38
Moses le pidió a su hermano que fuera con él a la habitación de la pensión La Bohème en que ambos se alojaban. Acababan de subir del sótano utilizado como garaje y almacén donde, al igual que el resto de los miembros del grupo, se habían visto obligados a identificar el cadáver de Agneta Beckenhauer. Estaban muy impresionados por lo que habían presenciado. Según el inspector de policía a cargo del caso, la víctima había sido brutalmente torturada antes de morir. Se trataba del clásico maltrato inhumano utilizado por aficionados para conseguir algún tipo de información.
El inspector les comentó que aquella mujer debió de sufrir lo indecible antes de fallecer. Según el médico forense le había informado, Agneta tenía todo el aspecto de haber muerto por asfixia entre las tres y las cuatro de la madrugada. El inspector preguntó a todos si alguien había escuchado algún ruido fuera de lo común durante la noche, o si conocían alguna razón por la que aquella mujer hubiera sido maltratada de aquella manera. Nadie supo qué responder, excepto que no sabían absolutamente nada sobre aquel triste asunto, por lo que el inspector, tras comunicarles que los citarían en comisaría para una más amplia declaración, les había permitido retirarse a sus habitaciones.
Moses, que llevaba unos cuantos días sufriendo un inusual desasosiego a causa de la extraña falta de confianza de Aetos, le preguntó nada más cerrar la puerta de su cuarto sinceramente preocupado:
—¿Estás seguro de que no sucede nada que no me hayas contado?
Aetos se llevó el dedo índice a la boca, indicándole que guardase silencio. Inmediatamente le acercó la boca a un oído y le habló con el más suave de los susurros:
—Las paredes oyen. Vámonos inmediatamente de aquí. Sígueme.
Salieron de la pensión y, sin decir ni una palabra, buscaron por la zona algún lugar donde mantener una conversación confidencial, pero no dieron con ninguno que les pareciera lo suficientemente seguro. Aetos, que por su carácter y mentalidad solía ser el más inquieto de los dos, tras la muerte de Agneta había perdido toda ecuanimidad y demostraba un exceso de nerviosismo y preocupación desacostumbrados en él. Moses no salía de su asombro, su hermano no era el mismo. Algo demasiado importante tenía que estar sucediendo para que se produjera tan evidente cambio en su personalidad. Conforme caminaban por la acera y aprovechando un momento en que no había nadie cerca, al fin se decidió a hablar.
—Estoy sobre ascuas, ¿puedes adelantarme algo?
Aetos abrió desmesuradamente los ojos y respondió:
—No. Leen en los labios.
—¡Pero si no hay nadie cerca!
—Nunca hay nadie, pero los muertos siguen apareciendo.
Moses miró a Aetos como si no le conociera. Por un momento llegó a pensar en la posibilidad de que su hermano estuviera sufriendo un repentino ataque de demencia senil. Aetos lo sacó de sus cavilaciones al señalarle un anuncio del Museo del Louvre según el cual los mayores de sesenta años tenían acceso gratuito.
—Ahí podríamos hablar —sugirió—. ¿Recuerdas las dos butacas en aquel rincón oscuro, justo frente al cuadro de La Gioconda?
—Si eso es lo que quieres, por mí no hay inconveniente —aceptó Moses.
Juntos doblaron la siguiente esquina como dos autómatas en busca de la rue de Rivoli, vía que los conduciría directamente al palacio del Louvre.
Veinte minutos más tarde se encontraban sentados en las dos butacas de aquel oscuro rincón, frente al famoso cuadro. Afortunadamente, no era una hora de alta afluencia de visitantes.
En una situación normal, los dos hermanos habrían discutido sobre si la protagonista del cuadro, Mona Lisa, era Lisa Gherardini, Constanza de Ávalos, Francesco del Giocondo o incluso el propio Leonardo, pero en aquella ocasión, a pesar de la admiración que sentían por la obra, ni siquiera la miraban. Moses esperaba pacientemente y en silencio mientras Aetos, concentrado en ordenar sus pensamientos, miraba de vez en cuando a su hermano sin decidirse a hablar. Un pequeño grupo de visitantes entró en la sala y se dirigió directamente hacia el cuadro. Aetos observaba al grupo con interés. Detrás apareció un sujeto alto y rubio de aspecto teutón.
Nada más verle, Aetos se puso rígido y se mostró inquieto. El sujeto usaba unas gafas ahumadas con cristales pequeños y redondos que, al entrar en la sala, se quitó para admirar la pintura. Aunque deslizó la mirada por toda la estancia, en ningún momento fijó sus ojos en los gemelos, quienes permanecieron en la oscuridad y en silencio hasta ver desaparecer al grupo y al preocupante personaje. Tan pronto se hubo marchado el hombre de las gafas por una puerta de la sala, Aetos se levantó y con un gesto señaló la puerta contraria, por donde se marcharon ambos en busca de la principal de salida del museo.
—¿Conocías al de las gafitas? —preguntó Moses sin parar de andar una vez en la calle.
—Sospecho haber visto esa cara en algún lugar —respondió Aetos mientras volvía continuamente la cabeza para cerciorarse de que el sujeto no los perseguía.
Continuaron caminando sin destino fijo. Siempre siguiendo la ribera del río pasaron el quai d’Orsay, el quai Voltaire y el quai de Conti hasta llegar frente a la Île de la Cité.
—¡Tengo el lugar! —exclamó Moses—. Es el sitio perfecto para hablar tranquilos. Bajemos al río.
Junto a la Île de la Cité y a medio metro sobre el nivel del agua, encontraron un pequeño y corto túnel bastante conocido por las parejas de enamorados.
—Efectivamente, es perfecto —ratificó Aetos al llegar—. ¿De qué conocías este sitio?
—¿Quién no se ha besado alguna vez con alguien en este rincón parisino?
—¿La última vez que actuamos en el Moulin Rouge? —comentó Aetos tras sentarse en el suelo y, apoyando la espalda en la pared, acomodarse cruzando las piernas.
—Sí, señor —afirmó Moses sentándose también.
—Piarita.
—Sin ninguna duda.
—Qué calladito te lo tenías.
—Siempre fue bueno que mantuviéramos nuestros secretos. Sin secretos la vida es imposible.
—Tienes razón —concedió Aetos.
—Como también la tengo al pedirte que de una vez por todas desembuches tus preocupaciones.
—Ha llegado el momento de que lo sepas —dijo entonces Aetos mientras se frotaba la cabeza con ambas manos—. Si no hablé antes de este asunto fue por manteneros al margen tanto a ti como a Juan Carlos, pues pensaba que, mientras no conocierais nada sobre este tema, estaríais a salvo. Ahora sé que es mi vida la que corre peligro. La muerte de Agneta Beckenhauer, en las circunstancias en las que ha ocurrido, ha precipitado los hechos de tal manera que me sitúa a mí como el próximo al que torturarán y asesinarán. Por eso no tengo más remedio que comunicarte lo que sé. Lo que tengo...
—¿Lo que tienes? Pero ¿de qué me estás hablando? No entiendo nada.
Aetos inclinó la cabeza para tomarse un tiempo y ordenar sus pensamientos. Finalmente levantó su rostro y habló en voz baja.
—Tengo en mi poder un sobre que contiene unos documentos tremendamente peligrosos. Desconozco su contenido, porque no lo he abierto, pero puedo asegurarte que esos documentos han sido los causantes de las muertes de Ademaro Beckenhauer, Elke Zolm y Agneta Beckenhauer.
—¿Estás seguro de lo que estás diciendo?
—¡Absolutamente!
—¿Dónde está ese sobre?
—A buen recaudo —respondió Aetos.
—No, esa respuesta no me vale —protestó Moses—. A estas alturas de la historia tienes que decirme dónde está ese dichoso sobre.
—Mi intención era que conocieras lo que me ocurre, pero sin involucrarte en el asunto para evitar que...
—No me interesan tus intenciones —cortó Moses con carácter—. Lo que pueda ocurrirte a ti es como si me ocurriera a mí. Ahora es imprescindible que yo conozca todo lo que sabes tú. Es la única manera de que ambos nos protejamos.
—Tienes razón —dijo Aetos bajando la cabeza—, pero...
—Nada de peros —interrumpió Moses—. No admito excusas. Te ruego que levantes la cabeza, me mires a los ojos y escuches con atención lo que voy a decirte: somos dos partes del mismo ser, ni tú ni yo somos nadie sin el otro. Ha sido así toda la vida. Además, puedes estar seguro de que no pienso vivir ni un segundo sin tu compañía. El día que faltes tú será también mi último día en este mundo. Y no hablo por hablar. Si tú piensas que estás en peligro, yo también lo estoy, porque quiero que sepas que pienso acompañarte a dondequiera que vayas, me da igual si es la gloria o el infierno...
—Así lo entiendo yo también —dijo Aetos a media voz y mirando fijamente a los ojos de su hermano.
—Y, con el paso del tiempo, cada vez dependemos más el uno del otro. Por eso es por lo que insisto en que me digas dónde se encuentra ese sobre.
Aetos miró a ambos lados del túnel.
—En «El diablo en llamas» —dijo al fin bajando aún más la voz.
—¿En qué departamento?
—En el cuarto. Es el lugar más seguro. La prueba está en que cuando asaltaron el órgano-autobús y registraron todos los trastos y trucos, abrieron hasta dos departamentos del aparato, pero ni siquiera llegaron al tercer departamento y mucho menos al cuarto...
—Por el momento puede pasar —comentó Moses—, pero no es un lugar completamente seguro. Cualquier mago profesional llegaría fácilmente al cuarto escondite. Ahora lo primero es averiguar el contenido de ese sobre. Hay que abrirlo cuanto antes, imagina que estuviéramos preocupándonos por unos papeles que no tienen ningún valor ni entrañan peligro alguno.
—Lo dudo. Beckenhauer me los entregó porque presentía su muerte. Me hizo jurar que no se los daría a nadie que no fuera su íntimo amigo.
—¿Y quién era su íntimo amigo?
Aetos acercó la boca al oído de Moses para revelarle en un susurro:
—Nada menos que el Führer.
Moses quedó inmóvil como si se hubiera convertido en piedra. Después fue girando lentamente la cabeza hasta encontrar con la mirada los ojos de Aetos.
—No creo ni una palabra de lo que me estás contando.
—Lo suponía —confesó Aetos, decepcionado—. Por eso no te lo quería decir.
—La historia no tiene sentido, no se sostiene. ¿Quién puede creerse que el difunto Ademaro Beckenhauer fuera íntimo amigo del Führer y que guardara en su poder documentos secretos de suma importancia? Dime la verdad, ¿tú lo crees?
—Por completo —respondió rotundo Aetos—, de la misma manera que acepté que ese sobre había salido de la Casa del Artista pegado a la espalda de Beckenhauer. Quién lo hubiera dicho...
—En ese caso, ahora estoy mucho más seguro de que debemos abrirlo.
—¿Y no sería mejor quemarlo y olvidarnos del asunto?
—No —insistió Moses—. No se puede quemar algo por lo que han muerto tres compañeros.
—Es cierto —aceptó Aetos con rubor.
Ambos quedaron en silencio. Sus mentes buscaban desesperadas dar con una decisión que no involucrase un mayor peligro. Como fondo musical a sus pensamientos, hasta el túnel sólo les llegaba el suave murmullo que producía la corriente de agua del río en su atropellada búsqueda del mar. Las imágenes de lo que pensaban hacer en el futuro pasaban vertiginosamente por sus cerebros creando el posible argumento sobre el futuro de sus propias vidas.