3

Su principal objetivo era acercarse a España y, una vez en la frontera, tratar de informarse sobre los peligros que acarreaba su situación. El hecho de haber sido prófugo del ejército republicano durante la guerra civil española podría representar una ventaja ante las nuevas autoridades nacionales instaladas en el país, o quizá también una desventaja, pensaba Juan Carlos mientras conducía el autobús por las maltrechas calles y avenidas de un Berlín destrozado por las balas de los cañones rusos y las bombas. Por un instante, su veloz e inquieta mente le trasladó a finales del año 1938, momento en que lo llamaron a filas en España. Como las imágenes de una producción cinematográfica que pasara a gran velocidad, los recuerdos se atropellaban en su cerebro mientras rememoraba ensimismado el fatídico momento en que sus padres leyeron el telegrama de citación. Le pareció volver a ver las lágrimas de su madre y la indescriptible mirada en los ojos de su padre al despedirse; recordó también su propia conmoción al recibir la noticia de que a Jaime Vives el Nanu, su amigo del alma y de una vida, lo habían citado como a él a filas y, ya luego, el somero examen, completamente desnudos, en el que el médico les llamó la atención por reírse el uno del otro después de que el Nanu reparó en cómo los miraba una enfermera gordísima y de ojos ávidos. Con sus manos aferradas con fuerza al volante, Juan Carlos lo recordó todo: su primer uniforme militar, que el Nanu y él recibieron junto a sus camaradas de otras quintas, incluida la del 41, la Quinta del Biberón, llamada con años de anticipación por la imperiosa necesidad de llevar hombres al frente; las patrióticas y enardecedoras palabras de aquel comandante que escupía más que gritaba; la salida hacia la batalla sin apenas instrucción; el momento en que su batallón se cruzó en la carretera con el autobús donde viajaba la compañía del Circo Borza y con los ojos de los artistas, que los miraban al otro lado del cristal de las ventanillas sin que nadie lo reconociese entre aquel mar de soldados. Y, finalmente, la prueba de fuego en aquella playa levantina donde, de pronto, se vieron corriendo junto a todos sus camaradas perseguidos por el intenso fuego enemigo. Entonces sufrió la terrible experiencia de ver cómo caían la mayoría de sus compañeros y, lo más doloroso, la pérdida de su gran amigo el Nanu, a quien, por huir de las balas hostiles, dejó herido de muerte cuando quizá hubiera podido salvarle la vida. Aquél fue su primer acto de cobardía, una terrible mancha sobre su inocencia y una vergüenza con la que tendría que cargar sabiendo que siempre pesaría en su conciencia. Aún parecía estar viéndole con su pecho destrozado y reclamando dramáticamente su ayuda; un chaval que era todo generosidad, alguien a quien llamaba hermano y a quien dejó por la inmediata determinación de escapar de allí sin mirar atrás...

Después la caótica huida del frente, la llegada a su casa en Mislata al resguardo de la madrugada, y el terror en los ojos de su padre al analizar y comprender la situación. «Con los prófugos no hay clemencia —sentenció—. Los fusilan sin más.» ¿Y a los que abandonan a un hermano herido de muerte también los fusilan?

Su madre tuvo el acierto de proponer esconderle en el circo francés de la familia Carré, que en aquellos momentos se movía por ciudades de ambos lados de la frontera con Francia. Se trasladó al país vecino como un miembro de la troupe de este circo y salió adelante gracias al comportamiento de aquella familia francesa de grandes caballistas, quienes lo pusieron en manos del mejor entrenador de Francia en trapecio, especialidad en la que ya tenía bases y en la que destacó de inmediato. No tardaron en llegar las interminables ovaciones durante su primera presentación en el Cirque Medrano de París. Ni las palabras de Dieter Hagenbeck cuando firmó el contrato para Alemania: «Contigo vamos a revolucionar el mundo del espectáculo.» Juan Carlos pronto descubriría que el público vibraba cuando se jugaba la vida y, también, que cada vez que arriesgaba allá arriba lo hacía pensando en el Nanu. Era una deuda que tenía que pagar. No sabía cuándo, pero era algo pendiente en su vida que sólo la muerte cancelaría.

Un bache peligroso sacó a Juan Carlos de su viaje al pasado. Miró atrás por el espejo retrovisor, y observó los tristes y preocupados rostros de los ancianos.

—Estabas volando por la estratosfera —le comentó Moses, buen observador...

—Más o menos —respondió.

—Imagino que al menos sabrás adónde vamos.

—Por supuesto, en principio nos dirigimos a los almacenes de invierno de Hagenbeck. Allí, con los vejetes seguros y a resguardo, decidiremos el siguiente paso.

—¿Me estás llamando vejete? —preguntó Moses con una leve ironía en su sonrisa.

—Sólo envejecen los espíritus cansados, y no es tu caso.

—Eso me gusta más —respondió el otro, satisfecho.

En los almacenes de invierno del Hagenbeck Circus sólo había una persona de guardia: el gordo Cort, una institución en la empresa. La compañía, con la familia Hagenbeck a la cabeza, se encontraba realizando una gira por Suiza en asociación con la familia Knie. Una inteligente manera de salvar el pellejo, seguramente. Cuando el gordo Cort supo lo ocurrido en la Casa del Artista se llevó las manos a la cabeza y comenzó a llorar como un niño, pues conocía personalmente a muchos de los residentes. Juan Carlos le pidió ayuda para los que se habían salvado de la tragedia, lo que le sirvió de consuelo y estímulo al mismo tiempo.

Tras el letargo impuesto por el golpe recibido, conforme bajaban del autobús los ancianos comenzaron a hacer preguntas: «¿Qué hacemos aquí?» «¿Adónde vamos?» «¿Dónde está mi ropa?» «¿Vamos a volver a casa?» Juan Carlos, tras acomodarlos en butacas y sillas distribuidas en el área central de los almacenes, respondió pacientemente a sus preguntas.

—Lo primero que debemos hacer es comunicar la desaparición de la Casa del Artista en la polizeistation del distrito, si es que sigue en pie —les dijo después—. Tan pronto como las autoridades estén al tanto de la situación, tomaremos las medidas pertinentes. Tendremos que conseguir vales para hacernos con suficientes víveres o, en su lugar, encontrar un comedor adonde podamos asistir.

—Yo opino que sería mejor comunicárselo a la kommandantur más cercana —apuntó Aetos— o, en todo caso, directamente al Rathaus.

—Tienes razón —respondió Juan Carlos—. El Ayuntamiento Rojo es el lugar indicado. Allí pueden conseguirnos alojamiento y alimentación para toda la troupe.

Una de las mujeres se levantó.

—Soy Elke Zolm, actriz —expuso la dama mientras trataba de cubrirse la mitad del rostro con su propio cabello—. Por si sirve de algo, la concejala de Cultura es pariente lejana mía y su nombre es Sofie Datzler. Pueden utilizar mi nombre para llegar hasta ella.

Juan Carlos apuntó en su libretita de direcciones el nombre de la actriz y el de su pariente mientras hacía un gran esfuerzo por disimular la impresión que le había producido la gran cicatriz que desfiguraba la mitad de aquella bella faz. Por una u otra razón —probablemente porque la mujer la ocultaba con maestría—, no había reparado antes en ella. Aetos, que había visto reflejado el impacto en los ojos de Juan Carlos, le dejó caer:

—Luego te cuento.

Mientras Cort preparaba café, los ancianos comenzaron a husmear entre los trastos de aquella especie de museo circense. El apartado de vestuario llamaba poderosamente la atención de las damas: los lujosos trajes de clown bordados en oro, plata y lentejuelas; las capas con que las trapecistas aparecían en la pista, forradas con marabú y otras vistosas plumas de colores; los vestidos de fantasía utilizados en producciones árabes, japonesas, brasileñas, incaicas; la maravillosa colección de gorros, sombreros y tocados de distintas nacionalidades, todos perfectamente conservados. Todos esos objetos hacían las delicias de aquellas viejas damas, que, asombradas, rozaban con sus dedos los materiales con que estaban elaborados al tiempo que expresaban su admiración con grandes exclamaciones.

Varios ancianos comenzaron a curiosear entre los aparatos y trastos de magia y otras especialidades apartados en una zona del almacén; lo conservado allí llenaría de ilusión al más exigente de los profesionales. Uno de los viejos, sin pensar en las consecuencias, presionó un gran botón adosado a la cara de una pirámide y el efecto no se hizo esperar: ésta comenzó a girar lentamente mientras sus paredes se convertían en pétalos de una flor gigante en cuyo centro aparecían momias que disparaban humo por sus ojos. El gordo Cort dejó de servir café y, levantando la voz, advirtió:

—Cuidado con esos trastos. Algunos son peligrosos y están conectados a la corriente para mantener vivas sus baterías.

Tras beber a sorbitos su taza de café, Juan Carlos recomendó a los ancianos y ancianas que no se movieran del lugar. Él se acercaría al ayuntamiento para tratar de conseguir alojamiento y alimento para todos.

—Y algo de ropa —pidió uno de los ancianos.

—Más vale que sea de abrigo —apuntó una dama.

—Yo ando descalzo —dijo otro.

—¿Por qué no volvemos a la Casa del Artista para tratar de recuperar algunas de nuestras pertenencias? —recomendó un caballero de aspecto aristocrático.

—Podríamos intentarlo mañana —sugirió Juan Carlos—, aunque dudo que encontremos nada entre las ruinas, aparte de lo peligroso que puede resultar. Lo más urgente ahora es conseguir alojamiento, ropa y alimentos. Haré la gestión y espero estar de vuelta dentro de un par de horas.

—Yo voy contigo —exclamó Moses medio arrepintiéndose inmediatamente de su oferta, consciente de que moverse por el centro de la ciudad no sería nada agradable.

—¡Os acompaño! —se ofreció también Aetos con decisión.

El gordo Cort descolgó dos abrigos de piel de pantera y se los entregó a Moses y a Aetos. Éstos, tras ponérselos y constatar lo mal que olían y que a uno le quedaba enorme y al otro casi no le entraba, se miraron e hicieron un dudoso ademán de aceptación. Juan Carlos los observó y, tras soltar una fuerte carcajada, comentó:

—Ya estáis listos para la vuelta a la escena, sólo faltan las fieras.

Ambos le miraron con seriedad y a Moses se le acentuó un tic nervioso en los párpados. Juan Carlos comprendió inmediatamente que su comentario no había sido del agrado de los gemelos.

—Perdonad la broma —dijo a media voz.

Por su mente pasaron a gran velocidad imágenes de aquellos dos grandes magos domadores jugándose la vida con sus trucos de fantasía. Había olvidado por un momento que aquellos geniales ilusionistas y entrenadores de fieras guardaban en la memoria malos recuerdos de sus experiencias con las fieras, razón por la que no aceptaban bromas sobre su trabajo. Su sentido del humor no afloraba cuando de la profesión se trataba, pues no en vano habían sufrido la pérdida de dos de sus mejores ayudantes en trágicas circunstancias.

—No le demos mayor importancia —apuntó Aetos mientras se ajustaba el abrigo.

—No, no se la demos —ratificó Moses cambiando su expresión.

Juan Carlos, arrepintiéndose de su desliz y para salir del atolladero, se dirigió antes de salir a la única joven del grupo para preguntarle:

—Perdona, ¿cuál es tu nombre?

—Erika —respondió ésta abriendo los ojos con sorpresa.

—¿Tienes algún compromiso hoy, Erika?

—Ni hoy ni nunca —respondió ella con una suave sonrisa—. El edificio donde vivía fue bombardeado hace unos días y desde entonces he tenido que pernoctar dos noches junto a mis padres y sin autorización en la Casa del Artista. Lo siento, no me quedó otra alternativa.

—No tienes por qué disculparte, yo hubiera hecho lo mismo. ¿Puedes atender a esta pandilla de jóvenes mientras hacemos unas gestiones en el Bürgermeisteramt?

—Por supuesto, ¿algo en especial?

—Sí: cubre a los más desabrigados con la ropa que Cort pueda ofrecerte y tranquilízalos si se ponen nerviosos. Estoy seguro de que todos necesitarán medicamentos, pero eso lo resolveremos más adelante...

—De acuerdo —declaró Erika alegrándose de ser útil—. Me haré cargo de todos ellos.

Juan Carlos echó una última mirada al grupo de ancianos y comprendió que aún no eran conscientes de la tragedia que estaban viviendo. Acostumbrados todos ellos al aplauso, la lisonja y el éxito, el futuro que les deparaba el destino era como para ni pensarlo. Movió la cabeza apesadumbrado y se volvió para seguir a Aetos y Moses, que ya habían cruzado la puerta de salida.