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El Obersturmführer Adalbert Adler se encontraba clasificando y almacenando en distintas cajas de cartón parte de la ya importante cantidad de documentos que había logrado rescatar de la Casa del Artista. El haber vuelto a quedarse solo como responsable de la búsqueda del sobre marrón hacía más llevadera su tarea. La compañía de aquel Hauptsturmführer Schultz había resultado muy poco placentera y bastante desagradable e incómoda, a pesar de que Adler estaba acostumbrado a recibir todo tipo de órdenes, unas veces razonables y otras no, gritadas, destempladas y con inclusión del más soez de los vocabularios, desagradable costumbre entre los oficiales de baja graduación y entre la tropa.
Pero el simple hecho de tener que escuchar los pensamientos de Schultz cuando los convertía en palabras le ponía la piel de gallina. Menos mal que el personaje, tras robarle la información y la idea del viaje a Stuttgart, decidió viajar sin compañía en busca de aquel autobús del que, por cierto, aún no había recibido más noticias desde que tuvo conocimiento de su posible paso por Weimar y alguna otra población del sur de Alemania. Puede que hubiera novedades en las oficinas de la SS-Haus y los jefes hubieran tenido a bien no informarle, un defecto o vicio endémico muy propio entre los militares de semejante graduación: los oficiales con grados intermedios eran así, no soltaban prenda hasta que algún jefe firmase la orden.
El caso era que el trabajo que ahora realizaba era arduo, duro y lento. Pero más valía hacerlo solo que mal acompañado. Adler estaba seguro de que, de haber continuado bajo las órdenes de Schultz, hubiera tenido que llegar al extremo de solicitar un traslado, algo ciertamente peligroso en aquellos momentos en que los ataques a Berlín eran continuos y masivos. Y no era que le repeliera su físico, que también lo hacía, lo que no soportaba era su mala educación, su despreciable talante y su deplorable verborrea. Ahora, aliviado por haber podido librarse de él, finalizó un día más de trabajo terminando de clasificar los últimos documentos hallados, que colocó en una caja de cartón y dispuso para su entrega en cualquier momento en la SS-Haus.
Puesto que el siguiente día amaneció frío y lluvioso, lo cual dificultaba la búsqueda de documentos en las ruinas de la Casa del Artista, el Obersturmführer Adalbert Adler decidió trasladar los documentos hallados a las oficinas centrales con la idea de aprovechar la visita para tratar de recabar información sobre Schultz y el autobús desaparecido. Lo que menos sospechaba era el inminente cambio que se iba a producir en su vida a partir del preciso momento en que pisó la SS-Haus.
Aún no había entrado en su propia oficina cuando una secretaria le entregó una nota del Sturmbannführer Goetz en donde se le citaba para una reunión urgente a las diez de la mañana. Adler miró su reloj, vio que eran las ocho y treinta y cinco minutos, y pensó que disponía de casi hora y media para presentarse ante Goetz. Pero antes debería tratar de averiguar el motivo por el que lo citaban con tanta premura. Sería bueno saber si estaba relacionado con el trabajo que estaba llevando a cabo en aquellos momentos o si, por el contrario, se le designaba un nuevo y desconocido servicio. Desafortunadamente, su grado de Obersturmführer no le permitía dar muchas órdenes, pero sí recibirlas y, consciente de ello, fue a su mesa y revisó las últimas notas dejadas allí por su secretaria. No encontró nada importante. Revisó la correspondencia y tampoco dio con nada urgente o relacionado con la Casa del Artista. Llamó a su secretaria y trató de averiguar cualquier cosa sobre el tema por el que le citaba Goetz, pero ésta no tenía la menor idea. Adler le pidió la lista de llamadas y comprobó que sólo había una y era de Goetz. Finalmente, ante tal situación, llegó a la conclusión de que no valía la pena martirizar su mente tratando de averiguar algo que sabría en cuestión de una hora, por lo que dedicó su tiempo a revisar y colocar aquel montón de documentos. Mientras trabajaba en ello pensó en llamar al Standartenführer Günsche y preguntarle si había recibido noticias de Schultz, pero tras darle vueltas al asunto decidió no hacerlo; en esos niveles, los oficiales eran bastante especiales y, aunque no había detectado en Günsche ningún signo extraño en su comportamiento, quién sabe cómo aceptaría el que un simple Obersturmführer se atreviera a molestarlo y hacerle perder su importante tiempo. En cualquier caso, supuso, si Günsche deseaba conocer alguna información, no tenía más que levantar el teléfono y llamarle.
A las diez en punto ya estaba sentado en la antesala de la oficina del Sturmbannführer Goetz. Dos minutos más tarde lo recibía su superior, quien tras saludarle formalmente se deshizo en excusas por recibirle en aquellas condiciones.
—Obersturmführer Adler, le ruego que se haga a la idea de que estoy perfectamente uniformado y sepa aceptar esta incorrección que le aseguro que no tiene nada de caprichosa. Aunque no tengo ninguna obligación de hacerlo, permítame aclararle mi problema...
Adalbert Adler se quedó tan sorprendido que en principio no encontraba palabras con que responder. Aquel oficial lo recibía en su despacho completamente desnudo y con los dos pies metidos dentro de una palangana llena de agua. Un solo documento, adherido a sus partes con algún pegamento o atadura, cubría sus vergüenzas.
—No se moleste —respondió acostumbrado a las manías de sus superiores—. Si le parece bien, puedo volver en cualquier otro momento...
—¡No, no, no! —exclamó rápidamente Goetz—. Debo transmitirle órdenes importantes que no admiten demora.
—Como usted guste —dijo Adler sin saber si quedarse en pie o sentarse.
—Tome asiento —ordenó Goetz resolviendo su duda.
El Obersturmführer Adler se acomodó en una butaca, frente a Goetz, mirándole a hurtadillas y sin saber qué postura tomar.
—Usted dirá —dijo finalmente mientras buscaba el modo más cómodo de cruzar las piernas.
—En primer lugar —enunció Goetz—, quiero que sepa que estoy muy enfermo.
—Comprendo —contestó tímidamente Adler.
—No, no me diga que lo comprende porque no estoy loco. Lo que sufro yo es algo absolutamente incomprensible. Estoy en tratamiento, pero no dan con la causa.
—Lo siento —lamentó Adler muy bajito.
—Sufro terribles ataques de extrema sensibilidad en la piel. Cuando entro en crisis necesito librarme de todas las prendas de vestir y meter los pies en agua muy fría. Puesto que las órdenes que debo transmitirle son urgentes y estos ataques suelen durar varias horas, no he tenido más remedio que recibirle así, ¿me comprende?
—Por supuesto, señor.
Goetz bajó la vista tratando de leer en el documento que usaba para cubrirse, pero viendo que no alcanzaba, y tras ponerse rojo como un tomate por la postura que se veía obligado a adoptar, pidió a Adler que le acercase cualquier otro documento de los que había sobre la mesa.
Adler no entendía el absurdo pudor de su superior. En el ejército no existía el más mínimo recato para mostrarse desnudo. Mientras buscaba una razón, se levantó, fue hasta la mesa y escogió una carpeta al azar.
—¿Le vale ésta? —preguntó mostrándosela a su superior.
—Perfectamente —respondió, y, tomándola, cubrió o trató de cubrir disimuladamente con ella su órgano y liberó el documento que tenía pegado.
Fue entonces cuando Adler comprendió la razón por la que trataba de ocultar su sexo: Goetz estaba dotado de un órgano sexual infantil, el tamaño de su pene era como el de un niño de cinco años. Adler hizo todo lo posible por disimular su descubrimiento mientras Goetz, al comprobar que la carpeta no se fijaba, la lanzó al suelo inmediatamente y, llevándose el documento frente a los ojos, leyó en voz alta:
—«Confidencial. De Central a Sturmbannführer Helmut Goetz. El Obersturmführer Adalbert Adler, quien conoce personalmente al Hauptsturmführer Carl Schultz por haber trabajado bajo sus órdenes recientemente, deberá presentarse hoy mismo en nuestras oficinas de Stuttgart, desde donde será infiltrado a Francia para la persecución y detención de dicho Hauptsturmführer Schultz, ahora prófugo. Firmado: SS-Obersturmbannführer H. Smacht Werner.
—Pero ¿qué hago yo en Francia con el trabajo acumulado que tengo aquí? —preguntó Adler, perplejo—. ¿Cómo llego allí? ¿Quién me informará?
—Su plan de infiltración debe de estar en Stuttgart. Ellos le pondrán en manos de nuestros contactos en aquel país. Supongo que habrán previsto que usted habla perfectamente el francés.
—Pero... ¿por qué yo? —insistió Adler, molesto.
—Ya sabe cómo andamos de personal.
—¿Y cómo piensan que pueda llegar hoy mismo a Stuttgart?
—Hay un avión calentando motores y dispuesto para su viaje...
—¿Sin equipaje?
—Sus necesidades estarán previstas en nuestras oficinas de Stuttgart. Preséntese allí y deje de elucubrar. Va a llevar a cabo una misión que deseo que realice con éxito.
—Eso espero —aventuró Adler confundido.
—¿Puedo pedirle un favor antes de que se retire?
—Usted dirá —contestó Adler poniéndose en pie.
—¿Sería tan amable de acercarme una toalla del cuarto de baño?
Adler fue hasta el pequeño aseo y cogió una toalla de mano que le entregó.
—¿Sería tan amable de secarme los pies? —preguntó de improviso su superior devolviéndole la toalla sin darle tiempo a reaccionar.
Adler valoró por un momento su situación. Tras levantar la vista y estudiar a aquel esperpento de hombre, despejó sus dudas.
—Hay un avión calentando motores y dispuesto para mi viaje —espetó. Y, lanzándole la toalla a las manos, proclamó con autoridad—: Supongo que hay cosas más importantes que secarle los pies a un superior...
El Sturmbannführer Goetz no calculó bien la recepción de la toalla, que fue a parar al suelo. En su afán por hacerse con ella se volvió de espaldas y, sin sacar los pies de la palangana, se agachó para recogerla, por lo que tuvo que mostrar al Obersturmführer Adler una postura poco edificante. En aquel preciso instante, éste dio un fuerte taconazo al tiempo que se despedía con un potente «Heil Hitler!», frase que pilló a Goetz completamente desprevenido y lo obligó a hacer aparecer su mano por entre sus piernas y moverla de un lado a otro en señal de despedida.