle.
—Por ese camino no va a llegar usted muy lejos, amigo. Tarde o temprano tendremos que saber todo lo que ha hecho usted en París desde su llegada, y le advierto que como me empeñe me va a tener que explicar no sólo lo que ha hecho en París, sino desde que llegó a Francia, y segundo a segundo.
—De acuerdo —dijo Juan Carlos—. Ayer tomé unas copas de más porque tuve unas palabras con mi novia.
El agente rebuscó en su libreta hasta dar con el dato que precisaba y, una vez localizado, preguntó:
—¿Se refiere a la señorita Erika de Cock?
—La misma.
—¿Sabe usted dónde se encuentra ella ahora?
—Supongo que en la habitación de sus padres. En realidad, me acabo de despertar y no tengo ni idea de dónde está. Si quiere puedo ir a buscarla.
—No es necesario —zanjó—. Ya nos ocuparemos nosotros de localizarla. Por el momento queda usted citado, al igual que todos sus compañeros y compañeras de trabajo, hoy a las cinco de la tarde en el comedor de esta pensión. Le advierto que es una reunión imprescindible e ineludible.
—Comprendo —dijo Juan Carlos—. Allí estaré.
—Eso espero —contestó el policía viejo. Y, volviéndose al joven, le preguntó—: ¿Algo sospechoso?
Su compañero no abrió la boca. Se limitó a negar con la cabeza y se dispuso a abandonar la habitación, que había dejado totalmente revuelta.
Ambos salieron sin molestarse en ofrecer ninguna excusa por el desorden que dejaban atrás. Juan Carlos, tras organizar un poco la estancia, se refrescó el rostro con agua fría y se aseó lo mejor que pudo. Sentía un regusto ácido en el paladar y una extraña y pastosa sensación en la lengua. Suponía que su aliento no debía de ser nada agradable. Necesitaba una taza de café y algo de alimento. Pero, sobre todo, necesitaba hablar con Erika y con los gemelos urgentemente. El recuerdo de la muerte de la organista le traía a la mente el estado de ánimo de Aetos los últimos días. Estaba seguro de que él sospechaba que algo grave estaba a punto de ocurrir. Pero, a diferencia de otras ocasiones, Aetos mantenía la boca cerrada sin soltar prenda. Parecía extraño, frío, lejano, desconfiado... Juan Carlos se convenció de que debía localizar cuanto antes a los gemelos. Tantas muertes en tan pocos días significaban que algo muy grave sucedía con el grupo de ancianos. Quizá ellos tuvieran alguna idea al respecto. Por otra parte, también debía mantener una conversación con Erika cuanto antes. Ella debía conocer los detalles de lo que había sucedido en la suite del hotel Ritz. Era imprescindible que él le contase hasta el último detalle de aquella fatídica declaración de Rousseau, porque, mientras no se aclarase aquella confusión, su relación con ella pendía del más frágil de los hilos.
Ya se disponía a salir cuando sonaron unos golpes. Por un momento le invadió la ilusión de que era ella quien llamaba. Llegó a pensar en la posibilidad de que hubiera recapacitado y en estos momentos se encontrase frente a su puerta en busca de la tan deseada reconciliación. Tanto llegó a creérselo que, cegado por la imaginación, corrió como un loco para abrir y al hacerlo quedó absolutamente sorprendido. No se trataba de Erika, sino de quien menos podía esperar que apareciese por allí: ¡Bergen!
Durante un momento, Juan Carlos se quedó con la mirada fija en el rostro del ventrílocuo tratando de adivinar la razón de su presencia allí. Entretanto, Bergen, cansado de soportar aquella mirada perdida en la nada, se decidió a hablar:
—Si quieres, traigo una silla y me siento a esperar hasta que te dignes recibirme.
—Por favor. Entra —reaccionó Juan Carlos de inmediato—. Es que tu visita me ha sorprendido. Podía esperar a cualquiera menos a ti... ¿Cómo estás? ¿Te ocurre algo? ¿Necesitas alguna información?
—Yo no necesito nada. Eres tú quien necesita ayuda. Quiero que sepas que, normalmente, no soy de los que se toman la vida muy en serio, más bien todo lo contrario. Pero cuando las circunstancias me obligan a tomar decisiones serias, soy tremendamente radical. Lo que te voy a preguntar es importante: ¿se puede saber qué es lo que le has hecho a esa criatura?
Juan Carlos, sorprendido de nuevo, tardó en encajar la pregunta.
—¿Te refieres a Erika?
—¿A quién si no?
—Es largo de explicar, pero...
—Te lo voy a explicar yo a ti —atajó Bergen acompañando la palabra con una dureza en su rostro desconocida en él—. Has utilizado con ella una pluma cargada con tu propio semen en lugar de con tinta indeleble y con ella has imaginado firmar un contrato por el que tú entiendes que esa niña ha pasado a ser de tu entera propiedad. Pero te has acostumbrado tanto a tu trapecio que te has quedado colgado ahí arriba. ¿Quién eres tú? ¿El rey de los halcones?, ¿el ave Fénix?, ¿el águila imperial?... Posiblemente sea ésta la única vez que me oirás hablar así, pero no saldré de esta habitación sin antes recomendarte que bajes de tu trapecio, pongas los pies en la tierra y te comportes tal como todos esperamos de ti. Has de entender con claridad que la hombría, la honestidad, la responsabilidad y la dignidad no las llevamos precisamente en esa pluma. —Y mientras golpeaba con el dedo índice la frente del trapecista subió el tono de voz—. Es aquí donde las llevamos, no lo olvides nunca. Y otra cosa: espero que la quieras, porque si es así ya puedes luchar por ella.
Y, dicho esto, le volvió la espalda y salió de la habitación dando un fuerte portazo.
Juan Carlos quedó anonadado. No lograba reaccionar a la escena que acababa de vivir. Seguía mirando la puerta cuando volvieron a llamar. Todavía confundido, abrió.
Qué gesto de decepción mostraría su cara al abrir y descubrir a los gemelos que Aetos no tuvo más remedio que comentar:
—Es la primera vez que nos ves hoy y ya nos odias...
—Perdonad —se excusó Juan Carlos—. Pensé que quien llamaba era otra persona.
—Supongo que esperabas a Erika —adivinó Aetos.
—Esa chica no parece encontrarse bien —comentó Moses—. Ayer tarde se encerró en la habitación de los padres y no ha salido a cenar ni a desayunar.
—Debo hablar con ella cuanto antes —les confesó Juan Carlos, preocupado.
—Antes tenemos que hablar nosotros contigo —contravino Aetos, muy serio.
—¿Qué ocurre?
Aetos, al tiempo que le hacía señas para que bajase la voz, se arrimó a Juan Carlos para musitar:
—No preguntes y vámonos a la calle.
—Pero antes tengo que hablar con Erika.
—No podemos perder tiempo —aseguró Moses.
—¿Tan serio es el asunto?
—Más de lo que imaginas.
—Pues vayamos —aceptó con inquietud Juan Carlos.