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Armand Rousseau analizó la situación y llegó a la conclusión de que debía cancelar la corta temporada del espectáculo en Lyon. La experiencia del estreno en el Théâtre des Célestins había resultado lo suficientemente traumática como para evitar su repetición. Dentro de sus planes sólo había programado dos ciudades: Lyon, por su cercanía a Estrasburgo, y Toulouse, por su proximidad a España, destino final de Juan Carlos y sus protegidos. Ahora, y vistas las circunstancias, anularía las representaciones en el Célestins, aunque, de alguna manera, debería pensar en buscar una alternativa para resarcirse de las grandes pérdidas que se producirían con aquella inesperada cancelación. Por otro lado, sabía también que no podía cumplir con las fechas programadas en Toulouse, puesto que el espectáculo no estaba rodado y se arriesgaba, tratándose de personas de una edad tan avanzada, a tener que volver a suspender las funciones, con los costos y pérdidas que aquello podría suponer.

El único destino que se le ocurría para realizar una larga temporada y cubrir toda la inversión hecha, o al menos parte de ella —y eso, por supuesto, contando con al menos dos semanas para promoción y para ensayar el espectáculo hasta dejarlo bien atado—, era París. De funcionar el espectáculo allí, a pesar de la situación inestable que provocaban aquellos últimos días de guerra, resolvería la situación económica de los ancianos y la suya propia, y hasta pudiera suceder que sonara la campana y lo que en principio se planificaba como una temporada de paso se convirtiera en un éxito de taquilla para bien de todos.

Rousseau no lo pensó más, aquella misma noche, antes de que la compañía regresase al hotel, advirtió a Juan Carlos de que cancelaba las representaciones pendientes en el Célestins.

—De acuerdo. Haremos lo que tú digas —le respondió éste con prudencia—, pero ¿cómo podemos compensarte?

—Eso es lo que estoy estudiando en estos momentos —confesó Rousseau—. Déjame realizar unas llamadas esta noche y veré qué puedo hacer con vosotros. Para tu tranquilidad, no pienso dejaros tirados. Sea como sea, trataremos de que lleguéis a vuestro destino sanos, salvos y cuanto antes —le aseguró—. De alguna manera resolveremos vuestro futuro inmediato. Lo mejor será que mañana, tras los funerales de vuestros compañeros, nos reunamos aquí, en el teatro. ¿Te parece bien?

—Por supuesto —contestó Juan Carlos—. Lo que tú digas. Ya sabes que en estas cosas el que manda eres tú.

Armand Rousseau miró directamente a los ojos de Juan Carlos y se mantuvo así por un tiempo. Éste, sorprendido, no añadió nada a la espera de las palabras del productor.

—Así me gusta —afirmó finalmente éste con una sonrisa pícara.

Sin tiempo para analizar el porqué, Juan Carlos sintió cierto rubor. Aquella frase de su amigo le había hecho presentir algo que, por un instante, le había creado una gran confusión. Tanto fue así que quedó por un rato con la mirada perdida, como avergonzándose de algo pero sin saber de qué.

Sin embargo, quien lo tuvo claro de inmediato fue Erika, que observó a Rousseau con un sorprendente gesto de extrañeza, mirándole como si acabara de descubrir algo raro en él, algo que sólo es capaz de sospechar una mujer profundamente enamorada de su hombre...

El siguiente día amaneció iluminado por un sol espléndido. Por error de un funcionario del ayuntamiento, el doble entierro tuvo que retrasarse. Toda la compañía se presentó por indicación de aquel hombre en el célebre cementerio judío de Lyon, donde les aclararon que el sepelio se celebraría en el cementerio municipal y los advirtieron de que los cadáveres ya se encontraban allí. Cuando por fin llegaron junto a las fosas abiertas donde sepultarían a Beckenhauer y Elke Zolm, encontraron esperándolos a dos inspectores de policía vestidos de paisano acompañados por dos guardias de uniforme que, sin perder el tiempo, les preguntaron nada más verlos por Ivette Trouzot. Nadie había reparado hasta ese preciso momento en su ausencia y, cuando Juan Carlos trató de informarse sobre la razón por la que buscaban a Ivette, los policías guardaron silencio, pues no estaban autorizados a divulgar ninguna información, si bien antes de retirarse solicitaron la colaboración de todos los presentes, ya que, según ellos, era muy importante localizar a la joven con la mayor urgencia.

En cuanto los policías de paisano y uno de los guardias se retiraron, dejando al otro haciéndoles compañía, el jefe de los enterradores se acercó al grupo y advirtió que no podían esperar más; ya llevaban una hora y media de retraso, por lo que todos los presentes rodearon las fosas.

Los ancianos no perdían de vista al jefe de los enterradores. Más que un enterrador parecía un actor que representaba el drama natural que significa un entierro. Sus ampulosos gestos y movimientos estaban estudiados a la perfección y su exagerada afectación llamaba poderosamente la atención. Tanto era así que, cuando el féretro donde Elke Zolm realizaba su último viaje tocó tierra, todos los presentes estuvieron a punto de dedicar a los enterradores un fuerte y merecido aplauso. Era lo que la situación requería, aunque, de haberlo hecho, se hubiera producido un macabro e inevitable ridículo.

Afortunadamente se contuvieron, y, una vez que los ataúdes estuvieron cubiertos de tierra, Aetos se volvió a Bergen y le pidió que, en nombre de todos los presentes, despidiera el duelo.

Bergen, ni corto ni perezoso, se subió a un pequeño montículo que separaba ambas tumbas y, con su sonora y atrompetada voz, se arrancó:

—¿Te encuentras bien, compañero? —preguntó mirando la fosa donde reposaba Beckenhauer.

—Perfectamente bien —respondió la apocada voz del músico.

—¿Necesitas algo?

Todos miraban la tumba dibujando una tierna sonrisa en sus rostros.

—Nada, gracias. Estoy muy bien... Acabo de llegar y ya me han puesto una túnica, y me han entregado un precioso violonchelo blanco. Oíd qué bien suena...

Del fondo de la tumba salió el precioso sonido de un violonchelo interpretando una frase musical de Muerte y transfiguración, de Richard Strauss. El sonido era impecable. Sólo Bergen era capaz de imitar el sonido de un instrumento como aquél con tal exactitud.

Los enterradores se miraban entre ellos y luego miraban al fondo de la tumba sorprendidos. No entendían lo que estaba ocurriendo. Aun así, seguían atentos a todo cuanto sucedía.

—Suena precioso —comentó sonriente Bergen—. Todos aquí te hemos escuchado y te deseamos una feliz estancia dondequiera que estés.

—¡Espera! —exclamó Agneta Beckenhauer mientras trataba de limpiarse las lágrimas que corrían por su rostro. Y, dando un paso al frente, miró a Bergen para preguntarle—: ¿Puedo decirle algo?

Todos observaron a Agneta con lástima. Bergen, movido por la compasión, la animó:

—Es tu momento, dile lo que quieras y desahógate. Llora hasta que te sientas tranquila.

Agneta intentó hablar, pero inmediatamente se arrepintió y se refugió en los brazos del resto de las mujeres, que habían acudido a consolarla. Afortunadamente, aunque muy callada y respetuosa con los demás, era una mujer fuerte y voluntariosa. Bergen, intentando recuperar la irrealidad que acababa de crear, dejó de atender a Agneta y, volviéndose de nuevo a las tumbas, se dirigió esta vez a la de Elke Zolm:

—Querida y extraña compañera, espero que estés en la gloria.

Del fondo de la tumba surgió la teatral voz de Elke Zolm:

—Estoy bien... Sí, creo que esto es la gloria... Me han vestido con una túnica blanca y me han puesto a trabajar en la vendimia. La uva está madura...

—¡Me alegro! —exclamó Bergen—. Sigue en ello y encontrarás tu particular gloria... —Continuó mirando al cielo y, con el más serio de sus gestos, pidió—: ¡Descansad en paz y que Dios se apiade de vuestras almas!

Todos afirmaron con la cabeza y comenzaron a retirarse. El único que se persignó fue Juan Carlos.

—¿Aún crees en eso? —le espetó Aetos mirando al trapecista con extrañeza.

A los ancianos no les gustó que se suspendiera la temporada en el Célestins. Eran conscientes de los fallos ocurridos en el estreno del espectáculo, pero aducían que de haber estado la madera del escenario en perfectas condiciones no hubieran sufrido percance alguno.

—Os comprendo —aceptó Armand Rousseau, quien desde el proscenio se dirigía a los ancianos—. Pero no me negaréis que la función está sólo apuntalada. Necesitáis haceros con ella, no está lo suficientemente segura como para que vosotros la disfrutéis. Conozco vuestra manera de pensar y sé perfectamente cuándo os estáis divirtiendo con vuestro trabajo, pero también sufro cuando os veo pasarlo mal en el escenario.

Los ancianos se revolvieron en las butacas de primera fila donde estaban sentados. Sus caras denotaban cierta preocupación. A pesar de que las había dicho con la mayor exquisitez, las palabras de Rousseau no lograban su propósito. Rudi Ciclotón levantó su mano derecha:

—Pido perdón por no levantarme para hablar —aclaró el ciclista—. ¡Estoy molido! Sin embargo, quiero dejar bien claro que lo que consiguieron anoche los Orakis Brothers, el Gran Barrachina, los Fassios y el matrimonio De Cock es digno de la mayor admiración por parte de cualquier profesional. Eso que hicieron no se puede realizar si no se disfruta de un dominio total de la profesión.

Juan Carlos, sentado en el proscenio junto a Rousseau, observaba con humildad a las viejas glorias sin atreverse a expresar sus ideas. Mejor que opinaran las voces de la experiencia. Aetos, conciliador, levantó la voz para aclarar algo el entuerto:

—Cuidado, compañeros, no nos equivoquemos. Nosotros pensamos en un solo aspecto de la situación, el artístico, pero hay otros ángulos en este negocio que debemos contemplar también. No olvidemos que el señor Rousseau es un empresario, uno de los mejores de Europa, por cierto, y que como tal tiene que defender otros intereses. Él debe velar por el aspecto económico de la operación, y nosotros hemos de darle la oportunidad para que lo haga.

—Eso es otra cosa —intervino Máxima Contessa—. Si el señor Rousseau piensa que suspender en el Célestins es lo mejor para la economía... Pero entonces yo no entiendo nada sobre los negocios, porque pienso que, si abrieran taquilla mañana, la sala se llenaría.

—Efectivamente —dijo Rousseau—. También yo estoy seguro de que llenaríamos la sala, pero ¿alguien puede garantizarme que volveríamos a salvar la función?

—Si lo logramos ayer —apuntilló Gustav Fassios—, ¿cuál es la razón para que no repitamos la hazaña?

—Lo que hicisteis ayer es irrepetible. Yo fui testigo. Pude ver hasta el último detalle. Pude sentir cómo os entregabais en cuerpo y alma para salvar la función. Es la primera vez que participo en algo tan complicado... —exclamó Rousseau poniéndose en pie, y se puso a caminar de un lado al otro del escenario—. Por un momento llegué a pensar que nos quemaban el teatro, pero la combinación de las tres atracciones, unida al sorprendente contenido de cada una de ellas, condujeron al público a ese especial estado de emoción cuando dos minutos antes protestaba con amargura... Y nadie dice nada del fantástico trabajo realizado por Agneta Beckenhauer. Ella merece también la mayor de las ovaciones... —Agneta recibió el aplauso encogiéndose en su butaca mientras se cubría el rostro con su pañuelo, y luego Rousseau prosiguió—: Sin embargo, no puedo permitir que os juguéis de nuevo la vida en un teatro que no ofrece las condiciones suficientes para vuestra seguridad. Eso es un hecho incontestable y todos tenemos que aceptarlo.

Aetos lo dejó desahogarse y luego levantó la mano.

—En definitiva, compañeros, si el señor Rousseau entiende que debe suspender la temporada es porque sabe lo que está haciendo. Al fin y al cabo es su teatro, su inversión, y nosotros sus incondicionales artistas.

Del grupo de ancianos surgieron varias expresiones de apoyo.

—Gracias —dijo Rousseau—. Por el momento sólo puedo daros dos noticias. La primera es que, de camino a España, nuestro próximo destino es París...

Las mujeres recibieron la noticia con mayor ilusión que los hombres.

—Y la segunda —continuó Rousseau— es que, dentro de la promoción de nuestra presentación en París, nos han invitado a participar, exactamente dentro de doce días, en la tradicional e importante gala de la Cruz Roja en el Théâtre Olympia, donde, en el caso de aceptar, compartiríais cartel con las más grandes figuras del momento.

—¡Yo acepto! —intervino una voz al fondo del patio de butacas—. Pero primero me tendréis que dar permiso para ir a mear...

Todos se volvieron con expresiones de alegría, e inmediatamente corrieron a recibir a Al Pace y su compañera, que acababan de llegar del hospital, donde los habían atendido de las heridas provocadas en sus actuaciones del día anterior.