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Como si la ciudad de Lyon quisiera identificarse con la preocupación y tristeza que invadía a los ancianos tras la muerte de Beckenhauer, amaneció un día en el que la pesadumbre parecía querer desolar a la población con una gama de tonos grises y oscuros entre los que imperaba el gris plomizo. Bajo un cielo de nubes bajas y agresivas que humedecían sutilmente las calles y avenidas, un suave y frío viento hacía de las suyas y convertía la mañana en incómoda y desapacible. Aquellos viejos genios, siempre dispuestos a contar sus batallas libradas por esos mundos de Dios, inquietos, comunicativos, ilusionados e ilusionantes y hasta en ciertos momentos exaltados, en esta ocasión desayunaban en silencio y sin levantar la vista del plato.

Desde que abandonaron Berlín y durante todo el accidentado trayecto hasta llegar a Lyon, habían mantenido latente un optimismo que llenaba sus cerebros de nuevos proyectos relacionados, sobre todo, con la vuelta a la escena. Habían iniciado una nueva vida con la que imaginaban conquistar el mundo por segunda vez, pero aquel tremendo suceso los devolvía a una dura y terrenal realidad con la que no querían contar. Todos coincidían en que lo sucedido a Ademaro Beckenhauer estaba a la vuelta de la esquina y podía haberles acaecido a cualquiera de ellos. Ahora la pesadumbre era grande y el mañana incierto, y los mismos que fueron capaces de jugarse la vida cruzando un río que separaba dos mundos apenas unos días atrás, de pronto se sentían frustrados y débiles como marionetas de papel de seda en manos de un niño travieso y destrozón.

Bergen, que observaba a sus compañeros en aquel estado de hundimiento, aunque tocado también él mismo en lo más profundo, se puso en pie:

—¡Venga, chicos! ¡Arriba ese ánimo! —exclamó—. ¡Los murciélagos duermen! Cualquier día hubiera sido bueno para pensar en lo que estáis pensando, pero no precisamente hoy. Aunque os parezca mentira a todos, hoy debutamos por segunda vez en nuestra vida.

»Hoy estamos de estreno y todos sabemos lo que eso significa. Hagamos una cosa: como un ejercicio de entretenimiento y para apartar de nuestras cabezas los malos pensamientos, vayamos con nuestras mentes a la primera vez que representamos o hicimos nuestro trabajo frente al público. Recordemos y compartamos aquella actuación. Comenzaré yo por recordar la mía como ventrílocuo.

Los ancianos miraban a Bergen con gestos de preocupación unos y de indiferencia otros. Alguno se removió incómodo en su silla. Bergen continuaba haciendo un inteligente esfuerzo por rescatarlos de aquel mar de tristeza en que navegaban.

—Ahora mismo recuerdo que mi principal preocupación era mantener mis labios sin el más mínimo movimiento mientras hablaba el muñeco. Hoy puedo deciros que los moví hasta en los momentos en que no decía nada. ¡Un desastre! También recuerdo que alguien del público preguntó: «¿Cuál de los dos es el muñeco?» Y yo, falto de experiencia, le respondí: «Debes de ser tú, porque el otro lo tengo sentado en mis piernas.» De habérmelo preguntado hoy, lo habría machacado...

Los ancianos miraron por un momento a Bergen como perdonándole la vida. Sin la más mínima reacción en sus rostros volvieron su triste mirada a los alimentos en sus platos. Erika, que veía reflejarse el fracaso en los ojos de Bergen, quiso echarle una mano.

—¿Por qué no les dices algo? —le sugirió a Juan Carlos.

El trapecista se pasó la servilleta por los labios, pero, mientras hacía el intento de levantarse, Aetos lo frenó poniéndole una mano en el hombro y se puso él en pie en su lugar:

—Lo menos que podemos hacer es darle las gracias al amigo Bergen por tratar de animarnos. Comprendo vuestro decaimiento porque yo me siento igual o peor que vosotros, pero no pequemos de desagradecidos. Propongo que levantemos nuestras tazas de café y brindemos por las buenas intenciones de Bergen.

—¡Y por las malas también! —dijo una voz estridente que nadie supo de dónde salía.

Todos se pusieron en pie y, controlando el temblor de sus manos la mayoría de ellos, levantaron sus tazas al aire.

—¡Viva Bergen! —aulló Moses.

—¡Vivamos todos! —respondió Bergen.

Con aquel brindis dieron por terminado el desayuno y comenzaron a abandonar el comedor. Alguno que otro quedó rezagado para hacerse con algún croissant o brioche que envolvieron en papel y guardaron en sus bolsillos con intención de dar cuenta de ellos a media mañana.

Una vez en el teatro, y a pesar de la tristeza que los invadía, todos comprendieron que habían contraído un compromiso con Juan Carlos y que había llegado el momento de afrontarlo. Aquellos ancianos habían alcanzado lo máximo a que puede aspirar un profesional del espectáculo, no sólo gracias a sus virtudes artísticas, que eran muchas, sino también gracias a su calidad humana y digno comportamiento a lo largo de sus vidas. Ellos habían sido testigos del fracaso de geniales artistas que no lograron estar a la altura desde el punto de vista cultural y humano, que se quedaron a mitad del camino cuando apuntaban al estrellato, sabían también que la prepotencia y la falta de humildad estaban reñidas con el éxito y no representaban una ayuda para aquellos que aspirasen a vivir de cara al público por más que ofreciesen un trabajo genial y depurado. Además, para responsabilizarlos aún más, les había llegado la noticia de que en la taquilla se había colgado el cartelito que anunciaba «Agotadas las localidades para esta función», una razón adicional para que todos trabajaran con esmero poniendo el mayor de los empeños en los ajustes de última hora.

La primera mala noticia del día la difundió Rudi Ciclotón. No podía seguir callado ante las condiciones detectadas en la madera del escenario del teatro, pues había zonas importantes que no le ofrecían ninguna garantía. Tan pronto como Rudi se atrevió a decir lo que todos habían tratado de ocultar, cada cual fue a revisar sus anclajes, enganches, vientos y trampillas. Efectivamente, a causa de la guerra, aquel teatro no había recibido el mantenimiento adecuado y la humedad había causado grandes estragos en la madera. Tras discutir la situación con la mayor cordura, llegaron a la conclusión de que lo único que no podían hacer era suspender la representación, pues, aparte de la publicidad que hacía normalmente el Théâtre des Célestins, Armand Rousseau había divulgado el aspecto entrañable y humano del contenido del espectáculo —la vuelta a la escena de las viejas glorias—, y la noticia había corrido como pólvora encendida por toda la ciudad de Lyon despertando el máximo interés en sus habitantes. Por ello, los ancianos, ante tal responsabilidad, se veían en la obligación de presentarse ante aquel público aunque aquello representase el jugarse la actuación. De modo que, sin más dilación, cada cual fue de nuevo a revisar sus instalaciones y reforzó los anclajes en la mayoría de los casos.

Puesto que era mucho el trabajo por hacer antes de subir el telón, Juan Carlos comunicó al hotel la imposibilidad de acercarse a la hora de comer, algo que los propietarios del albergue resolvieron prometiendo llevarles la comida al teatro, lo que Juan Carlos agradeció por anticipado.

El escenario se había convertido en un avispero. El personal fijo del teatro, consciente de la grave situación por la que pasaba el colectivo de ancianos y en una espontánea reacción de solidaridad, se puso a las órdenes de los artistas, que hacían pruebas de resistencia de los anclajes, aunque sin llegar a tensarlos al grado al que llegarían durante la presentación en público. Afortunadamente, la instalación de los trapecios de Juan Carlos, que colgarían del techo del teatro, no corría peligro, ya que penderían de vigas de hierro de gran fortaleza y sustento. Al menos una de las atracciones contaba con la garantía de actuar sin preocupaciones en ese sentido.

Con aquellas pruebas, la mañana voló en un periquete. A la una en punto, tres camareros del hotel sirvieron un bufet frío que los ancianos compartieron con el personal del teatro. Durante la degustación se les iban los ojos tras las botellas del extraordinario vino de la zona que el personal del teatro bebía con verdadero deleite. Sin embargo, ninguno de ellos quiso probar ni una gota: la fuerza de la costumbre los obligaba, pues jamás consumían bebidas alcohólicas antes de una representación. Eso sí, varias botellas fueron reservadas para su utilización una vez terminada la función, y se encargó a Agneta Beckenhauer, tal vez por considerarla la más responsable de todo el grupo, que las guardara en su camerino.

Tras finalizar el almuerzo, los ancianos se acomodaron en las butacas y Juan Carlos pidió media hora de silencio para que todos pudieran tomarse un merecido descanso. Cinco minutos más tarde, el Théâtre des Célestins ofrecía, por primera vez en su historia, el más sonado y variado concierto de ronquidos jamás escuchado, si bien éste tuvo su tiempo limitado, ya que media hora más tarde los primeros acordes del órgano despertaban a los rezagados en el sueño y comenzaba el ensayo general.

Fue en ese ensayo cuando Aetos propuso montar un final para el espectáculo donde, con una especie de charivari, cada intérprete hiciera algo muy corto e interesante como su particular forma de despedida y cierre. Ese gran final debía tener fuerza, encanto y su chispazo de arte, y puesto que Elke Zolm y Agneta Beckenhauer estarían obligadas a participar durante todo el espectáculo, la primera como presentadora de todas las atracciones y la segunda acompañando musicalmente a los artistas, se estableció que ellas dos saludarían y agradecerían los aplausos en último lugar. Con esa premisa comenzó el ensayo del gran final, pero, cuando llegó el momento de saludar, Elke Zolm no aparecía.

Se interrumpió el ensayo para buscarla y unos instantes más tarde se oía el grito desgarrador de Agneta Beckenhauer pidiendo ayuda desde la zona de camerinos. En cuestión de un minuto, la puerta quedó completamente bloqueada por los ancianos y el personal del teatro. Moses y Bergen, que habían sido los primeros en llegar, intentaban controlar el acceso al camerino, donde, en una esquina, asustada y llorando desconsoladamente, Agneta Beckenhauer exclamaba:

—¡Está muerta!

En el centro de la estancia, tirada en el suelo en una postura anómala que había dejado su rostro descubierto mostrando aquella terrible cicatriz que lo cruzaba, Elke Zolm yacía inerte y desmadejada junto a varias botellas de vino sin descorchar que ese mediodía había guardado Agneta. Una de las botellas estaba manchada de sangre en su base. Mientras Moses corría a consolar a Agneta, Bergen se arrodilló en el suelo y comenzó a auscultar a la actriz sin apenas mover el cuerpo al tener en cuenta que a la policía no le solía gustar que cambiasen la posición de las víctimas. Examinó la herida sangrante que la mujer mostraba en la frente, presionó en el cuello y en la muñeca, y al no detectar pulso hizo un gesto de impotencia que provocó dolorosas lamentaciones en los presentes.

Juan Carlos y Aetos, que se habían desplazado junto con Erika a buscar a la actriz por la zona del bar del teatro, lugar adonde ella solía acudir continuamente para hacerse con alguna bebida, ahora se abrían paso con dificultad para lograr entrar al camerino. Tras conseguirlo, la postura de la víctima y la mirada de Bergen fueron suficientes para hacerles comprender la situación. Juan Carlos se llevó las manos a la cabeza.

—¡No me lo puedo creer!

Inmediatamente, el trapecista se arrodilló junto al cadáver con idea de constatar la muerte, algo que no llegó a precisar, ya que Bergen lo obligó a detenerse.

—Cuanto menos la muevas, mejor —le advirtió—. La policía querrá encontrarlo todo tal y como estaba en el momento en que descubrimos el cadáver. Porque te aseguro que no hay vida en ella. Lo acabo de comprobar. Lo que no entiendo es por qué ha sucedido en este camerino. ¿Qué hacía Elke aquí?

—No es difícil de imaginar —apuntó Moses señalando las botellas de vino—. Lo que no entiendo es que esté muerta.

Todos los presentes pensaban lo mismo.

Aetos y Erika se encargaron de abrir un pasillo hasta la puerta mientras Moses, tratando de buscar aire fresco con que despejar a Agneta, la sacaba suavemente del camerino y la conducía a un pasillo cerca de la conserjería.

Los ancianos, asustados, discutían las razones que podían haber llevado a la muerte a la actriz. Las mujeres hicieron un corrillo donde comentaban abiertamente su afición al alcohol y el poco deseo de vivir que había demostrado últimamente la víctima. Pero había algo en lo que todos coincidían: el temor a la cercanía de un asesino.

Veinte minutos más tarde, la policía se hacía cargo de la situación. El mismo policía que los había interrogado el día anterior se responsabilizaba del caso. Juan Carlos, Aetos y Erika estaban presentes cuando el agente revisaba el cadáver y buscaba de forma insistente una marca de aguja hipodérmica en el cuerpo de Elke. Cuando Aetos le preguntó la razón de aquella búsqueda tan exhaustiva, el agente respondió con una revelación inesperada.

—Tengo una poderosa razón para investigar sobre esa marca: el señor Beckenhauer murió por una sobredosis de escopolamina de Colombia.

—¿Y qué es eso? —preguntó Aetos sorprendido.

—Una sustancia con la que hemos averiguado que el médico nazi Josef Mengele está experimentando en Alemania.

—¿Y qué tiene que ver esa sustancia con nosotros? —se extrañó Juan Carlos.

—Se trata del suero de la verdad —dijo categórico el policía.

Llegada la hora de abrir las puertas del teatro, Rousseau habló a los artistas. Les dijo que comprendía el estado de ánimo de todos los integrantes de la compañía, pero, a no ser porque la falta de la fallecida impidiese el desarrollo del espectáculo por tratarse de un personaje imprescindible, opinaba que estaban obligados a ofrecer la representación. En el patio de camerinos, donde reinaba un fortísimo olor a toda clase de linimentos y mejunjes que los ancianos utilizaban para calentar sus ya debilitados músculos, Rousseau los invitó a cumplir con la sagrada obligación de presentarse ante el público que esperaba en la calle para llenar la sala.

Consciente de su responsabilidad y de que nadie tomaba una decisión, Aetos se decidió a intervenir:

—No se trata de querer o no querer. De lo que se trata es de si somos capaces de sacar adelante la función. Mi hermano y yo, a pesar de los inconvenientes y de que en este momento estamos bastante descentrados, sabemos que podemos y estamos dispuestos a cumplir.

—Yo también —aseguró Juan Carlos—. Pero como entiendo que nuestra opinión no debe condicionar la de todos, propongo que lo decidamos en una votación. El que esté de acuerdo en actuar, a pesar de la tristeza y el dolor que todos sentimos por la falta de nuestros hermanos, Ademaro Beckenhauer y Elke Zolm, que levante la mano...

Todos, excepto Rudi Ciclotón, levantaron las manos sin la más mínima indecisión. Juan Carlos miró al ciclista:

—No tienes ninguna obligación, Rudi —aclaró—. Si no te sientes seguro, es lo mejor que puedes hacer...

—¡No! —negó Rudi con inmediata rotundidad—. Yo también estoy de acuerdo en llevar adelante la representación. Si no levanté la mano fue por las grandes dudas que me suscita la madera del escenario. En muchas zonas está reblandecida por la humedad y la falta de mantenimiento. Aun así, estoy dispuesto a realizar mi número.

—De acuerdo —dijo Rousseau con alivio—. Voy a dar la orden de que se abran las puertas.

Los ciudadanos de Lyon, ávidos de entretenimiento tras varios años de inactividad artística en el Théâtre des Célestins, llenaron la sala. Tal era la demanda de localidades que muchos de ellos se quedaron sin poder acceder a la primera representación. Conforme entraban en el patio de butacas, la ilusión se reflejaba en el rostro de aquellos que pudieron disponer de una entrada. Se sentían unos privilegiados al poder presenciar las actuaciones de aquellas viejas glorias de la Europa artística que, por primera vez y gracias a unas especiales circunstancias, decían demostrar sobre aquel histórico escenario sus dotes, maestría y dominio de la profesión.

La expectación era total, y así lo demostraban los asistentes, quienes, dominados por la inquietud, aplaudían antes de la hora fijada para el comienzo del espectáculo. A las ocho y media en punto, los melódicos acordes del órgano comenzaron a sonar, y se encendió un espectacular juego de luces que se fundían en una preciosa cadena de gamas de colores que embellecían el escenario mientras cuatro focos recorrían la sala convirtiéndola en un fulgurante y refulgente diamante multicolor. Daba comienzo la función.

Coincidiendo con el cierre de Rhapsody in Blue, de Gershwin, magistralmente interpretada al órgano por Agneta Beckenhauer, en el escenario se hizo un negro total. Sobre los aplausos, dos potentes focos iluminaron a Máxima Contessa, quien, apareciendo por un lateral del escenario con un cartel en sus manos que anunciaba la actuación de «Al Pace y su partenaire», llegó hasta el centro de la escena. Una vez allí, se situó sobre la trampilla de la concha en el proscenio (donde, una vez abierta, los apuntadores se ponían de espaldas al público sin que éste los viera ni los escuchara y dictaban las obras a los actores), y comenzó a interpretar los últimos compases del «Nessun dorma» de la ópera Turandot, de Puccini, en un tono y adaptación a la voz de tiple.

Nada más apropiado para el momento que recomendar a todos los presentes estar bien despiertos para disfrutar de las maravillas que a continuación se les iban a ofrecer. Al emitir con su privilegiada garganta la última nota, y para de alguna manera potenciarla, Máxima dio un fuerte taconazo en el suelo que, sumado a su peso físico, produjo la rotura de la tapa de la concha e hizo que la diva se hundiera en el agujero que se produjo en el escenario, embutiéndose hasta quedar colgada del piso por ambos brazos. Debido al volumen de la cantante, la caída fue traumática y el susto morrocotudo, pero aún peor fue la vergüenza que sufrió la gran estrella cuando cuatro tramoyistas del plantel del Célestins trataron de desencajarla de aquel cepo en que se había convertido el marco de la concha mientras otros compañeros, ayudados por el personal del escenario, hacían todo lo posible por cubrir a la diva con una cortina americana que alguien corrió con urgencia y que debería haber tapado el proscenio, pero que, por haber tratado de cerrarla con prisas, se había enganchado en su carrilera a mitad de camino y no corría ni a un lado ni al otro. Ante los potentes e histéricos gritos que salían de la garganta de Máxima y los ridículos esfuerzos de los tramoyistas por sacar a flote aquel contundente y voluminoso cuerpo, el público, en principio sorprendido, pero pensando después que se trataba de una situación cómica creada para la ocasión, comenzó a reír y a aplaudir al mismo tiempo el realismo demostrado por parte de los actores intérpretes de la comedia.

Para los espectadores, los tramoyistas eran unos extraordinarios actores y Máxima Contessa una cómica con una voz maravillosa. Vista la situación y también sorprendidos por la reacción de los espectadores, los cuatro hombres de la tramoya sacaron del escenario a la cantante de la mejor manera que pudieron y, puesto que no podían cargarla en brazos porque el peso y volumen de la diva la convertían en una masa flácida, desbordante e ingobernable, decidieron ponerla en pie, pero se les venía abajo cada vez que lo intentaban. Entonces, el más corpulento de los tramoyistas, sin contar con el más mínimo atisbo de pudor, metió su cabeza por entre las piernas de la diva y, cargándola sobre sus hombros, la sacó del escenario, escoltada por los otros tres tramoyistas como si se tratara de un matador de toros que, tras una gran faena, sale en hombros por la puerta grande de la plaza. Hicieron el más estrafalario, ridículo y aplaudido mutis jamás visto en un escenario. Aquella frustrada presentación se ganó la primera gran ovación cerrada del espectáculo. La mayoría de los ancianos, entre bastidores, no daban crédito a lo que estaban presenciando.

Lo que había ocurrido en el escenario era algo que jamás hubieran imaginado que podría suceder. Al ver las condiciones en que estaba Máxima, a la que ya atendían las mujeres menos ocupadas de la compañía, Juan Carlos creyó necesario tomar medidas.

—Voy a tratar de que llamen a un médico.

—No, espera —le solicitó Aetos—. Es mejor que tú no te muevas de aquí. Pídele a Erika que haga la gestión. Debemos estar muy atentos a lo que ocurra de ahora en adelante con la marcha del espectáculo. Es más, debemos quedarnos todos aquí, entre cajas, para atajar cualquier otra situación que se presente.

Agneta Beckenhauer, experimentada en toda clase de sorpresas, había musicalizado toda la peripecia ocurrida a Máxima Contessa. Una vez finalizada la improvisación, atacó con el tema de presentación de Al Pace y su partenaire, quienes, mostrando la más simpática de las sonrisas y una gran naturalidad, aparecieron en escena llenando el espacio visual con su presencia.

Tras ir ambos hasta el proscenio para su obligado saludo al público, mientras ella buscaba una cuerda de jugar a la comba, Al colocó las manos en el suelo del escenario, levantó sin el menor esfuerzo las piernas, que quedaron rígidas y con unas perfectas puntas de pie, y en equilibrio de manos comenzó a caminar y a darle vueltas a su pedestal con la mayor soltura. Cuando trató de hacerlo con una sola mano, estuvo a punto de venirse abajo y hubo de rectificar con presteza. El público, sorprendido por la agilidad que demostraba el artista a pesar de la edad que aparentaba tener y que muchos suponían por encima de los setenta años, le premió con un fuerte aplauso.

Al Pace aprovechó el momento de euforia para, con la colaboración de su compañera, demostrar cómo se salta a la comba en equilibrio de manos. O sea, con el cuerpo invertido. El público volvió a aplaudir al equilibrista con entusiasmo. Afortunadamente, parecía que la función comenzaba a transcurrir sin más tropiezos. El resto de los ancianos, que no se perdían lo que sucedía en la pista, comenzaban a respirar con normalidad y a soltar los nervios. El público era entusiasta y se había entregado incondicionalmente desde el primer instante, al menos en ese aspecto podían estar tranquilos. Y lo hubieran estado de no ser por lo que sucedió a continuación.

El público se sorprendió, una vez más, cuando descubrió la agilidad demostrada por aquel gran equilibrista mientras subía a su pedestal de cuatro metros y medio de altura. Al Pace, una vez alcanzada la plataforma y demostrando su increíble estado físico, recibió de su compañera un bastón cuya punta colocó en el centro de la base, miró al público con una sonrisa de confianza y, sujetando la empuñadura del bastón con ambas manos, comenzó a elevar todo su cuerpo. Cuando estaba a punto de lograr quedar en un perfecto equilibrio, la suerte le jugó una mala pasada. La presión que ejercía su peso, sumado al peso del pedestal, y el mal estado de la madera del escenario hicieron que saltaran los dos cables tensores que sujetaban la parte trasera del pedestal, que se vino abajo y cayó en el pasillo central del patio de butacas. El fuerte grito del público matizó el ruido que produjo la caída.

Los espectadores sentados en las butacas que lindaban con el pasillo no tuvieron tiempo para reaccionar. Milagrosamente, ninguno había sido alcanzado por aquel enorme pedestal ni por sus vientos, y ellos fueron los primeros en auxiliar a Al Pace, quien yacía en el pasillo tras haber perdido totalmente el conocimiento. Aquellos espectadores levantaron al artista y lo condujeron al vestíbulo del teatro, donde lo depositaron sobre un sofá en espera de que lo viera un médico. El público, estremecido en principio por el tremendo impacto, cuando le transportaban por el pasillo le brindó una cerrada ovación que Al Pace no pudo escuchar y mucho menos agradecer. Minutos más tarde lo condujeron de urgencia a la Cruz Roja situada en la orilla derecha del Saona.

Las manos de Agneta sobre el teclado del órgano no dejaron de improvisar acordes y arpegios que acompañaran cuanto sucedía en la sala. Ahora, una vez despejado el pasillo del patio de butacas, atacó con la música de presentación de Bergen, quien salió a escena bastante preocupado, puesto que el público estaba entretenido con el accidente y sabía por experiencia que le costaría trabajo hacerse de nuevo con la atención de aquella masa de espectadores distraídos. En una situación normal habría iniciado su actuación utilizando al pato Dudul, muñeco con un especial gracejo que con su acento francés se hubiera hecho con el público inmediatamente. Pero, tratando de buscar una captación más rápida, utilizó un viejo gag visual que consistía en situarse en el centro del escenario en posición de atención y, mientras imitaba con su garganta el sonido de un muelle oxidado, y con ambas manos en la espalda, se inclinaba completamente recto para saludar hacia adelante. Era capaz de llegar con su rostro a treinta centímetros del suelo. Inmediatamente, y como si de un muñeco con muelles en los pies se tratara, saludaba descubriéndose y volvía a erguirse de inmediato sin la ayuda de sus manos. Esto sorprendía a los espectadores, que no entendían cómo lo hacía.

El truco consistía en enganchar los trucados talones de sus zapatos a dos disimulados ganchos que sobresalían del suelo del escenario. Conforme reiteraba el saludo, el público aplaudía con más entusiasmo para que lo repitiera una vez más. La cuarta vez que lo hizo fue para su desgracia: la vieja madera del escenario cedió soltando los enganches y, sin tiempo para reaccionar y poner las manos para amortiguar el golpe, se estampó de cara con aquella vieja pero dura madera del piso. Además del traumático golpe en el rostro, sufrió el mayor susto que jamás hubiera tenido en un escenario. Aquellos ganchos eran de total confianza, nunca le habían fallado. Aun retirado de la profesión siempre los conservó por suponer un total seguro cuando se presentaba una situación de anormalidad como en aquella ocasión.

El pobre Bergen, responsable y entregado a la profesión en cuerpo y alma, trató por todos los medios de continuar con su actuación, pero la sangre se lo impedía. Brotaba de su nariz como si fuera un grifo abierto, pero además de poner todo el escenario perdido, se acumulaba en su garganta impidiéndole hablar, lo que le hizo desistir. Abrió los brazos como un Cristo en la cruz y, con un dramático gesto de tristeza que se acercaba más a los restos de un tomate maduro aplastado que a una mueca, trató de despedirse del respetable público haciendo un forzado mutis. Unos pocos le aplaudieron, pero la mayoría de los presentes comenzaban a sentirse incómodos. Habían invertido un dinero importante para presenciar un espectáculo artístico y hasta el momento, por razones varias pero desde luego ajenas a su voluntad, lo único que habían visto era una serie de desgracias. El respetuoso silencio, tan importante en una sala donde se representa un espectáculo, había dejado de existir, y poco a poco lo estaba reemplazando un murmullo creciente que amenazaba con llevar a su fin la representación.

La potente voz del gracioso de turno, personaje que suele asistir a todo espectáculo público con la insana intención de hacerse notar más que la figura en escena, sonó desde el anfiteatro con los roncos matices del vozarrón de un chatarrero ambulante:

—Si quisiéramos ver heridos, estaríamos en el hospital...

Una fuerte carcajada de los asistentes apoyó la gracia. Aetos observó el gesto de preocupación de su hermano Moses y, dirigiéndose a Juan Carlos con voz insegura, decidió intervenir:

—Creo que esto sólo lo arreglas tú... Vas a tener que subirte al trapecio y arriesgar como nunca... La función se nos está yendo de las manos.

Rudi Ciclotón, que estaba listo y con sus patines en forma de cohetes calzados, se revolvió recolocando sus ropas y se levantó.

—¡Esto lo arreglo yo! —exclamó con ánimo.

Y ni corto ni perezoso, poniéndose sus gafas de culo de botella y rompiendo el orden del programa, se lanzó con aquellos patines que, nada más aparecer en el escenario, comenzaron a lanzar humo por sus talones. Agneta Beckenhauer dudó por un momento, pero entendiendo que en aquella ocasión estaba llamada a continuar improvisando, buscó sus anotaciones en las partituras y comenzó con el tema de presentación del patinador ciclista.

Nada más aparecer en escena, y mientras realizaba su primera vuelta por el escenario, Rudi comenzó a simular que llevaba un timón en las manos y que guiaba con él su cuerpo perfectamente. A partir de ese momento, comenzó a ganar velocidad. Se suponía que en el momento en que se desviase habría un accidente, pero el dominio que ejercía el artista con sus piernas mantenía controladas las ruedas de los patines. Cada vez que circulaba por el proscenio, al borde de las candilejas, casi a punto de salirse del escenario, Rudi gritaba: «¡Huuuy!» Aquel gag atrajo la atención de los espectadores, que comenzaron a participar de la broma acompañándole y gritando «¡Huuuy!» cada vez que Rudi estaba a punto de salirse del escenario y caer al foso o sobre la primera fila del público. Rudi circulaba ufano y simulaba un gesto de total despiste. Había logrado lo más difícil: atraer sobre sí la completa atención de los asistentes. Pero había algo que le molestaba y no sabía qué. A la tercera vuelta lo descubrió. Dos luces laterales en el fondo del escenario le cegaban al girar. Esas luces eran nuevas para él, durante los ensayos no habían estado encendidas. Seguramente, el electricista se estaba equivocando, pensó, pero no, lo que sucedía era lo normal: el electricista iluminaba por el orden del programa y él se había adelantado a su turno. Ésas no eran sus luces. Rudi analizó la situación y pensó que en aquel momento no era conveniente cortar la euforia que estaba logrando en los espectadores.

A cada vuelta, el ¡huuuy! se acrecentaba, lo que provocaba fuertes carcajadas. El auditorio era feliz y él lo era aún más con la respuesta que estaba logrando. Reconducir un público perdido era una labor que sólo los maestros eran capaces de lograr. Sólo los viejos profesionales solían contar con recursos para solventar situaciones como aquélla, y él la estaba resolviendo. Por un momento sintió en el paladar ese sabor a éxito que sólo pueden disfrutar los grandes, los triunfadores, los que han dedicado toda su vida a triunfar por todo el mundo sin distinción de etnias o culturas. Pero aquellas luces eran su perdición. Antes de que toda su actuación se convirtiera en una catástrofe, pensó: «Daré sólo seis vueltas. La sexta será la última.» ¡Dichosas luces! ¡Qué lástima! ¡Con lo bien que estaba resultando aquello! Pero no podía continuar en aquellas condiciones. Cada vez que giraba en el fondo y en ambos laterales, quedaba completamente ciego. Definitivamente, la sexta sería la última. Y lo fue.

Vaya si lo fue, pero no porque se cayera del escenario, sino porque, cegado por aquellas potentes ráfagas, se abrió en la curva del fondo y se enredó en el único forillo o telón de fondo de papel con que contaban para presentar su espectáculo y que cubría todo el final del escenario. De pronto, Rudi quedó hecho una especie de amasijo de patines y hombre envuelto en papel. Al quedar descubierto el interior del escenario, el público pudo ver a varios integrantes de la compañía, que desaparecieron inmediatamente, y a dos sorprendidos bomberos de guardia que en aquel momento disfrutaban de su bocadillo y que, tras venirse abajo el forillo, con el mayor gesto de asombro y estupidez que unos seres humanos pudieran exhibir, quedaron mirando al patio de butacas con el bocado en la boca, que no acertaban a cerrar.

La situación se presentaba ridícula. Rudi Ciclotón, que para colmo había perdido sus gafas de aumento o, como él las llamaba, de culo de botella, trataba de librarse de aquel terrible amasijo de papel de decorado que se había enrollado en su cuerpo como si de un potente y extraño reptil se tratara. El pobre hombre se iba librando de los patines cohete, que habían perforado el papel del decorado, y sufría el que las partes más rígidas del forillo se le estuvieran clavando en los riñones, la espalda, el pecho y las piernas. El duro decorado lo había atrapado de tal manera que no lograba acertar a desempaquetarse. Algunos de los ancianos y del personal auxiliar del teatro, que habían quedado a la vista de la sala al caer el forillo y habían corrido a los laterales para ponerse a cubierto, al ver la situación de desamparo en que había quedado Rudi salieron de nuevo al escenario en su ayuda, a pesar de que algunos vestían sólo un albornoz y otros aparecían a medio vestir o con sólo una toalla enrollada en la cintura. Esta vez, el público no quiso creer que se trataba de una situación de comedia interpretada, inmediatamente adivinó la verdad y, como si alguien los hubiera puesto de acuerdo, comenzaron a exaltarse.

Ya estaba bien de aguantar. Primero la gorda presentadora, luego el equilibrista del pedestal, a continuación el cómico de los saludos, y ahora el patinador. Unos protestaban levantándose de su butaca o subiéndose sobre ella; otros silbaban como auténticas y frenéticas locomotoras; los más manifestaban su descontento a grito pelado. Algunos imprudentes, enardecidos o contagiados por aquella locura que se extendía por momentos, más atrevidos y menos educados conforme avanzaba la protesta, comenzaron a lanzar trocitos de programas de mano encendidos desde el anfiteatro al patio de butacas sin calcular el peligro que entrañaba tal aberración.

Aetos adivinó inmediatamente adónde podía conducirlos aquella situación, por lo que convirtió su rostro en el más autoritario de los gestos y ordenó a Juan Carlos y a los Fassios salir a escena, dar la cara y calmar aquel zipizape con trabajo.

—¿Estás loco? —intervino Juan Carlos.

—Jamás estuve más cuerdo, os aseguro que es la única solución.

—Pero ¿qué hacemos?

—Combinar las tres atracciones en una sola presentación. Te dejaremos actuar, pero en las pausas para tu descanso haremos nuestro trabajo tanto los Fassios como nosotros. Tres atracciones en una... ¡Vamos! No perdamos un segundo más.

Y sin mediar más palabras salieron a escena los cuatro personajes, Juan Carlos, Gustav y Rebeca Fassios, y Aetos, ya que Moses se reservaba para sorprender al público con algunos de sus trucos de magia.

Los espectadores, que en principio no cejaban en su empeño de alborotar y acabar con lo que entendían como una estafa, al ver que Juan Carlos bajaba al patio de butacas y comenzaba a subir la escalera colgante a pulso, dejaron de atender a Rudi Ciclotón para concentrar su mirada en aquel joven y elegante atleta que les ofrecía algo nuevo.

Agneta, ya completamente curada de espanto, musicalizaba aquella diestra subida con dramatismo. Cuando Juan Carlos alcanzó el trapecio y se sentó sobre él, recibió una ovación cerrada, síntoma inequívoco de que aquel público comenzaba a recuperar la cordura.

—¡Tango! —le gritó Gustav Fassios a Agneta durante la ovación que estaba recibiendo el trapecista.

Ella comprendió de inmediato y comenzó a interpretar El día que me quieras, una canción que había popularizado Carlos Gardel pocos años antes.

Gustav y Rebeca Fassios se lanzaron a bailar aquella melodía con la mayor elegancia y soltura. Conforme avanzaban, cambiando y sorprendiendo con nuevos pasos constantemente, el público los aplaudía, al principio tímidamente, aunque más tarde —cuando llegaban a los últimos compases y, en una perfecta filigrana tejida con la mayor maestría, anudaban y desanudaban sus piernas como si las hubieran convertido en rápidos sacacorchos automáticos— la ovación fue cerrada hasta el final de la interpretación. El público comenzaba a pedir más baile cuando el vuelo de Juan Carlos sobre sus cabezas llamó su atención. Sin dar tiempo a los espectadores ni para respirar, Juan Carlos inició su primer equilibrio sobre el trapecio. Volaba de un lado al otro de la sala manteniéndose en pie sobre la barra del trapecio y con las manos libres.

Algunos espectadores, temerosos, se enroscaban en sus butacas. El jefe electricista había entendido la situación e improvisaba la iluminación de la función sobre la marcha. El público había entrado en razón: habían olvidado por completo la bronca y prestaban la mayor atención a todo cuanto sucedía en la sala. Cuando por fin Juan Carlos volvió a sujetarse de las cuerdas y brindó a los presentes su franca sonrisa, todos aplaudieron emocionados.

Aetos se encontraba en el centro del escenario; vestía un elegante frac blanco con zapatos y sombrero de copa a juego. Cuando el público dejó de aplaudir, los Fassios lo ataron y lo introdujeron en una cabina. De pronto, ésta se vino abajo: los paneles quedaron esparcidos por el suelo y no había ni rastro de Aetos.

Para sorpresa del público, inmediatamente aparecía Aetos por el pasillo central del patio de butacas saludando con su sombrero de copa de raso blanco en alto. En realidad no era Aetos, sino Moses, pero el público desconocía el hecho de que se tratara de dos magos y además fueran gemelos...

Conforme subía al escenario, Moses levantó su sombrero y señaló a Juan Carlos, quien ya volaba de nuevo para realizar su siguiente ejercicio.

Y así, pasándose el relevo de una atracción a otra, los Fassios interpretaron seis números bailables, los hermanos Orakis presentaron seis impresionantes trucos de magia y Juan Carlos se jugó la vida siete veces más, dejando al público, en su último ejercicio, con el corazón en la boca.

Una vez anunciado el final del espectáculo y mientras los espectadores, abandonando satisfechos el local, cruzaban el vestíbulo del teatro, ahora a oscuras para lograr el efecto, Lukas y Lena de Cock, armados con sus potentes linternas en su mano izquierda, creaban todo tipo de sombras chinescas en las paredes y sobre las cabezas de los espectadores en una simpática e inolvidable despedida.

Cuando Juan Carlos, los Fassios, los Orakis Brothers y Agneta Beckenhauer, tras finalizar la representación, entraron al patio de camerinos, el resto de la compañía y el personal técnico del escenario los recibieron como héroes. Sólo faltaba Al Pace, quien según las últimas noticias, ya consciente, pasaría la noche en el hospital de la Cruz Roja vigilado por los médicos de guardia. Máxima Contessa, Bergen y Rudi Ciclotón estaban presentes y parecían encontrarse en buenas condiciones, aunque mostraban varios vendajes y parches de esparadrapo en sus cuerpos.

Cuando todos habían mostrado su agradecimiento abrazando y besando a los protagonistas de la noche, apareció en el fondo del escenario Armand Rousseau, quien con el susto aún reflejado en su rostro felicitó efusivamente a los salvadores del espectáculo.

Juan Carlos era bastante exigente con el hecho de mantener una concentración total antes de subir al trapecio. Por lo regular, evitaba hablar con nadie los tres minutos previos a una actuación y acostumbraba a cerrar los ojos para tratar de visualizar el trabajo que iba a realizar y repasar todos los ejercicios por orden de ejecución. Un psiquiatra berlinés aficionado al espectáculo le había recomendado este método hacía tiempo. Ese mismo especialista le había informado también de que su exagerada transpiración, hecho que aumentaba considerablemente la peligrosidad en su arriesgado trabajo, no se producía por el esfuerzo físico que realizaba sobre el trapecio, sino por el estado en que se encontraba en esos momentos su sistema nervioso. Por eso, incómodo como se sentía cubierto de sudor en aquellos momentos en que todos le abrazaban y besaban, decidió hacer una pausa para calmar sus nervios y se dirigió a su camerino para hacerse con un albornoz. No esperaba encontrar allí a nadie esperándole y, en el supuesto caso de que le hubiera estado aguardando alguien, habría entendido que fueran exclusivamente Erika, Aetos o Moses, pero nadie más. Para su total asombro, quien le esperaba detrás de la puerta sosteniendo un albornoz y con el agua de la ducha corriendo era nada más y nada menos que Ivette Trouzot. Su sorpresa aumentó cuando aquella francesita, con la mirada brillante y balbuceando palabras incomprensibles que acompañaba con gestos de invitación, le indicaba que se introdujera en la ducha mientras ella le esperaba con el albornoz abierto y colgando de sus manos.

Por unos segundos, Juan Carlos pareció dudar ante la situación que se le presentaba. Normalmente, y en razón de la excitación que le producía jugarse la vida en el trapecio, después de cada actuación sufría importantes ataques de lujuria y, de hecho, no miraba a una mujer con los mismos ojos antes de una actuación que tras bajarse del trapecio, una circunstancia que había comprobado en más de una ocasión pero que jamás había comunicado a nadie, ni siquiera al psiquiatra berlinés. Pero aquella precisa noche, sin embargo, y a pesar de la excitación que pudiera haberle producido su reciente actuación, lo tuvo muy claro: miró al suelo durante unos instantes mientras, completamente en silencio, negaba con la cabeza. Cuando levantó la mirada fue para indicarle a Ivette, con un gesto serio e inconfundible, que abandonase de inmediato el camerino.

La francesita trató de no darse por enterada. Como única respuesta al gesto de Juan Carlos se acercó a la puerta del camerino y, observándole desde allí con una mirada de complicidad, giró la llave y dejó cerrada la habitación con sólo ellos dos dentro. Justo en aquel momento alguien trató de entrar, movió el picaporte e inmediatamente sonaron unos golpes en la puerta. Ivette Trouzot se llevó el dedo índice a los labios para pedir silencio, pero Juan Carlos, con gesto de disgusto y sin prestar la menor atención a la solicitud de ella, la apartó a un lado y haciendo girar la llave abrió la puerta de par en par. Detrás de la puerta apareció una alegre y sonriente Erika que, tras descubrir a Ivette, transformó su sonrisa en un grave gesto de decepción. Al igual que le había sucedido anteriormente a él, lo menos que esperaba era encontrar a la francesita en el camerino y, desde luego, mucho menos aún encerrada bajo llave con Juan Carlos. Pero vista hace fe, y aquello era un hecho comprobado. Posiblemente era la primera decepción relacionada con el amor que sufría Erika en su vida. Sintió algo terrible. Parecía que el mundo se había roto en mil pedazos.

Notó un fuerte dolor en el pecho al tiempo que los ojos se le llenaban de agua. Su primera intención fue retirarse de allí inmediatamente mientras intentaba infructuosamente identificar con claridad el sentimiento que la embargaba. ¿Decepción? ¿Odio repentino? ¿Vergüenza? ¿Celos? Fuese lo que fuese, necesitaba sufrirlo a solas, sin la presencia de nadie. Pero en el momento en que trató de retirarse con la mirada perdida, Juan Carlos la sujetó pasándole el brazo por la cintura con cierta firmeza para introducirla en el camerino con suavidad y delicadeza. Con ella así sujeta, hizo un inconfundible gesto de despedida a la francesita, quien, tras mirarlos a los dos con una clara mueca de desprecio, abandonó el camerino murmurando palabras que sonaban a un futuro desquite. Juan Carlos, sin soltar a Erika de entre sus brazos, se acercó a la puerta y volvió a cerrarla. Mientras giraba la llave, y sólo por un instante, pensó que le había parecido como si la francesita, antes de salir, tratase de esconder o no dejar caer algo que tenía en la bocamanga de la chaqueta. Pero ahora estaban los dos solos y no deseaba pensar en otra cosa.

Desechando de su mente cualquier asunto que pudiera sacarle de aquella realidad, colocó a Erika de frente para estrecharla mejor y la dejó llorar durante un rato en su pecho. Cuando entendió que estaba más calmada, se animó a preguntar:

—¿Celos?

Erika se secó los ojos antes de responder.

—Deben de ser. Pero si lo son, te aseguro que son muy fuertes...

—¿Es la primera vez que sientes celos?

—¿Cómo podía ser de otra forma si es la primera vez en mi vida que quiero a alguien?

—Eso me parece muy bien —dijo él suavemente—, porque espero que algún día llegues a sentir lo que yo siento por ti.

Erika no respondió, en lugar de ello le entregó los labios en un beso que decía mucho más que las palabras. Cuando recuperaron la voz, Juan Carlos tomó la cabeza de Erika entre sus manos:

—No vuelvas a sufrir por celos jamás —le dijo mirándola a los ojos fijamente—. No vale la pena. Ni yo, con todo lo que te quiero, valgo una lágrima tuya. Los celos son el cáncer del amor, cuando invaden la mente de un enamorado no cejan hasta destruir el idilio...

—Pero, entonces, ¿esa chica...?

—Esa chica se había colado en mi camerino con extrañas intenciones, no lo niego, pero nunca esperes de mí una traición. Yo no soy así. Cuando llegues a conocerme bien entenderás lo que hoy te estoy diciendo, porque ésta será la única vez que te hable así. Puedes estar segura de que no volveré a tocar este tema jamás.

—De acuerdo —respondió ella abrazándole con fuerza y presionando su cuerpo hasta sentir en sus piernas la excitada respuesta de su hombría. Entonces, acercando sus labios a un oído de él y casi en un suspiro, le susurró—: Sabes que te estoy provocando. Y sé que mi provocación te excita...

—Estoy excitado desde que subí al trapecio.

—Ese trapecio es mi competidor. ¿Quieres subir a mi trapecio aunque pueda ser más peligroso?

—En este momento estoy loco por jugarme la vida contigo.

Erika le buscó la boca con los labios entreabiertos y, tras entregarse en un sentido y profundo beso, acercó de nuevo sus labios al oído para, en una especie de interminable quejido, decir: «¡Ahora! Entra...»