Capítulo XXVII. Cómo Cortés supo de dos españoles que estaban en poder de indios en la punta de Cotoche, y lo que sobre ello se hizo

Como Cortés en todo ponía gran diligencia, me mandó llamar a mí y a un vizcaíno que se decía Martín Ramos, y nos preguntó qué sentíamos de aquellas palabras que nos hobieron dicho los indios de Campeche cuando venimos con Francisco Hernández de Córdoba, que decían: «Castilan, Castilan», según lo he dicho en el capítulo que dello trata; y nosotros se lo tornamos a contar según y de la manera que lo habíamos visto e oído. E dijo que ha pensado muchas veces en ello, e que por ventura estarían algunos españoles en aquella tierra, y dijo: «Paréceme que será bien preguntar a estos caciques de Cozumel si saben alguna nueva dellos».

Y con Melchorejo, el de la punta de Cotoche, que entendía ya poca cosa de la lengua de Castilla y sabía muy bien la de Cozumel, se lo preguntó a todos los principales, y todos a una dijeron que habían conocido ciertos españoles, y daban señas dellos, y que en la tierra adentro, andadura de dos soles, estaban y los tenían por esclavos unos caciques, y que allí en Cozumel había indios mercaderes que les hablaron pocos días había. De lo cual todos nos alegramos con aquellas nuevas. Y díjoles Cortés que luego los fuesen a llamar con cartas que en su lengua llaman amales: y dio a los caciques y a los indios que fueron con las cartas camisas, y los halagó, y les dijo que cuando volviesen les daría más cuentas. Y el cacique dijo a Cortés que enviase rescate para los amos con quien estaban que los tenían por esclavos, porque los dejasen venir, y ansí se hizo, que se les dio a los mensajeros de todo género de cuentas. Y luego mandó apercebir dos navíos, los de menos porte, que el uno era poco mayor que bergantín, y con veinte ballesteros y escopeteros, y por capitán dellos a Diego de Ordaz, y mandó que estuviese en la costa de la punta de Cotoche aguardando ocho días con el navío mayor, y entre tanto que iban y venían con la respuesta de las cartas, con el navío pequeño volviesen a dar la respuesta a Cortés de lo que hacían, porque está aquella tierra de la punta de Cotoche obra de cuatro leguas, y se paresce la una tierra desde la otra. Y escrita la carta, decía en ella:

«Señores y hermanos: Aquí, en Cozumel, he sabido que estáis en poder de un cacique detenidos, y os pido por merced que luego os vengáis aquí, a Cozumel, que para ello envío un navío con soldados, si los hobiésedes menester, y rescate para dar a esos indios con quien estáis; y lleva el navío de plazo ocho días para os aguardar; veníos con toda brevedad; de mi seréis bien mirados y aprovechados; yo quedo en esta isla con quinientos soldados y once navíos; en ellos voy, mediante Dios, la vía de un pueblo que se dice Tabasco o Potonchan». E luego se embarcaron en los navíos con las cartas y los dos indios mercados de Cozumel que las llevaban, y en tres horas atravesaron el golfete y echaron en tierra los mensajeros con las cartas y rescates, y en dos días las dieron a un español que se decía Jerónimo de Aguilar, que entonces supimos que ansí se llamaba, y de aquí adelante ansí le nombraré, y desque las hobo leído y rescebido el rescate de las cuentas que le enviamos, él se holgó con ello y lo llevó a su amo el cacique para que le diese licencia, la cual luego se le dio para que se fuese a donde quisiese.

Y caminó el Aguilar a donde estaba su compañero, que se decía Gonzalo Guerrero, en otro pueblo cinco leguas de allí, y como le leyó las cartas, el Gonzalo Guerrero le respondió: «Hermano Aguilar: Yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras, íos vos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. ¡Qué dirán de mi desque me vean esos españoles ir desta manera! E ya veis estos mis hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis desas cuentas verdes que traéis para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra». Y ansimismo la india mujer del Gonzalo habló al Aguilar en su lengua, muy enojada, y te dijo: «Mira con qué viene este esclavo a llamar a mi marido; íos vos y no curéis de más pláticas». Y el Aguilar tornó a hablar al Gonzalo que mirase que era cristiano, que por una india no se perdiese el ánima, y si por mujer e hijos lo hacía, que la llevase consigo si no los quería dejar. Y por más que le dijo y amonestó, no quiso venir; y parece ser aquel Gonzalo Guerrero era hombre de la mar, natural de Palos. Y desque el Jerónimo de Aguilar vido que no quería venir, se vino luego con los dos indios mensajeros adonde había estado el navío aguardándole, y desque llegó no le halló, que ya era ido, porque ya se habían pasado los ocho días y aun uno más que llevó de plazo el Ordaz para que aguardase; porque desque el Aguilar no venía, se volvió a Cozumel sin llevar recaudo a lo que había venido. Y desque el Aguilar vio que no estaba allí el navío, quedó muy triste y se volvió a su amo, al pueblo donde antes solía vivir.

Y dejaré esto e diré [que] cuando Cortés vio volver al Ordaz sin recaudo ni nueva de los españoles ni de los indios mensajeros, estaba tan enojado y dijo con palabras soberbias al Ordaz que había creído que otro mejor recaudo trujera que no venirse así sin los españoles ni nuevas dellos, porque ciertamente estaban en aquella tierra. Ya pues en aquel estante aconteció que unos marineros que se decían los Peñates, naturales de Gibraleón, habían hurtado a un soldado que se decía Berrio ciertos tocinos y no se los querían dar, y quejóse Berrio a Cortés, y tomando juramento a los marineros, se perjuraron, y en la pesquisa paresció el hurto; de los cuales tocinos estaban repartidos en los siete marineros, e a cuatro dellos los mandó luego azotar, que no aprovecharon ruegos de ningún capitán. Donde lo dejaré, así de los marineros como esto del Aguilar, y nos íbamos sin el nuestro viaje hasta su tiempo y sazón.

Y diré cómo venían muchos indios en romería aquella isla de Cozumel, los cuales eran naturales de los pueblos comarcanos de la punta de Cotoche y de otras partes de tierra de Yucatán, porque, según paresció, había allí en Cozumel unos ídolos de muy disformes figuras, y estaban en un adoratorio en que ellos tenían por costumbre en aquella tierra por aquel tiempo de sacrificar. Y una mañana estaba lleno un patio, donde estaban los ídolos, de muchos indios e indias quemando resina, que es como nuestro incienso; y como era cosa nueva para nosotros, paramos a mirar en ello con atención. Y luego se subió encima de un adoratorio un indio viejo, con mantas largas, el cual era sacerdote de aquellos ídolos, que ya he dicho otras veces que papas los llaman en la Nueva España, y comenzó a pedricallos un rato; y Cortés y todos nosotros mirándolo en qué paraba aquel negro sermón. Y Cortés preguntó a Melchorejo, que entendía muy bien aquella lengua, que qué era aquello que decía aquel indio viejo, y supo que les pedricaba cosas malas.

Y luego mandó llamar al cacique y a todos los principales, y al mismo papa, y como mejor se pudo dárselo a entender con aquella nuestra lengua, les dijo que si habían de ser nuestros hermanos que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos y les hacían errar, y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían al infierno sus ánimas. Y se les dio a entender otras cosas santas y buenas; y que pusiesen una imagen de Nuestra Señora que les dio, y una cruz, y que siempre serian ayudados y ternían buenas sementeras, y se salvarían sus ánimas. Y se les dijo otras cosas acerca de nuestra santa fe, bien dichas. Y el papa con los caciques respondieron que sus antepasados adoraban en aquellos dioses porque eran buenos, y que no se atrevían ellos hacer otra cosa, y que se los quitásemos nosotros, y veríamos cuánto mal nos iba de ello, porque nos iríamos a perder en la mar.

Y luego Cortés mandó que los despedazásemos y echásemos a rodar unas gradas abajo, y ansí se hizo. Y luego mandó traer mucha cal, que había harto en aquel pueblo, e indios albañiles; y se hizo un altar muy limpio donde pusimos la imagen de Nuestra Señora; y mandó a dos de nuestros carpinteros de lo blanco, que se decían Alonso Yáñez y Álvaro López, que hiciesen una cruz de unos maderos nuevos que allí estaban, la cual se puso en uno como humilladero que estaba hecho cerca del altar; y dijo misa el padre que se decía Juan Díaz, y el papa y cacique y todos los indios estaban mirando con atención. Llaman en esta isla de Cozumel a los caciques calachiones, como otra vez he dicho en lo de Potonchan. Y dejallo he aquí, y pasaré adelante y diré cómo nos embarcamos.

Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
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