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A pesar de la caótica situación que estaba viviendo Alemania, y en especial Berlín, Otto Günsche era consciente de que mantenía intacta su autoridad. Cuando se comunicaba con los oficiales de la Wehrmacht, de la Luftwaffe o de la Kriegsmarine, todos sabían que estaban hablando con la persona más cercana a Adolf Hitler. Algunos, terminada la conversación, solían afirmar: «¡Acabo de hablar con el Führer!» Y, no en vano, algunos oficiales habían pagado caro el incumplimiento de órdenes emanadas de la oficina de Otto Günsche. Pero ahora su problema era otro: ¿a quién llamar? Los oficiales amigos suyos o de confianza habían desaparecido en la guerra o estaban en el frente; Berlín estaba siendo defendida mayoritariamente por tropas agotadas, así como por ancianos y niños; pero éste no era un asunto como para dejarlo en manos de cualquiera, bien que se lo había aclarado su jefe, y tampoco podía ocuparse personalmente de investigar a fondo en los restos que hubiesen quedado de la Casa del Artista. En las condiciones en que estaba el Führer, no podía permitirse abandonar el búnker si no era por un corto período y en caso de fuerza mayor. Al final, tendría que recurrir a algo que no era de su agrado, algo a lo que ya se había negado en varias ocasiones: la Gestapo.
Cada vez que levantaba el teléfono lo volvía a colgar. La Gestapo haría mucho ruido, pensaba, y se trata de gente extremadamente prepotente. Resolvían los casos a la tremenda y sin calcular las consecuencias. Nadie mejor que él conocía la desafortunada evolución que había sufrido ese cuerpo, ahora absorbido por las SS. Pero, visto el panorama que se le ofrecía, se hacía irremediable caer en sus manos. No podía permitirse otra opción y, aun así, meditó largo rato hasta tomar la decisión contraria a su deseo. Una vez decidido, buscó en su agenda el nombre de algún oficial de la Gestapo a quien encomendarle la misión, aunque por más que la revisaba no daba con ninguno que despertase su interés. Todos, salvo raras excepciones, eran fríos y sanguinarios. Buscó entre los que pertenecían a la «rara excepción» y dio con un joven oficial que, por lo que había oído, no terminaba de adaptarse a los métodos utilizados por su cuerpo, por lo que, según sus últimas noticias, pronto lo expedientarían. Éste era su hombre, sin duda, si es que aún vivía y seguía en servicio.
Levantó el teléfono, marcó un número y, a los pocos segundos, escuchó una voz ronca, aguardentosa, seca, que únicamente dijo:
—¡Gestapo!
—Le habla el Standartenführer Otto Günsche. Necesito comunicarme con el Obersturmführer Adalbert Adler.
La voz ronca respondió con desgana y como si le llegara desde un micrófono averiado: «Un momento...» Segundos más tarde se oyó una voz joven que preguntaba:
—¿Quién es?
—¿Es usted el Obersturmführer Adalbert Adler? Le habla Otto Günsche, primer ayudante del Führer. Necesito verle personalmente.
—Usted dirá dónde, señor —respondió el Obersturmführer de inmediato, aunque algo sorprendido.
—Le estaré esperando en la entrada de nuestro edificio dentro de media hora. Venga solo. Absolutamente solo, ¿alguna duda?
—Ninguna, señor. Allí estaré.
Media hora más tarde, puntual, se detenía en la puerta del búnker un vehículo de la Gestapo del que se apeó Adalbert Adler. Günsche, que acababa de salir a la puerta principal, tras saludar al joven oficial le indicó que subiese de nuevo a su vehículo y éste, asombrado, obedeció. Mientras el joven se volvía a sentar al volante, Günsche lo hacía en el asiento contiguo al tiempo que le ordenaba:
—¡A la Casa del Artista!
—¿La Casa del Artista? —preguntó confuso el joven.
—Usted arranque, que yo le indico.
Minutos más tarde llegaron a lo que había sido ese edificio y observaron cómo un equipo de salvamento rebuscaba entre las ruinas. Adalbert Adler apagó el motor e hizo ademán de apearse del vehículo. Günsche, sujetándole del brazo, le dijo:
—No es necesario. Lo que tengo que explicarle puedo contárselo aquí. —Adler, obediente, quedó a la espera, y Günsche prosiguió—: Desconozco todo lo relativo a esta tragedia, si bien ese equipo de salvamento podrá informarle sobre los supervivientes, en el caso de que haya sobrevivido alguien, aunque lo dudo. Necesito que se haga cargo de la investigación y busque entre esas ruinas un sobre.
—¿Un sobre? —comentó extrañado el oficial.
—Efectivamente, un sobre marrón. Lleva impreso el sello privado del Führer.
—¿Estaba guardado en alguna caja fuerte?
—Lo ignoro, pero no lo creo.
—¿Cómo llegó hasta aquí? —preguntó el joven mientras sacaba del bolsillo una pequeña agenda y una pluma.
—Es complicado —respondió Günsche—. Sólo puedo decirle que un matrimonio de ancianos lo custodiaba. Probablemente fallecieran durante el bombardeo, no lo sé. Usted deberá averiguarlo.
—Pero ¿cómo piensa que puedo encontrar un sobre entre esas ruinas?
—No hubo incendio, así que... Para su mejor comprensión, permítame informarle de que el Führer tiene un gran interés en recuperarlo.
El Obersturmführer se quitó la gorra, se rascó la cabeza y, pese a acompañar sus palabras con un gesto de duda, afirmó:
—¡Se hará lo posible, señor!
—Así me gusta —respondió Günsche. Recordando de pronto algo, le preguntó con interés—: ¿Su segundo apellido es francés?
—Efectivamente —contestó Adalbert Adler—. Mi segundo apellido es Duchamp. Mi padre, diplomático de carrera, estuvo destinado veinte años en París y allí se casó con mi madre, francesa de nacimiento, y allí nací y crecí yo. Me eduqué en un colegio alemán de París al que asistían los hijos de los diplomáticos alemanes, pero en realidad hablo el francés mejor que mi propia lengua.
—El que hable francés no me preocupa, lo que sí me preocupa y deseo que me aclare inmediatamente es si piensa usted en francés o en alemán.
—Perdone, pero no entiendo la pregunta.
—Lo que intento averiguar es si se siente usted alemán o su corazón está dividido en dos. La misión que le estoy encomendando requiere una entrega total y un sentimiento patriótico fuera de toda duda.
—Siéntase libre de encargarle esta misión a otra persona, Standartenführer, pero dudo que encuentre a nadie más patriota que un servidor.
—Las palabras se las lleva el viento, amigo. Consígame ese sobre y entonces hablaremos de patriotismo.
—Y espero que también de un solo corazón —no pudo evitar soltar Adler, mientras levantaba su brazo en señal de despedida.