HAMBRE Y FRÍO
BURDEL REINAS, LUGO
Cuando Paula Andrea regresó del pase con el policía en el Reinas, ni Álex ni Dolores dijeron nada. No hubo preguntas, ni reproches. Las tres permanecieron en silencio, hasta que, hacia las cinco de la madrugada, el Patrón encendió las luces del salón y la música dejó de sonar, señal inequívoca para los clientes rezagados que aún quedaban en el local: era la hora de cerrar.
En ese momento todas las chicas se arremolinaban ante la recepción. Incluida Paula. Álex no supo ni quiso saber por qué. Después, las que hacían plaza en el Reinas regresaban a sus habitaciones para intentar descansar. Las otras, las que vivían fuera del burdel, se marchaban a sus respectivos hogares. Y algunas, las menos, que se habían citado fuera con algún cliente de confianza, recogían sus cosas y acudían al taxi o al coche particular que las estaba esperando en la explanada que hacía las veces de aparcamiento.
Las tres colombianas volvieron a la habitación de Luciana y se acostaron sin responder a sus preguntas: «¿Qué tal os fue la noche? ¿Os habéis estrenado? ¿Habéis hecho muchos pases? Tranquilas, la primera vez es la peor. Después una se acostumbra a todo…».
La noche fue agitada. Entre pesadilla y pesadilla, espacios de vigilia. Escuchando el viento entre los árboles que rodeaban la enorme casona del Reinas. Y aun cuando el sol ya estaba alto, permanecieron en cama, haciéndose las dormidas, hasta la hora de comer. Como si las sábanas pudiesen convertirse en una coraza inviolable, en una armadura irrompible, capaz de protegerlas de las miradas libidinosas y los deseos carnales. Porque por larga y oscura que sea la noche, siempre vuelve a salir el sol por la mañana, y con su luz y calor parece expiar todos los pecados cometidos, anestesiar la conciencia, lamer las heridas del alma. Pero a las tres de la tarde, unos golpecitos en la puerta llamaron su atención. Era la Mami.
Vestía un elegante traje de chaqueta cruzada, zapatos de tacón a juego con la blusa azul, y el pelo recogido en un elegante moño. Parecía más una ejecutiva agresiva que una madame. Se dirigió a Paula Andrea desde el quicio de la entrada al dormitorio.
—Paula, cielo, baja a comer —dijo sonriendo con su hipócrita tono cálido y conciliador—. Tu prima puede seguir durmiendo si quiere, pero tú tienes la comida en el plato.
Paula Andrea detectó un mensaje siniestro en aquellas palabras y se incorporó en la cama, mientras miraba de reojo a Álex.
—Disculpe, señora —replicó—. No entiendo. ¿Por qué ella puede seguir durmiendo y yo no? ¿He hecho algo malo?
La Mami se tomó su tiempo en responder. Terminó de encenderse un cigarrillo y desde el mismo pasillo, en el umbral de la habitación, añadió:
—Al contrario, tesoro. Tú puedes hacer lo que quieras. Ayer trabajaste y ya se te descontó del servicio la cama y la comida de hoy, y un porcentaje de tu deuda. Pero tu prima no ha hecho nada, y esto funciona como un hotel, no como un centro de acogida. Aquí la que no trabaja no gana dinero. Y en un hotel, si no pagas, no te dan de comer, ¿verdad, cielo? Por eso te digo que tú, si quieres, tienes la comida en el plato. Ella, como no va a comer, puede quedarse en cama hasta que abramos, o hacer lo que quiera. Que aquí no obligamos a nadie a nada, ¿verdad?
Aquella cantinela que tanto le gustaba repetir a la Mami y al Patrón, «aquí no obligamos a nadie a nada», encerraba un mensaje siniestro: estás en una sala con muchas puertas, y puedes escoger la que tú quieras libremente, solo que todas están cerradas con llave menos una.
—Muchas gracias, señora, pero no tengo hambre. Quizá más tarde —respondió Paula Andrea, solidarizándose con su prima.
—Okey, tú misma. Si cambias de idea, estamos abajo.
En cuanto la Mami se marchó, Paula se pasó a la cama de su prima y se abrazó a ella.
—Lo siento muchísimo, prima. Lamento muchísimo todo este peo. Mi cuñada me puso el cuento más lindo de lo que es, la muy puta. Verá cuando me la eche a la cara… Esto es un mierdero.
—Tenemos que encontrar la manera de salir de esta vaina —respondió Álex—, aunque nosotras al menos nos tenemos la una a la otra. Pero Dolores… ¿Dónde está Dolores?
Acababan de darse cuenta de que Dolores no estaba en su cama, que permanecía deshecha, con las sábanas desplazadas hacia un lado, como si la pequeña mulata hubiese tenido que levantarse rápidamente.
Álex se levantó de la cama y miró en el cuarto de baño. Vacío. Después se asomó al pasillo. Ni rastro de la medellinense.
—Levántese, prima —dijo dirigiéndose a Paula Andrea mientras cogía su chaqueta del armario—. Póngase algo y acompáñeme. Tenemos que encontrar a Dolores.
Las dos colombianas salieron de la habitación cogidas de la mano para darse valor la una a la otra y comenzaron su búsqueda en la planta superior del edificio. Un largo pasillo cruzaba toda la planta de este a oeste. Había ocho dormitorios para las chicas en esa planta: cuatro en cada lado. Se asomaron a todos ellos, pero Dolores no estaba en ninguno. En el extremo este del edificio, al final del pasillo a la izquierda, encontraron una especie de cuarto trastero, con ocho departamentos separados por mamparas de madera. Y después el acceso al tejado del edificio anexo, a manera de terraza. Tampoco allí encontraron ningún rastro de la pequeña. Así que se armaron de valor y bajaron a la planta baja.
En la cocina y el comedor del Reinas la mayoría de las chicas estaban almorzando, o se distraían viendo la televisión o de charla. Aprovechando que la Mami estaba en el cuarto de baño y no podía verlas, preguntaron a varias de ellas, pero ninguna parecía saber nada de la mulatita de Medellín, así que siguieron investigando.
El salón de trabajo, en el extremo oeste, unas horas antes repleto de hombres que buscaban un rato de diversión, ahora estaba vacío. Como la recepción y «la habitación del tanga» —el cuarto que usaban las chicas, sobre todo las que no vivían en el Reinas, para cambiarse, y donde se encontraban las taquillas que la empresa alquilaba a sus fulanas para que guardasen sus objetos personales mientras trabajaban en el salón—. Incluso, aprovechando que la puerta no estaba cerrada con llave, se atrevieron a asomarse un segundo al despacho del Patrón, en la parte trasera del edificio. Definitivamente, Dolores no estaba en el club.
—Coño, prima, esto pinta mal —dijo Paula Andrea—. ¿Dónde carajo se metió esta niña?
—Sígame, vamos fuera.
Pero Paula Andrea se paró justo en el umbral de la puerta que daba acceso a la explanada del aparcamiento, irracionalmente asustada. Como si abandonar la ficticia seguridad que le ofrecían aquellas paredes fuese una temeridad. Como si aquel chalet donde unas horas antes había pasado por la experiencia más humillante y amarga de su vida fuese su única protección ante los desconocidos peligros que pudiesen acecharlas a campo abierto… Paula no lo sabía, pero casi todas las recién llegadas a un burdel sentían el mismo temor absurdo.
—Ay, Álex, no sé… Quizá el Patrón se enoje si salimos sin avisar… Mejor aguardamos a hablar con él.
—Me importa un carajo lo que piense ese mamahuevo, tenemos que encontrar a Dolores. Usted quédese acá si quiere. Yo me voy a buscarla.
Y Alexandra soltó la mano de su prima; la dejó en el dintel de la puerta, incapaz de bajar el pequeño peldaño que la haría salir al exterior. Desde allí, acobardada, vigilaría a distancia los movimientos de su prima, mucho más audaz y temeraria.
Álex salió al aparcamiento y primero se dirigió a la derecha, hacia el portalón de acceso a la finca. De allí partía el pequeño camino vecinal que daba acceso al burdel. La propiedad estaba totalmente aislada. No existía ningún otro edificio en los alrededores, lo que hizo que se acentuase en el inconsciente de Alexandra su sensación de desamparo. «Acá podríamos dejarnos los pulmones pidiendo auxilio —pensó—, y nadie nos escucharía». Se asomó al camino, pero allí tampoco existía ninguna pista sobre el paradero de Dolores, solo árboles, terrero rural y, en una de las fincas vecinas, un grupo de vacas pastando despreocupadas.
Rodeaba el chalet un sólido tabique de hormigón. El muro, en la parte exterior de la finca, estaba pintado del mismo color bermellón que el chalet, aunque por detrás mantenía su tono gris cemento original, como un símbolo de lo que allí ocurría: de frente todo se veía maquillado, decorado, bello, pero por detrás, lejos de la vista de los visitantes, las miserias mantenían su color gris tristeza.
Mientras su prima la vigilaba desde la puerta, Álex rodeó de nuevo el edificio para investigar la zona oriental de la propiedad. En la parte de atrás del chalet, la finca era muy espaciosa y toda rodeada por el mismo muro de cemento, rematado en una malla metálica con alambre de espinos. Como un campo de concentración. Alexandra se dio cuenta de que algo no encajaba en aquel paisaje. Los propietarios afirmaban que las murallas y el alambre de espinos no eran para evitar que nadie escapase, sino que ningún intruso penetrase el recinto, pero las barras del enrejado de alambre de espinos estaban dobladas hacia el interior del recinto, como en una cárcel, y no hacia el exterior, como en una propiedad que teme la intrusión de extraños.
Una parte del solar, el extremo oeste, se utilizaba como aparcamiento para los coches de los visitantes, pero la mayor parte de la finca, detrás del edificio, estaba ajardinada. Álex sintió cómo la hierba mojada por la lluvia de la noche le iba empapando las zapatillas y los bajos del pijama; no le importó. Y aunque empezaba a sentir frío, continuó buscando.
La propiedad era mucho más grande de lo que había imaginado en un principio: calculó una extensión de unos 10 000 metros cuadrados, salpicada con varias edificaciones independientes —barracones de cemento o madera que se habían ido añadiendo con el tiempo—. En una había un pequeño gimnasio, e incluso una modesta sauna que nunca llegó a funcionar correctamente. En otra se almacenaban las bebidas, otra estaba destinada a la lavandería y otras para guardar herramientas, o algunos animales que al Patrón le gustaba cuidar en sus ratos libres. También había un par de habitaciones independientes del edificio principal. Y más atrás, al fondo, una camioneta antigua blanca y roja, matrícula 0336-FF, y algunos coches, con los que don José mataba el rato haciendo prácticas de mecánica. La colombiana también buscó allí a la pequeña Dolores.
Al Patrón le encantaban los coches, sobre todo los de alta gama, y tenía una generosa colección personal. Además de un BMW, le gustaba ostentar su poder económico paseándose con un Mercedes Benz 400 SEL, un deportivo Toyota Supra, un Peugeot 306, una Nissan Serena, un Mitsubishi o dos Audi A8, entre otros. Algunas chicas rumoreaban que aquel parque automovilístico privado eran pagos por transacciones relacionadas con drogas. Álex se asomó a todos y cada uno de ellos, con la esperanza de que tal vez Dolores se hubiese escondido en alguno. Pero nada.
Hacia el final de la finca, en el extremo noroeste de la propiedad y junto a otro barracón con herramientas, existía un siniestro pozo protegido por una caseta de cemento de forma triangular. Y cuando lo rebasó, se quedó paralizada.
Semiescondida por la maleza, Álex descubrió otra furgoneta blanca. Estaba llena de agujeros de diferentes diámetros. Al verla sintió miedo. Juraría que aquellos orificios eran docenas de impactos de bala. Como si a aquella furgoneta la hubiese tiroteado una patrulla enfurecida de paracos… ¿Cómo era posible? Aquel vehículo acribillado tendría sentido en alguna zona de combate de la guerrilla colombiana, pero no en la vieja Europa. ¿Quién podía haber tiroteado aquella furgoneta con tanta saña, y por qué? Alexandra de nuevo sintió un escalofrío. Estaba claro que tenía que salir de aquel lugar cuanto antes. Pero no podía hacerlo sin encontrar a la pequeña Dolores. No podían dejarla atrás.
Respiró hondo, intentó armarse de valor y continuó la búsqueda bordeando el extremo sur de la propiedad. Mirando en cada recodo, en cada arbusto, tras cada árbol. Sus zapatillas y su pijama estaban ya completamente empapados. Empezó a tiritar, pero no dejó ni un recodo sin revisar. En la finca existían también dos viejas piscinas, abandonadas desde hacía mucho tiempo: una muy pequeña, como de niños, con forma de lágrima, y a su lado otra más grande, rectangular, donde se amontonaban cascotes viejos. Ni rastro de la mulatita de Medellín en su interior. Por fin regresó al chalet, temblando de frío. Paula Andrea se asustó al verla.
—Verga, prima, pero ¿qué le ha pasado? Está empapada. ¿Ha encontrado algo?
—Nada. Esto es enorme, pero Dolores no está acá. Estoy segura. Ha desaparecido.
Las dos colombianas regresaron a la cocina, donde las más rezagadas estaban terminando de comer, mientras otras veían un rato la televisión, antes de cambiarse para empezar la jornada en el burdel. La Mami, sentada al lado de la ventana, borró la sonrisa de sus labios en cuanto vio el lamentable aspecto de Alexandra.
—¿Dónde te has metido?
—Disculpe, señora, estamos buscando a Dolores. No la encontramos por ningún lado.
—Lolita no es problema tuyo. Concéntrate en ganar dinero, que es para lo que has venido aquí. —Y apartando la mirada de Álex, se dirigió hacia su prima con la misma sonrisa hipócrita mientras le acercaba un plato de merluza con patatas fritas—. ¿Al final te has animado a comer algo, Paula? Te recomiendo que aproveches ahora porque después te va a entrar hambre… Veras qué rico.
—Gracias, señora, pero ¿y mi prima?
—Tu prima debería haber puesto más interés ayer para trabajar. Hoy va a ser la última noche que el Patrón le fíe en el club, así que si quiere dormir en una cama caliente, será mejor que hoy se esfuerce más que ayer; de lo contrario, me temo que va a dormir con las gallinas, a menos que tú trabajes para pagar la deuda y la comida de las dos. No podemos manteneros gratis, ¿verdad?
Álex acababa de recibir un golpe mortal en su amor propio. La frase de la Mami era de una contundencia demoledora.
—No se apure, prima —dijo Paula Andrea tendiendo a Álex su plato—, podemos compartirlo. Hay suficiente. Tenga mi cubierto…
—¡Qué dices, Paula! —explotó Alexandra mientras salía del comedor dando grandes zancadas, que a Paula Andrea le costaba seguir—. ¿Vamos a comer del mismo plato, con la misma cuchara, como si fuésemos unas pordioseras?
La empresa acababa de enviarle un mensaje directo. Si Alexandra no conseguía sus propios ingresos, su prima tendría que soportar el peso de la deuda y la manutención de ambas. Ahora solo podía decidir si anteponía su dignidad a la de Paula Andrea, o compartía su humillación.
Las dos primas subieron a su cuarto, donde Luciana ya estaba dándose los últimos retoques al maquillaje. El Reinas estaba a punto de abrir sus puertas, un día más, al mercado de la carne. Álex se metió en la ducha. Tenía prisa por quedarse sola, y el cuarto de baño era lo más parecido a un reducto de intimidad a lo que podía aspirar en el club. Se quitó el pijama mojado, se metió bajo el chorro de agua caliente, y con su sonido amortiguó el llanto. A Álex no le gustaban las derrotas, pero sabía que aquella batalla estaba perdida. Intentó que el agua, y las lágrimas que se mezclaban con ella, deslizasen su angustia a través de su cuerpo desnudo, hasta el sumidero del baño. Pero la tristeza se adhería a su piel con firmeza. Debía tomar una decisión.
Álex recordó el asesinato de su novio, en Bogotá. La mortal persecución en el campus de la universidad, y el sicario que accidentalmente perdió la vida en las escaleras de la biblioteca. Recordó a sus compañeros del Andino, y a su madre, sola y con el corazón desgarrado, cuando se despidió de ella. No quería prostituirse. Nunca contempló aquella posibilidad. Creía que sería lo bastante inteligente como para burlar al destino y a la organización que la había llevado a Europa, pero la situación la había desbordado. Estaba perdida en algún lugar de España, sin dinero, sin recursos, sin contactos, y ahora sabía que si ella no lo hacía, sería su prima la que tendría que soportar la carga de su deuda con la empresa. No, por mucho que lo intentaba, no encontraba ninguna salida. Y para colmo Dolores había desaparecido sin dejar rastro. ¿Qué podía hacer?
—Dele, prima. —La voz de Paula Andrea desde la habitación y el repiqueteo de sus nudillos en la puerta del baño la hicieron regresar a la realidad—. Rápido, que se nos acaba el tiempo. Si no bajamos ya, nos van a multar.
—Ya va.
Álex salió de la ducha cubierta solo con una toalla. Se secó el pelo y las lágrimas, y cedió el baño a su prima, que ya se había desnudado para ganar tiempo. Mientras ella se aseaba rápidamente, Álex se detuvo ante el espejo del armario y escrutó su propia imagen reflejada. Y finalmente tomó la decisión más importante de su vida.
—Okey, ustedes ganan —le dijo a su reflejo—. Un par de días. Les seguiré el juego un par de días para ganar algo de plata, y después nos marchamos de este mierdero. No puedo permitir que mi prima tenga que dejarse coger para mantenerme…
Continuó observando su imagen en el espejo mientras pensaba en lo que iba a hacer a continuación.
—Lo primero que necesitas es un nombre… —le susurró a la mujer que se reflejaba en el cristal—, un nombre de guerra.
Álex recordó las explicaciones de Luciana: todas las chicas del club utilizaban un nombre diferente al propio para presentarse a los clientes. «Es una forma de sentirte un poco más protegida. Michelle en realidad se llamaba Pura Luisa. El verdadero nombre de Paula era Leyla Jesús; y el de Valmira, Jazmín. Cada noche, Gina Marcia se transforma en Victoria, Lucineide en Carla, Marcela en Jesica, y Priscila en Giovana. Antes de pisar el salón del Reinas, la verdadera Camila se transforma en Eliane, Samanta en Suelly y María Aparecida en Lorena…». Tal vez, concluyó Álex mientras dejaba que la toalla se deslizase por todo su cuerpo hasta caer a sus pies, ellas también necesitaban desdoblarse para soportar la vergüenza.
Analizó su imagen desnuda. No era una mujer voluptuosa. Tenía un cuerpo menudo, atlético, pero estaba muy lejos de ser una diosa del erotismo. O al menos nunca se había sentido como tal. Siempre consideró que sus pechos eran un poco más pequeños, y sus nalgas un poco más grandes de lo que le hubiese gustado. Pero jamás había necesitado más. Hasta hoy. Aquellas eran las únicas armas con las que podía contar, y tendría que aprender a utilizarlas.
Desechó todos los nombres que llegaban a su cabeza. No se sentiría cómoda con ningún alias, seudónimo o apodo identificado con el sexo. Pensó en sus actrices favoritas, y tampoco se sintió identificada con ninguna. Continuó con las cantantes, y lo mismo. Y por fin la imagen de una mujer vino espontáneamente a su memoria. Sí, tenía que ser ella. No podría utilizar ningún otro nombre.
Alexandra decidió bautizar a su alter ego como Salomé, en honor a su heroína de la infancia, la polaca Marie Salomea Skłodowska-Curie, ganadora de dos premios Nobel y a quien soñaba con emular cuando se iniciaba en su pasión, la química, en la Universidad Nacional de Bogotá. Aunque su nuevo alter ego debería asemejarse más a esa otra Salomé, la princesa idumea hija de Herodías; la joven que exigió la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja de plata tras seducir a su padrastro, Herodes Antipas, con sus sensuales bailes eróticos. Y eso es lo que iba a necesitar a partir de ahora, aprender a explotar la sensualidad femenina, que nunca había tenido necesidad de utilizar.
Así, cuando el Reinas abriese sus puertas, Alexandra Cardona se quedaría atrincherada en la cama de la habitación, oculta de todas las miradas libidinosas bajo las sábanas y el edredón. Sería Salomé, una desconocida que vivía dentro de su mente y podía utilizar su cuerpo, la que acudiría al burdel para alternar con los hombres. Tal vez esa argucia, desdoblando su personalidad en dos chicas diferentes, le permitiese mantener la cordura en aquel mundo sórdido, siniestro y oscuro en el que ahora se internaba. Al menos mientras encontraba la manera de escapar de aquel lugar.
Mientras Luciana y Paula Andrea terminaban de arreglarse a su lado, Álex buscó en su parco vestuario. Aún no tenía ningún conjunto sexy, lencería, ni tacones de aguja con los que construir su uniforme de batalla, así que le tocaba echarle imaginación. Y para ello decidió sacrificar la camisa tejana de su hermano, su camisa de la suerte.
La prenda le venía grande, pero para Álex era un talismán. Desde siempre había sido una de las camisas favoritas de John Jairo, pero cuando aquella mañana de agosto su hermano lo dejó todo para alistarse en la guerrilla, se olvidó aquella prenda que permanecía entre la colada de la jornada. Álex la lavó, la planchó y se la ponía siempre que necesitaba sentirse segura. Como si llevando aquella camisa pudiese sentirse arropada por los fuertes brazos de su hermano mayor. Como si aquella tela fuese la cota de malla de un caballero templario, la coraza de un gladiador, un chaleco antibalas capaz de repeler todos los proyectiles amenazantes. Y lo cierto es que siempre le trajo suerte: en el examen del carnet de auto, en su primer viaje a Cali, en sus pruebas de acceso a la facultad… Y hoy más que nunca necesitaba sentirse protegida.
Decidió cortarle las mangas para desnudar sus brazos. Tomó unas tijeras, aunque dudó antes de dar el primer corte… Se la acercó al rostro y la olió. Todavía mantenía el olor a casa. A John Jairo. A mamá. A Bogotá. Pero Colombia estaba lejos. Contuvo la rabia y empezó a mutilar la prenda de su hermano, sintiendo que también cortaba trozos de sí misma con cada pedazo de tela azul amputada.
Decidió que por debajo solo llevaría unos pantis de nailon negros que realzasen sus piernas. Por encima, un cinturón de cuero marrón que marcase su cintura y un collar de bisutería que se había comprado en el Metrocentro de Bogotá el verano anterior. Después se peinó con desgana, realzó sus pómulos con maquillaje, sus labios con carmín rojo, y acentuó la profundidad de su mirada con rímel oscuro.
—Vamos, vamos —les gritó Luciana desde lo alto de unos interminables tacones de aguja de 10 centímetros—, que llegamos tarde.
Luciana echó a trotar por el pasillo dando saltitos. Aquellos tacones no le permitían mucho más. Álex se guardó en un bolsillo de la camisa el teléfono móvil, y en el otro la estampita de Nuestra Señora la Virgen de Chiquinquirá, santa patrona de Colombia, que su abuelita le regaló en el día de su Primera Comunión y que siempre la acompañaba. La túnica morada y la capa azul de la Santísima, que cabalgaba la luna con el Niño Jesús en brazos, ya estaba descolorida y desgastada. Por un instante se sintió avergonzada de buscar en una superstición irracional el aliento que necesitaba para soportar aquel trance. No era propio de una mente científica, intelectual y racional como la suya aquella muestra de debilidad, pero ahora se sentía solo una chica desesperada y vulnerable, que necesitaba toda la ayuda que pudiese recibir. Aunque fuese el consuelo de una superstición familiar. Después, las dos colombianas siguieron los pasos de Luciana. Ellas no corrían.
Recorrieron el largo pasillo que conducía a las escaleras con la sobriedad del condenado que se encamina al cadalso. Bajaron peldaño a peldaño, sin hablar, sintiendo cómo su ánimo menguaba y el miedo crecía con cada paso. Aquella tarde fue Salomé y no Alexandra la que bajó al salón del club, con Paula Andrea, que a partir de entonces se llamó Linda. Ella también necesitaba una máscara para ocultar su vergüenza.
Fueron las últimas en llegar al salón y de nuevo buscaron con la mirada a la pequeña Dolores, mientras se encaminaban a su refugio en el sofá, pero no había ni rastro de ella. La incertidumbre por su desaparición no hizo más que añadir tensión a su angustia.
Álex no había comido ni bebido nada desde el día anterior. El hambre empezaba a ser insoportable, y también la sed. Si al menos alguno de los clientes, que pronto comenzaron a llenar el salón, la invitase a un refresco…
Por fin hizo de tripas corazón, se levantó del sofá y se acercó a la barra. Llevaba horas observando a todos los hombres que no estaban charlando con ninguna de sus compañeras. Intentaba adivinar cuál sería el menos peligroso, cuál el más limpio, cuál el menos perverso. Pero en la penumbra que reinaba en el local, y a aquella distancia, era difícil percibir detalles. Tendría que arriesgarse. Y aquellos dos tipos de unos treinta años que charlaban animadamente mientras daban cuenta de sus copas parecían una opción tan buena como cualquier otra. Se humedeció los labios, resecos por la sed, se acomodó el relleno del sujetador para aparentar un par de tallas más de pecho, y disimulando su pánico con una sonrisa tan falsa como la de Judas, cruzó la pista de baile y se acercó al más bajito por detrás.
—Hola, ¿qué tal? —dijo la colombiana mientras le daba dos golpecitos en el hombro para llamar su atención—. Soy Salomé.
—Hola, Salomé. Yo soy… Miki. —El tipo dudó un segundo antes de pronunciar su nombre. Evidentemente, mentía. Como todos en el Reinas—. Y este es mi amigo… Macario.
Salomé tendió la mano en señal de saludo, torpe. El falso Miki había acercado las mejillas para intercambiar dos besos, tradición española. Salomé respondió al primero, pero apartó la cara en el segundo, doblemente torpe. El falso Miki se quedó a medias. Mal comienzo. Salomé se disculpó, «es que en mi país damos solo uno». Intentó remediarlo con el tal Macario. Un «encantada», y esta vez sí estampó los dos besos de rigor en las mejillas. Muac, muac. Recuperó un poco la confianza.
—¿Son de por acá? —preguntó indiscreta. Nueva torpeza. Se dio cuenta en seguida de que a los clientes no les gusta que les hagan preguntas. Las preguntas las hacen ellos.
—No, estamos de paso —volvió a mentir el falso Miki, que todavía tenía visible en su dedo anular la marca de la alianza de compromiso que se había quitado al entrar en el burdel, creyendo quizá que si ocultaba su estado civil, su adulterio menguaría un poco—. ¿Y tú?
—Yo… de Perú —mintió la falsa Salomé, sin saber muy bien por qué. Tal vez para sentirse un poco más protegida en el anonimato.
—¡Qué bueno! ¿De qué parte? Yo conozco Perú. Estuve de vacaciones hace un par de años. Cuzco, Machu Pichu, el Titicaca, Lima…, qué bonito país… ¿De qué zona eres tú?
Salomé se arrepintió del embuste inmediatamente. Ahora debería seguir mintiendo para intentar cubrir el engaño.
—De la misma capital…
—Yo nunca he estado con una peruana —espetó el falso Macario al falso Miki, para luego dirigirse directamente a la falsa Salomé—. ¿Sois buenas en la cama?
La pregunta desarmó a la colombiana. Nunca antes nadie se había atrevido a hacerle sin más una pregunta tan descarada. En cualquier lugar, fuera de un burdel, una pregunta como aquella sería considerada una grosería de muy mal gusto, merecedora de una bofetada por respuesta, pero estaba en un club. Y aquellos tipos no eran clientes inexpertos. Hablaban con la seguridad y confianza que otorga la experiencia. Salomé, sin embargo, era novata en aquel campo de batalla dialéctico y tardó unos segundos en responder.
—No sé… No creo que una nacionalidad u otra te haga mejor amante, cocinera o artista, ¿no? Eso depende de la persona…
Respuesta equivocada. Los puteros no querían filosofar. Flirteaban con la prostituta para ejercer su poder en aquella barra de burdel, y la respuesta que esperaban era «somos las mejores follando, subid conmigo y os lo demostraré a los dos». Pero Salomé no supo verlo y perdió la oportunidad.
—Bueno, guapa, pues quizá otro día lo averigüemos, nosotros vamos a terminarnos la copa y a hablar de nuestras cosas. Ya nos veremos por aquí. —Y el falso Miki se giró, ofreciendo su espalda a la colombiana.
Salomé, fracasada en su primer intento de seducción, se quedó unos interminables minutos allí mismo. Quieta, al lado de la barra, sin saber qué hacer a continuación. Se sentía profundamente ridícula. Si para una mujer resulta humillante sentirse rechazada cuando se ofrece sin tapujos a un hombre, para una prostituta novata no es diferente.
Al fin, desarmada en su primer combate, abochornada, degradada y humillada, intentó reunirse con su prima Paula Andrea en el sofá, pero la Mami, que había observado todos sus movimientos desde la barra, le salió al paso. La interceptó en mitad del salón, la tomó del brazo y la llevó al cuarto donde las chicas solían retocarse al lado del salón. Una brasileña, que vivía fuera del club, estaba colocando sus objetos personales en una de las taquillas que les alquilaba el Patrón. La Mami bajó la voz acercándose a Alexandra.
—Muy bien, Álex. Lo has hecho muy bien —dijo con aquel falso paternalismo mientras acariciaba el cabello de la colombiana como si realmente se preocupase por su bienestar—. Por lo menos lo has intentado, y eso es lo importante. No te preocupes, las primeras veces cuesta un poco, pero esto no es una discoteca en la que intentas ligar con el chico que te gusta. Esto es un trabajo. Clientes como esos dos gilipollas hay cientos cada noche. No son hombres, son billetes. Si no consigues uno, vete a por el siguiente. Ya verás como pronto lo harás mejor.
Álex no respondió. Se limitó a morderse el labio inferior con la mirada perdida en algún punto del local.
—Y tú toma ejemplo —dijo la brasileña dirigiéndose a Paula Andrea, que corrió a reunirse con su prima—. Ahí sentada toda la noche no vas a conseguir nada. Si por lo menos estuvieseis más cerca de la barra, podrían veros bien, pero ahí, a oscuras, nadie se va a fijar en vosotras…
—Sí, señora.
—No olvidéis que aquí vienen a buscar lo que ven en las películas porno y lo que no encuentran en casa. Cuando subáis con un cliente, acordaos de cambiar la sábana antes del servicio. Yo os recomiendo que lavéis a todos antes de empezar. Algunos son muy cerdos y vienen sin duchar, y puede que no quieran que los lavéis, pero de verdad que es mucho mejor así. No hay nada peor que comerse una polla que huela a choto. Además, mientras los laváis, la mayoría ya se ponen cachondos, y si ya llegan a la cama empalmados, será más fácil que se corran antes y se larguen. Así que si mientras los aseáis ya los pajeáis un poquito, mucho mejor para todos. Después, que queráis chupar con condón o sin condón ya es cosa vuestra. La mayoría prefieren sin preservativo, pero eso lo tenéis que valorar vosotras. Aunque las que chupan sin condón trabajan más.
Las dos primas cruzaron sus miradas abrumadas y avergonzadas. Entonces la Mami las abrazó a ambas y bajando su tono de voz, remató su discurso con un último consejo:
—Y lo más importante de todo, chicas, por mucho que insistan, no dejéis que os follen sin condón. Ni aunque os ofrezcan más dinero. Si os pilláis una infección u os quedáis preñadas, no vais a poder trabajar y aquí no hay derecho a paro. Si no trabajas, no cobras. Así que vosotras veréis lo que hacéis. Aquí el servicio básico consta de francés y completo. O sea, chupar y follar por el coño. La mayoría se conforma con eso. Se correrán una vez y se marcharán. Pero otros os pedirán hacer anal o juegos eróticos, y perversiones que ni siquiera os imagináis… Ahí nosotros no nos metemos. Vosotras decidís hasta dónde queréis llegar. Venga, ahora sed buenas chicas, salid al salón y acercaos a la barra. Seguro que alguno estará encantado de charlar con vosotras.
La Mami las devolvió al salón y se marchó de nuevo, y Álex y Paula se quedaron un instante paralizadas. Torpes. Dubitativas. Sin saber muy bien qué hacer. De pronto avistaron a Luciana al final de la barra. Estaba al lado de la máquina Jukebox, introduciendo monedas en la gramola para seleccionar sus temas musicales favoritos, y bailando mientras acompañaba las letras de las canciones que había escuchado mil veces, para llamar la atención de los clientes y hacer más llevadera la noche. Acudieron a ella como dos náufragas en busca de un asidero que evitase el ahogamiento.
—Hola, Luci.
—Hola, chicas, ¿qué tal va la noche? Yo ya llevo tres pases —dijo Luciana sin dejar de bailar dirigiéndose a Alexandra—. Ya he visto que esos dos mamones pasaron de ti. Tranquila, las primeras veces no es fácil.
—No, no lo es. ¿Has visto a Dolores? No conseguimos encontrarla y la Mami no nos dice nada.
—No, no la he visto en todo el día. Qué raro. Preguntadle al Patrón. Cuando no está puesto de coca hasta arriba, se puede hablar con él.
Álex y Paula se acomodaron al lado de la máquina pinchadiscos, cerca de la puerta. Todavía se sentían torpes e inseguras. Fue entonces cuando repararon en el pequeño grupo de hombres que charlaba animadamente en ese extremo de la barra, el más cercano a la puerta de entrada al salón desde el aparcamiento. Paula reconoció inmediatamente a Moncho, el policía, y él la reconoció a ella. Sonrió, le lanzó un beso y comentó algo a sus amigos. Todos miraron a Paula Andrea de pies a cabeza, rieron y respondieron al comentario. Y Paula se moría de vergüenza. Sabía que hablaban de ella.
—¿Quiénes son? —preguntó Álex a Luciana, refiriéndose a aquel grupo.
—Los vips —respondió mientras introducía otra moneda y seleccionaba en la Jukebox un tema de Carlinhos Brown—. Todos los que se colocan justo en ese lugar son los amigos del Patrón. Peces gordos.
—Como Moncho…
—Sí. Y tan cerdos como él. Mira, el que está a su izquierda es Ricardo, constructor: antes estaba con Noelia, pero ahora está encoñado con Angie; le gustan jovencitas, aunque pasa con muchas. El otro es José Manuel, el Perillas, de la Brigada de Extranjería de Lugo, es majo. Puede ayudaros cuando se os acabe el visado. Y el de la derecha es Mateo, trabaja en el Banco Pastor: dicen que ayuda al Patrón a mover el dinero del club. Es uno de los banqueros que vienen habitualmente. Ahora está ennoviado con Cristiane. Pero la morena, no la hermana de Renata.
—¿Y por qué dices que ese rincón es el de los vips? ¿Siempre se colocan ahí?
—Sí. Justo ese lado de la barra es el único lugar del salón que no graban las cámaras. Ellos lo saben, y por eso se ponen ahí.
Álex no pudo pensar mucho más en ello. En ese instante vio entrar a Dolores en el salón. Pasó por su lado sin saludarlas. Como un fantasma. Tenía los ojos enrojecidos, parecía que había llorado. Inmediatamente después entró el Patrón, sonriente y cargado de bolsas. Cruzaron el salón y se perdieron por la puerta del fondo, en dirección al comedor. Álex reaccionó por puro impulso y echó a correr detrás de ellos abriéndose paso entre los clientes que ya atestaban el local.