CONFESIONES

CASINO DE MADRID

No fue fácil. El teléfono móvil de Black Angel había quedado destrozado cuando lo estrelló contra la cara del tal Pincho, en aquella playa de Galicia, semanas atrás. Y con el golpe, la tarjeta de memoria había quedado dañada. Ángel tuvo que ser muy elocuente en sus súplicas para que Chiky el Cables, uno de los ingenieros electrónicos que construían los equipos de cámara oculta para KSAK TV Producciones, accediese a ayudarle una vez más.

—Aquí lo tienes. Me debes otra, nen, y ya son muchas. Te he copiado todos los datos a este pendrive. Espero que haya una buena razón para haberme hecho perder la actuación de mi hija en el colegio.

—Eres el mejor, Chiky, te quiero. En serio. Me has salvado la vida. Y te compensaré, te lo prometo, y a tu hija también.

Ángel tomó el pendrive como si de aquel pequeño lápiz de memoria dependiese su vida. Y salió como un rayo del pequeño taller electrónico de Chiky.

Regresó a su apartamento y volcó todos los datos en el ordenador. Allí estaban: las fotos, la agenda de direcciones y lo más importante, los mensajes sms. Aunque solo le interesaba uno. El último mensaje que había recibido ante de estampar el teléfono contra los dientes del gallego que había intentado ejecutarlo allí mismo, para servir a la policía un culpable del alijo de coca incautado en la playa. El tal Pincho apareció muerto en su celda poco después; según la prensa local, víctima de alguna disputa entre internos.

Leyó de nuevo el mensaje que le salvó la vida: Sal de ahí. Es una trampa. El cargamento viene a Ferrol. Vosotros sois el cebo.

Ángel sabía que aquel sms solo podía haberlo enviado la mujer misteriosa para advertirle de la encerrona, o al menos eso quería pensar con todas sus fuerzas, porque era su única pista para llegar hasta Ana. Acertó. No fue fácil convencerla para verse una vez más, pero la noche que habían compartido en el pazo de Vilagarcía, los besos, las caricias, los susurros, habían creado un vínculo.

Ella también quería volver a verlo, aunque solo fuese una vez más. Se lo debía. Lo había utilizado como peón de ajedrez en la siniestra partida que había comenzado en las selvas de Chiapas y había concluido en las playas de Galicia. Le debía una explicación. Después, no volverían a verse nunca más. Esa fue la única condición que ella puso. Él la aceptó.

Ana escogió el lugar del encuentro: el Casino de Madrid. Sabía lo que se hacía. Los controles del Casino son muy estrictos. Demasiados políticos, empresarios y deportistas o artistas famosos se dejan en aquellas ruletas y juegos de naipes buena parte de su patrimonio, y los arcos de seguridad impiden que nadie pueda entrar armado… ni siquiera con una cámara. Las fotografías están prohibidas en el interior de todo el recinto, incluso con los teléfonos móviles. Las cámaras de videovigilancia que salpican todo el edificio se ocupan de garantizar la tranquilidad y el anonimato de sus clientes. Era un lugar perfecto para un encuentro seguro.

Él vestía traje de etiqueta, como mandaba el protocolo. Ella, un espectacular vestido de noche. Ambos eran camaleones acostumbrados a mimetizarse en el ambiente, no importaba que fuera una pandilla de moteros grasientos, una banda de narcotraficantes o una cena de gala.

Se encontraron en la mesa de black jack. Un saludo, un cómo estás, y después una copa de champán en la barra y una cena tranquila en el restaurante del Casino. Y un intercambio de confesiones sinceras. Al menos en parte. Hasta donde se podía contar.

—¿Cómo supiste que era periodista?

—En Chiapas utilizaste equipos de grabación digital, que pueden parecer muy sofisticados para un civil: microcámaras ocultas en relojes, llaveros, bolígrafos… Yo misma los usaba hace años, y sé reconocerlos en cuanto los veo. La verdad es que le echaste valor. Meter un equipo de cámara oculta en según qué ambientes es una temeridad. Tuviste suerte de que fuese yo y no el Matagentes quien se dio cuenta. Después solo tuve que pedir a mi gente que te investigase a fondo, y en veinticuatro horas ya sabíamos quién eras y lo que intentabas hacer. No me quedó más remedio que advertir a Bill de que tenía un topo en la organización.

—¿Cómo? ¿Fuiste tú quien me delató?

—¡Claro! Si Bill lo hubiese descubierto, antes o después, habría puesto en peligro toda la operación y mi trabajo de años. No me quedó más remedio. Sabía que Bill trataría de utilizarte para terminar el trabajo en Galicia, y para que te comieses el marrón de la descarga. La policía tenía que pillar un alijo, y a alguien a quien colgarle el muerto. Pero al final no tuve valor para dejarte solo y por eso te avisé.

Ángel supo que era ella y «su gente», fuesen quienes fuesen, los que andaban detrás de la negativa de su productora… Había entregado todas las grabaciones a KSAK TV, y sin ellas daba igual lo que contase, como si montaba un blog. No tendría pruebas de nada. Ya hay miles de páginas en internet que cuentan historias delirantes imposibles de demostrar. La suya sería una más. En la red puedes gritar lo que quieras; todo queda solapado por el ruido de la desinformación.

Ana reconoció sus culpas y pidió perdón. Era su deber. Él negoció el perdón a cambio de más respuestas.

Cuando se despidieron en el aparcamiento del Casino con un beso fugaz en los labios, Ángel tenía las piezas que le faltaban para completar su propio puzle. Ya conocía la identidad de Alexandra Cardona, la joven de la mirada triste que se había cruzado en el club Reinas y más tarde en la mansión de don Jesús. Y también su triste destino. También sabía lo que había ocurrido con Blanca, la exuberante rumana que aquel mismo año daría a luz un bebé varón, que daría en adopción a un matrimonio español. Una única condición: solo pidió que le llamasen Iván, como su abuelo. Poco después, Blanca sería interceptada en un control de Policía y también repatriada a Rumanía, como tantas otras, pero para eso todavía quedaban meses: ni Ana ni Ángel podían saberlo.

Aunque lo que más sorprendió al periodista fue la información sobre la agente Luca, una incógnita para él en aquel complejo puzle. De no haber sido por Ana, ni siquiera habría sabido de su existencia. La Bruja se sentía culpable por haberla drogado.

—No había otra forma de sacarla de allí —le dijo la mujer— y de destruir sus notas… Supongo que cuando recobró la conciencia en el coche del Capitán, camino de Madrid, me odió por lo que había hecho, pero sé que algún día me perdonará. Deberías conocerla, es una chica muy especial y una policía ejemplar.

El siguiente movimiento de Black Angel era evidente. Y no tenía la menor duda de que Ana lo había previsto; quizá en el fondo era lo que esperaba.

Dos semanas después, Ángel se personó en la sede central de la UCO, en Madrid. Todavía no habían ejecutado el traslado a Barajas, y le costó encontrar aparcamiento en la zona de Guzmán el Bueno. La Jefatura central de la Guardia Civil resultó un fortín rodeado de medidas de seguridad. Ángel se identificó en el control de entrada y esperó en la sala de acceso a que la agente Luca acudiese a su encuentro. Cuando Luca entró en la habitación se quedó petrificada. Lo reconoció al primer vistazo. Era él, sin duda. Era el mismo tipo que había visto en el apartahotel de Castelldefels, a pocos metros del club Rivera, antes y después de su cambio de apariencia y de seguirlo hasta el aeropuerto de El Prat.

—Así que tú eres el famoso Ángel… —dijo ella sonriendo mientras le tendía la mano.

—Así que tú eres la famosa Luca —respondió estrechándola.

—Ana me ha contado maravillas de ti.

—A mí también de ti.

—¿Te parece que salgamos fuera? Aquí las paredes tienen oídos.

—Me parece una idea estupenda. Te invito a un café.

Luca guio a su invitado fuera del acuartelamiento policial. Rodearon la manzana por la calle Asensio Cabanillas y avanzaron unos metros más hasta la cafetería La Llama, donde muchos de los agentes de la UCO desayunaban cada mañana. Mientras caminaban intercambiaban anécdotas sobre Ana, la mujer que había unido sus destinos.

En la esquina de Ibáñez Ibero había aparcada una Harley. Luca se dio cuenta en seguida de que la expresión del periodista había cambiado al verla.

—¿Lo echas de menos?

—Supongo que es inevitable —respondió Ángel con una sonrisa de resignación—. Cuando una infiltración es tan intensa y tan prolongada, es imposible evitar estamparse un poco con el personaje. ¿Sabes? Yo ni siquiera sabía montar en moto antes de esta investigación. Me saqué el carnet cuando comencé a trabajar en el reportaje, y una semana después de aprobar el examen me compré una Harley de segunda mano y le hice los primeros mil kilómetros para familiarizarme con ella… Sí, la verdad es que lo echo de menos. Pero qué te voy a contar yo a ti. Tú eres una profesional. Yo solo un aficionado: solo entro en el mundo del crimen como un turista. Grabo y salgo para contarlo. Vosotros os jugáis la vida a diario.

—No te quites méritos, Ángel. Yo no soy una agente de campo como Clau… Como Ana. Y te aseguro que mi experiencia como infiltrada en el club Erotic es algo que no echo de menos en absoluto. No había pasado tanto miedo en toda mi vida. Todo el rato tenía la impresión de que me habían descubierto y de que estaban esperando el momento oportuno para pegarme un tiro. No entiendo cómo puedes soportar esa presión durante meses, o años.

—Manteniendo la fe en que merece la pena. En que mis reportajes pueden ayudar a cambiar las cosas. Pero esta vez me han cerrado la boca, y yo odio las mordazas. Por eso estoy aquí. Quizá podamos ayudarnos el uno al otro…

Mientras hablaban, se acomodaron en una mesa del fondo, lejos de los ventanales de la cafería. Justo debajo de un plato de cerámica con la imagen de don Quijote arremetiendo contra los molinos de viento. Así se sentían ambos: Quijotes impotentes ante un adversario imbatible a pesar de sus esfuerzos.

Ella sugirió pedir una jarra de sangría, reputada especialidad de la casa. Él declinó la invitación amablemente. «No bebo si puedo evitarlo —dijo—, herencia de un trabajo anterior». Luca optó entonces por una cerveza. Él pidió lo mismo, pero sin alcohol. Y allí se pasaron las siguientes horas charlando. Tenían mucho que contarse.

Ángel abrió el turno de confesiones relatando su intrusión en el mundo de los motoclubs y sus contactos con Bill el Largo. Su puesta a prueba en Andorra y su aterradora experiencia en México. Su adiestramiento narco con Ana, y su reencuentro en Galicia, poco antes del desembarco de coca. Solo omitió los detalles personales de su relación con la Bruja… Decidió que no tenían relevancia para el caso.

Ella correspondió con la misma sinceridad. Le contó cómo la traumática investigación del Carnicero de Boadilla y la expulsión de su compañera de Academia, acusada de ejercer la prostitución, la habían empujado a investigar la trata de blancas. La información que le había confiado su compañero Fran antes de morir, sin duda asesinado, y su búsqueda de Vlad Cucoara en Madrid y Barcelona. Cuando Luca le confesó que no era la primera vez que se veían, y cómo había presenciado su cambio de apariencia en el apartahotel de Castelldefels, y su seguimiento hasta El Prat, Ángel se echó a reír.

—Joder, el destino es caprichoso. Aquel vuelo fue el que me llevó a México. Y tú estabas allí… Y tu compañera Ana también. Ella fue la encargada de escoltarme hasta D. F.

De pronto Luca recordó aquella sensación en la sala del aeropuerto. Aquella intuición de haber visto un rostro familiar entre la masa de viajeros que atestaba El Prat cuando perdió de vista un segundo a su objetivo. Era Claudia. La había tenido a solo unos metros y había sido incapaz de reconocerla… Sí, el periodista tenía razón. El destino era caprichoso.

La agente Luca y Black Angel continuaron intercambiando información. Resultaba evidente que ambos poseían diferentes piezas del mismo puzle, y juntos, tenían muchas más posibilidades de completarlo.

—¿Y crees que Ana no lo sabía? —preguntó él.

—Es muy difícil adivinar lo que piensa realmente, pero estoy segura de que, si nos ha hecho coincidir, sabía que juntos íbamos a completar el rompecabezas. Quizá en el fondo ella tampoco estaba contenta obedeciendo las órdenes de sus mandos. Tal vez, tampoco quiera que esos hijos de puta se salgan con la suya, y esta es su forma de enviarnos un mensaje.

—¿Un mensaje de qué? —les interrumpió una voz familiar desde el otro lado de la mampara de vidrio que separa las mesas del restaurante de la barra del bar La Llama, y Luca pegó un brinco al reconocerla.

—Capitán, ¿qué hace aquí?

—Eso te lo podría preguntar yo a ti. Te largaste a media mañana de la oficina y son las dos de la tarde. Yo vengo a comer, ¿y tú?

—No, no, yo…, ya nos íbamos.

—¿Va todo bien, Luca? —preguntó el capitán Gonzalo con una expresión de concentración en la mirada. Su olfato policial nunca fallaba, y aquella pareja, sentada en una mesa tan apartada, apestaba a confidencias. ¿Quién sería aquel tipo que estaba reunido con su mejor agente? Probablemente se trataba de algún «confite» que le estaba facilitando información sobre algún caso. Prefirió no incomodarlo. Era el protocolo habitual.

—Sí, claro, todo okey. Nos vemos más tarde en la oficina.

Luca y Ángel abandonaron el bar sin siquiera pagar la cuenta: el capitán Gonzalo se les había adelantado. No fueron muy lejos. Ninguno de los dos quería despedirse todavía, aún tenían mucho de que hablar. Así que recorrieron solo un par de manzanas, hasta el cruce de Julián Romea con Guzmán el Bueno. Decidieron continuar la reunión en el VIPS.

Ella pidió un menú. Él, tras insistir al camarero para que le garantizase que la carne era de ternera, optó por una hamburguesa.

—Es que soy alérgico al cerdo —mintió para justificarse.

Un reportero infiltrado va integrando en su propia naturaleza la herencia de trabajos pasados y debe borrar sus huellas de cara a las infiltraciones futuras. Por eso era, quizá, el único free biker que no lucía tatuajes moteros en su piel. En el próximo reportaje podrían resultar contraproducentes…

—¿Alérgico al cerdo? —preguntó Luca con evidente ironía—. Anda ya.

—Es una larga historia —respondió el periodista con una sonrisa de complicidad.

Y durante la comida siguieron intercambiando información y lo que es más importante, compartiendo una misma frustración por el caso que había unido sus destinos. Ambos se sentían fracasados en sus respectivas investigaciones, y ninguno de los dos estaba dispuesto a tirar la toalla. Tenían que hacer algo. No podían permitir que todos aquellos políticos, empresarios y policías corruptos se saliesen con la suya. Pero solo existía una persona en el mundo que podía impedirlo.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

—Creo que sí. Alexandra.

—Es una locura.

—Lo sé. Pero no hay otra manera… ¿Vas tú o voy yo?

—Yo no puedo permitírmelo. Soy funcionaria y ya quemé todos mis ahorros durante esas semanas en Galicia.

—El dinero no es problema. Acabo de cobrar una pasta por un reportaje que nunca verá la luz. Déjame que por lo menos sirva de algo…

—Me temo que hará falta mucho más dinero. Conozco a Álex, no querrá abandonar a sus amigas. Habría que sacarlas a todas.

—Comprendo… Creo que sé dónde podríamos conseguirlo.

—¿Yo la busco y te vas tú a Italia?

—Trato hecho.

Y el periodista y la agente firmaron su pacto con un enérgico apretón de manos.