8
Mientras colocaba la llave de contacto y arrancaba el autobús, Juan Carlos pensaba que viajar con un grupo de ancianos como aquéllos, acostumbrados a recorrer mundo y versados en la problemática de fronteras y aduanas, debía de ser como viajar con la voz de la experiencia. Cualquiera de ellos llevaba a cuestas más de medio mundo, y es que el hecho de que los hubieran contratado para realizar tantas giras por distintos países los convertía en personas acostumbradas a las tradiciones, culturas y mentalidades de los diferentes pueblos visitados, así como en conocedores de las triquiñuelas necesarias para salir tanto de atolladeros imprevistos como de las trampas que suele poner la vida en el camino. Lo que no imaginaba era que la savia, el conocimiento, la veteranía y el exceso de confianza de aquellos hombres y mujeres tenían su contrapartida.
Aetos y Moses ocuparon los dos asientos situados detrás del conductor. Juan Carlos le había pedido a Erika que también se sentase en primera fila, a su derecha, para que, en el caso de que cualquier anciano tuviese alguna necesidad o inquietud, ella se lo pudiera comunicar. No hacía ni cinco minutos que habían abandonado los almacenes cuando, tambaleándose por el pasillo central, se acercó a Juan Carlos uno de ellos y, sujetándose a los respaldos de los asientos y elevando su aguda voz de pito, se identificó diciendo:
—Me llamo Al Pace y soy equilibrista.
—Muy bien —respondió Juan Carlos mirándole por el espejo retrovisor interior—. ¿Qué podemos hacer por usted?
—¡Me estoy meando! —dijo mientras cruzaba las piernas para controlarse.
—Pero ¡si acabamos de arrancar! —exclamó Juan Carlos.
—Eso le estaba yo diciendo a mi vejiga —respondió el viejo mientras retorcía sus piernas—, pero no me hace caso. ¡No me comprende, no me obedece, y no sabe usted bien la que puede formar si se pone a ello!
—Aguante diez segundos —le pidió Juan Carlos mientras arrimaba el autobús a un edificio en ruinas.
Jamás hubieran podido imaginar la agilidad y destreza que demostró el albanés al correr por entre aquellos cascotes, dando saltos como un pájaro zancudo, hasta encontrar una pared donde aliviarse. Las carcajadas dentro del autobús eran continuas, tanto que varios ancianos se contagiaron y tuvieron que salir corriendo del vehículo en busca de paredes donde satisfacer su necesidad. Las mujeres se morían de risa al verlos saltar y correr, y Juan Carlos, riendo por primera vez en mucho tiempo, miró a los gemelos.
—¿Y vosotros no...?
Aetos, con una mueca de sorna, le replicó:
—Pues ya que lo dices...
Se levantaron ambos como dos resortes y corrieron como ardillas a participar en aquel momento feliz de desahogo fisiológico. Al regresar al autobús y sentarse, todos tiritando de frío, Juan Carlos, como si de niños se tratase, los amonestó:
—Espero que la próxima vez hagamos esto organizadamente.
El ventrílocuo Bergen se levantó, salió al pasillo, colocó la voz a la altura de su bajo vientre y, con un sonido que recordaba un trombón de varas y sin mover un ápice los labios, respondió:
—¡Las vejigas llenamos y vaciamos, pero nunca nos organizamos!
Ante la hilaridad general, Juan Carlos se sentó, puso la primera marcha y, tratando de contener la risa, aceleró consciente de lo que le esperaba el resto del viaje.
Aetos reparó en cómo le había cambiado el gesto a Juan Carlos mientras conducía. De tener que contener una carcajada había pasado a un rictus de preocupación que le hacía fruncir el ceño. Interesado, le preguntó:
—¿Hay algo que te preocupe aparte de esta locura de viaje que estamos iniciando?
—No, sólo pensaba en Thor Bergen, el ventrílocuo de la vejiga organizada. Parece un hombre con un gran sentido del humor.
—Y con un gran amor por la profesión. Pocos hombres en este mundo hubieran sido capaces de tomar la decisión que él tomó en su momento.
—¿Algo que se pueda conocer?
—Por supuesto —afirmó Aetos—. Aprovechando que vas conduciendo, te pongo al día sobre él.
E, inclinándose hacia el frente y situando su boca lo bastante cerca del oído de Juan Carlos para que nadie le escuchara, comenzó a decir:
—Su historia es sorprendente: graduado como cirujano traumatólogo y en pleno ejercicio de su profesión, a Bergen lo invitaron a participar en un concurso internacional de ventrílocuos e imitadores de voces y sonidos.
—¡Médico! ¡Vaya sorpresa! Pero ¿eso quiere decir que también era ventrílocuo?
—Aficionado —aclaró Aetos—. El caso es que acudió a la competición y allí conoció a Lora, su esposa, que fue ganadora del segundo premio.
—Y él, ¿ganó algo?
—Ganó el concurso, el primer premio. Pero eso no es todo —continuó Aetos—. Escucha, porque ahora sí que te vas a sorprender: entre los premios que recibió aquel día había una entrevista con un equipo de psicólogos que, tras una visita a su consulta, estarían en condiciones de informarle y orientarle sobre hacia dónde debería dirigir sus pasos para lograr la mayor felicidad en su vida.
—¡Qué interesante!
—Más que interesante, porque ¿sabes lo que le recomendaron? Que dejase lo que tuviese entre manos y dedicase su vida al espectáculo. ¿Tú sabes lo que significa tirar a la basura una carrera de Medicina?
—No lo sé, pero puedo comprenderlo. Por otro lado, muy seguros debían de estar esos psicólogos para hacerle semejante recomendación. Y no tengo que preguntarte cuál fue su decisión, ya que sé de su fama como ventrílocuo.
—Así es —dijo Aetos volviendo a recostarse en su asiento. Y elevando la voz confesó—: Yo no sé si hubiera tenido el valor de tomar una decisión semejante.
—Yo tampoco —corroboró Juan Carlos—. Aunque de una cosa estoy seguro: por el humor con el que vive y el lugar que ocupó en el mundo del espectáculo, estoy completamente convencido de que acertó.
—Parece que no hay dudas al respecto —aseveró Aetos, pensativo. Y con la mirada perdida comentó orgulloso—: ¡Qué gancho tiene esta puñetera profesión!
—Y que lo digas.
—Aunque... —prosiguió Aetos— más adelante te contaré otro aspecto en la vida de Bergen que también te dejará boquiabierto.
—Te lo reclamaré en la primera ocasión —contestó Juan Carlos al tiempo que cogía una curva cerrada en una rotonda.
Unos minutos más tarde, ya cerca del cruce con la carretera de Weimar, recogieron los cuatro bidones de gasolina que el gordo Cort había negociado y los acomodaron detrás, en el pasillo del autobús.
Erika, con la vista fija en la carretera y aire de estar navegando por un mar de recuerdos, permanecía quieta, seria y ausente. Hacía rato que Juan Carlos la observaba de reojo. Desde que la vio por primera vez en la Casa del Artista, durante el bombardeo, había quedado impresionado por su valentía, su dominio de la situación y la ternura que demostraba con sus padres. En todo momento había arriesgado su vida por salvar la de sus progenitores, y también llamó la atención de Juan Carlos el hecho de que, siendo tan bella y proporcionada, no buscara destacar en ningún momento: su comportamiento era absolutamente discreto, daba la impresión de que no deseaba que los hombres la mirasen. No usaba nada artificial que hiciera resaltar su belleza, ni siquiera colorete o pintura para los labios. Sus atractivos ojos rasgados, su fisionomía proporcionada y muy femenina, así como su cabello negro cortado a la altura del cuello y con flequillo le recordaban a Juan Carlos la imagen de la última reina del Antiguo Egipto, Cleopatra.
Puesto que los ancianos —que se habían tranquilizado tras la parada forzosa— no le molestaban y los gemelos habían cerrado los ojos y guardaban silencio, sin prestarle la más mínima atención a la carretera, Juan Carlos se dirigió a Erika:
—Espero que tus recuerdos sean hermosos.
—¿Hablas conmigo? —reaccionó ella irguiéndose en el asiento.
—Estabas tan ausente que casi se oían tus pensamientos.
—Mejor que no los hayas escuchado.
—¿Tan malos eran?
—La verdad es que no —respondió como disculpándose—, más bien tristes.
—Todo es triste y traumático estos días —reconoció Juan Carlos con expresión sombría—. Parece que doña Alegría y doña Felicidad se han tomado unas largas vacaciones a nuestra costa, pero hay que hacer un esfuerzo por superarlo. De hecho, es lo que estamos tratando de conseguir todos nosotros en estos momentos.
—Doña Alegría y doña Felicidad... Qué ocurrente —comentó Erika con una sonrisa—. ¿Piensas en serio que vamos a recuperar a esas «señoras»?
—Lo que yo piense o deje de pensar es lo de menos, lo verdaderamente importante es que estamos haciendo algo positivo. La vida, en contra de nuestros deseos, nos ha llevado a este profundo y oscuro túnel en que estamos inmersos. ¿Cuál es nuestra obligación? Buscar la salida y hallar la luz. Y, para tu tranquilidad, te aseguro que la vamos a encontrar.
—Me sorprende tu optimismo.
—Es vital en este momento —afirmó Juan Carlos convencido—. Si dejamos trabajar a don Pesimismo, éste se confabulará con doña Desgracia y comenzarán a parir malos pensamientos que acabarán por dominar nuestra mente y anular los caminos que conducen a doña Ilusión.
—Es curioso cómo personalizas los sentimientos.
—Es por hacer un poco más divertida la conversación. Después de todo, sólo son palabras.
—Ya, pero palabras llenas de buenas intenciones. ¡Qué no daría yo por tener esa mentalidad positiva y apropiarme de toda la ilusión que a ti te sobra!
—Es fácil —aseguró Juan Carlos—. Tienes que comenzar por hablarme de las cosas que te aflijan y sean motivo de preocupación. Si almacenas en tu cerebro todos los malos recuerdos, no dejas espacio para los buenos pensamientos y vives en una constante preocupación. ¡Libéralo!
—Pero ¿cómo se hace?
—Es muy fácil... Cuéntame tus preocupaciones, o cuéntaselas a tus padres o a cualquiera de las personas de este autobús, porque ¿para qué las quieres tú? ¿Te sirven de algo?
—Sólo para atormentarme...
—¿Entonces?
—Tienes razón —reconoció Erika—. Cuando hace un momento me has dicho que esperabas que mis recuerdos fueran hermosos estaba revisando mis últimos tres días, y puedo asegurarte que no han tenido nada de hermosos desde que salí de la escuela de idiomas donde doy clases.
—¿Cuántos idiomas hablas?
—Correctamente, tres: alemán, holandés e inglés. Aparte, por divertirme, estudio francés, español, italiano y portugués. Pero éstos sólo los chapurreo.
—Si te interesa, yo puedo ayudarte con el español... Pero perdona mis interrupciones y continúa con tus últimos tres días.
—Todos los días, al salir del trabajo, pasaba por mi piso para asearme, cambiarme de ropa y ponerme cómoda para ir a ver a mi padre y a mi madre a la Casa del Artista. Hace tres días, cuando fui a mi piso, éste había desaparecido, pues habían bombardeado el edificio. Desde entonces he dormido escondida en la habitación de mis padres y la ropa que llevo puesta es de mi madre. Antes, cuando me has hablado, estaba pensando que todo lo que me queda en la vida son mi padre y mi madre.
Juan Carlos, al ver que comenzaba a llorar, se arrepintió de haberla inducido a hablar. Con el volante en las manos y obligado a atender a la carretera, no se sentía capacitado para consolarla. Aun así, comenzó a hablar para entretenerla en lo posible.
—Te han quitado todo lo que te sobraba, todo lo material, todo lo prescindible... ¡A freír espárragos el piso, la ropa y los recuerdos! Te han dejado lo único importante, lo único por lo que vale la pena vivir: tus padres. Ya quisiera yo poder ver a los míos todos los días...
—¿Dónde están? —preguntó Erika mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo arrugado.
—En España, y te aseguro que pronto los veré.
—¿Por ellos tienes tanto interés en regresar a tu país?
—Por ellos y por muchas otras razones. Pero la principal son ellos.
—¿Cuánto hace que no los ves?
—Demasiado, unos seis años... No puedes ni imaginar las ganas que tengo de abrazarlos.
—Ya lo creo que puedo, yo adoro a los míos y no creo que fuera capaz de vivir separada de ellos.
—Parece que tenemos madera de buenos hijos. Alguien dijo que a buenos hijos, mejores padres.
—No me veo yo de madre —comentó Erika cohibida.
—¿Tú? Serías una madre preciosa. Ya te estoy imaginando rodeada de una pandilla de niños revoltosos, cosiéndole los calcetines a uno mientras calientas la papilla de otro y tratas de enseñar la tabla del uno a otro más...
—¡Para ya! ¡No sigas! —respondió con una espontánea sonrisa—. ¿Qué te crees que soy? ¿Una coneja?
Juan Carlos estaba feliz, había logrado sus dos objetivos por el momento: hacer reír a Erika para sacarla de aquellos aciagos pensamientos que la mantenían absorta cuando iniciaron la conversación, y romper el hielo con vistas a ganarse su confianza. Algo importante para afrontar el viaje con un poco de ilusión, ya que, siendo ellos los dos únicos jóvenes en aquel vehículo, estaban llamados a conocerse mejor y a tratar de congeniar en todo lo posible.
—¿Sabes una cosa? —continuó—. El destino te ha puesto en mi camino o me ha puesto a mí en el tuyo, una de dos.
—¿Por qué lo crees? —preguntó ella, interesada.
—Piénsalo bien y dime si no tengo razón. Cuando se produjo el bombardeo sobre la Casa del Artista se supone que tú no debías estar allí.
—A esa hora, nunca —respondió Erika, pensativa.
—Naturalmente, igual que yo, que pudiera haber estado allí a cualquier hora del día menos a la del bombardeo, ya que mi intención no era otra que la de despedirme de los gemelos Orakis e iniciar este viaje solo.
—¿Solo?
—Por supuesto. ¿Con quién más iba a viajar?
—No sé, no conozco nada de tu vida ni de tus planes, pero, aun siendo como tú dices, pudiera haberse tratado de una casualidad.
—¿Casualidad? No lo creo. Es más, creo en el sino y dudo de la casualidad: todo cuanto nos sucede está ligado al destino. Puede que la casualidad intervenga en nuestras vidas en ciertos momentos de importancia relativa, pero cuando tenemos que tomar una decisión trascendental, cuando la vida nos lleva a una encrucijada, ahí está don Destino para dirigir nuestros pasos y sacarnos del atolladero.
—Entonces, ¿tú crees que el sino nos ha colocado a todos dentro de un autobús sin destino?
—Lo que creo, de momento, es que el destino me ha dado la oportunidad de conocerte, y eso es algo que tengo que agradecerle.
Aetos, que acababa de despertar, observando que Juan Carlos, entretenido con la conversación, conducía algo más rápido de la cuenta, interrumpió la charla:
—Y yo espero que el destino me deje llegar a Magdeburgo, cosa que dudo mucho si seguimos a esta velocidad...
Juan Carlos levantó el pie del acelerador mientras, con una sonrisa, intercambiaba una mirada de complicidad con Erika.
Entrar en Magdeburgo fue un poco complicado. Con la ayuda de la Wehrmacht, los servicios públicos de la ciudad andaban muy ocupados a causa de los daños causados por el último bombardeo, pues las explosiones producidas por las bombas habían reventado todas las coloreadas vidrieras de la histórica catedral, una de las primeras en estilo gótico construidas en Alemania y conocida como Magdeburger Dom. Afortunadamente, sus famosas torres de cien metros de altura permanecían intactas y todavía apuntaban al cielo, a pesar de las importantes reformas religiosas y estructurales sufridas a través de los siglos.
Juan Carlos, consciente de la importancia de conseguir alimentos y camas donde pernoctar, se dirigió directamente al ayuntamiento.
Tras aparcar en un lateral de la plaza por indicación del único guardia municipal que vigilaba la puerta, animó a los ancianos a que estirasen las piernas. Al negarse la mayoría a abandonar el autobús debido al frío, decidió dejar el motor en marcha y acercarse a la alcaldía acompañado por Erika, Aetos y Moses. En el preciso momento en que abandonaban el vehículo, Bergen, el ventrílocuo sueco, que había visto a través de la ventana cómo un perro de raza desconocida se acercaba a la puerta del autobús, comenzó a gritar para llamar la atención del grupo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Juan Carlos, preocupado.
—Nada importante —respondió Bergen mientras se acercaba a la puerta—, que he decidido acompañaros al ayuntamiento.
—¿Y eso? —comentó extrañado Juan Carlos.
—Es que he visto un perro y creo que puedo ser útil.
—¿Un perro? ¿Te refieres a ése? —dijo señalando al animal.
—Ese mismo —ratificó—. Lo necesito.
Todos pensaron que el viejo Bergen se había vuelto loco. ¿A qué venía tanto interés por un animal en aquellas circunstancias? Pero el ventrílocuo no perdió el tiempo, y comenzó a silbar y a hacerle carantoñas al animal hasta lograr que éste, dócilmente, se acercase a él. Una vez que lo tuvo a su alcance y tras acariciarlo con cariño, se quitó el cinturón y lo pasó por la vulgar y muy usada correa que el perro llevaba al cuello. Entonces, mirando al grupo con la mayor de las sonrisas y como si acabara de realizar un acto de heroísmo, dijo:
—¡Bergen y su perro Picardías listos para solicitar ayuda de las autoridades!
Erika miró a Juan Carlos con tal gesto de sorpresa que éste no tuvo más remedio que echarse a reír. Aetos, conocedor de historias que corrían por la Casa del Artista acerca de Bergen, comentó con la mayor seriedad:
—Él y su perro tienen el mismo derecho que nosotros a entrar en el ayuntamiento, así que no perdamos más tiempo.
Sin mediar una palabra más se dirigieron a la puerta principal del precioso edificio de estilo italoholandés. El portero, conforme vio que se acercaba un grupo ataviado como para realizar una representación teatral, les salió al paso.
—Si lo que buscan es el Theater der Landeshauptstadt, está aquí cerca, en la plaza de...
—No, gracias —respondió Aetos—. Buscamos la oficina de Socorro Social de este ayuntamiento.
—Pues no sé si habrá alguien que les pueda atender. Hoy es un mal día, andamos todos desquiciados.
—Será sólo un momento —remarcó Juan Carlos.
El portero se acercó a una centralita de teléfonos donde comenzó a enchufar y desenchufar conexiones. No parecía muy ducho en su manejo, puesto que optó por desconectarlas todas y se dirigió al grupo para indicarles.
—Suban ustedes a la segunda planta y busquen la oficina veintiséis. Si no hay nadie, prueben en la veintisiete, y si no consiguen encontrar a nadie en ninguna de éstas, será mejor que vuelvan mañana.
—Gracias —respondió Aetos—, pero es imprescindible que hablemos con ellos hoy mismo. Se trata de una urgencia.
—Todo el mundo viene con urgencias —comentó el portero mientras les señalaba la escalera.
Bergen tomó en sus brazos al perro y se dirigió a la escalera. El portero, al verle tan decidido, se dirigió al grupo.
—¿El perro también viene a la entrevista?
—Es la razón principal de ésta —respondió Bergen—. Es un animal, sí, pero también es un héroe, y necesita asistencia.
—Pero en Socorro Social no llevan asuntos relacionados con animales. Si quieren, pueden ir a la perrera municipal, que está en...
—Muchas gracias —dijo Bergen—, pero esto no es un perro, es otra cosa que me llevaría mucho tiempo explicarle. Además, está malito y no quiero que le manche el suelo. Usted no se preocupe y muchas gracias por ser tan servicial.
Y sin darle tiempo a pensarlo comenzó a subir la escalera seguido por el resto del grupo y dejando al portero con la palabra en la boca.
Como era de esperar, en el despacho veintiséis no había nadie e inmediatamente se dirigieron al veintisiete, en cuya puerta Juan Carlos dio unos golpes con los nudillos. Tampoco obtuvieron respuesta. Aetos cerró el puño, dio varios golpes enérgicos y de inmediato abrió un individuo extremadamente pequeño y flaco que, sin llegar a ser enano, llamaba la atención por su escaso tamaño. Aquel hombre, perfecto en su insignificancia, los miró uno por uno y, clavando los ojos en el perro, preguntó con un rictus de asco:
—¿En qué puedo servirles?
Juan Carlos, sacando del bolsillo la carta de presentación del Excelentísimo Ayuntamiento de Berlín y abriéndola frente a los ojos del individuo, pero sin soltarla, le expuso:
—Necesitamos ayuda. —Sin darle la oportunidad de leerla, volvió a guardar el documento—. ¿Podemos hablar?
El hombrecillo se apartó de la puerta y los hizo entrar al despacho. Aquella visita le llegaba por sorpresa y se sentía incómodo, azorado, nervioso. Dispuso cuatro butacas y una silla para que se sentaran, y una vez acomodados se presentó:
—Mi nombre es Otto Duisberg. No dispongo de mucho tiempo, pero díganme cuál es la ayuda que necesitan.
—Como habrá visto en la carta del Excelentísimo Ayuntamiento de Berlín, pertenecemos a una embajada artística que viaja a Stuttgart en razón de un intercambio cultural. Nuestro espectáculo se titula Curiosidades y amenidades del universo —expuso Juan Carlos.
—Ya veo —respondió el hombre—. ¿Y qué es lo que requieren de este departamento?
—Lo más elemental —respondió Juan Carlos—. Cena y cama para una noche.
—¿Para ustedes cinco?
—No, somos dieciocho en total. Pero debo advertirle que dieciséis de los integrantes del grupo son ancianos de más de sesenta y cinco años de edad.
—¿Y cómo es que no estamos advertidos por anticipado de una circunstancia como ésta? Es muy extraño...
—A nosotros se nos dijo que se lo comunicarían por correo —explicó Aetos con cara de mártir.
—Correos, correos... El correo no funciona hace tiempo, nada funciona hace tiempo. Y menos vamos a funcionar si continúan estos terribles bombardeos. ¿A quién se le ha ocurrido enviar una embajada cultural a Stuttgart? ¿Estamos o no estamos en guerra?
—Por supuesto —corroboró Aetos—, pero qué quiere usted que le diga... A nosotros nos mandan y nosotros a obedecer. En este momento, Stuttgart...
—No me hable usted de este momento —contestó el hombrecillo bajándose de su butaca—. En este momento me pide usted que subvencione una embajada cultural con la que el pueblo de Magdeburgo no tiene ninguna identificación. Creo que el mundo se ha vuelto loco...
—No se ponga usted así —intervino Erika—. Lo más que nos puede ocurrir es que nuestros ancianos se queden sin cenar y durmamos todos en el autobús. ¿Imagina usted, tan pronto amanezca mañana, a varios ancianos muertos por congelación y enterrados a costa del erario público?
—¡Un momento, un momento! Nadie va a morir de hambre o frío por nuestra culpa, se lo aseguro. El problema es que me pillan de sopetón y no estoy acostumbrado a improvisar.
—La improvisación es la madre del ingenio —afirmó Moses.
—La improvisación es la musa de los genios —remachó Aetos.
—La improvisación es la dueña de la ilógica consecuencia —remató Bergen, más fresco que una lechuga.
—Será todas esas cosas —comentó el hombrecillo, poco convencido—, pero a ver cómo improviso yo.
El pobre comenzó a pasear nervioso y a gran velocidad por detrás de su mesa de despacho. Los cinco visitantes y el perro, persiguiendo con la mirada su cabeza, lo único visible del hombrecillo, parecían espectadores de un partido de tenis al ralentí. De pronto, y como si acabara de descubrir América, gritó:
—¡Ya lo tengo! El convento de la hermana Matilde de Magdeburgo. Se trata de una religiosa de la orden dominicana que, hace siglos, escribió muchos libros sobre la experiencia de orar. En ese convento tengo una hermana monja y mucha mano con la madre superiora, estoy seguro de que allí recibirán alimentos y protección para pasar la noche calentitos.
Aunque pequeño en estatura, aquel hombre resultó ser enorme resolviendo el problema de los ancianos, ya que hizo arreglos con la madre superiora para que los dieciocho invitados se alojasen en el convento por una noche. Aquello había resultado todo un éxito para la comisión gestora, cuyas disimuladas miradas de alegría cubrieron de satisfacción el ego del hombrecillo.
Finalizada la entrevista, ya estaban a punto de despedirse cuando, antes de levantarse de sus asientos, el ventrílocuo Bergen tomó al perro en sus brazos y le dijo:
—Ya nos vamos, Picardías, ¿tienes algo que preguntarle al señor?
Y pellizcando levemente al perro en la panza sin que nadie se diera cuenta, hizo que éste respondiese con varios ladridos. Inmediatamente, Bergen comentó a los presentes:
—Me voy a permitir traducir lo que reclama mi perro: dice que habéis hablado de cenar y dormir, pero no os habéis acordado de la ropa. No pensaréis que los ancianos van a continuar el viaje vestidos con ropa de actuar...
—Pero nosotros no podemos abusar de la cortesía de este gran señor —respondió Aetos dirigiéndose al perro.
Bergen, con el mayor disimulo, introdujo sus dedos bajo el sobaco del perro y presionó varias veces buscándole las cosquillas. El can emitió unos extraños ruidos. Sonaban a incomprensibles palabras humanas dichas sotto voce. Aetos, siguiéndole el juego al ventrílocuo, preguntó:
—¿Qué ha dicho el perro?
—Que está seguro de que este señor nos puede proporcionar algo de ropa.
El hombrecillo miró incrédulo al perro, pero, a su vez, picado por la curiosidad. No podía creer lo que estaba sucediendo. ¿El perro se entendía con el domador?
Bergen reacomodó al chucho en sus brazos y, mientras lo acariciaba, le advirtió:
—No insistas, Picardías. Aquí el señor ha sido tan amable como para conseguirnos cena y cama, lo cual es suficiente. No te entrometas tú ahora en la conversación pidiendo ropa... —Y mientras miraba al pequeño hombre con cara de «yo no he sido» hurgaba al perro en las axilas provocando que volviera a emitir aquellos extraños ruidos guturales. Esta vez fue el funcionario quien preguntó:
—¿Qué ha dicho?
Bergen compuso una expresión beatífica.
—Que usted es un hombre bondadoso y que está seguro de que va a conseguir ropa para los ancianos.
El funcionario miró a Bergen con una mezcla de asco e incredulidad, y escrutando sus ojos le preguntó con la boca casi cerrada:
—¿Cómo lo hace?
—¿El qué?
—Entenderse con el perro —inquirió el hombre cambiando su gesto adusto por una ligera sonrisa.
Bergen miró a todos con ademán confuso y, tratando de salir del atolladero de la mejor manera posible, respondió:
—No soy yo el que lo entiende a él. Es él quien se apropia de mis deseos. Es una vieja técnica o método de los brahmanes de Cachemira que heredé de mi padre. Pero no vale la pena que se lo explique, es muy tedioso. Para colmo, después de tanto esfuerzo mental se encuentra uno con un perro desobediente e irrespetuoso que...
Aetos, presintiendo que Bergen se metía en un laberinto sin salida, le echó un cable:
—Espero que no nos des otra de tus conferencias sobre la transmisión del pensamiento entre el animal y el ser humano en la India. Por favor, déjalo ya.
—¡No, no, no! —exclamó el hombrecillo—. Sigan hablando. Es la primera vez en mi vida que veo a un hombre entenderse de esa manera con un perro.
—Y va a ser la última vez que lo haga. Este perro mío se está convirtiendo en un maleducado —aseguró Bergen con disgusto.
—No le regañe usted —pidió el hombre mientras se acercaba al perro y comenzaba a acariciarlo—. ¡Este animal es una joya! ¿Cómo lo domesticó?
—De la misma manera que se educa a un niño, pero con muchísima más paciencia —aseguró Bergen.
El hombre soltó una fuerte carcajada y, volviendo a su butaca, comentó entre risas:
—Este perro, o quien sea que habla por él, quiere hacer una buena obra y usted no le está dando la oportunidad. Creo que puedo ayudar a esos ancianos al tiempo que complacer a su fantástica mascota: ¿se arreglarían ustedes con uniformes invernales de faena para jardineros?
Todos miraron al hombre estupefactos.
—Sí, sí. No me miren con esas caras —continuó él—. Es que hemos rebajado la dotación de jardineros y nos sobran uniformes.
—Me parece una gran solución —contestó al fin Bergen.
—Si no están muy usados —agregó el perro descaradamente.
El pequeño hombre miró al chucho y a Bergen, y soltó a continuación otra estruendosa carcajada.
—Son excedentes y están nuevos —les garantizó.
—Pues no hablemos más —zanjó Bergen con una sonrisa mecánica.
—¡Espere, espere! —rogó el hombrecillo con gesto de ilusión—. Yo les consigo esos uniformes, pero ahora me toca pedir a mí. Sé que la pregunta no procede y que puede reportarme graves consecuencias en mi trabajo; sin embargo, ¿me regalaría usted el perro?
Los gemelos, Juan Carlos y Erika se removieron inquietos en sus asientos. Estaban pasando por un trance comprometido. Aquella farsa, como mínimo, podía conducirlos al mayor de los ridículos, si no es que los abocaba a una situación peor.
—Me pone usted en un gran aprieto —confesó Bergen, dubitativo—. Imagínese que se lo regalo con la mayor buena voluntad y, de pronto, le da al perro por no comunicarse con usted. Es tan maleducado y desobediente que sería muy capaz...
—Le aseguro que mi paciencia no tendría límite hasta que decidiera volver a comunicarse —afirmó el hombre mientras reía fascinado.
—En ese caso, con el profundo dolor que causa el separarse de un hijo, me veo obligado a regalárselo. Suyo es. Pero con una condición.
—Usted dirá.
—Se lo entregaré mañana. Quiero hacerle algunas recomendaciones de cara a su futuro comportamiento. Trabajaré con él durante la noche, y mañana, una vez mentalizado, pasaremos por aquí para dejárselo definitivamente.
—Es usted una persona desconcertante pero muy interesante —aceptó el hombre, entusiasmado.
—¡No lo sabe usted bien! —se oyó decir al perro por lo bajo.
Los ancianos estaban encantados en el convento. Las hermanas, como es tradicional en ellas, se entregaron a aquella obra de caridad con amor y dedicación. Por ser ésa una noche de frío excepcional, y conscientes de que las personas de edad avanzada sufren el frío con mayor intensidad, doblaron la cantidad de leña destinada a las chimeneas. Por eso, las mejillas de los viejos lucían saludablemente sonrojadas a causa del calor, y también porque, como una absoluta excepción a la regla, la madre superiora había ordenado prepararles unas tazas de vino caliente, dulce y especiado, que los invitados agradecieron consumiendo hasta la última gota y solicitando más, razón por la que Juan Carlos, con mucho tiento y consideración, hubo de llamarles la atención pidiendo respeto y moderación. Afortunadamente, las hermanas, sabedoras de que la ancianidad nos devuelve a la niñez, se comportaban como abnegadas madres que atienden con rigor a sus hijos al tiempo que también saben perdonar sus imprudencias.
La cena fue más animada en ambiente que en alimentos, pues consistió en una sopa de col, un plato de patatas hervidas con zanahoria y, de postre, una papilla dulce y coloreada cuyos principales ingredientes fue imposible adivinar o descubrir.
Llegada la hora de dormir, la mayoría de los ancianos, tras el largo día de emociones vividas, nada más apoyar sus cabezas en la almohada cayeron en el más profundo de los sueños. A las cinco de la madrugada, los ronquidos de los invitados comenzaron a confundirse con los cánticos religiosos interpretados por un coro de madrugadoras hermanas, y media hora más tarde los ronquidos y los cantos se confundían con el estruendo que producían las explosiones de las bombas que llovían sobre Magdeburgo. Comenzaba un inolvidable y terrible día para los habitantes de aquella ciudad.
Cuando los más rezagados del grupo despertaron y abandonaron sus humildes aposentos, entre ellos Juan Carlos, descubrieron que las nueve damas del grupo se encontraban ya en la capilla dedicada a santo Domingo junto a la madre superiora. Un vetusto sacerdote, cuyas manos temblaban de forma descontrolada, oficiaba con auténtica devoción la santa misa, y Erika, que estaba sentada en un banco junto a la entrada, conforme aparecían los ancianos les hacía un sutil gesto con la mano invitándolos a tomar asiento. Pocos minutos más tarde, el grupo completo seguía respetuosamente la celebración, y justo antes de la consagración, sorprendentemente y coincidiendo con el paulatino alejamiento de las explosiones, la cantante clásica Máxima Contessa se puso en pie y, con una privilegiada y maravillosamente bien educada voz de soprano, comenzó a interpretar el Ave María de Gounod. La sorpresa fue general: las hermanas se miraban completamente cautivadas, en el arrugado rostro del sacerdote apareció una inefable sonrisa, la mística se adueñó de la capilla, los corazones de los presentes se sobrecogieron, y la emoción humedeció con lágrimas las mejillas de algunos de los presentes durante toda la interpretación. Por un momento, todos sintieron una comunión espiritual y diferente, algo que algunos de ellos no habían alcanzado a percibir jamás en sus vidas.
Una vez finalizada la misa, justo antes de que el sacerdote despidiera a los fieles, Gustav Fassios, el anciano bailarín húngaro de la pareja los Fassios, se puso en pie y llamó la atención del sacerdote con su profunda voz.
—Padre, la mayoría de los que estamos aquí no hemos tenido, al menos últimamente, la oportunidad de asistir a un oficio —dijo emocionado—. Puesto que hoy se nos ha brindado la ocasión, quiero aprovechar para, desde lo más hondo de mi corazón, hacerle saber que nuestra profesión nos ha obligado a cada uno de nosotros a mantener el contacto con Dios todos los días a lo largo de nuestra intensa vida.
—No todos —interrumpió Aetos—. Y posiblemente no con el mismo Dios... ¡Cada cual con el suyo!
—Intento complacer al sacerdote —dijo Gustav, sorprendido.
—Pues complácelo en tu nombre, no tienes por qué involucrarnos a los demás.
—De acuerdo —accedió Gustav—. El ser humano es difícil...
—Más difíciles son quienes complican su existencia —insistió Aetos—. Pero si lo que quieres es ser agradecido con esta casa y sus moradores, estoy de acuerdo contigo: seguro que todos guardaremos en nuestros corazones el recuerdo de estas hermanas y de su sacerdote, que nos han ofrecido refugio y nos han regalado su tiempo cuando verdaderamente lo hemos necesitado.
—Pues algo así era lo que yo quería decir —añadió Gustav a media voz.
—Me alegro de que coincidamos —afirmó Aetos.
El viejo sacerdote levantó las manos y, bien porque era demasiado anciano como para iniciar una discusión, o bien por no echar más leña al fuego, se limitó a hacer la señal de la cruz y a despedir al grupo de invitados añadiendo:
—Que encontréis a Dios en vuestro camino.
Conforme salían de la capilla, Moses se acercó a Aetos y, pasándole el brazo sobre los hombros, le comentó:
—Necesitas desayunar urgentemente. Los jugos gástricos te han jugado una mala pasada.
—No es eso, hermano. Lo que tú sabes muy bien es que yo no permito que se juegue con mi alma.
—Tienes razón —concedió Moses.
—Pues eso —respondió Aetos mostrando a su hermano una mueca parecida a una sonrisa.
Las monjitas no les dejaron ir sin antes servirles en su comedor un curioso desayuno consistente en un tazón lleno de una especie de sucedáneo de café manchado con algo parecido a leche en polvo, unas pesadísimas tortas fabricadas con algo que recordaba al serrín de madera, y varios tipos de zanahoria cruda que las ancianas guardaron en sus bolsos y bolsillos para mejor ocasión. Bergen, como responsable único de adjudicarse la propiedad del perro Picardías, reservó su torta para el animal, que a esas alturas debía de estar hambriento e inquieto dentro del autobús, lugar en el que había pasado la noche.
A mitad del desayuno, la madre superiora preguntó si pensaban representar alguna obra relacionada con la jardinería y, en ese momento, mirándose los unos a los otros con sonrisas de aprobación, cayeron en la cuenta de que todos vestían uniformes de jardinero. Finalmente, fue Juan Carlos el encargado de aclarar a las hermanas la razón de aquellas ropas.
Una vez instalados de nuevo en el autobús, y mientras Juan Carlos giraba la llave y arrancaba el motor, Bergen, al tiempo que acariciaba con cariño a Picardías, el cual movía feliz su rabo tras haberse zampado la torta y haber bebido media lata de agua, se dirigió a Juan Carlos para comentarle:
—Querido amigo, yo soy y seré toda mi vida un bromista empedernido. Nací bromista y mi mayor deseo es morir de risa por una broma que la vida se atreva a gastarle a mi persona; pero también me gusta cumplir con mi palabra. Ayer le prometí a un pequeño gran hombre regalarle a Picardías, y es mi mayor deseo en este momento hacerlo. ¿Te importaría pasar por el ayuntamiento antes de abandonar Magdeburgo?
—No sólo no me importa —respondió con seriedad Juan Carlos—, sino que ahora estoy comenzando a volverme un sincero admirador de tu manera de ser. Pasaremos por la alcaldía para que puedas cumplir con tu compromiso.
Fue difícil acercarse a la ciudad y más difícil aún llegar hasta el centro, pero lo que resultó absolutamente imposible fue alcanzar la plaza del ayuntamiento. Las bombas habían destruido totalmente el histórico edificio, y los bomberos, el cuerpo de policía y los especialistas del ejército trabajaban denodadamente entre los escombros.
Cuando pudieron ver las ruinas, todos dentro del autobús quedaron boquiabiertos. No lo podían creer, sólo unas horas antes aquel edificio se erguía autoritario y su fachada dominaba la principal plaza de la ciudad, y ahora sólo quedaban piedras, hierros retorcidos y polvo. Juan Carlos, dejando el motor encendido, se apeó del vehículo junto a los gemelos, Erika y Bergen, que no soltaba al perro de sus brazos. Se acercaron verdaderamente apesadumbrados a las ruinas y Bergen soltó a Picardías, que, sintiéndose libre, se introdujo por entre los escombros corriendo y olfateando hasta que lo perdieron de vista. Los cinco quedaron quietos y absortos ante la magnitud de la tragedia, y Bergen, volviendo a ponerse el cinturón con que había llevado atado a Picardías, comentó con una sonrisa triste:
—Los murciélagos han hecho de las suyas esta mañana...
—¿Te refieres al bombardeo? —preguntó Aetos.
—Por supuesto. De ahora en adelante debemos vigilarlos. Cada paso que demos, cada decisión que tomemos, hemos de hacerlo con las mayores garantías y seguridad. Habrá que esperar siempre el momento preciso.
—¿Y qué momento es ése?
—Mientras duermen los murciélagos —señaló convencido Bergen.