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Las malas noticias corren imparables como el fuego que se desliza por un camino de pólvora. A pesar de la guerra, la noticia del accidente y la operación de Juan Carlos y la muerte de los Orakis Brothers recorrió medio mundo en escasas horas.
La ciudad de Mislata, a pocos kilómetros de Valencia, donde había nacido Juan Carlos y donde residía un gran colectivo de artistas del espectáculo, así como tres famosos empresarios de ilustres apellidos y propietarios de tres de los más importantes circos del país, estaba conmocionada. Eugenio Romero, propietario y productor del Circo Maravillas, Eduardo Romero, propietario del Circo Romero, y Secundino Cortés, propietario del Gran Circo Cortés, se pusieron de acuerdo con Amparo y Vicente, los padres de Juan Carlos, y reclamaron los cadáveres de los gemelos para darles sepultura en aquella ciudad habitada en su mayoría por artistas. También pidieron el traslado del gran atleta Juan Carlos Barrachina al hospital provincial de Valencia, a treinta kilómetros de Mislata, perfectamente dotado con un gran plantel de médicos especialistas y una moderna maquinaria médica.
El hecho de que Juan Carlos hubiera realizado la gesta de salvar a un colectivo de viejas figuras mundiales del espectáculo trayéndolos tras sufrir mil vicisitudes a España desde Alemania, donde habían perdido su hogar y habían sido bombardeados, envolvió su nombre con un halo de entrega y sacrificio que, a la vez que lo santificaba, lo convertía en un ídolo internacional como ser humano y como artista.
El día del entierro de Aetos y Moses, que tuvo que retrasarse por culpa de toda la documentación que hubo que gestionar para que recibieran sepultura en España, Mislata se vio insospechadamente invadida por familiares, admiradores y amigos que llegaban desde distintos puntos del mundo y, sobre todo, de Francia, Inglaterra, Italia, Grecia y, curiosamente y a pesar de la situación, de Alemania. Allí estaban, entre muchos otros, Friedrich Clauss y Alethea, la querida hermana de los gemelos. Jamás se había celebrado en Mislata un funeral tan importante y multitudinario. Las autoridades civiles y militares tuvieron que emplearse a fondo para organizar el tráfico de la ciudad, y el acomodo en hoteles y restaurantes.
Las viejas glorias, ahora capitaneadas por Bergen y de acuerdo con Vicente y Amparo, protegieron a Erika de la agresiva horda de periodistas, para lo cual todos se refugiaron una buena temporada en una finca campestre de los padres de Juan Carlos. Bergen se encargó de conceder cuatro únicas entrevistas a los representantes de los principales periódicos de Madrid, París, Barcelona y Valencia.
Erika utilizó los ahorros de Juan Carlos para alojar y mantener al grupo de ancianos, que fueron acogidos en sus hogares por artistas y empresarios que tenían residencia fija en Mislata.
El entierro se celebró en el pequeño cementerio de la ciudad. Además del colectivo de ancianos, que rodeaban las dos tumbas, se encontraban en primera fila Erika, Vicente y Amparo. Alethea y Friedrich Clauss, aparte de una infinidad de amigos, periodistas, compañeros, curiosos y acompañantes, se situaron detrás de éstos. Juan Carlos había luchado denodadamente por que le permitieran asistir, pero los médicos se lo prohibieron terminantemente y no hubo manera de convencerlos. Cuarenta y ocho horas antes lo habían intervenido de uno de sus riñones y se jugaba la vida. Viendo que le era imposible asistir, terminó por aceptarlo y envió dos ramos de claveles preciosos y una nota para que Erika la leyera en su nombre.
El personal presente, de luto riguroso, hacía que el camposanto se asemejara a un silencioso manto negro de hiedra trepadora enlutada que cubría el limitado espacio físico del recinto. De pronto, comenzó a sonar una viola. Era Lora, la esposa de Bergen, que, entonando con sus labios una perfecta imitación del instrumento musical, iniciaba la interpretación del «Introitus» del Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart. Por encima del sonido de la viola se oyó la voz de Erika, que depositó los dos ramos de claveles en la cabecera de la tumba, abrió un sobre y, tras sacar una nota, comenzó a leerla con su simpático acento holandés:
—Queridos genios. Queridos maestros. Queridos padres en ausencia de los míos. Mis condiciones de salud me impiden acompañaros para despediros en estos importantes momentos. Mi querida Erika lo hace por mí y sé que lo hará mejor que yo mismo. Conociendo vuestra manera de pensar, sé que no es precisamente al cielo adonde queréis ir a descansar. Al menos no a ese cielo del que tanto hablamos en la tierra y tanto desconocemos.
»Estoy seguro de que vosotros dos, con vuestro conocimiento y especial modo de pensar, querréis descansar en un lugar donde prevalezca la verdad, donde los seres sean limpios de espíritu, donde las almas no hayan sido manipuladas por el hombre y sus influencias, y estoy seguro de que vuestro último viaje os llevará a ese punto tan especial donde reposan los espíritus limpios de impurezas. Habéis disfrutado del aplauso de más de medio mundo. Sois considerados como los mejores magos de vuestro tiempo. Habéis sido creadores de los más importantes trucos de magia, que hoy están a disposición de las nuevas generaciones de ilusionistas. Sólo os faltó conseguir el último truco, el más difícil todavía, el de volver a la vida después de muertos, volver para alegría de todo aquel que os haya conocido profundamente.
»¡Qué pena que no lo consiguierais! Pero no quiero alargarme y, además, estoy seguro de que alguien hablará en nombre de los integrantes del exitoso espectáculo Curiosidades y amenidades del universo. ¡El más genial espectáculo presentado jamás en Europa! Por nuestra parte, Erika y yo os deseamos un feliz descanso y cedemos la palabra a quien represente al grupo, que, no sé por qué, pero imagino que será Bergen.
El grupo aplaudió calurosamente las palabras de Juan Carlos y, tal y como éste había supuesto, a continuación Bergen subió al montículo junto a Erika, que tradujo su discurso.
—No es fácil despedir a quienes han entregado su vida para hacer felices a los ciudadanos del mundo. Nacisteis genios, y genios dejáis este mundo que fuisteis capaces de llenar de fantasía y de ilusión. Queridos Aetos y Moses, me han encargado nuestros jóvenes compañeros que sea yo quien os despida en nombre de todos. Pero como a todos nos queda medio aplauso para unirnos a vosotros, creo interesante que nos digáis con sinceridad que tal es eso por ahí.
Inmediatamente salió de la fosa la voz de Aetos, que en un tono reposado y con su inconfundible timbre de voz respondió:
—El mundo es un gran pastel lleno de sorpresas en el que cada mal hombre escoge su trozo salado y amargo y cada buen hombre trata de encontrar la sorpresa más dulce, la más tierna, la más rentable desde el punto de vista de la física y la moral. Mi hermano y yo hemos encontrado aquí una pieza de la sorpresa más dulce del pastel y con ese privilegio en nuestras manos vamos a disfrutarla mientras dure, que espero que sea eternamente.
Bergen respondió:
—Viniendo de tierra de filósofos, es normal tu respuesta. ¿Estás de acuerdo, Moses?
La voz de Moses, con su manera de dejar caer las frases, añadió:
—Si es mi hermano quien lo dice, tiene sentido.
Y Bergen finalizó:
—Pues guardadnos un trozo dulce de ese pastel del que todos querremos participar muy pronto... Buen descanso, compañeros.
Todos los presentes repitieron su deseo:
—Buen descanso.
Juan Carlos tardó cinco meses en recuperarse y recibir el alta. Terminó de restablecerse en la finca de sus padres gracias a los cuidados personales de Erika, quien por cierto estaba embarazada y con una gran ilusión por darle a Juan Carlos un hijo.
En aquellos días, la gran duda de Juan Carlos era pensar si podría subir a su trapecio. Jaime Vives se había convertido en su médico de cabecera y consejero, y le aconsejaba cautela.
—Por el momento no debes pensar en el trapecio. Has pasado por varias operaciones complicadas. Además, te queda muy poco para ser padre, apenas cuatro meses. Ahora disfruta de tu mujer y de ese hijo en camino, y ya tendrás tiempo para pensar en jugarte la vida por esas alturas.
—Has hablado como lo hubiera hecho Aetos...
—Por cierto —dijo Jaime entonces—, tengo en casa una bolsita de cuero que llevaba el primero de los gemelos a quienes operé.
—Aetos —le recordó Juan Carlos.
—Exactamente —dijo el Nanu—. Con tanto lío de operaciones y viajes la dejé en un cajón de mi mesita de noche cuando llegué agotado a mi casa y la había olvidado por completo. Mañana te la traigo. Si mal no recuerdo, él me dijo que era muy importante. Siento haberlo olvidado tanto tiempo.
—¿Y has tenido olvidado cinco meses algo que te dijeron que era tan importante? Te aseguro que si Aetos dijo que era importante es porque sin duda lo era.
—Te aseguro que ese día lo único que me interesaba era salvaros la vida. No estaba yo para encargos.
Al día siguiente, el Nanu se presentó a la hora de la paella. Amparo le asignó un puesto en la mesa, disfrutaron de aquel arroz que ella dominaba como nadie y, al llegar a los postres, Juan Carlos le preguntó:
—¿Has traído la bolsita de Aetos?
Jaime dio un respingo antes de responder.
—Sí, tienes razón. Otra vez la había olvidado. Aquí la tengo.
Y sacándola del bolsillo se la entregó a Juan Carlos, que la miró con cierto recelo. Tras darle muchas vueltas en sus manos, se decidió a abrirla y volcó su contenido sobre el mantel. La mente de Juan Carlos, nada más ver las dos bolitas de papel arrugado que cayeron de la bolsita, se trasladó al camerino de Gigí Carré en el Cirque d’Hiver de París y al momento en que, sobre un lavabo, Aetos había quemado todas las bolitas de papel que hizo con el contenido del sobre marrón. Por lo visto no las había quemado todas, y ahora comprendía Juan Carlos por qué Moses se moría de risa cuando Aetos se sacudió las manos como un prestidigitador. Deshizo las dos bolitas de papel y extendió ambos pliegos sobre la mesa. En uno de ellos había una nota escrita a mano por Aetos. El otro estaba lleno de instrucciones, planos y dibujos manuscritos por el propio Adolf Hitler.
Vicente, Amparo y Jaime miraban aquellos papeles sin comprender nada.
—Aetos dejó una bola sin quemar... —dijo Juan Carlos, y comenzó a leer en voz alta la nota de Aetos:
Queridos Juan Carlos y Erika:
Este pliego adjunto no lo conoce nadie. No tuvo tiempo de llegar a las manos de quienquiera que fuese el receptor designado. Por lo tanto, os pertenece, porque es un regalo que os hacemos Moses y yo.
Tendréis que demostrar mucha prudencia, porque lo que vais a encontrar en el lugar que os indican esas instrucciones descritas por ya sabéis quién es una inmensa fortuna que no deberá cegaros ni envaneceros. Que nadie fuera de tu familia vea el folio adjunto. Si alguien reconociera esa letra, sería funesto para los planes que os proponemos. Copiad los planos y las instalaciones para llegar al punto indicado y quemad inmediatamente el folio original. Usad el tesoro con la mayor humildad y para buenas obras, de esa manera vuestros corazones se llenarán de gloria tanto como los nuestros aquí en nuestro retiro... No perdáis esta oportunidad única.
AETOS Y MOSES
Juan Carlos copió inmediatamente el folio escrito y dibujado por la mano del Führer y quemó a continuación el original hasta su total extinción. Después, él, Erika y Jaime proyectaron un viaje al país centroamericano de El Salvador.
Dos años más tarde se inauguraba en la ciudad de Mislata la primera Casa del Artista española. Se trataba de la única en el mundo con centro médico especializado en geriatría, y disponía de una sala de espectáculos válida para todo tipo de representaciones y con capacidad para mil doscientos espectadores, además de una escuela de artes escénicas polivalente que permitiría a los ancianos compartir su experiencia con los más jóvenes. El uso que debían darle y las disposiciones al respecto quedaban en manos de una comisión de viejas glorias, pues Juan Carlos y Erika conocían profundamente lo ilusionante que resultaba para esos insignes artistas contar con un local donde poder demostrar, de vez en cuando, sus grandes habilidades.
La obra había sido totalmente subvencionada por la Organización Barrachina-De Cock, que ya había comenzado a desarrollar más proyectos, muchos de ellos en marcha y repartidos por toda la península Ibérica. La Organización Barrachina-De Cock cumplía con lo recomendado por Aetos y Moses en cuanto a la utilización de aquel tesoro, pues realizaba una gran labor de ayuda a la tercera edad y ponía especial atención en el apoyo a hospitales, centros de salud y centros de ocio, labor que, de encontrarse con vida, habría llenado de gloria los corazones de los gemelos.
La inauguración de la Casa del Artista resultó un acontecimiento sin precedentes. Allí se encontraban, además de importantes autoridades del gobierno central y municipal, una gran representación de primeras figuras del espectáculo residentes en Mislata, así como todo el colectivo de viejas glorias, quienes, arropados por Juan Carlos y Erika, ya disfrutaban de las comodidades que ofrecía esta nueva residencia.
La cinta para la inauguración de la primera Casa del Artista la cortó un precioso niño de año y medio de edad llamado Aetos Moses Barrachina de Cock.
Octubre de 2010.