Capítulo VI. Cómo desembarcamos en la bahía de la Florida veinte soldados con el piloto Alaminos a buscar agua, y de la guerra que allí nos dieron los naturales de aquella tierra, y de lo que más pasó hasta volver a La Habana
Llegados a la Florida, acordamos que saliesen en tierra veinte soldados, los que teníamos más sanos de las heridas, e yo fui con ellos e también el piloto Antón de Alaminos, y sacamos las vasijas que había, y azadones, y nuestras ballestas y escopetas. Y como el capitán estaba muy mal herido y con la gran sed que pasaba estaba muy debilitado, y nos rogó que en todo caso le trujésemos agua dulce, que se secaba y moría de sed, porque el agua que había era salada y no se podía beber, como otra vez he dicho, llegados que fuimos a tierra, cerca de un estero que estaba en la mar, el piloto Alaminos reconosció la costa y dijo que había estado en aquel paraje, que vino con un Juan Ponce de León, cuando vino a descubrir aquella costa, y que allí les habían dado guerra los indios de aquella tierra y que les habían muerto muchos soldados, y que estuviésemos muy sobre aviso apercebidos. Y luego pusimos por espías dos soldados, y en una playa que se hacia muy ancha hecimos pozos bien hondos, donde nos paresció haber agua dulce, porque en aquella sazón era menguante la marca. Y quiso Dios que topásemos buen agua, y con el alegría y por hartarnos della y lavar paños para curar los heridos estuvimos espacio de una hora.
E ya que nos queríamos venir a embarcar con nuestra agua, muy gozosos, vimos venir al un soldado de los dos que habíamos puesto en vela, dando muchas voces diciendo: «Al arma, al arma, que vienen muchos indios de guerra por tierra y otros en canoas por el estero». Y el soldado dando voces y los indios llegaron casi que a la par con él contra nosotros. Y traían arcos muy grandes y buenas flechas y lanzas y unas a manera de espadas, y cueros de venados vestidos, y eran de grandes cuerpos; y se vinieron derechos a nos flechar, y hirieron luego seis de nosotros, y a mi me dieron un flechazo de poca herida. Y dímosles tanta priesa de cuchilladas y estocadas y con las escopetas y ballestas, que nos dejan a nosotros y van a la mar, al estero, a ayudar a sus compañeros los que venían en las canoas, donde estaban con los marineros, que también andaban peleando pie con pie con los indios de las canoas, y aun les tenían ya tomado el batel y lo llevaban por el estero arriba con sus canoas, y habían herido cuatro marineros y al piloto Alaminos en la garganta; y arremetimos a ellos el agua a más de la cintura, ya estocadas les hecimos soltar el batel, y quedaron tendidos en la costa y en el agua veinte y dos dellos, y tres prendimos que estaban heridos poca cosa, que se murieron en los navíos.
Después desta refriega pasada, preguntamos al soldado que pusimos por vela que qué se hizo su compañero Berrio, que ansí se llamaba. Dijo que lo vio apartar con un hacha en las manos para cortar un palmito, e que fue hacia el estero por donde habían venido los indios de guerra, y desque oyó las voces, que eran de español, que por aquellas voces vino a dar mandado, y que entonces le debieron de matar. El cual soldado solamente él había quedado sin lo dar ninguna herida en lo de Potonchan, y quiso su ventura que vino allí a fenecer. Y luego fuimos en busca de nuestro soldado por el rastro que habían traído aquellos indios que nos dieron guerra, y hallamos una palma que había comenzado a cortar, y cerca della mucha huella, más que en otras partes, por donde tuvimos por cierto que lo llevaron vivo, porque no ha la rastro de sangre, y anduvímosle buscando a una parte y a otra más de una hora, y dimos voces, y sin más saber dél nos volvimos a embarcar en los bateles y llevamos el agua dulce, con que se alegraron, todos los soldados como si entonces les diéramos las vidas. Y un soldado se arrojó desde el navío en el batel, con la gran sed que tenía tomó una botija a pechos y bebió tanta agua que se hinchó y murió dende a dos días.
Y embarcados con nuestra agua, metidos los bateles, dimos vela para la Habana y pasamos en aquel día y la noche, que hizo buen tiempo, junto de unas isletas que llaman Los Mártires, que son unos bajos que ansí los llamaron los Bajos de los Mártires. Y íbamos en cuatro brazas lo más hondo, y tocó la nao capitana entre unas como isletas, y hizo mucha agua, que, con dar todos los soldados que allí íbamos a la bomba, no podíamos estancarla, y íbamos con temor no nos anegásemos. Traíamos unos marineros levantiscos, y les decíamos: «Hermanos, ayudad a dar la bomba, pues veis que estamos todos muy mal heridos y cansados de la noche y del día». Y respondían los levantiscos: «Hácetelo vos, pues no ganarnos sueldo, sino hambres y sed y trabajos y heridas, como vosotros». Por manera que les hacíamos que ayudasen, y que malos y heridos como íbamos marcábamos las velas y dábamos en la bomba, hasta que Nuestro Señor nos llevó al puerto de Carenas, donde agora está poblada la villa de la Habana, que en otro tiempo Puerto de Carenas se solía llamar. Y cuando nos vimos en tierra dimos muchas gracias a Dios.
Volvamos a decir de nuestra llegada a la Habana, que luego tomó el agua de la capitana un buzo portugués que estaba en aquel puerto. Y escrebimos a Diego Velázquez, gobernador, muy en posta, haciéndole saber que habíamos descubierto tierras de grandes poblaciones y casas de cal y canto, y las gentes naturales dellas traían vestidos de ropa de algodón y cubiertas sus vergüenzas, y tenían oro y labranzas de maizales, y otras cosas que no me acuerdo. Y nuestro capitán, Francisco Hernández, se fue desde allí por tierra a una villa que se decía Santispíritus, donde era vecino y donde tenía sus indios, y como iba mal herido, murió dende a diez días, y todos los más soldados nos fuimos cada uno por su parte por la isla adelante. Y en la Habana se murieron tres soldados de las heridas, y nuestros navíos fueron al puerto de Santiago, donde estaba el gobernador.
Y después que hobieron desembarcado los dos indios que hobimos en la Punta de Cotoche, que se decían Melchorejo y Julianillo, y sacaron el arquilla con las diademas y anadejos y pescadillos y otras pecezuelas de oro, y también muchos ídolos, soblimábanlo de arte, que en todas las islas, así de Santo Domingo y en Jamaica y aun en Castilla hobo gran fama dello, y decían que otras tierras en el mundo no se habían descubierto mejores. Y como vieron los ídolos de barro y de tantas maneras de figuras, decían que eran de los gentiles. Otros decían que eran de los judíos que desterró Tito y Vespasiano de Jerusalén, y que los echó por la mar adelante en ciertos navíos que habían aportado en aquella tierra. Y como en aquel tiempo no era descubierto el Perú ni se descubrió de ahí a veinte años, tenía en mucho. Pues otra cosa preguntaba Diego Velázquez a aquellos indios: que si había minas de oro en su tierra, y por seña a todo le dan a entender que sí. Y les mostraron oro en polvo, y decían que había mucho en su tierra; y no le dijeron verdad, porque claro está que en la Punta de Cotoche, ni en todo Yucatán, no hay minas de oro ni de plata. Y ansimismo les mostraban los montones donde ponen las plantas de cuyas raíces se hace el pan cazabe, y llámase en la isla de Cuba «yuca», y los indios decían que las había en su tierra, y decían «tlati» por la tierra en que las plantaban; por manera que yuca con tlati quiere decir Yucatán, y para declarar esto decíanles los españoles que estaban con el Velázquez, hablando juntamente con los indios: «Señor, dicen estos indios que su tierra se dice Yucatán». Y ansí se quedó con este nombre, que en su lengua no se dice ansí.
Dejemos esta plática y diré que todos los soldados que fuimos en aquel viaje a descubrir gastamos la pobreza de hacienda que teníamos, y heridos y empeñados volvimos a Cuba; y cada a soldado se fue por su parte, y el capitán luego murió. Estuvimos muchos días curando las heridas, y por nuestra cuenta hallamos que murieron cincuenta y siete. Y esta ganancia trujimos de aquella entrada y descubrimiento. Y el Diego Velázquez escribió a Castilla, a los señores oidores que mandaban en el Real Consejo de Indias, que él lo había descubierto y gastado en lo descubrir mucha cantidad de pesos de oro, y ansí lo decía y publicaba don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos y arzobispo de Rosano, porque ansí se nombraba, porque era presidente del Consejo de Indias, y lo escribió a Su Majestad a Flandes, dando mucho favor en sus cartas al Diego Velázquez, y no hizo memoria de nosotros, que lo descubrimos. Y quedarse ha aquí, y diré adelante los trabajos que me acaescieron a mi y a otros tres soldados.