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La vida en el búnker se hacía insostenible para todo aquel que obligadamente tuviera que residir en él. Por más que hiciesen un gran esfuerzo por tratar de desechar de su mente lo que estaba sucediendo en el entorno de Berlín, los bombardeos, los obuses, los motores de los aviones de ataque y defensa, y las noticias que llegaban puntualmente al Estado Mayor, bien de la mano de continuos correos humanos o por boca de oficiales que defendían el cerco a la ciudad, hacían que el temor estuviera presente las veinticuatro horas del día.

Conforme se cerraba el cerco, la importancia de aquel sobre marrón había crecido hasta el punto de bloquear la mente de Günsche de tal manera que no le permitía pensar con la suficiente claridad en otros temas de relevante actualidad y urgencia. El Standartenführer se sentía presionado al máximo por aquella responsabilidad y, en el fondo de su atribulado corazón, maldecía la hora en que había sido partícipe de un secreto que implicaba nada más y nada menos que el futuro de los ideales del máximo líder del nacionalsocialismo, su jefe directo, el Führer.

En realidad, lo que más lamentaba, lo que le hacía sentirse inevitablemente culpable, era su falta de decisión e incapacidad para imponer un criterio, una opinión, una idea resolutoria acerca de un hecho, cualquiera que fuera éste. Así era él, y nadie más que él podía saber cuánto lo lamentaba: desde la niñez arrastraba ese absurdo complejo que le obligaba a dejar de opinar en circunstancias confusas o a exponer claramente sus pensamientos ante un hecho dudoso. Sabía perfectamente lo que le ocurría, cómo le ocurría y dónde le ocurría. Era consciente de su absurda debilidad, y lo era porque observaba en otros la facilidad con que imponían sus pensamientos, la naturalidad al exponer lo que sus mentes concebían y la espontaneidad de sus concepciones al hablar. Pero no era su caso. Él siempre sería incapaz de superar la situación opinando con decisión.

Pero lo cierto era que, de haber impuesto su criterio, aquellos documentos no andarían ahora perdidos de aquella absurda manera. Su obligación tendría que haber sido la de proponer lugares seguros donde ocultar y proteger algo tan importante. Quién mejor que él podía haber conseguido, en Alemania o en cualquier otro lugar del mundo, un sitio oportuno donde guardar con la mayor garantía unos documentos que significaban tanto para su jefe y para el país; quién mejor que él conocía dónde se protegían los más importantes documentos del gobierno. ¡Nadie! Pero tuvo que ser él quien, en contra de lo que le dictaba la lógica, aceptara poner semejante tesoro en manos de un matrimonio decrépito, jubilado y a punto de desaparecer de este mundo en cualquier momento. ¿Cómo pudo aceptar semejante estupidez? Pero órdenes son órdenes, y su obligación era acatarlas sin la menor discusión. La insensatez por consejo.

Cansado de darles mil vueltas a lo que pensaba y al pequeño recinto de su oficina, el Standartenführer Günsche se sentó frente a su mesa de trabajo lleno de confusión y desaliento. El timbre del teléfono le hizo volver a la realidad. Traudl le informaba, por la línea privada, de que un tal Sturmbannführer Blaz Rosenhauer deseaba hablar con él.

—No me lo pase —respondió Günsche—. Dígale que venga directamente a mi oficina cuanto antes.

—De acuerdo —concedió con su voz melosa la eficiente secretaria del Führer.

Veinte minutos más tarde, que a Günsche se le hicieron interminables a pesar de que se había puesto a ordenar la mayor cantidad de papeles posible con el fin de hacer pasar el tiempo, aparecía en su oficina del búnker el espigado SS-Sturmbannführer. Interesado como estaba Günsche en aquel particular caso, lo recibió con el mayor calor, humor y cortesía.

—Bienvenido a la antesala del infierno —dijo mostrando una disimulada sonrisa en su rostro.

—Espero que no sea para tanto —respondió Rosenhauer creando una extraña curva en aquella imperceptible línea que tenía por labios.

—No lo sabe usted bien —negó festivo Günsche—. Como habrá notado, ahora mismo está usted en el segundo piso de este horrible agujero y lo ha recibido la inefable Traudl. Tres pisos más abajo lo habría recibido el diablo en persona. No se le ocurra bajar, no se lo recomiendo.

Rosenhauer abrió los ojos desmesuradamente con un claro gesto de sorpresa: había entendido el comentario jocoso de Günsche como una referencia al Führer. Al ver reflejada la confusión en el rostro del Sturmbannführer, Otto Günsche se apresuró a aclararle:

—Cuando dije que lo recibiría el diablo en persona, me refería al auténtico diablo y a nadie más —explicó con atropello—. Hay que prestar atención al presionar las teclas del ascensor...

—Trataré de no equivocarme a la salida —comentó Rosenhauer con una media sonrisa.

—No se preocupe —replicó Günsche convirtiendo las palabras en risa franca—. Las teclas del ascensor están muy claras, con tal de que no se le ocurra presionar aquellas por las que salen llamas...

—Lo tendré en cuenta —dijo Rosenhauer mientras soltaba una cascada de carcajadas contenidas.

Más calmado y mientras trataba de que la situación cobrara un grado de seriedad, Günsche invitó al Sturmbannführer a que tomara asiento frente a él.

—Si lo desea puede fumar un cigarrillo, aunque es algo que aquí abajo tenemos restringido.

—Se lo agradezco, pero no me es imprescindible.

—Mejor que mejor —comentó Günsche, satisfecho, y, cambiando su expresión festiva por otra de gravedad, continuó hablando—. Tengo tanto interés en resolver el caso que le encargué que esperaba con verdadero anhelo esta entrevista.

—No me extraña, lo que nos traemos entre manos usted y yo —dijo Rosenhauer con orgullo y tratando de establecer un clima de confianza con el coronel— es bastante complicado. Afortunadamente, le traigo buenas noticias. Lo cierto es que hemos tenido la gran suerte de localizar a los supuestos portadores del sobre marrón. En este momento puedo asegurarle que nuestra pupila está integrada en el grupo que viaja con los portadores. A partir de ahora, y sabiendo que estamos en el camino, esperamos recibir noticias con mayor frecuencia. No quiero explayarme en cómo logramos localizarlos, pero lo que sí puedo asegurarle es que el factor suerte ha estado de nuestra parte. De no haber sido por un venturoso golpe de fortuna, aún estaríamos tratando de dar con ellos...

—Demos gracias —dijo Günsche con ilusión—. Y cuénteme, cuénteme cómo se produjo ese golpe de suerte.

—Perdóneme, coronel, pero debe entender que, en cuanto a nuestra aplicación de recursos en operaciones especiales y delicadas, debemos guardar secreto. Puede que en una próxima entrevista pueda ser más explícito con usted —explicó secamente Rosenhauer.

—Lo siento y le comprendo perfectamente, sólo el profundo interés que me guía en este asunto me lleva a cometer la imprudencia de preguntarle. Aun así, le agradeceré que me mantenga informado sobre cualquier noticia al respecto.

Günsche estuvo a punto de decir «¡esto sí es una orden!», pero se contuvo.

El Sturmbannführer Rosenhauer inclinó su cabeza en un gesto de aceptación y, abriendo los brazos con sus huesudas y blancas manos extendidas, dio a entender que por su parte estaba todo dicho. Günsche se levantó y, estrechando una de aquellas manos, dio por finalizada la entrevista.

Aquel oficial exageradamente alto, flaco y extraño, tras levantar su mano y despedirse con un desmañado «Heil Hitler!», salió por la puerta dejando tras de sí aquel extraño olor mezcla de naftalina y nicotina.