SWINGER CLUB
LOCAL DE INTERCAMBIO DE PAREJAS, ALCOBENDAS, MADRID
El viaje sería largo y duro, pero lo prefería así. Después de su estancia en México, Black Angel extrañaba demasiado aquella sensación de libertad. AC/DC en el mp3, la pantalla del casco abierta para recibir el viento en la cara, y mil kilómetros de asfalto por delante. No podía pedir más.
—Has hecho bien, Ángel —le respondió Bill el Largo cuando días atrás le narró lo que había ocurrido en el vestuario del gimnasio—, ese hijo de puta es peligroso. Es uno de los mossos de la comisaría de Gavà que están en nómina de los rusos. Antes se conformaban con controlar el mercado en Valencia, pero desde hace un par de años están metiendo las narices en Barcelona. Y esta ciudad es mía.
—¿Y cómo cojones sabían tanto sobre mí? ¿Cómo sabían que he estado en México y dónde encontrarme?
—Este mundillo es muy pequeño y nos conocemos todos —respondió el Largo—. Supongo que igual que yo vigilo sus movimientos y a sus hombres, ellos hacen lo mismo. Además, los rusos también tienen contactos en D. F. Lo mejor es que adelantemos tu viaje a Galicia —concluyó finalmente Bill, tras sopesar todos los movimientos posibles—. Pon tierra de por medio y espera allí la llegada del barco. Todos los días hay vuelos directos a Compostela, así que prepara la maleta. Te pillaré un billete para mañana mismo. No quiero que tengas problemas. Tengo planes para ti…
Ángel detectó algo extraño en aquellas palabras. Amenazador. No le gustó la mirada que le lanzaba el ojo sano de Bill mientras las pronunciaba, pero a estas alturas no podía echarse atrás. Tenía que seguir adelante con el plan. Aunque lo haría sobre dos ruedas.
—No. Nada de avión. Iré por mi cuenta. Necesito quitarme el mono de carretera.
—Como quieras —respondió el Largo—. Aunque… lo que me habría encantado es ver la cara de la gente cuando saliste corriendo del gimnasio en pelotas. —Y rompió en una sonora carcajada.
Mantenía la moto en 120 kilómetros por hora. No tenía prisa. Finalmente Ana, la mujer misteriosa, había confirmado que el barco había superado los controles del canal de Panamá y ya había puesto proa hacia España. La naviera, propiedad de uno de los socios del Matagentes, tenía todos los papeles en regla y oficialmente transportaba productos de artesanía y mobiliario colonial con destino al mercado europeo.
Sin embargo, antes de Galicia Bill tenía otra misión para él: la primera cita sería en Madrid, en un swinger club de Alcobendas regentado por una pareja de mexicanos. Cuando Bill el Largo le entregó la tarjeta del local, Ángel creyó que era objeto de una broma. Aunque el Largo nunca bromeaba cuando se trataba de negocios.
—¿Un club de intercambio de parejas? ¿Me mandas a un club de intercambios?
—Claro. Contrata a alguna puta para que te acompañe. Yo tengo un par de rumanas trabajando en el Flores, al lado del Casino. Son buenas chicas, muy implicadas. Las llamaré para que una se haga pasar por tu mujer. Los swinger clubs son el lugar más seguro para hablar de nuestros negocios.
—Me estás vacilando…
—Claro que no. Aunque te estuviese siguiendo la misma DEA, nadie sospecharía de que entrases en un reservado con otra pareja para estar solos. Desnudos no hay posibilidad de que nadie lleve un micro oculto. Y aunque lo llevasen, en los locales de élite se instalan inhibidores de señal para evitar que ningún pajillero pueda grabar a nuestros respetables políticos y empresarios en un lugar como ese, así que es el mejor sitio del mundo para hablar de negocios. Los mexicanos y los colombianos lo saben hace tiempo, por eso abrieron este garito en la Moraleja.
Y así fue. Ángel dejó la Harley aparcada en un hotel de Las Rozas, se cambió y contrató un coche de alquiler para recoger a la prostituta en el Flores, un elitista burdel propiedad de Piccolo, el Coletas, igual que el Rivera. La joven dijo llamarse Karina y era realmente hermosa. «Esta es una de las cosas buenas de mi trabajo», pensó el motorista en cuanto la rumana entró en el coche.
Metió en el navegador la dirección del club de intercambio y soportó durante todo el trayecto el palique de la prostituta. A la rumana le gustaba hablar. Demasiado. Si largaba sin escatimar detalles sus servicios con famosos jugadores de fútbol, empresarios y políticos de la capital, no parecía probable que mantuviese la boca cerrada si escuchaba más de la cuenta en la reunión. Habría que tenerlo en cuenta. «Pero al menos está muy buena», concluyó Ángel, así que si era necesario follársela en el club para no desentonar, no le supondría ningún esfuerzo.
Black Angel nunca había estado en un club de intercambios de parejas, y su imaginación había aderezado en exceso su ignorancia. El local se parecía más a una discoteca que a un burdel. Abonaron la entrada y tuvieron que mostrar la invitación que le había facilitado Bill el Largo: en aquel club no estaba permitida la entrada de parejas que no hubiesen sido recomendadas por alguna de las habituales. Toda aquella seguridad prometía.
Ángel y la rumana atravesaron un lujoso recibidor y desembocaron en una pista de baile, en ese momento desierta. Al fondo se veía una barra y algún movimiento, así que se encaminaron hacia allí.
Varias parejas charlaban a lo largo del mostrador. Ángel se sorprendió a sí mismo pensando: «Parecen gente normal». Y aunque abundaban las parejas de mediana edad, también había algunos matrimonios jóvenes… y todo lo contrario.
—¿Qué quieres tomar? —preguntó a la rumana.
—Vodka con naranja.
—Por favor, un vodka con naranja y una cerveza sin alcohol.
Mientras esperaban sus bebidas y al contacto mexicano, algo llamó la atención del motorista: un corrillo de parejas se arremolinaban al fondo, riendo y aplaudiendo a alguien. Sintió curiosidad y se acercó al grupo…
Encima de una mesa de billar, una joven a cuatro patas estaba recibiendo las embestidas de su entusiasta amante. Sin pudor. A la vista de todos. Disfrutando de su exhibicionismo a la par que su público gozaba mirándolos. Aquella descarada falta de recato le sorprendió… aunque también le excitó. Sin embargo, no pudo disfrutar mucho del espectáculo. Un desconocido le golpeó en el hombro.
—¿Ángel? —preguntó un hombre de unos cuarenta y cinco años y marcados rasgos latinos.
—Sí. Y usted debe de ser Genaro.
—Coño, güey, ¿qué le pasó? —preguntó el mexicano haciendo alusión a las heridas recientes en la cara del motero. Su labio partido, la herida en la ceja y el ojo todavía un poco amoratado realzaban su apariencia de tipo duro. Como un boxeador que acababa de bajarse del ring.
—Nada serio. Negocios.
—Ya veo… Don Rómulo le manda saludos.
—Déselos de mi parte cuando lo vea.
—Órale. Llame a su putica y sígannos.
Ángel hizo una seña a la rumana, y ambos siguieron al mexicano y a su acompañante, una joven de raza negra que tenía tanto aspecto de ser su esposa como la rumana la del motero.
Cruzaron el salón y se internaron por un pasillo en el que había varias habitaciones. Desde alguna de ellas llegaban suspiros de placer y respiraciones entrecortadas.
—¿Es la primera vez que viene a un lugar de estos? —le preguntó el mexicano leyendo la expresión de sorpresa y morbosa curiosidad en el rostro del motorista.
—Sí. Y estoy alucinando.
—Debería venir algún día por puro placer. Sin negocios. Acá, en esta habitación —le dijo el tal Genaro señalando un enorme dormitorio con una gigantesca cama redonda—, hemos llegado a juntarnos hasta treinta en pura jodienda. Carajo, qué ricas son las hembras en España…
Por fin llegaron a un pequeño reservado habilitado con una cama, unos elegantes armarios de madera y un jacuzzi. «Desnúdense», ordenó el mexicano. Y todos obedecieron. Era obvio que quería comprobar si el español o su «esposa» llevaban algún dispositivo de grabación oculto. Y por otro lado, dos parejas en el dormitorio de un club de intercambio resultarían más sospechosas vestidas que desnudas.
La rumana y la negrita no parecían sentir ningún reparo en desvestirse delante de extraños. Y el mexicano tampoco. Se notaba que estaba acostumbrado al protocolo. A Black Angel le costó más.
Sintió alivio cuando los cuatro se metieron en el amplio jacuzzi y pudo ocultar sus vergüenzas a las miradas ajenas.
—¿Qué esperan? Ustedes a follar —ordenó el mexicano a las chicas—, que para eso han cobrado. Nosotros tenemos que platicar de negocios.
Y obedientes, con la veteranía del profesional acostumbrado a la rutina de su oficio, las dos jóvenes comenzaron a besarse, ofreciendo un colorido espectáculo lésbico interracial a sus parejas.
—El barco ya está en camino —dijo el mexicano sin prestar atención al show—. En una semana estará acá. ¿Tienen todo preparado? Don Rómulo no quiere errores.
—Sí, claro, todo está controlado… —respondió Ángel sin poder evitar las miradas furtivas a las juguetonas lenguas de la rumana y la africana. Obviamente, él no estaba tan acostumbrado como su interlocutor a aquel tipo de espectáculos—. Los gallegos ya están sobre aviso. Yo mismo supervisaré la descarga y el transporte.
—Bien. Don Rómulo quiere que se le informe al día de todo. Y lo harán a través de mí.
—No hay problema.
—Ahora les toca a ustedes cumplirnos con la otra parte del acuerdo.
Ángel perdió la concentración de nuevo. La rumana acababa de sentarse en el borde del jacuzzi y abría las piernas con la habilidad de una gimnasta en spagat, mientras la negrita hundía su cabeza entre ellas.
—¡Céntrese, güey, carajo! —le reprochó el mexicano—. Ya tendrá tiempo para eso.
—Es verdad. Disculpe. ¿A qué parte del acuerdo se refiere?
—Mañana nos reuniremos usted y yo en Madrid con uno de nuestros socios. Trabaja para los Valencia. Quiere hacerles un encargo. Ana dijo que ustedes podrían conseguirlo.
—¿Conseguir qué?
—Él le explicará. Una sustancia base. Acabamos de mandar un cargamento para México, pero necesitamos más.
—Hablaré con Bill. No creo que haya ningún problema. ¿Cómo lo envían? ¿Por barco?
—Eso no es su problema. Ustedes consigan la sustancia y nosotros se la pagamos a buen precio. Lo demás es asunto nuestro.
—De acuerdo.
—De madres —exclamó el mexicano saliendo del jacuzzi—. Y ahora vamos a cogernos a estas puticas…