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La prensa parisina promocionaba intensamente la próxima gala de la Cruz Roja. Todos los medios de comunicación se hacían eco del gran espectáculo, que sería presentado y conducido, en el Théâtre Olympia, por dos de las más celebres figuras francesas de la escena: Maurice Chevalier, que en aquellos momentos trataba de aclarar la mala interpretación que se había dado a sus palabras en ciertas declaraciones a la prensa, y la gran colaboradora de la Cruz Roja y primera figura del music hall, Joséphine Baker. El joven diario Le Monde, en una sugerente gacetilla, comentaba:
La próxima gala anual de la Cruz Roja contará este año con un aliciente especial. Al igual que con los años de envejecimiento surgen de los mejores vinos espumosos burbujas de gloria, las Burbujas de Gloria del espectáculo europeo estarán presentes en el escenario del Théâtre Olympia. Nos estamos refiriendo a un insólito colectivo de grandes estrellas del espectáculo que, tras vivir un retiro forzoso, reaparecerán ante nuestro público en dicha gala. Se trata de [...]
Juan Carlos, ya despierto y tras haber dormido diez horas seguidas, sentado en la cama que compartía con Erika leía en voz alta y con interés la gacetilla que le había enviado Armand Rousseau a la pensión La Bohème, a escasos cien metros del Théâtre Olympia. Junto a la noticia, en una nota escrita a mano le citaba aquella misma tarde en el hotel Ritz de la place Vendôme para hablar del futuro.
Mientras el trapecista leía todo lo que se detallaba respecto a la gala, Erika, con la cabeza recostada sobre el hombro de Juan Carlos, mantenía la vista fija en la letra de Rousseau, sobre todo en las palabras «hablar del futuro», sin poder identificar bien en aquel momento si su mal sabor de boca era provocado por la falta de alimentos, ya que aún no habían desayunado, o si el ácido que sentía en el paladar era producto de la lectura de aquel mensaje.
—¿Vas a ir? —preguntó suavemente, con la mayor prudencia y casi con desinterés.
—Debo hacerlo, no olvides que es nuestro empresario. Seguramente querrá informarnos sobre la gala de la Cruz Roja y lo que venga después.
—¿A qué te refieres con «lo que venga después»?
—Pues a la temporada que haremos en algún local de París. Piensa que nos tiene que poner a producir cuanto antes: cada día que pasa le estamos costando un dineral. Cuanto antes debutemos, antes podrá resarcirse de los gastos en que está incurriendo.
—Y todo eso, ¿no te lo puede comunicar en el teatro?
Inmediatamente, Erika se arrepintió de haber ido tan lejos. Juan Carlos guardó silencio por un momento y de pronto saltó de la cama, se envolvió con una sábana de cintura para abajo, miró a Erika por un instante y, cuando estaba a punto de decir algo, como si todo lo sucedido no hubiera existido o lo hubiera olvidado de repente se volvió de espaldas, se dirigió al aguamanil y tomó en sus manos el gran jarrón.
Se hizo un silencio interminable roto tan sólo por el cristalino sonido del chorro de agua.
—Mi madre solía decir una frase que yo nunca entendí —dijo con frialdad tras refrescarse la cabeza y el rostro y secarse con una pequeña toalla—. Pero no sé por qué tengo la impresión de que encaja con este momento. Decía: «A preguntas hambrientas, respuestas sin alimento.»
Como Erika seguía callada, Juan Carlos se volvió hacia la cama y comprobó que, arrebujada en un revoltijo de mantas y sábanas, había desaparecido. Observando el bulto que se adivinaba en el lecho, dudó entre tomarse aquella situación totalmente en serio o, por el contrario, aceptarla como una reacción infantil por su parte. Tras pensarlo un instante, con buen criterio optó por la última opción. Él no era rencoroso y en circunstancias como aquélla era mejor no echar leña al fuego, así que, acercándose con sigilo, tiró de la ropa de cama y dejó a Erika descubierta, en postura fetal, gimiendo y comenzando a simular que temblaba de frío.
—¿Ahora tienes frío? —le preguntó muerto de risa.
—A preguntas hambrientas, respuestas sin alimento... —respondió Erika.
Juan Carlos disfrutó unos segundos mirando aquel precioso cuerpo casi desnudo y, dejando caer la sábana que le cubría, volvió al lecho, se fundió en un abrazo con ella y le susurró al oído:
—¿Puedo quitarte el frío?
Erika levantó el rostro y, rendida, miró a los ojos de Juan Carlos. Pero ya no pudo decir ni una palabra. Las manos de él habían comenzado a investigar y la transportaron inmediatamente camino del cielo.
A las cinco y media de la tarde, Armand Rousseau recibía una llamada desde recepción.
—Señor Rousseau...
—Dígame, Julien —dijo el productor, escamado por el tono preocupado de su interlocutor.
—No, no soy Julien, señor. Soy el director, y perdone que me atreva, pero aquí hay un joven de aspecto digamos que no muy elegante que me asegura que usted lo está esperando.
—No se deje llevar por los escrúpulos —le reconvino Rousseau.
—En eso tiene usted razón —reconoció el director—. La verdad es que es un joven atractivo con aspecto de haber realizado un largo viaje.
—Efectivamente, le estoy esperando —coincidió Rousseau—. Puede dejarlo subir.
Tres minutos más tarde, un conserje llamaba a la puerta de la suite. Rousseau abrió y recibió a Juan Carlos con el más efusivo y entrañable de los abrazos. Un recibimiento que, ya que hacía sólo dos días que no se veían, le pareció un poco exagerado al trapecista. Su aspecto distaba mucho de coincidir con el lujo de aquella habitación, más aún por el contraste que se producía ante la elegancia con que vestía Armand Rousseau.
Éste, detallista al máximo, señaló una mesita lujosamente servida y llena de bandejitas que contenían un apetitoso surtido de pequeños emparedados, pastas y repostería, así como lo necesario para servir café con leche.
—Conociendo tu tradicional costumbre de merendar a la española, me he tomado la libertad de preparar esto para nosotros dos.
—Me vendrá de perlas —aceptó Juan Carlos—, aunque ya estaba perdiendo el hábito.
—Pues siéntate junto a la mesita, disfruta y conversemos de lo que nos interesa.
Juan Carlos tomó asiento, cogió una taza vacía y un platito, y Rousseau, tomando la cafetera, comenzó a echarle el café. Pero, fuera por una cuestión de nervios o sencillamente porque calculó mal, derramó un chorro sobre la camisa y el pantalón de Juan Carlos. Éste, al sentir la quemazón sobre la piel, reaccionó levantándose y vertiendo a su vez el contenido de la taza sobre la camisa y el pantalón de Rousseau. Utilizando varias servilletas se ayudaban en un intento por limpiar las camisas y los pantalones, y terminaron los dos con las camisas por fuera.
Ambos se miraron y comenzaron a reírse el uno del otro.
—Parecemos dos cómicos de revista —dijo Rousseau.
—Perdona, pero es que yo creí que se me quemaba el alma.
—El alma y algo más —comentó el empresario estallando en una fuerte carcajada.
—¡Menos mal que no llegó a tanto! —dijo riendo a su vez Juan Carlos.
Rousseau terminó de pasarse la servilleta por la camisa y, viendo que sería imposible limpiar las manchas de esa manera, se la quitó y, cogiendo también la de Juan Carlos, fue hasta el cuarto de baño y las depositó en el lavabo. Al regresar, quedó frente a él y comenzó a dar unos cortos paseos mientras le hablaba:
—Aunque en estos momentos parezcamos dos de los hermanos Fratellini —dijo sin detenerse—, no tenemos más remedio que hablar en serio. —Hizo una pausa para aclarar la voz antes de continuar—: Los teatros de París están todos programados. He logrado que me cedan diez días en el Odeón...
—¿Sólo diez días? —se lamentó Juan Carlos.
—Es todo lo que he podido conseguir.
—¿Y compensa una temporada tan corta?
—Ni a vosotros ni a mí —reconoció Rousseau—. El lanzamiento del espectáculo en París requiere una fuerte inversión que ese tiempo no nos permitiría recuperar. La única esperanza es reducir el presupuesto de lanzamiento al cincuenta por ciento y confiar en que vuestro éxito en la gran gala de la Cruz Roja compense desde el punto de vista publicitario esa reducción.
—¿Y no sería mejor olvidarnos de París y dedicar todo nuestro esfuerzo a la temporada en Toulouse?
—Es tarde para ese cambio —opinó Rousseau—. Diez días en París pueden ayudarnos algo, si todo va bien. Además, necesitamos vuestro éxito aquí para que repercuta en Toulouse y despierte un cierto interés en la ciudadanía.
—Lo que tú hagas estará bien. De cualquier manera, nunca podremos pagarte lo que estás haciendo por nosotros.
—No lo estoy haciendo por vosotros, Juan Carlos. Lo que estoy haciendo, y seguiría haciendo de por vida, es por ti. Sólo por ti.
Juan Carlos, confundido y preocupado, habló a borbotones:
—Ya sé que existe una gran amistad, pero...
—Lo cierto —interrumpió Rousseau— es que hace mucho tiempo que deberíamos haber mantenido esta conversación. En realidad, hace varios años.
»Debo confesarte que yo no haría todo lo que estoy haciendo si no estuvieras tú de por medio. Antes de que comenzara la guerra, en los tiempos en que representamos Cosmos Follies aquí, en París, te envié con la palabra y el gesto todo tipo de mensajes, pero eran demasiado sutiles y no llegaban a su destino, tú no los entendías porque te lo impedía tu juventud y el desconocimiento de la vida, una vida que te jugabas a diario para sufrimiento de mi corazón...
—¿Qué es lo que estás tratando de decirme? —preguntó Juan Carlos más confundido aún.
—Estoy tratando de que conozcas mis sentimientos. Yo no soy lo que aparento ni puedo aparentar lo que soy. En realidad, soy lo que la naturaleza quiso hacer de mí, algo diferente. Lo que sucede es que en otros esta manera de ser se desarrolla de forma clara y evidente, fácilmente reconocible, mientras que en mi caso se oculta tras la fachada de un empresario respetable, de buen aspecto e incuestionable éxito entre las mujeres.
Juan Carlos, con los ojos entornados, fijó su mirada en su amigo.
—¿Tú?
—Sí —confirmó Rousseau—. Ese hombre de buen aspecto y, más que perseguido, atosigado por las más bellas mujeres de París, resulta que no es lo que tú imaginabas.
—¿Desde cuándo? —preguntó Juan Carlos—. Porque en la época en que trabajábamos juntos...
—Desde siempre —le interrumpió—. No he sido otra cosa jamás. Desde el instante en que desperté a la vida supe que era así. Y, conforme fui madurando, aprendí a esconder lo que llevaba dentro de mí para evitar que esa sociedad en la que me ha tocado vivir me despreciara. Al principio fue duro, pero con el tiempo aprendí a convertir en arte el fingimiento.
—Pero, entonces..., ¿cómo es posible que yo no me diera cuenta?
Rousseau, dominado por aquella profunda obsesión, quiso adivinar en aquellas palabras un resquicio de aceptación o entendimiento por parte de Juan Carlos, lo que le animó a continuar hablando:
—Eras demasiado joven e inexperto. Hoy me atrevo a confesarte mis más íntimos sentimientos porque te veo hecho a la vida y con la suficiente madurez como para comprender mi situación, una madurez, por cierto, que te beneficia. Quiero que sepas que te has convertido en un hombre impresionante y...
Juan Carlos enrojeció abochornado. Había escuchado palabras similares dichas en distintas circunstancias y por distintas mujeres, pero era la primera vez en su vida que las oía de labios de un hombre. Tras analizar la situación, estaba a punto de comenzar a rechazarle con toda la delicadeza posible cuando sonaron unos golpes en la puerta de la suite.
Rousseau, con gesto de desagrado, la abrió. Para sorpresa de ambos allí estaba Erika acompañada por un botones. Juan Carlos saltó como un resorte en su silla y fue inmediatamente hasta ella.
—Pero ¿qué haces aquí? —preguntó preocupado.
Erika paseó su mirada por los torsos desnudos de ambos y, con un tono de voz que denotaba infinito cansancio, les comunicó la triste noticia.
—¡Han asesinado a Agneta Beckenhauer!