13

Antes de arrancar el motor, Juan Carlos comprobó con cuánta gasolina contaba para el viaje. Disponía de un poco más de medio depósito. «Suficiente», pensó, para llegar a Wurzburgo. Arrancó el motor y pidió instrucciones a Erika, quien acababa de abrir el plano de la ciudad sobre sus piernas. Tras recibir las primeras explicaciones miró por su retrovisor y preguntó en voz alta:

—¿Estamos todos?

Nadie respondió, todos hablaban a un mismo tiempo, por lo que Aetos se levantó y, tras reclamar la atención de los viajeros, les habló:

—Ya sé que solemos amanecer muy parlanchines, a mí también me ocurre, pero Juan Carlos quiere saber si falta alguien.

—Yo estoy seguro de estar —respondió Bergen—. Y, por lo que veo, todos están seguros de estar también.

Aetos echó una ojeada a los asientos.

—Se aprueba el viaje —le comunicó a Juan Carlos volviéndose a sentar—. ¡En marcha!

Éste pisó el acelerador y maniobró para salir del recinto del hospital, quince minutos más tarde desembocaban en la carretera que los conduciría a Wurzburgo.

Una vez seguro de seguir el camino correcto y ávido de conversación, comentó a Erika:

—Hemos tenido suerte en Weimar al topar con ese médico.

—Parece un excelente profesional —coincidió Erika con la vista aún en los mapas de carretera—, pero fue una locura abordarle así.

—Estoy de acuerdo contigo, pero ya ves... Hay locuras dementes y locuras cuerdas. Y el doctor supo distinguir.

—Eso es una demostración de que, a pesar de la situación de barbarie que vivimos, aún quedan personas con humanidad.

—Naturalmente que quedan, y siempre quedarán porque, al fin y al cabo, en el fondo, en algunos casos muy en el fondo, la mayoría de nosotros no tenemos malos sentimientos, es la guerra la que nos hace malos.

—No estoy muy convencida. ¿Tú piensas que todos somos buenos al nacer?

—No creo que seamos buenos, ni malos tampoco. Entiendo que nacemos con sentimientos sin formar, sentimientos que, con el tiempo, se convierten en buenos o malos según las circunstancias.

»Pienso que es la vida, el entorno, todo aquello que nos rodea y ejerce alguna influencia sobre nuestra personalidad lo que nos hace ególatras o altruistas, compasivos o despiadados, violentos o pacíficos; en definitiva: buenos o malos.

—Quieres decir que lo aprendemos...

—Igual que aprendemos a leer y a escribir, a caminar y a orientarnos, a comer y a sobrevivir. A partir de nuestro nacimiento el camino está marcado y lo único que podemos hacer es seguir las instrucciones. Otros han pensado lo que es bueno o malo para ti.

—¿Quiénes? —preguntó Erika.

—Tu familia, la sociedad, los educadores, los políticos, los murciélagos...

—Yo pienso lo mismo —añadió Aetos inmiscuyéndose en la conversación—. Aunque a veces tengo mis dudas...

—¿Y eso? —preguntó Juan Carlos.

—No me digas que no has tropezado alguna vez con algún malnacido venido al mundo en cuna de oro.

—Mal consejero el oro —reflexionó Juan Carlos.

—Es cierto —aceptó Aetos—, pero no siempre...

—Habría que saber en qué cuna nació el médico que dio origen a esta conversación —comentó Erika ensimismada.

—Ése, por lo que hemos podido comprobar, es de buena cuna y buena crianza —conjeturó Aetos—. A diferencia de lo que se ve hoy en día, lleva con él una gran carga de suerte y humanidad.

—Esperemos que la misma suerte y la misma humanidad nos acompañen en Wurzburgo... —deseó Juan Carlos.

—Creo que la suerte lleva mi nombre allí —comentó Aetos—. No sé por qué, pero me parece que ahora me tocará a mí resolver la parada y fonda.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Juan Carlos con una sonrisa—. Apareció el Aetos del oráculo. ¿Puede saberse qué es lo que vas a resolver?

—Moses y yo tenemos una hermana en Wurzburgo que hace años actuaba con nosotros. Durante una de nuestras temporadas se enamoró en esa ciudad de quien hoy es el jefe de la estación de ferrocarriles.

—Nunca lo habíais mencionado.

—No habrá venido al caso. De todas formas, no solemos hablar mucho de la familia. Lo importante es que hoy puede sernos útil.

—No veo la relación de un jefe de estación con nuestras necesidades —apuntó Erika.

—Como jefe de estación, no —intercedió Moses apuntándose al diálogo—, pero como socio propietario de un hotel junto a la estación puede resultar de lo más práctico.

—¡Dueño de un hotel! —exclamó Juan Carlos con un gesto de ilusión. Pero éste le cambió inmediatamente al decir—: Pero somos demasiados, creo que sería un abuso...

—De abuso nada —interrumpió Aetos—. Él es dueño de ese hotel gracias a nosotros, aunque ésa es otra historia que no viene al caso. Lo que sí puedo deciros es que no siento el más mínimo reparo en solicitar ese favor, en este sentido podéis estar tranquilos.

—Si es así, bendito sea —dijo Juan Carlos—. Pero, entonces, ¿vamos al ayuntamiento o directamente al hotel de vuestro cuñado?

Los gemelos se miraron y, como si fuera uno solo el que hablara, dijeron a un tiempo:

—¡Al hotel!

Cuando divisaron el famoso castillo de Marienburg en la colina, los ancianos se animaron. Estaban llegando a Wurzburgo y Al Pace levantó su voz para anunciar:

—Compañeros. Si alguna vez cogí una curda inolvidable, puedo aseguraros que fue aquí. Bebí tanto Frankenwein que posiblemente de ahí me vengan mis prisas por desaguar.

—El mejor vino de Alemania —comentó el húngaro Gustav.

—Bien que lo sabes tú —sentenció su esposa—. La última vez que actuamos aquí no pudiste debutar...

—Fue por culpa de las autoridades. Presumen tanto de su vino de la Franconia que no se cansan de ofrecértelo, y uno, que es débil por naturaleza...

—Sí, sí, pero yo tuve que bailar por los dos —agregó ella—. Recuerdo que tú, en lugar de bailar un vals, que era lo que la orquesta interpretaba, lo bailabas en tempo de rumba cubana.

—Eso ocurre en las mejores familias —comentó Aetos—. ¿No es verdad, Moses?

Éste miró a su hermano gemelo como tratando de recordar, hasta que soltó una ruidosa carcajada.

—¡Vaya melopea! —exclamó entre risotadas.

—Pero cumplimos —remató Aetos.

Debido a la prevención en caso de bombardeos, el tráfico era un caos en la ciudad. Unas calles permanecían cerradas y otras con su sentido de circulación invertido, por lo que tardaron en acceder al centro. Cruzaron el puente viejo sobre el río Meno, y admiraron la fachada del palacio residencial y del histórico Grafeneckart. Los ancianos hacían todo tipo de comentarios recordando anteriores experiencias vividas en la ciudad mientras Juan Carlos estacionaba el autobús frente al hotel y junto a la estación de ferrocarriles. Una vez puesto el freno de mano, Aetos se levantó para informar a sus compañeros:

—Vamos a gestionar la cena y las habitaciones, será cuestión de minutos. Dejamos el motor encendido para que no se enfríe el interior del vehículo. Para cualquier cosa, estamos en el vestíbulo del hotel.

—¿Me necesitáis? —preguntó con su voz atrompetada Bergen.

—Por el momento no —respondió Aetos—. En el caso de que necesitemos tu colaboración, te avisaremos.

—Ya sabéis que en seguida me invento un perro —insistió.

—Contamos con ello —agradeció Juan Carlos.

El cuarteto gestor se apeó del autobús y de inmediato se perdió en el interior del hotel, lo que dio motivo a todo tipo de comentarios por parte de los viejos. La posibilidad de disponer, aunque fuera por una sola noche, de una auténtica habitación llenaba de ilusión sus mentes. A ninguno de ellos se le había ocurrido hacer el más mínimo comentario al respecto, pero lo cierto era que ese largo viaje los hacía sentirse molidos, a pesar de que por nada del mundo hubieran protestado. Espiritualmente, aquel viaje representaba un sueño para ellos, pero materialmente estaban hechos fosfatina. Aunque todo fuera por volver a la profesión y lo que de positivo esto tenía.

El vestíbulo del hotel se encontraba desbordado por soldados y oficiales de la Wehrmacht que fumaban cigarrillos incansablemente, y una nube de humo acumulado molestaba en los ojos al cruzar el gran salón. Un ácido e intenso olor a tabaco rubio, mezclado con el tufo que irradian los uniformes guardados en armarios con naftalina, invadía el ambiente. El cuñado de los gemelos, Friedrich Clauss, no se hallaba en el hotel en ese preciso momento, por lo que tuvieron que llamarlo por teléfono a su despacho de la estación de ferrocarriles. La que apareció de inmediato, tan pronto supo que estaban allí sus hermanos, fue Alethea, quien impresionó sobremanera a Erika y a Juan Carlos, pues, a pesar de sus años, aquella mujer podía presumir de haber sido escultural y bellísima. Conocedora de esto, sabía equilibrar con humildad sus fuertes rasgos de personalidad arrolladora. Los gemelos y su hermana, una vez en el despacho de dirección, se fundieron en un fraternal e interminable abrazo que los dos jóvenes respetaron prudentemente. Tras secarse con las manos, sobre todo ella, algunas lágrimas, disfrutaron de un momento de hilaridad: Alethea, como una niña, reía por lo ancianos que encontraba a sus hermanos mientras les acariciaba las marcadas arrugas en sus rostros y los regañaba por dejarlas crecer. Ellos la trataban como a una niña y fue entonces, en plena euforia, cuando se presentó Friedrich, quien tras abrazarlos calurosamente les preguntó extrañado:

—¿Qué hacéis en Wurzburgo?

—Gajes del oficio —respondió inmediatamente Aetos—. Somos parte de una embajada cultural que viaja a Stuttgart en viaje de confraternidad.

—En realidad, somos un puñado de vejestorios que han encontrado un motivo justificado para volver a la escena —agregó con una amplia sonrisa Moses.

Alethea, sorprendida, se llevó las manos al rostro.

—¿Seguís utilizando fieras? —preguntó asustada.

—No. Ahora las fieras andan sueltas por la calle.

El irónico comentario de Aetos inquietó a los presentes y Juan Carlos trató de quitarle hierro.

—Hacen magia, pero sin fieras —desveló—. El caso es que todavía no han estrenado sus nuevos trucos porque aún no hemos probado el espectáculo. Pero, conociéndolos como los conocemos, sabemos que cualquier cosa que hagan será un éxito.

—Él es Juan Carlos Barrachina. El mejor trapecista del mundo —explicó entonces Moses presentándoselo a su hermana—. Y ella es Erika, una compañera de viaje.

—¿Viajáis sólo vosotros o sois una compañía completa? —preguntó Friedrich.

—Somos dieciocho —puntualizó Aetos—. Y esto lo digo con la mayor franqueza: vamos a necesitar cenar y dormir.

—La cena no será problema —respondió en seguida Alethea— porque precisamente hoy hemos recibido un cargamento de alimentos de la intendencia militar. El problema son las habitaciones. Algo importante se espera en esta ciudad, digo yo, porque de pronto, sin previo aviso, ha llegado gran parte de una división, creo que antiaérea, y todos los hoteles y pensiones están abarrotados. Lo único que se me ocurre es que durmáis en los sofás del vestíbulo. Algunos, no todos, por supuesto, podéis usar el cuarto de baño de nuestra habitación. Es todo lo que podemos hacer por vosotros.

—Bastante es —agradeció Juan Carlos—. Quizá en el ayuntamiento puedan...

—No creo que hoy el ayuntamiento vaya a resolveros nada. Llevan dos días acomodando a militares, los colocan hasta en casas particulares.

—Pues entonces cena y autobús —añadió Aetos decepcionado—. ¡Qué le vamos a hacer!

—Creo que tengo la solución —exclamó Friedrich de pronto.

Todos miraron sorprendidos al jefe de estación mientras éste sacaba de un bolsillo una nota que consultó concienzudamente.

—Efectivamente... Hoy ha entrado en la nave de reparaciones un coche-cama que ha llegado esta mañana lleno de oficiales. Hay que hacerle una revisión de frenos, una tontería. Con el desajuste que existe en la red ferroviaria, sabemos que el vagón entra hoy, pero no tenemos ni idea de cuándo volverá a la circulación. Lo que quiero decir es que, con ese vagón, disponemos de camas para todos vosotros, ¿qué os parece?

Juan Carlos, siempre rápido a la hora de tomar decisiones, rompió el silencio:

—¡Me parece una idea genial!

—¿Verdad que sí? —apoyó con ilusión Alethea.

—Perdonen que haga una pregunta —interrumpió Erika—. Pero, tratándose de ancianos, ¿no pasarán frío?

—Dentro de la nave no —aseguró Friedrich—. Además, ya me ocuparé yo de que introduzcan en el vagón termos de agua caliente.

—Pues entonces parada y fonda resuelta —concluyó Aetos con satisfacción.

Friedrich explicó a Juan Carlos cómo entrar a la nave con el autobús. Estaban muy cerca, sólo había que dar una vuelta a la manzana. Decidieron que los ancianos fuesen a la nave y se acomodaran en el vagón durante lo que quedaba de tarde y, a las siete, Alethea los estaría esperando para cenar. Friedrich salió inmediatamente para dar las órdenes pertinentes y los gemelos, Erika y Juan Carlos volvieron al autobús.

La noticia de que pasarían la noche en departamentos de coche-cama de un vagón de tren animó a los ancianos. A la mayoría les hacía ilusión rememorar viajes realizados en el pasado, ya que moverse de esta forma era un lujo sólo al alcance de los privilegiados, aunque más lujo era dormir sin sentir el inevitable traqueteo del tren en movimiento. Eso sí que sería un privilegio.

Como niños con un juguete nuevo, los componentes de la compañía se acomodaron de dos en dos en los departamentos y, puesto que sobraban, Juan Carlos y Erika pudieron disponer de uno para cada uno. Bergen, que ya contaba con uno para él y su esposa, reservó otro en una cabecera del vagón a fin de usarlo como club. Había descubierto en el pequeño despacho del revisor varias barajas y fichas, lo que dio motivo a que recorriera el vagón anunciando que aquella noche, después de la cena, se celebraría en el compartimento-casino una partida de póker que nadie podía perderse y que se aceptarían en las apuestas todo tipo de pendientes, anillos, sortijas y dentaduras postizas de ambos sexos.

A las siete en punto, la compañía entraba en el comedor del hotel. Alethea y Friedrich los esperaban sentados a una mesa preparada para veinte comensales, y a pesar de que las circunstancias no eran las más idóneas, Alethea quiso atender a sus hermanos personalmente y disfrutar también de aquel grupo de profesionales del espectáculo que la devolvían a su juventud. Friedrich, por su parte, se desvivía en atenciones para con los gemelos, lo que hacía suponer que había algo más que una deuda de cariño entre cuñados.

En pocos minutos el pequeño comedor se llenó de oficiales de la Wehrmacht, que solicitaban vino de la zona, y al momento comenzaron a llegar a las mesas las valiosas botellas de Frankenwein, lo que sin duda ayudaría a crear un buen ambiente en el comedor.

Junto a una cabecera de la mesa de la compañía, justo donde se sentaba Bergen, había una mesa preparada para cuatro. El espacio era muy reducido y, de sentarse a comer las cuatro personas, apenas les quedaría espacio para mover los brazos. Bergen pensó que la incomodidad no les permitiría disfrutar de los alimentos, pero aquél no era su problema, por lo que tomó asiento en espera de que le sirvieran la cena.

Acababan de servirle unas chuletas ahumadas de Sajonia acompañadas por un apetitoso puré de patatas cuando por la puerta del comedor aparecieron los cuatro comensales que ocuparían la mesa: se trataba de dos Obersturmbannführer, uno de las SS y el otro de la Gestapo, acompañados por sus dos ayudantes, un Hauptsturmführer y un Obersturmführer. El de la Gestapo era enorme, ese tipo de persona que llama la atención por su tamaño; parecía más bien un profesional de la lucha libre. Bergen los vio acercarse y pensó: «Como a este mastodonte se le ocurra ocupar la silla situada a mi espalda, se me acabó la cena.»

Su pensamiento se convirtió en maleficio: el hombre no sólo ocupó aquella silla, sino que se embutió en ella y empujó hacia atrás sin la más mínima consideración, dejando a Bergen emparedado y atrapado entre la mesa y su silla. Como pudo, haciendo un gran esfuerzo para desatascar sus costillas del borde de la mesa, Bergen resbaló y salió de aquel atolladero por debajo de la mesa con la ayuda de Máxima Contessa, que ocupaba el puesto contiguo. Inmediatamente se acercó a Al Pace, que ya había comenzado a comer, y hablándole al oído le preguntó:

—Al, ¿sigues haciendo el truco de los perdigones?

—Por supuesto —respondió éste con la boca llena.

—¿Tienes carga a mano?

—Siempre, ya sabes que es mi entretenimiento preferido.

—Pues, querido amigo, estoy sentado en la cabecera y necesito que me espantes a un moscón que tengo a mis espaldas. ¿Podrías hacerlo?

—Siempre estoy dispuesto a colaborar con los amigos. ¿Qué asiento debo ocupar?

—Tienes que intercambiar tu puesto con Máxima. Yo te la mandaré para acá.

—Sin problema —respondió Al, y se llevó una copa de vino a la boca.

Bergen regresó a su mesa y le pidió a Máxima que se intercambiase el asiento con Al Pace, más tarde le explicaría la razón. Al levantarse ésta, Bergen aprovechó para sentarse en su silla, donde volvía a estar completamente estrujado. Un minuto más tarde, Al se sentaba junto a Bergen con un cargamento de perdigones de plomo entre su labio inferior y las encías. Sin inmutarse lo más mínimo y utilizando la lengua como herramienta propulsora, colocó un perdigón entre sus dientes superiores e inferiores y, presionando con la punta de la lengua, lo disparó con tal puntería que fue a dar en el cogote del mastodonte. La reacción del Obersturmbannführer de la Gestapo no se hizo esperar: su mano derecha buscó el lugar del impacto, pero no fue a más; el segundo disparo hizo que se diera un pescozón en la parte trasera del cuello; el tercero logró que se levantara y se volviera furioso hacia Al Pace y Bergen, pero éstos, impertérritos, no se inmutaron. El oficial se puso rojo de rabia y sus compañeros de mesa lo miraron extrañados. Dos acertadas descargas más lograron que saltara como un resorte de la silla, derramando un plato de comida encima de su asistente y gritando enrabietado al tiempo que le pedía excusas y su ayudante, abochornado, se limpiaba el uniforme. El SS-Obersturmbannführer se levantó alarmado, pues intuía que algo anormal le estaba sucediendo a su compañero ya que a esas alturas todo el comedor estaba pendiente de ellos. Preguntó al encorajinado mastodonte de la Gestapo qué era lo que le ocurría y, cuando éste trató de explicarle lo que sentía en el cogote, recibió tres perdigonazos en la cara que terminaron de volverle loco e hicieron que empezara a darse de bofetadas mientras de su boca salían rayos y centellas.

Todos los presentes fueron testigos de cómo un oficial de la Gestapo, tras sufrir un ataque de histeria, abandonaba el comedor hecho una fiera y sin que nadie supiera jamás qué le había sucedido. Alethea se acercó a la mesa con la intención de averiguar lo ocurrido, pero nadie pudo darle una explicación lógica.

Cuando los ánimos se hubieron apaciguado en el comedor, Al Pace, disimuladamente, le guiñó un ojo a Bergen. Éste, con la mayor satisfacción, corrió hacia atrás su butaca y, tras suspirar satisfecho, continuó cenando como un señor.

Para no molestar a los ancianos, cuyos desaforados ronquidos se oían por todo el vagón, Juan Carlos y Erika, en voz baja, conversaban en el pasillo del coche-cama. Estaban en el extremo contrario al que habían elegido los jugadores para montar su casino y, por primera vez durante todo el viaje, disponían de un momento a solas.

A Juan Carlos le ilusionaba sobremanera compartir con ella aquel momento, en diferentes oportunidades había descubierto a Erika observándole con interés, pero cada vez que trataba de corresponderla ella retiraba la mirada con la mayor discreción. Erika también se sentía observada, pero en su caso ya había descubierto un interés especial por parte de él gracias a las palabras que usaba para dirigirse a ella, su cariño en el trato o las profundas miradas, tanto que a veces lograban que ella sintiera una total desnudez. Aun así, recelosa por naturaleza, no quería hacerse falsas ilusiones, pues la situación de zozobra que experimentaban aquellos días se prestaba a crear una confusión de sentimientos que no tuvieran nada que ver con la realidad. Quizá por eso la conversación se inició sin que ellos se incluyeran en ella.

Juan Carlos, cada vez más identificado con el grupo de ancianos, comenzó mencionándolos:

—¡Qué especiales son nuestros viejos!

—Ya lo creo, son únicos —respondió Erika—. La vida los ha hecho especiales. Piensa en el mundo recorrido por cada uno de ellos y saca tus propias conclusiones.

—Hay una cosa que me llama poderosamente la atención. ¿Has observado lo fieles que son?

—¿A qué te refieres?

—A su gran sentido de la fidelidad: unos son fieles a sus parejas, otros lo son al hermano, otros al compañero o compañera de actuación, y ahora, en estos días, todos lo son a nosotros.

—De alguna manera, ellos se sienten ciudadanos del mundo. El mundo es su patria. Y, sin embargo, las costumbres, las lenguas, las fronteras, las diferentes culturas que conocieron en su momento los hicieron sentirse excluidos de ellas. Esa sensación de soledad, llegada la vejez, hace que se solidaricen aún más con su pareja, hermano o quien sea. Es el eterno agarrarte a lo tuyo. Quizá sea una tontería lo que estoy diciendo...

—No lo es en absoluto, tiene sentido. La soledad es la gran amiga del silencio. Lo digo por mí mismo. ¿Sabes? A veces me he descubierto hablando solo. ¿Dónde has puesto los calcetines nuevos?, ¡los lavaste ayer!, ¡pues no tengo la más mínima idea de dónde los he guardado!...

—Eso nos ocurre a todos —confesó Erika riendo.

—Pues yo pienso que cuando hablas solo es porque necesitas a alguien a quien preguntarle por tus calcetines.

—Supongo que si necesitas a alguien será para algo más que para preguntarle por eso.

—No sé, pero los calcetines son todo un símbolo: son dos, hacen pareja, son inseparables, envejecen juntos, calientan los pies y nos ayudan a pisar firme.

Los de la partida de póker se alumbraban con una tenue lámpara de gas; al pasillo del vagón sólo llegaba algún que otro reflejo desde los faroles de guardia de la nave. Aun así, cada vez que Juan Carlos la miraba, Erika se veía forzada a bajar la cabeza. La conversación en voz baja y el tono íntimo con que se estaba llevando a cabo lograron influir en ella:

—¿Por qué me miras de esa manera?

—No sé cómo te miro —respondió él mirándola a los ojos—, pero me gusta hacerlo.

—Es que... No puedo resistir tu mirada.

—Si quieres dejo de hacerlo —ofreció Juan Carlos mientras la observaba con arrobo—. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Me lo tienes que pedir tú. Pídeme que no te mire y veré si puedo complacerte.

—¿Cómo quieres que te pida algo que no siento? Una cosa es que no pueda resistir tu mirada y otra muy distinta es que no me guste.

Juan Carlos, conforme hablaba, había ido acercando su rostro al de ella, que, dominada por la situación, cerró los ojos en espera del inevitable encuentro. Apenas llegaron a rozarse los labios, pues coincidiendo con aquel amago de beso se produjo en el vagón un movimiento brusco. Algo había chocado contra ellos. De pronto se oyó una orden dada por alguien en el exterior y el vagón se puso en marcha lentamente. Juan Carlos, sorprendido, abrió una ventana del pasillo y se asomó al exterior. Lo que vio no tenía sentido.

Una locomotora tiraba del vagón y lo sacaba de la nave. Los integrantes de la partida salieron al pasillo alborotados pidiendo explicaciones y Juan Carlos, sin perder un segundo, echó a correr para tratar de parar la locomotora. Hacía poco que habían cerrado la puerta para evitar la pérdida de calor de los termos de agua caliente, y, con la desesperación que produce la prisa, Juan Carlos no encontraba el mando para abrirla aunque tenía que estar por allí cerca, a mano. Cuando más desesperado estaba vio cómo Aetos, que había aparecido de repente, movía una palanca en la puerta y ésta se abría. Sin pensarlo, saltó del vagón, corrió hacia la locomotora y, al llegar a la altura de ésta, comenzó a gritar y a gesticular como un loco. Pero todo fue inútil. Atentos a lo suyo, ni el maquinista ni el fogonero le prestaban atención, y no se asomaban a la ventana ni tampoco podían oírle. Finalmente, Juan Carlos decidió subir a la locomotora, lo que hizo que el maquinista y el fogonero se quedaran muy sorprendidos al encontrarse con un demente que les gritaba desaforadamente tras el cristal de la puerta.

Halt! Halt! —se desgañitaba Juan Carlos.

En una reacción espontánea, el maquinista frenó la locomotora y, una vez parada, preguntó con cara de malas pulgas:

—¿Qué hace en mi máquina?

—Pedirle que la pare. Hace rato que les estoy gritando.

—¿Y por qué debería pararla?

—Porque el vagón está ocupado por ancianos que duermen.

—¡Eso es imposible! —negó el maquinista.

—Baje usted y se lo demuestro.

—Yo no tengo por qué bajarme. He recibido la orden de colocar este vagón en el andén número uno y voy a tratar de llegar a Berlín con varias unidades, así que me está haciendo perder el tiempo.

Mientras hablaban, se había formado un grupo de ancianos en tierra junto a la puerta de la locomotora. El maquinista se asomó para observarlos y los encontró envueltos en mantas para resguardarse del frío.

—No comprendo lo que ocurre —reconoció—, pero tengo una orden y la voy a cumplir ahora mismo.

—De acuerdo —dijo Juan Carlos—. Deme cinco minutos para vaciar el vagón y después puede usted hacer lo que quiera.

El maquinista lo pensó unos segundos y finalmente accedió.

—Tiene usted cinco minutos. Ni uno más.

Juan Carlos bajó para explicar rápidamente al grupo de ancianos lo que ocurría.

—Vaciad el vagón y que todo el mundo baje a tierra. No perdáis tiempo —les ordenó sin darles la ocasión de protestar—. Yo iré a buscar el autobús para traerlo hasta aquí.

Mientras Erika, acompañada por el grupo del casino —Aetos, Moses, Bergen, Al Pace y Rudi Legrand—, se encargaba de despertar y hacer bajar del vagón al resto de la compañía, Juan Carlos llegó con el autobús y se encontró a los viejos artistas envueltos en mantas y tiritando. Todos habían creado un grupo compacto para protegerse del intenso frío de la madrugada, excepto Al Pace, que a unos metros orinaba junto a un árbol. Entretanto, la locomotora junto con el vagón coche-cama empezaba a abandonar la nave.

Cuando acababan de subir al autobús, en el que cada uno buscó su asiento, atronó la alarma; el bombardeo era inminente. Juan Carlos no perdió un segundo, aceleró y sacó el autobús de la nave pensando que ésta podría ser uno de los objetivos del ataque. Aetos, viendo que comenzaba una lluvia de bombas sobre la ciudad, le alertó:

—Esto va en serio, Juan Carlos. Sácanos de Wurzburgo cuanto antes y apaga las luces del autobús.

—¿Y cómo voy a ver?

—Apáñatelas como puedas, pero no debemos llamar la atención. Tienes que buscar inmediatamente la carretera —insistió Aetos—. Si haces las cosas con calma, todo irá bien.

Las sirenas ululaban, y el cielo se convertía en un techo de máquinas voladoras que creaban una cortina de bombas. Los británicos atacaban con docenas de aviones y las explosiones se sucedían por todas partes; la ciudad era un auténtico infierno. Los murciélagos habían dejado de dormir.

Una explosión se produjo a escasos metros del autobús, y Juan Carlos tuvo que emplearse a fondo con los frenos para lograr controlar el vehículo. Aetos, a su lado, imaginó por un momento que el parabrisas era una pantalla de cine donde se desarrollaba una película sobre el bombardeo de una ciudad, mientras el resto de los ancianos agradecían el milagro de seguir vivos con el terror reflejado en los ojos. Al pasar por delante del palacio residencial de Wurzburgo, éste voló por los aires. Juan Carlos siguió buscando desesperadamente una forma de salir de la ciudad, no le importaba cuál fuese, pero los estallidos de las bombas le obligaban a cambiar de ruta continuamente. Por un momento tuvo que esquivar a varios ciudadanos que corrían por las calles alocadamente, sin rumbo fijo, descalzos y en pijama o con bata. Viéndolos, pensó en Alethea, la hermana de los gemelos.

—¿Pasamos a recoger a vuestra hermana y a su marido?

—Sería una locura —respondió Aetos—. Si estuviéramos sólo Moses y yo, lo pensaría. Pero no tenemos ningún derecho a arriesgar tantas vidas. Sácanos de la ciudad y, en todo caso, volveremos cuando esto se calme.

—Como queráis —aceptó Juan Carlos.

Fue arduo y peligroso salir de Wurzburgo, pero lo consiguieron. Cuando lograron parar en un descampado donde poder recapacitar sobre lo sucedido y aplacar los ánimos, los ancianos premiaron a Juan Carlos acercándose a él y besándole mientras le reconocían con palabras y expresivos gestos el que les hubiera salvado la vida. Sensible como estaba Juan Carlos en aquel momento, se sintió incómodo y desazonado: acababa de caer en la cuenta del peligro que habían corrido y no sabía si merecía aquellos besos, por la simple razón de que pensaba que todo lo que había hecho era por salvar su propia vida. Le sucedía lo mismo que en su primera prueba de fuego durante la guerra civil en España. Su mente, sin él quererlo, le transportó a la playa levantina donde abandonó a su suerte a un compañero herido de muerte; aquel recuerdo le perseguía como la parca al moribundo. Presentía que su alma ya no tenía salvación y, en situaciones como aquélla, la conciencia dominaba su ser y lo hacía sentirse culpable de la mayor cobardía.

Se avergonzaba hasta el punto de llegar a la desesperación, pero esta vez no, se decía a sí mismo. Esta vez tenían razón: recordaba perfectamente haber pensado en salvar las vidas de aquellos ancianos en los momentos de mayor peligro, lo juraba y perjuraba y ahora lo revivía con mayor claridad. No dejaba de pensar: ¿qué hubiera sido de él si algo le hubiera sucedido a cualquiera de aquellos hombres y mujeres que habían puesto sus vidas en sus manos? ¿Verdaderamente sentía algo por aquellos viejos? No, él no era así, vivía para sí mismo y jamás había compartido sentimientos con nadie, no quería ni pensarlo. Erika se acercó a él y, pasados un par de minutos, le entregó un pañuelo con el que Juan Carlos se secó las gotas de sudor frío que corrían por su cuello y su frente.

Esperaron en aquel descampado a que finalizara el bombardeo, cuya duración estimaron en cuarenta minutos. Cuando por fin vieron alejarse las escuadras de aviones y se produjo un silencio de muerte, quedaron a la espera de que las sirenas pregonaran el contraaviso que anunciaría el final del peligro, pero no sonaron. Más tarde supieron que no volverían a hacerlo jamás: la casi totalidad de la ciudad de Wurzburgo, incluidas las sirenas, había sido arrasada y se daba por desaparecida. Dentro del diez por ciento de las edificaciones que resistieron se encontraba el hotel de Alethea y Friedrich, quienes, milagrosamente, salvaron sus vidas. Así lo comprobaron Aetos, Moses, Erika y Juan Carlos aquella misma madrugada.