47
El órgano estaba perfectamente cargado con todo el material de la compañía y cada miembro de ésta ocupaba su asiento dentro del vehículo. Durante el desayuno en el hotel, Aetos y Moses habían informado a Juan Carlos sobre la conveniencia de tratar de entrar a España por un puesto fronterizo cercano a la ciudad de Perpiñán, desde donde podrían dirigirse a Lérida para más tarde bajar a Valencia. Según la información que habían recabado, cualquier puesto fronterizo entre Francia y España en aquellos momentos ofrecía todo tipo de peligros. La inseguridad era total, debido al enfrentamiento continuo de los guerrilleros del maquis y la Guardia Civil española, pero eso era algo que tendrían que superar de alguna manera, pues en lo que estuvieron todos de acuerdo fue en no dar marcha atrás bajo ningún concepto. Habían llegado al final de la cuesta y sólo les quedaba superar el último inconveniente. Y, aunque fuera complicado, la ilusión los invitaba a superarlo comoquiera que fuese.
Juan Carlos sufría aquella mañana un agotamiento físico que, pese a que había querido disimularlo, se reflejaba descaradamente en su rostro. Su mirada brillante y sus marcadas ojeras sugerían una noche de luna de miel frenética. Las fuertes emociones vividas durante el fin de semana, sumadas a una desenfrenada noche de bodas, habían hecho mella en su ya desgastado organismo, que acumulaba la gran tensión producida en cada una de sus representaciones. Se sentía agotado, pero pletórico de ilusión y bastante emocionado ante el inminente regreso a su patria.
Erika, por el contrario, mostraba una delicada palidez y unos curiosos destellos en los ojos que la convertían, si es que eso era posible, en una mujer más atractiva todavía. Parecía feliz y daba la impresión de disfrutar de una gran paz espiritual. Arrebujada en su asiento parecía una niña que con su penetrante mirada observara cuanto sucedía en su entorno, pero sin participar de nada en absoluto. Moses, que hacía rato que observaba a Juan Carlos con preocupación, le comentó a su hermano:
—Este chico no está hoy en condiciones de conducir este vehículo. Siéntate tú al volante.
Aetos estaba a punto de dirigirse a Juan Carlos cuando éste se puso en pie y, tras llamar la atención de todos los presentes, levantó el tono de voz:
—Creo que ha llegado el momento de la verdad. Hoy puede que sea el día más importante desde que salimos de Berlín. Nos espera un viaje arriesgado en el que probablemente tengamos que aguzar el ingenio y echar mano de cuanto recurso nos ofrezca la experiencia acumulada por cada uno de nosotros. Intentamos llegar a España en busca de una vida tranquila y tan entretenida o divertida como nuestras fuerzas nos permitan. Sin bombardeos ni invasiones, sin los peligros que han dominado nuestras vidas estos últimos meses. Estamos a punto de conseguirlo.
La inconfundible voz de Bergen sonó desde el fondo del vehículo:
—Lo que tienes que conseguir es que nos reciban en tu pueblo con una buena paella.
—¡Eso! ¡Eso! —gritaron varias voces.
—Vais a probar la mejor paella del mundo porque mi madre, que las hace de locura, nos recibirá con una especial. Mis padres se adelantaron precisamente para prepararnos un buen recibimiento.
—Pues arranca ya y vámonos, no vaya a ser que se le pase el arroz —dijo Bergen entusiasmado.
—Si no te importa —comentó Aetos antes de que Juan Carlos pudiera sentarse en su asiento—, hoy quisiera conducir yo. Estás extremadamente agotado. Puedo asegurarte que jamás te había visto tan falto de energía como en esta ocasión. Hazme caso, yo estoy fresco y puedo conducir unas cuantas horas. Lo mejor para todos es que te sientes junto a Erika y trates de recuperar fuerzas.
—¿Podrás tú con este armatoste?
—Si no pudiera con él, no me habría ofrecido.
Juan Carlos, que en principio se había sorprendido, aceptó el razonamiento de Aetos y sintiéndose verdaderamente cansado le cedió el volante sin rechistar. El mago arrancó y comenzó a mover el órgano rodante como si lo hubiera hecho toda su vida.
Ya habían superado sin novedad las poblaciones de Carcassonne, Narbonne y Perpiñán. Sólo les quedaba llegar al puesto fronterizo por el que acceder a España. Desde el primer momento en que se pusieron en movimiento, Juan Carlos se acurrucó en el asiento junto a Erika. Ella lo cubrió con una manta y dos minutos más tarde dormía como un niño.
Aetos, que conducía con la mayor prudencia, miró por el gran espejo retrovisor y lo que vio no le satisfizo en absoluto: ni uno solo de sus compañeros leía, hablaba o participaba en ningún juego, pasatiempo o conversación. Todos permanecían cabizbajos y pensativos, cada cual concentrado en quién sabe qué historia.
En realidad, ninguno deseaba expresarlo, pero, aun tratando con gran empeño de ocultarlo, todos coincidían en mostrar gestos de gran preocupación. Aetos supuso que a todos les ocurría exactamente lo mismo que a él: desconocían cómo llevar a buen fin aquel tramo de viaje que, tal como Juan Carlos había comentado, era el más importante desde su salida de Berlín. Pendiente de tomar con cautela una cerrada curva que se presentaba cubierta por las ramas de varios árboles a ambos lados de la carretera, Aetos sintió de pronto un fuerte escalofrío que recorrió todo su cuerpo: su organismo respondía a un presentimiento. Trataba de analizar la razón de aquella extraña reacción en su organismo cuando, de improviso, se encontró de frente con un grupo de guerrilleros armados que, aprovechando la reducción de velocidad que obligadamente debía hacer el vehículo para tomar la curva, apuntaban con sus fusiles y pistolas mientras le hacían inequívocas señales para que parase. Aetos se tuvo que emplear a fondo con el freno.
Los ancianos que estaban despiertos tuvieron la oportunidad de protegerse del impacto apoyándose en los asientos delanteros, pero los que dormitaban o trataban de conciliar el sueño cayeron irremediablemente al suelo. Sus gritos de protesta, unidos a los alaridos que emitía la eminente cantante lírica, convirtieron el interior del órgano en una anárquica, irrespetuosa y malhablada jaula llena de fieras descontroladas que pedían a gritos el castigo de quienquiera que fuera el causante de aquella situación. Aetos, tras lograr dominar el vehículo, lo arrimó al borde de la carretera bajo las ramas de un frondoso árbol e inmediatamente se oyeron fuertes golpes en la disimulada puerta de acceso provocados por dos guerrilleros que estaban usando las culatas de sus fusiles para llamar a la puerta. Moses quitó el seguro, abrió, y se vio empujado y arrollado sorpresivamente por una pareja de eficientes guerrilleros enmascarados que se quedaron en posición amenazante; uno apuntaba a Aetos con su fusil y el otro al resto de los viajeros. De la boca de Bergen, que había rodado por el pasillo central del autobús, comenzó a salir el más variado tono de distintas voces que gritaban:
—¡Arbozustos! ¡Zotúbiros! ¡Escarmóneos! ¡Buziclontes! ¿Qué maneras son éstas? ¿Es que acaso somos nosotros unos melándronos para que se nos trate así?
Los dos guerrilleros le miraron asombrados sin cambiar su actitud ni abrir la boca para responder. Aetos estaba a punto de decir algo cuando, pistola en mano y con el rostro cubierto con un gorro negro de lana con tres agujeros, dos para ver y uno para respirar, apareció por la puerta un tercer guerrillero que, en un francés chapurreado y con el más detestable de los acentos, aunque con un tono evidentemente amenazador, se dirigió a los presentes convirtiendo cada una de sus palabras en una sentencia:
—Espero no tener que repetir mi discurso, así que presten toda su atención: necesito que me entreguen inmediatamente el sobre marrón que guarda uno de ustedes. A partir de este momento, por cada minuto que transcurra sin que el sobre haya llegado a mis manos, uno de ustedes morirá. Yo mismo lo mataré. Les recomiendo que no me den la oportunidad de comenzar a demostrarlo. Quienquiera que sea el portador del sobre, debe entregármelo ahora mismo o sufrirá las consecuencias. En el supuesto caso de que no me obedezcan de inmediato, mis colegas se encargarán de desnudar y registrar a cada uno de los muertos hasta que el documento aparezca.
—De acuerdo —dijo Aetos inmediatamente.
Había detectado la determinación en esos extraños ojos que aparecían por aquellos dos agujeros, y le parecía evidente que aquellos hombres estaban decididos a cumplir sus amenazas. Era su guerra y, en las presentes circunstancias, la vida y la muerte no tenían ningún valor para ellos. Aun así, Aetos se atrevió a condicionar la entrega:
—No tengo inconveniente en entregar el sobre siempre y cuando nos dejen continuar el viaje.
—Por supuesto —dijo el oficial con un mal disimulado tono de triunfo en su voz—. Cuenten con ello.
Aetos se volvió de espaldas a Moses y le pidió:
—Sácalo. Lo llevo en la espalda.
Los ancianos observaban la escena con los ojos abiertos como platos. No comprendían nada de lo que estaba sucediendo, desconocían la existencia del sobre y la razón de que se encontrase allí. Juan Carlos, que acababa de despertar de un sueño profundo, valoraba el talento de Aetos al haber conservado el sobre como moneda de cambio en caso de que se presentara una oportunidad como la que estaban viviendo en aquel preciso momento. Moses extrajo el documento y se lo entregó a Aetos. Éste, antes de entregárselo al jefe de aquel grupo de maquis, le pidió a Juan Carlos que se sentase al volante. Tan pronto el joven ocupó el asiento del conductor, Aetos alargó el brazo y se lo entregó al guerrillero. En el preciso momento en que el guerrillero arrebataba el sobre de las manos de Aetos, se oyeron disparos de fusil y de ametralladora en el exterior del órgano rodante, y todos los ancianos y ancianas reaccionaron lanzándose al suelo para protegerse de las balas mientras el jefe guerrillero y sus dos ayudantes abandonaban rápidamente el vehículo con el documento en su poder. Aetos y Moses, que se habían protegido tras los asientos, escucharon cómo el jefe guerrillero les gritaba en español a sus dos ayudantes:
—¡Vámonos, rápido! ¡Esto es un ataque de la Guardia Civil!
Aetos comenzó a gritar:
—¡Sácanos de aquí, Juan Carlos!
Pero justo entonces se produjo la explosión del cristal del parabrisas del órgano y comenzaron a oírse los frenéticos gritos de Erika. Juan Carlos, Aetos y Moses estaban bañados en sangre, no se sabía con certeza si por el impacto de las balas o a causa de las profundas heridas producidas por el estallido del grueso cristal del parabrisas. Juan Carlos comenzaba a perder el conocimiento en tanto Aetos y Moses permanecían tirados en el suelo completamente ensangrentados. Bergen, Rudi Ciclotón y Al Pace se arrastraron hasta la zona delantera para tratar de ayudar a los heridos, y Lena de Cock y Máxima Contessa trataron de separar a Erika del cuerpo de Juan Carlos. Tuvieron que realizar un esfuerzo sobrehumano para hacerlo. Gritaba como una loca, y Bergen se vio obligado a darle una bofetada que la hizo controlarse al momento. El tiroteo continuaba en el exterior. Bergen se hizo cargo de la situación y comenzó a dar órdenes:
—Los tres están muy malheridos, tenemos que hacer algo inmediatamente si queremos salvarles la vida... Todo el mundo atrás, que nadie se acerque al frente. Yo voy a tratar de mover el vehículo. Si me hieren, que se hagan cargo Lukas o Gustav.
Bergen acertó a poner el motor en marcha y, cuando comenzaba a mover lentamente el órgano rodante, se vio rodeado por otro ejército de guerrilleros, en este caso uniformados de verde. Tres de ellos invadieron el vehículo a través del hueco del parabrisas. Los tres gritaban a un tiempo «¡Arriba las manos!» con verdadera insistencia. Todos en el autobús obedecieron, incluido Bergen. Tan pronto callaron los tres invasores, uno de ellos habló en español a los que rodeaban el vehículo mientras otro abría la puerta de entrada para facilitar el acceso de un oficial armado.
—Pero ¿qué es esto? —preguntó estupefacto mirando con extrañeza a todos los ancianos—. ¿Quiénes son ustedes?
Bergen se adelantó al resto de los presentes para explicarse:
—Somos un grupo de viejos artistas retirados que hemos escapado de Alemania para pedir asilo en España —informó—. No somos peligrosos ni portamos armas. Tenemos a tres compañeros heridos y en muy malas condiciones. Uno de ellos, el joven, era quien trataba de salvarnos. Él es el mejor trapecista del mundo. Los otros dos son hermanos gemelos, dos genios de la magia. Se están desangrando y necesitan asistencia inmediata. ¿Podrían atenderlos a ellos y después le contamos nuestra extraña historia?
El oficial se acercó a los tres lesionados y los observó con atención.
—¿Están verdaderamente heridos? —preguntó.
—Tienen bastantes heridas de bala y de cristales —informó Bergen, alterado.
El oficial se dirigió a uno de sus hombres.
—Que suba Benito —ordenó.
—¡Que suba Benito! —gritaron los otros dos.
Inmediatamente se presentó otro oficial que examinó con manos expertas aunque someramente a los tres heridos, que permanecían inconscientes.
—Estos hombres están en muy mal estado —comentó circunspecto—. No sé siquiera si llegarán a la frontera.
Erika emitió un gemido sordo.
—El joven es un gran artista español y una excelente persona —dijo Rudi en el mejor castellano que pudo.
—Traten de salvarles la vida —ordenó el oficial dirigiéndose a sus hombres en tono perentorio.
Rápidamente, Benito y seis ayudantes sacaron a los tres heridos del autobús y los acostaron en camillas. Fue tal la insistencia de Erika por acompañarlos que, tras un gesto de aprobación por parte del jefe, se la llevaron también con ellos.
Después de un ligero registro en el interior del vehículo, el capitán Aguilera de la Guardia Civil miró a los ojos de cada uno de los ocupantes del vehículo sin detectar el más mínimo atisbo de peligrosidad. Por el contrario, todos mostraban una sorprendente serenidad que le indujo a ordenar a uno de sus hombres que se hiciese cargo del volante para dirigirse de inmediato a Figueras. Cuarenta y cinco minutos más tarde arribaban a la Cruz Roja de aquella ciudad, donde los informaron de que los tres heridos habían llegado con leves signos de vida, pero tuvieron que remitirlos a Gerona, ya que ellos no disponían de los medios para la intervención quirúrgica que su estado requería.
El capitán dio orden de dirigirse a Gerona y una vez allí retuvo en los cuarteles de la Guardia Civil al resto de los ancianos, si bien permitió a Bergen y a Lena de Cock dirigirse al hospital acompañados por un miembro de la Guardia Civil y en calidad de detenidos.
Por un momento, Juan Carlos recuperó la conciencia al sentir unas manos que hurgaban en sus heridas. Miró el rostro del hombre que le examinaba y, en un esfuerzo sobrehumano y dominado por el dolor, abrió los ojos desmesuradamente y, tras reconocer a Jaime Vives, gritó:
—¡Tú eres el Nanu!
—Sí —contestó el médico—. Soy el Nanu. Es increíble, me has reconocido a pesar de que llevo media cara cubierta por la mascarilla. Seguramente ha sido gracias a los ojos.
—¡Tú no eres médico! —dijo Juan Carlos en un suspiro creyendo vivir una alucinación fruto de sus heridas—. ¿A quién tratas de engañar? Te dejé herido de muerte... Esto es una patraña o estoy soñando despierto...
—Estaba mal, en efecto, pero logré sobrevivir tras una intervención milagrosa y una larga recuperación, y por eso me hice médico durante tu ausencia... Y ahora calla, que voy a tratar de salvaros la vida. —Y, dirigiéndose a sus ayudantes, ordenó—: ¡Más cloroformo!
Juan Carlos inclinó la cabeza a un lado y, acompañando las palabras con un leve suspiro mientras se iba rindiendo a los efectos del cloroformo, habló con voz debilitada:
—No me salves. No me lo merezco. Aunque quieras decirme que estás vivo, no lo estás. Yo te dejé morir en aquella playa. Estoy viendo visiones... Tú no existes.
—¡Más cloroformo! —repitió el Nanu.
Juan Carlos se debatía entre la vida y la muerte. Su querido amigo, más que amigo un hermano, estaba haciendo cuanto estaba en sus manos por salvarle, pero ya le había extraído cuatro balas peligrosamente alojadas en los órganos vitales y, a causa de las heridas provocadas por los cristales incrustados en su piel y del largo viaje hecho hasta el hospital, había perdido demasiada sangre. Necesitaba una transfusión inmediata. Jaime Vives envió a una enfermera para que localizase a algún familiar que se prestase a donar sangre.
Cuando la enfermera entró en la salita de espera y explicó que necesitaban sangre, Bergen y Lena se ofrecieron, pero Erika ya se había descubierto el brazo y decía decidida:
—Es mi sangre la que necesita. Por favor, señorita, hágame caso.
Entraron a Erika al quirófano y comenzaron a trasfundir sangre del brazo de ella al de Juan Carlos. Erika, mientras lloraba desconsolada viendo el estado de su esposo, con la mano libre acariciaba la cabeza de su adorado marido.
—Se nota que hay mucho amor entre vosotros —comentó Jaime Vives.
—Es tanto mi deseo de que viva que presiento que mi sangre lo va a salvar. En cualquier caso, prefiero morir yo en su lugar —le explicó Erika, emocionada, en su vacilante castellano, mientras agradecía en su interior haber estudiado tantas lenguas como para poder comunicarle al hombre encargado de salvar la vida de su amor su necesidad de que, por encima de todo, Juan Carlos siguiera vivo.
Mientras la sangre de Erika inyectaba vida en las venas de Juan Carlos, éste abrió los ojos unos segundos y, casi sin voz y haciendo un gran esfuerzo, dijo:
—¡Esto es la gloria! Estoy en las manos de las dos personas que más he querido en mi vida...
—¡Cloroformo! —pidió de nuevo Vives en voz muy baja.
Jaime Vives, el hombre que sentía por Juan Carlos un verdadero amor de hermano, puso toda su energía y sus conocimientos para salvar Juan Carlos. Estaba usando métodos muy arriesgados e interviniendo órganos que entrañaban un gran peligro, pero era el momento de comprometerse ante la desesperación.
Juan Carlos salió vivo de la mesa de operaciones, aunque Jaime comentó que dudaba que ese organismo, en las condiciones en que estaba, resistiera mucho tiempo. Había tratado las heridas más peligrosas, las más urgentes, y había decidido dejar las de menor importancia para más tarde, ya se ocuparía de ellas en el supuesto caso de que el paciente viviera. Su única esperanza radicaba en la juventud y el estado físico del enfermo.
Sacaron a Juan Carlos del quirófano y lo condujeron a una salita de recuperación donde Erika y Lena de Cock lo vigilaban. Jaime Vives pidió entonces que le trajeran al más grave de los dos gemelos. Inmediatamente le situaron delante a Aetos. La enfermera le comentó que, en realidad, los dos estaban en muy malas condiciones.
Cuando acostaron en la mesa de operaciones a Aetos, Jaime parecía un matarife. Estaba empapado de sangre, y ésta le cubría los guantes y le llegaba hasta los codos. Una enfermera le cambió el mandil y los guantes, y le secó el sudor de la frente, momento que Aetos, al borde de la inconsciencia, aprovechó para tocarse una bolsita de badana pequeñísima que llevaba colgando del cuello con un cordel fino.
—¡Muy importante! Usted entregar esto a Juan Carlos —le dijo al médico en su español chapurreado—. Si él no vive, entregarlo a Erika. ¿Soy comprendido?
—No se preocupe, que así lo haré.
Y, sacándole la bolsita y guardándosela en el bolsillo del pantalón, el doctor Vives comenzó a explorar a Aetos mientras lo anestesiaban. En mitad del gran trabajo que estaba realizando, pues Aetos tenía en su cuerpo ocho orificios de bala, y tres de ellos atravesaban órganos vitales, éste sufrió un paro cardíaco del que no se pudo recuperar. En ese momento entraba en el quirófano otro médico cirujano que inmediatamente se puso el mandil y comenzó a echarle una mano a Jaime, quien estaba a punto de desmayarse por el agotamiento. Hicieron todo lo posible por hacer funcionar el corazón de Aetos, pero éste ya no podía resistir más. Jaime Vives, que había comenzado recientemente a ejercer la cirugía, acusó dolorosamente la muerte de aquel hombre, pero, reponiéndose de inmediato, pidió que le trajeran al tercer herido.
—Vamos a ver si salvamos a éste —dijo con los ojos húmedos.
—Doctor —quiso preguntarle Moses entrecortadamente a Jaime en cuanto le acostaron—, ¿mi hermano vivo...?
Jaime no le contestó y pidió al anestesista que le aplicase ya el cloroformo, pero Moses no dejó que le colocasen la mascarilla. Interpuso sus brazos para evitar que lo anestesiaran e insistió en su pregunta:
—¿Está vivo mi hermano? —Jaime miró a Moses sin saber cómo reaccionar. ¿Debía mentirle o decirle la verdad? No hizo falta que le contestase, Moses se respondió a sí mismo—: Si mi hermano gemelo estar vivo, usted decírmelo en seguida. Usted no decírmelo, ahora sé que mi hermano es muerto. No hacerme nada para salvarme, porque yo ir con él...
—¡Cloroformo! —gritó Jaime.
Trataron de dormirle, pero Moses se defendió como pudo. Peleaba con las manos haciendo cuanto podía para eludir a los médicos.
—Yo estar con mi hermano —repetía—. Yo no vivir sin él. No operarme mí. Yo querer morir ya.
Cuando las fuerzas le abandonaron, y conforme el efecto del cloroformo iba hundiéndolo en la inconsciencia, seguía balbuceando:
—Es igual. Me curan y yo matarme después...
Jaime, con la intención de animarle, inmediatamente trató de que le llegase la noticia de que quizá su hermano viviese. Moses estaba muy mal, pero a lo mejor podía recuperarse si oía aquellas palabras antes de la operación. Sin embargo, el anciano contestó con lengua de trapo:
—Yo sé mi hermano muerto. Lo sé seguro... Yo irme con él...
Y, lentamente, fue cayendo en un sopor que lo durmió.
Al igual que su hermano y por más que habían previsto la posibilidad de un paro cardíaco, éste se produjo con tal virulencia que lo fulminó. Jaime Vives, desmoralizado, dejó caer las herramientas que tenía en sus manos de cualquier manera sobre la bandeja mientras sus enrojecidos ojos se humedecían por el llanto.
Estaba deshecho. Esperaba salvarlos a los tres y había fracasado con dos de ellos. El personal de quirófano era consciente de su esfuerzo y no dejaban de repetirle que era muy difícil que Aetos y Moses sobrevivieran. Sus heridas eran mucho más graves y peligrosas que las de Juan Carlos. Aun así, Jaime lo sentía profundamente. Era un cirujano joven y con muy poca experiencia, pero al menos todo lo hecho había sido correcto. Ahora le quedaba el milagro de que Juan Carlos viviera. Sería su único y mayor consuelo.