MALOS TIEMPOS PARA LOS HONRADOS
VILAGARCÍA DE AROUSA, PONTEVEDRA
El pazo de don Jesús no tenía nada que envidiar a las mansiones de los otros narcos que había visto durante aquellos días con sus guardaespaldas. Dourado, Miñanco, Oubiña, todos los clanes del Salnés parecían competir en ostentación, boato y jactancia. Como si quisiesen demostrar a toda la villa quiénes eran los poderosos. Visitando aquellas mansiones, que exhibían sin el menor pudor el lujo y el desenfreno económico generado por el contrabando primero, y el narcotráfico después, Ángel se preguntaba cómo era posible que aquellas enormes fincas y aquellas pedantes edificaciones, siempre a nombre de un testaferro que apenas declaraba el salario mínimo interprofesional, no escandalizasen al Ministerio de Hacienda. «¿Cómo es posible que nadie pida cuentas sobre el origen del dinero a los propietarios legales?». Pero en la comarca del Salnés el narcotráfico era un secreto a voces desde hacía generaciones. Nadie se ocultaba. Al contrario.
—Aquí nos gusta que se sepa cuando una descarga ha salido bien —le había explicado Xan mientras le guiaba por las rutas narcoturistas de la ría de Arousa—, para darle en los morros a las otras familias y para que todos sepan que tenemos cartos frescos. Aquí todos saben que si denuncian, les cortamos los cojones. ¿De qué te vale follarte a una top model si luego no puedes contarlo?
Don Jesús no era una excepción. Su pazo en Vilagarcía —uno de los cuatro que poseía, junto con varios pisos, chalets, naves industriales y negocios varios— competía en pompa, descaro y petulancia con los de los Burros, los Charlys, los Pasteleros o cualquiera de los demás clanes de narcos del Salnés.
El catering se sirvió en los jardines, aprovechando que no llovía. En un pequeño palco habilitado para tal fin, una orquesta completa amenizaba la velada a los invitados. Ángel los observó un instante mientras saboreaba uno de los canapés de caviar.
—¿Te gustan? —le dijo Xan, que no se había separado de su lado durante toda la semana—. Cortesía del alcalde.
—¿Los canapés o la orquesta?
—La orquesta, carallo. Los canapés ya veo que te gustan. Llevas tres seguidos.
—No está mal. Aunque el del saxo desafina un poco.
—Bueno, no están aquí por que sean grandes músicos. Están aquí porque nos los presta el alcalde, y en la factura del Ayuntamiento ponemos lo que nos da la gana. No te imaginas la cantidad de dinero que se puede mover con esto de las orquestas. Aquí lo estamos utilizando en varios municipios de la región para blanquear. Después hacemos cuentas con el alcalde y repartimos.
—¿Sabes, Xan? Creo que todavía tenemos mucho que aprender de vosotros. Está claro que la experiencia en este oficio es un grado.
—Brindo por eso —respondió el gallego con orgullo levantando su copa de champán.
—¿Que brindas por qué? —les interrumpió don Jesús, que llegaba acompañado de una pareja.
—Aquí, el motero, que me estaba reconociendo que los catalanes tienen mucho que aprender de nosotros. Y luego dicen que los gallegos estamos acabados…
—No seas parvo, Xan. De eso se trata. Mientras piensen que con la Nécora acabaron con el negocio en el Salnés nos dejarán vivir más tranquilos. Deja que se sigan ocupando de los catalanes o del Estrecho. Cuantos más picoletos y maderos pongan en esas fronteras, más descargas nos encargarán a nosotros. Ahora hasta los marroquíes se quieren venir a descargar a Galicia. Así que déjales que sigan pensando que estamos acabados.
—Tiene toda la razón, don Jesús —dijo Ángel con una sonrisa irónica—. Cada día estoy más convencido de que Bill sabía lo que se hacía al contar con ustedes para abrir la nueva ruta con México.
El narco se sintió halagado por el cumplido. Incluso los traficantes agradecen que se reconozca su profesionalidad y veteranía en el oficio.
—Déjame que te presente a Jorge y a… ¿Tú cómo te llamabas?
—Natacha —respondió con marcado acento ruso la voluptuosa y atractiva joven que acompañaba al empresario.
—Eso, Natacha. Este es Ángel, nuestro socio. Acaba de regresar de México.
Ángel intercambió besos con la escultural rusa y estrechó la mano del hombre. Por fin tenía la oportunidad de conocer al famoso empresario, el dueño de la flota de automóviles y del helicóptero, el del negocio de los cueros y la farmacéutica…
—Un placer, don Jorge. Me han hablado mucho de usted.
—Mal, espero —respondió con ensayada simpatía. Era evidente que el tipo estaba acostumbrado a las relaciones sociales—. A mí también me han hablado muy bien de ti. Hay que echarle valor para irse a buscar negocios a México, tal y como están allí las cosas. Y tutéame, por favor, que no soy tan mayor.
—Gracias, Jorge —dijo Ángel correspondiendo al tuteo y a la hipócrita afabilidad—. No todos tenemos un ministro del Gobierno a mano para hacer negocios. Por eso nos toca irnos a comprar uno a México.
Una carcajada general siguió a sus palabras y Ángel se sintió aliviado por que su audacia hubiese sido acogida con naturalidad. Parecía que al tal Jorge no le preocupaba que sus socios estuviesen al tanto de su supuesta relación con el ministro. Al contrario: a él también le gustaba más contar que se había follado a la top model que el polvo en sí. Aunque no en todos los casos tal romance sea real…
—Bueno, todavía no está cerrado el trato, pero si el ministro me cumple su parte, nos vamos a ocupar de medicar a todos los enfermos de sida del país, entre otras cosas. Y eso es mucho, mucho dinero. Nunca habíamos tenido una teta como esta para chupar. —Don Jorge pegó un trago a su copa de champán y añadió—: Aunque creo que vosotros tampoco podéis quejaros.
—Creo que no —respondió Ángel sin perder la sonrisa—. Si nuestra inversión en México sale bien y don Jesús cumple su parte, esto es solo el principio de una gran amistad. Y podremos comprarnos los ministros que queramos…, incluso quizá uno o dos presidentes.
De nuevo todos rieron la ocurrencia del motorista. Él más que ninguno. Eso era lo que buscaba: necesitaba un ambiente distendido y relajado para que sus interlocutores hablasen confiados.
—Bueno, eso del ministro habrá que verlo —intervino don Jesús escéptico—, que aquí a todos nos gusta presumir de contactos, pero es como con las mujeres y el parchís. Nos comemos una y contamos veinte… Hasta que no vea que te dan esa concesión, yo no me creo nada.
De pronto uno de los hombres se acercó al grupo y susurró algo al oído de don Jesús.
—Estupendo —dijo el narco dirigiéndose a don Jorge—. Ya están aquí. Te voy a presentar a mi moza, ya verás como no tiene nada que envidiar a tu rusa.
—¿La rumana? Ya tengo ganas de conocerla. Seguro que conoce a Natacha. ¿No me dijiste que también la encontraste en el Reinas? Natacha trabaja allí.
—Sí, pero ahora Blanca está con Marco, en el Erotic. Y su amiga Álex también, la química de la que te hablé.
—¿Y cómo se te ocurre hacerle un bombo? ¿En qué estabas pensando? Todavía eres joven, tienes dinero… Seguro que puedes ligarte a la que quieras.
—Coño, Jorge, qué importa. Ligar es para pobres. Si te lo puedes permitir, siempre trae menos problemas comprarte unas putas. Además, yo no soy de follar con condón. Cuando me canse, cojo otra y al carallo. Anda que no hay tías para elegir. Las mejores rapazas de toda Galicia están en el Reinas —añadió dirigiéndose a Ángel—: Tienes que pasarte por allí. Traen el mejor género.
Ángel se sorprendió a sí mismo al sentirse incómodo por cómo se refería el narco a las chicas prostituidas en el club Reinas. La conversación con Karina, la rumana que había alquilado en el Flores para acudir a la cita en el club de intercambios, le había calado en la conciencia más de lo que sospechaba. Aun así mantuvo la sonrisa hipócrita colgada del rostro, como si también considerase a aquellas mujeres un simple objeto de uso.
—Lo conozco. Paré en el Reinas de camino aquí. Tenía una cita de negocios.
—Carallo, no dejas de sorprenderme —respondió con admiración don Jesús—. Qué profesional. Así que conoces a Manuel y a Pepe. Vaya, vaya… Estás más relacionado de lo que pensaba. Jorge también tiene mucho trato con ellos: una de sus empresas es la que surte al club de toallas, sábanas y condones. Aunque tiene más con el dueño.
—¿En serio? —preguntó Ángel con curiosidad—. No sabía que había alguien por encima de ellos. ¿Alguien de nuestro oficio?
—No, qué va —respondió don Jorge—. Preferimos mantenernos a distancia de vuestro negocio. Mejor gestionar vuestro dinero que compartir vuestros riesgos.
—Bueno, mueren muchas más personas en accidentes de tráfico que por sobredosis, y nadie se plantea procesar a los dueños de los concesionarios.
Todos rieron de nuevo la ocurrencia de Ángel. Estaban relajados, y eso crea confianza y suelta las lenguas.
—Los dueños del Reinas son Javier y Manolo —continuó don Jorge—, buenos amigos. Precisamente acabamos de montar una sociedad gastronómica en Lugo. Un club privado para la gente importante; ya sabes: jueces, empresarios, políticos. Ellos dos están en la junta directiva. Élite y Clase. Nada de zarrapastrosos. Ni de mujeres, claro, solo hombres con posición. Tenemos que diferenciarnos de los muertos de hambre. Si todo el mundo pudiese conducir un Aston Martin y degustar este caviar o estas mujeres, perderían su valor, ¿no?
El motero respondió alzando su copa y chocándola con la del empresario.
—La crisis ha puesto las cosas en su sitio. Marcando las diferencias entre los que estamos arriba y los de abajo. Como debe ser. Y no ha hecho desaparecer el dinero —concluyó—. Solo ha cambiado de manos. Y si son las nuestras, mejor.
—Totalmente de acuerdo —dijo Ángel—. O sea, que se dedican al negocio de las putas. Eso puede daros mala imagen si alguien se entera. Las putas son como la coca: todos consumimos, pero nadie lo reconoce.
—No, qué va —rio don Jorge—. Esos dos le tienen alquilado el club a Pepe a través de la gestoría de un policía de confianza, por ahí estamos cubiertos. Ellos se dedican al tema de las multas: es sorprendente la fortuna que se puede sacar de las multas de aparcamiento. Si los conductores supiesen adónde va su dinero…
De nuevo la conversación se interrumpió en cuanto dos jóvenes se unieron al grupo, acompañadas por uno de los hombres de don Jesús. Una era muy alta y por cómo acariciaba su vientre, apenas abultado, Ángel dedujo que esa era la embarazada. Había tratado de disimular sus heridas con una generosa y excesiva ración de maquillaje, pero el resultado era casi grotesco, y ahora sonreía al narco, claramente insegura. La otra, mucho más menuda, no sonreía. Era evidente que se sentía incómoda y que solo estaba allí para acompañar a su amiga. Ángel la reconoció al instante. Era la joven que había visto salir del Reinas llorando una semana antes.
—Pero ¿a ti qué coño te ha pasado? —exclamó don Jesús en cuanto la vio—. ¿Cómo te atreves a presentarte aquí con esa cara? ¿Quieres dejarme en ridículo delante de mis invitados?
El narco tomó a Blanca del brazo y la arrastró hacia el interior de la mansión para pedirle explicaciones por su lamentable aspecto. Era obvio que el maquillaje no había sido lo bastante convincente.
Don Jorge se giró hacia la rusa, le comentó algo al oído y ambos rieron, pero Ángel no les prestaba atención: estaba observando a la pequeña colombiana que se había quedado plantada en el mismo lugar, sin saber qué hacer, cuando el anfitrión se marchó llevándose a su amiga. Y el motero sintió de pronto una profunda compasión.
Tomó al vuelo dos copas de champán de una de las bandejas que paseaban los camareros entre los invitados y se acercó a la joven, que parecía tan perdida como un cachorro abandonado en medio de una autopista.
—Hola. Me llamo Ángel. ¿Te apetece una copa?
Álex miró de arriba abajo al tipo: no tenía ánimos para flirtear con un hombre, pero aquel había llegado en el momento oportuno. Blanca y su novio discutían en el interior del pazo, y ella se sentía totalmente fuera de lugar allí, así que tomó la copa y agradeció la charla.
—Gracias. Yo soy… —La colombiana dudó unos segundos. De pronto se dio cuenta de que no sabía qué decir. Pensó en utilizar el nombre de Salomé, su alias de trabajo en el club, pero aquel era el seudónimo que utilizaba para tener sexo con los clientes y lo último que le apetecía aquella noche era hacer servicios extra fuera del club. Por fortuna, el motorista decidió por ella.
—Eres Álex, ya lo sé: don Jesús te mencionó hace un momento. Y tu amiga es Blanca, su novia.
—O al menos lo era hasta hace un momento. Parece que no ha reaccionado bien al verla.
Ángel valoró sus próximas palabras antes de pronunciarlas. No conocía a aquella joven, ni su grado de relación con el narco, aunque se dejó llevar por la intuición. Quizá sus lágrimas, saliendo del club, habían obnubilado su criterio… Decidió arriesgarse.
—No quiero meterme donde no me llaman, pero quizá tu amiga no debería hacerse muchas ilusiones con él. No parece el tipo de hombre que se compromete en serio en una relación.
—¿Y alguno de ustedes lo es?
Ángel carraspeó y dio un trago a la copa de champán. Su sabor le disgustó tanto como el despectivo comentario de la colombiana.
—Perdone —se disculpó Álex al darse cuenta de lo hostil que había resultado su reacción—. Ha sido amable conmigo y yo le he correspondido haciéndole un reproche.
—No te preocupes. Supongo que me lo tengo merecido por hablar de lo que no me incumbe.
—Al contrario, le agradezco su interés. No estamos acostumbradas a que nadie se preocupe por nuestros problemas, no tratamos con casi nadie fuera del club.
Ángel volvió a sentir cómo una profunda compasión le oprimía el pecho. Aquella simple frase implicaba una inmensa soledad y un enorme desamparo sobre el que jamás se había detenido a pensar al tratar con las prostitutas. No tratamos con casi nadie fuera del club… Y de nuevo recordó las lágrimas de Karina, y sintió aquella asfixiante sensación de culpabilidad. Intentó cambiar de tema. A través de los enormes ventanales del salón, podía ver cómo Blanca y don Jesús continuaban discutiendo. La estampa, en la distancia, resultaba casi cómica. El narco apenas le llegaba al pecho a la rumana y tenía que ponerse de puntillas para aparentar más estatura, como en una comedia de cine mudo. Sin embargo, era evidente que la conversación que mantenían podía ser cualquier cosa menos divertida.
—¿Tienes hambre? —le dijo a la colombiana para desviar su atención—. Los canapés de caviar saben a cojones de sardina concentrada, pero aunque solo sea por la fortuna que se ha gastado don Jesús, merece la pena que nos comamos todos los que podamos.
Por primera vez, Álex sonrió. Y Ángel se sintió bien. Aquella joven de aspecto frágil tenía una sonrisa radiante y luminosa. Merecía la pena intentar que no la perdiese.
—Vamos a por ellos, pues.
Durante unos minutos, Álex y Ángel engulleron como dos niños traviesos en una fiesta de cumpleaños, intercambiando bromas y comentarios ingeniosos. Alexandra sonreía. Con sus payasadas, aquel tipo había conseguido que olvidase por unos instantes la tragedia, pero la alegría duró poco. De pronto uno de los hombres de don Jesús se acercó a ella y le pidió que la acompañase: tras la discusión, el narco había decidido devolver a la rumana al club, y Álex debía marcharse con ella.
A la química sabía dónde localizarla si la necesitaba, pero su exuberante diosa del sexo había llegado demasiado deteriorada y desentonaba con el resto del mobiliario de lujo de la mansión. En los coches de alta gama, un leve rayazo afea más el conjunto que un simple utilitario. Nadie en su sano juicio haría ostentación de un Rolls Royce con la chapa abollada.
—Llévate a tu amiga —le dijo don Jesús como única despedida cuando Álex entraba en el mismo coche que las había ido a recoger al Erotic—, y cuando vuelva a estar presentable, me la traes.
Y sin esperar su respuesta, se volvió a la fiesta. Tenía muchos invitados a los que atender.
El resto de la noche transcurrió sin incidentes. Hasta los postres. El catering en el jardín dio paso a una opípara mariscada en el fastuoso salón comedor de la mansión. Después, el tradicional café, copa y puro, y pequeños corrillos en los diferentes rincones, pactando transacciones, negociando porcentajes y sellando acuerdos comerciales con un apretón de manos. Como en los viejos tiempos.
Black Angel vio desfilar ante él a importantes personalidades de la política, la banca y los negocios tanto gallegos como de otras partes de España. A todos era presentado como «el socio de los mexicanos», y se dio cuenta de que aquel currículum era recibido con respeto y admiración. Pero en cuanto alguien inesperado entró en el salón de la mansión, todo desapareció.
Ángel se quedó perplejo. Era la última persona que habría esperado ver en aquella reunión. Jamás habría podido imaginar que pudiese encontrarla allí, aunque, en realidad, tenía todo el sentido. De no haber sido por su ayuda, no habría llegado tan lejos.
—Hola, Susiño —saludó a don Jesús con evidente familiaridad—. Siento haberme perdido la cena, pero mi avión llegó a Peinador con retraso. Hola, Ángel —dijo a continuación—. Cuánto tiempo…