DECAPITADOS

CHIAPAS, MÉXICO

Durante los primeros días en el rancho de don Rómulo no ocurrió absolutamente nada, y eso era lo peor. A pesar de que Ángel la buscó por toda la hacienda, Ana, la mujer misteriosa, parecía haberse desmaterializado. Tras la cena de bienvenida donde compartieron mesa con don Rómulo y su esposa, se habían despedido en la puerta de su habitación. Ambos estaban agotados por el largo viaje desde Barcelona primero, y la ruta desde D. F. después. No parecía el mejor momento para charlar.

Ángel durmió doce horas seguidas. Nadie le despertó. Ni siquiera los rugidos de los enormes felinos del Matagentes, que llegaban desde su zoo privado. Cuando bajó a desayunar a la mañana siguiente, una de las sirvientas le informó de que ni el patrón ni su amiga española se encontraban en el rancho.

—No, señor Ángel, el señor ha tenido que salir para atender unos negocios. Y doña Ana pidió un carro, pero yo no sé adónde se fue.

—¿Y no dijo cuánto tardaría en volver?

—No, señor. Solo dijo que estaría fuera unos días nomás.

—Okey. Por cierto, llevo toda la mañana intentando conseguir cobertura para mi teléfono móvil, pero no tengo línea.

—No, señor. Acá normalmente no hay cobertura para el celular. Don Rómulo tiene instalados unos equipos electrónicos para inhibir la señal de los celulares, como le enseñó el señor Lazca, y solo los desactiva cuando desea hacer alguna llamada. ¿Desea otra taza de café el señor?

La sensación era muy incómoda. En realidad, todavía no sabía lo que estaba haciendo en el rancho de don Rómulo, ni qué esperaban de él. Pero había invertido mucho tiempo y mucho esfuerzo en llegar hasta allí.

Se limitó a pasear por la inmensa finca, curioseando hasta donde le dejaban los sicarios. A don Rómulo le gustaban los animales, era evidente: en su zoológico privado había tigres, leones, pumas, gorilas, panteras e incluso una pareja de guepardos. También poseía un nutrido serpentario, con imponentes pitones, boas, mambas y anacondas. Un estanque artificial, sólidamente vallado, alojaba a una pareja de temibles caimanes —«Morgan y Morgana», le explicó uno de los cuidadores, en homenaje a las fieras que hacían desaparecer a las víctimas de los paracos del Catatumbo colombiano—. Mantener aquel hobby, pensó el motero, tenía que costar una fortuna.

Ángel solo tenía acceso a las zonas del rancho destinadas al ocio. En cuanto intentaba curiosear en alguno de los barracones más alejados, o en alguna de las estancias de la mansión principal restringidas a los visitantes, o simplemente cuando hacía el amago de alejarse demasiado de la edificación, de forma inevitable surgía de la nada alguno de los hombres del Matagentes, para indicarle, amable pero enérgicamente, que era mejor que volviese por donde había venido… por su seguridad.

Durante esos días, abandonado en el paraíso, hizo buen uso del campo de tiro y del gimnasio. Aunque el aspecto físico del narco sugería que no solía pisar aquel recinto, el pabellón deportivo estaba totalmente equipado, y eran algunos de sus sicarios, los más jóvenes, los que amortizaban la generosa inversión en mancuernas y kettlebells de todos los pesos y medidas; bicicletas de spinning, estáticas y elípticas; gymballs y racks; cintas de correr y de TRX; barras, steppers, bosus, colchonetas, bancos de abdominales, tablas de inversión, sacos de boxeo… No faltaba de nada.

Aprovechó aquellas sesiones intensivas para acercarse a los gatilleros. Le convenía hacer amistades, y sabía por experiencia que un gimnasio es un buen lugar para ampliar contactos. Series compartidas. Competiciones en las cintas. Complicidad en las bancas. Bromas en las duchas. Sudar juntos siempre une. Igual que disparar juntos.

Siguió el sonido de los disparos al campo de tiro que existía en la parte de atrás, dispuesto a ejercitar la puntería. Allí no faltaban pistolas, revólveres, subfusiles de asalto, rifles ni ametralladoras. El Matagentes tenía un buen arsenal y generosas existencias de munición de todos los calibres.

—Dale un cuervo de chivo al españolito…, a ver qué sabe hacer —dijo con tono burlón uno de los gatilleros cuando Ángel les pidió un arma.

Pero el motorista estaba familiarizado con los Kaláshnikov y salió airoso de la prueba, y para aquellos asesinos, un tipo que sabe manejar un AK-47 merece un respeto… Sin embargo, aquellos matones eran mucho más profesionales que los reclutados por Bill el Largo en los motoclubs españoles. Una cosa era ayudarse con las pesas en la banca o intercambiarse cargadores en el campo de tiro, y otra muy distinta ceder un milímetro en las órdenes del jefe. Los invitados tenían muy delimitadas las zonas de acceso, y Ángel sabía que no dudarían un segundo en pegarle un tiro si el patrón se lo ordenaba.

—Mejor que no vaya por ahí, güey —dijo una voz a su espalda—, no vaya a ser que se encuentre con una serpiente. Por acá hay muchas alimañas peligrosas…

Afortunadamente, reconoció a Afanador, su escolta desde D. F., cuando intentaba una nueva incursión más allá del zoológico. Y trató de ganarse su confianza con un viejo truco. No importa el país, la raza ni la cultura: a todo el mundo le gustan los juegos de manos, así que Black Angel se sacó una baraja del bolsillo.

—Oye, Afanador, ¿estás muy ocupado? ¿Puedes echarme una mano?

—¿Qué pasó, güey?

—Nada, es solo que tengo un truco nuevo, pero tengo que practicarlo antes de intentar saltar la banca de algún casino mexicano, y necesito que alguien me diga si se detecta…

Durante las siguientes horas el sicario permaneció absolutamente fascinado con las habilidades del motorista. Pronto se sumaron otros gatilleros del Matagentes al espectáculo circense que Ángel había improvisado bajo el cenador de una de las piscinas. Los sicarios contemplaban divertidos la pericia con la que el motorista manipulaba los naipes.

—Okey, tú, coge una carta, la que quieras… Recuerda qué carta es y enséñasela a tus compañeros, pero yo no debo verla, ¿okey? Ahora vuelve a esconderla en medio de la baraja y mézclalas bien… Eso es… Estupendo. Afanador, acércate un momento, creo que tienes una carta en el bolsillo de tu camisa…

—¿Qué dices, cabrón? Yo no tengo na… Coño… ¿Cómo verga llegó esta carta acá…? Pero coño, cabrón… Es la misma carta que tomé, güey.

Muy pronto Ángel se ganó el respeto y la simpatía de los sicarios de Matagentes, a fuerza de su habilidad con los juegos de manos, y su obstinación en el gimnasio. Sabía que esa simpatía no iba a garantizar su seguridad, pero al menos haría más cómoda su estancia en los dominios del narco.

Pero el nuevo día en el rancho, la Providencia le tenía reservada una ingrata sorpresa. Una pequeña caravana formada por el Hummer y otros dos todoterrenos irrumpió en la finca de don Rómulo levantando una enorme polvareda. En cuanto la vieron, los sicarios del Matagentes abandonaron al motero y a su espectáculo de cartas en el cenador.

—Llegó el patrón. Todos a sus puestos.

Ángel también abandonó la carpa y se acercó la mansión al mismo tiempo que don Rómulo se apeaba de uno de los imponentes 4x4. Ana estaba con él. La seriedad de su rostro, el rictus tenso de su mirada y sus mandíbulas apretadas no auguraban nada bueno. Esta vez el Matagentes no tenía su perenne sonrisa irónica dibujada en la boca.

—Afanador, sáqueme a esos coño de madres del auto y llévemelos para el foso.

—A la orden, patrón.

—Y traigan la cámara de video y una manta.

Del tercer coche, los gatilleros de don Rómulo sacaron a dos hombres, descalzos y semidesnudos, con un pantalón por única vestimenta. El mayor cojeaba visiblemente de la pierna izquierda, vendada sin demasiado esmero. Los tipos aparentaban unos veinticinco o treinta años el más joven, diez o quince más el mayor. Llevaban las manos atadas a la espalda y señales evidentes de haber sido golpeados.

Los sicarios del Matagentes los condujeron a empujones hacia un barracón de adobe, situado muy cerca del foso donde el patrón conservaba a sus caimanes. Ángel contemplaba asombrado la escena. No solo por la violencia que emanaba del espectáculo, sino por la docilidad con la que aquellos dos hombres se dejaban hacer. Más que del comprensible terror que deberían sentir, su expresión era de resignación absoluta.

El motero se acercó a la mujer misteriosa, intentando averiguar qué estaba ocurriendo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Mejor que estos desgraciados.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estabas? Me tenías preocupado…

—Teníamos que negociar con los guerrilleros al otro lado de la frontera, en la Sierra Lacandona, y esta gente nunca tiene prisa. Hemos tenido que cruzar por los «caminos verdes».

—¿Guerrilleros? ¿Qué guerrilleros?

—Zapatistas. En esas selvas hay mucho movimiento, y hay que pactar con muchos frentes para que la mercancía pase sin problemas por la frontera.

—¿Estás de broma? No me imagino a los zapatistas metidos en esta mierda.

—No seas tan idealista. En todos los grupos humanos, en todos, existen manzanas podridas. No importa lo hermosa y romántica que sea una ideología; si buscas lo suficiente, siempre encontrarás a alguien dispuesto a corromperse. Sexo, dinero, fama, prestigio…, todos tenemos un precio. Solo hay que buscar la moneda apropiada. Y muchas veces, como hoy, no se trata de sobornar. El miedo también puede ser una estupenda moneda.

—Y estos dos ¿quiénes son?

—Don Rómulo creía que eran hombres leales, pero en realidad estaban trabajando para Sinaloa y para los Zetas, así que me temo que van a darles una lección.

Ángel siguió a la mujer misteriosa y a la siniestra comitiva hasta el foso de los caimanes. Allí los sicarios obligaron a los dos hombres a sentarse al lado de la caseta de adobe, y todos esperaron a que otro de los gatilleros llegase con la videocámara.

Por fin don Rómulo se acercó al mayor de los dos tipos y se arrodilló a su lado, para hablarle al oído, mientras lo abrazaba paternalmente.

—Pero ¿cómo llegamos acá, güey? ¿Cómo me obliga a hacerles esto, cabrón? ¿No les llegaba con mi plata, que también tenían que tomar la de los Zetas y la del Chapo? Eso no está bien, cabrón. Si tenía algún problema, debía platicar conmigo, cabrón…

—Yo sé, patrón, pero no fue la plata. Ellos nos obligaron. Si no les colaborábamos, nos chingaban; y si colaboramos, nos chinga usted. Chingados estábamos…

—¿Y ahora qué le voy a contar yo a mi sobrina, cabrón?

Don Rómulo no esperó respuesta. Se incorporó y ordenó al improvisado cámara que empezase a filmar. Entonces dos de sus sicarios hicieron varias preguntas a los tipos, que respondieron sin demostrar el menor indicio de pánico. Su resignación y abandono resultaban incomprensibles.

Ana contemplaba la escena con las mandíbulas apretadas, todos sus músculos en tensión. Ángel, sin embargo, continuaba totalmente desubicado. Incrédulo. Por un instante pensó que todo aquello era una puesta en escena para impresionarlo. Y si era así, los actores que habían escogido para el papel de torturados habían resultado un fiasco. Absolutamente increíbles. Ni una lágrima. Ni una súplica. Ni un ruego. Parecían dejarse llevar por la inercia de los acontecimientos, sin gracia ni pasión en su interpretación. Y de no haber sido por la tensión que transmitía la expresión de Ana, Ángel incluso habría sonreído ante la patética función de tan pésimos actores.

—Que si le piensan entrar al dedo, que le piensen bien —dijo finalmente el mayor, a manera de epitafio, mientras uno de los gatilleros de don Rómulo grababa la escena en vídeo—, porque ya no es fácil estar aquí. Y ya no vuelven para atrás. Con esa gente no se juega, que la gente del Chapo no es como la platican.

En su pretendido epitafio ante la cámara, el mayor de los dos hombres intentaba enviar un mensaje a los jóvenes, para que no se acercasen al mundo del narcotráfico, pero hasta su vocabulario le sonaba a Black Angel ñoño, cursi y falto de convicción…

—La verdad, qué más les puedo decir yo. No anden poniendo el dedo, pórtense bien. Si miran algo, cállense y van a estar tranquilos…

Las últimas palabras del supuesto actor fueron «es todo lo que les puedo decir». En ese instante otro de los sicarios dijo «cuando guste», y el rugido de una motosierra al arrancar atronó a la espalda del motorista.

No lo había visto venir. El tipo, que se había puesto un pasamontañas y vestía pantalón y casaca militar, portaba una enorme sierra eléctrica que rugía como una legión de demonios. Atravesó por en medio de los presentes y entró en el plano de la grabación por la derecha.

Ángel estaba absolutamente alucinado. Aquella charada estaba yendo demasiado lejos. ¿Adónde querían llegar? Si trataban de asustar a los dos tipos semidesnudos y maniatados, el embuste no funcionaba, porque a pesar del terrorífico sonido de la motosierra, ni siquiera pestañeaban. Nadie pidió clemencia. Nadie rogó por su vida. Parecía como si, tras recitar su despedida de este mundo, ambos estuviesen dispuestos para partir al más allá. Y si el objetivo de aquella pantomima era atemorizar a los dos españolitos visitantes, la cosa parecía haber funcionado con la mujer, que mantenía su expresión de máxima concentración y seriedad, pero Ángel simplemente se negaba a creer que todo aquello fuese real. Un segundo más tarde, todas sus dudas se disiparon.

El sicario aceleró la motosierra, rummmm, rummmm, que rugió como una Harley subida de revoluciones, y sin pensárselo dos veces acercó la cuchilla al cuello del mayor de los dos hombres. El impacto de los afilados dientes de la motosierra desgarró inmediatamente la nuez y el cuello, empujando el cuerpo contra la pared de adobe, mientras en su rostro se dibujaba una mueca de dolor. Ángel recibió el olor de la carne quemada por el efecto del rozamiento del metal contra la piel humana.

La sangre salió a chorro, empapando el pecho desnudo de la víctima y manchando el uniforme del verdugo. Sin embargo, las motosierras no están diseñadas para cortar la carne, y los nervios, los músculos, las vértebras se enganchan con los dientes de la motosierra. Con medio cuello segado, escupiendo sangre por la yugular, el sicario tuvo que detenerse en dos ocasiones y extraer la cuchilla de la carne, para tambalear un par de veces la sierra eléctrica evitando que se atascase. Una auténtica carnicería.

El cuerpo semidescabezado, ya sin vida, cayó hacia la derecha, sobre el hombro del más joven, que contemplaba impasible cómo decapitaban a su compañero. Insólito. Incomprensible. Imposible de asumir. La sangre de su amigo salpicaba al joven, que ya podía intuir el destino que le aguardaba, y ni aun así abandonó su cara de póquer. Ni aun así suplicó por su vida. Ni aun así pidió perdón, o clemencia, o compasión… Nada. Permaneció en silencio esperando su turno. Solo reaccionó con una parca mueca de dolor cuando, en el último intento del sicario por separar la cabeza del tronco del primero, el filo de la sierra eléctrica rasgó su brazo izquierdo, donde había quedado apoyado el cuerpo de su compañero de infortunio, luego de que la vida se le fue por el cuello seccionado.

Las arcadas subieron desde el estómago del motero abriéndose camino hasta la boca, con la intención de expulsar todo lo que había comido. La mujer misteriosa, que se dio cuenta, le clavó la mirada mientras negaba suavemente con un giro de cabeza, como diciéndole «aguanta y no te rompas ahora». Y aguantó…, pero solo unos instantes más, porque la brutal decapitación con la motosierra no había sido sino el prólogo al macabro espectáculo. El segundo acto sería peor.

Convencidos, quizá, de que aquella no era la mejor forma de descabezar a alguien, un segundo sicario entró en el plano de vídeo. Vestía pantalón tejano y trenca negra, y también ocultaba su cara con un pasamontañas. Este segundo carnicero no manejaba una motosierra, sino un enorme cuchillo.

Con un tajo de oreja a oreja degolló al hombre joven, que cayó hacia su derecha. Después, con un movimiento de sierra, empezó a cortar la carne con visible esfuerzo, para intentar separar la cabeza del cuerpo. Pero la decapitación no es una labor sencilla. El cuchillo, impecablemente afilado para la ocasión, rasgaba la carne con facilidad, pero las vértebras y huesos del cuello eran más difíciles de partir. El matarife tuvo que pisar la cabeza del desgraciado para evitar que el bamboleo del cráneo, ya medio desgajado, dificultase el avance de la hoja. Fueron unos minutos interminables. El joven tardaba en morir, o quizá aquellos temblores en sus brazos y en sus piernas, mientras el gatillero agitaba el cuchillo adelante y atrás como si manejase una sierra de marquetería sobre su cuello, fuesen algún tipo de movimiento muscular reflejo. Pero lo peor era el ruido que salía de su tráquea recién seccionada. Indescriptible. Como la agónica respiración de un asmático moribundo, ampliada con un megáfono. Un chirrido agudo y lastimero, producido por el aire que salía de sus pulmones por la garganta seccionada, llevándose su último aliento. Imposible de explicar con palabras. Simplemente atroz. Aquel sonido estridente se acomodaría para siempre en la memoria de Black Angel.

Esta vez las mandíbulas del motorista no pudieron soportar la presión de las arcadas, y vomitó sin control posible todo lo que llevaba en el estómago. El Matagentes y varios de sus sicarios se volvieron hacia él sorprendidos por tan inusual reacción. Era evidente que el españolito no estaba acostumbrado al espectáculo.

—Pinche maricón —dijo alguien mientras las arcadas del motorista lo vaciaban por dentro—, este gachupín es más blando que una hembra…

El carnicero invirtió varios minutos y mucho esfuerzo en completar la tarea. Una vez logró separar la cabeza del tronco, la colocó sobre el cuerpo del joven y dio una bofetada cariñosa a la cara. Aquel cachete desestabilizó su macabra escultura, y en seguida la cabeza cayó por tierra, rodando por el suelo, hasta quedarse a los pies del motorista, que por un momento sintió que iba a desmayarse. Evidentemente, y por incomprensible que pudiese resultar a sus ojos europeos, todo aquello era real. Tan real como la muerte.

—Ahorita me envuelven las cabezas en una manta y me las dejan en la avenida principal de la capital —ordenó el Matagentes con un control de la situación que denotaba su experiencia en el oficio—. Y no pongan pendejadas en la manta. Que todos entiendan el mensaje. El video se lo pasan a Richi para que lo ponga en internet, y los cuerpos se los dan a los caimanes.

Después, como si fuese una rutina habitual, el patrón se encaminó hacia la mansión, y los sicarios procedieron a obedecer sus órdenes. La mujer misteriosa, que aún conservaba aquella expresión de dureza, se acercó al motorista, que apenas podía respirar después de la vomitera.

—¿Estás mejor? No deberías haber vomitado. Ahora te va a costar más ganarte su respeto.

—Joder, me cago en la hostia. Pero ¿tú has visto esa carnicería…?

—Estas son las reglas del juego, Ángel. Esto funciona así. Esos hombres sabían lo que les esperaba por traicionar la confianza del Matagentes. Y asumieron su destino con honor y con orgullo, sin pedir clemencia. Lo que acabas de presenciar no es algo fácil de ver hoy en día. Ahora lo demás es la rutina habitual…

—¿Lo demás? Pero ¿hay más?

—Sí, don Rómulo no usa pozolero para deshacer los cuerpos, lo de darle los cadáveres a las fieras para hacerlos desaparecer es la rutina aquí. Subir el vídeo de las decapitaciones a Youtube y preparar la narcomanta con un mensaje es el procedimiento habitual para advertir a los otros de lo que les puede ocurrir si traicionan la confianza de un cártel.

—Joder, Ana, joder, no entiendo una puta mierda… ¿Qué es una narcomanta? ¿Cómo van a subir esta barbaridad a Youtube?

—En México, las narcomantas son el medio de comunicación oficial. Una sábana, una pancarta, cualquier trozo de tela puede valer. Tú escribes el mensaje que quieres lanzar, y después lo cuelgas en un puente, en un monumento, en cualquier valla o pared de cualquier avenida transitada, en cualquier ciudad del país, y ya se ocupan los periodistas de amplificar el eco. Ten por seguro que lo que escribes en una narcomanta llegará al destinatario. Y lo mismo pasa con estos vídeos. Youtube los retira en cuanto los usuarios los denuncian, pero tarda demasiado, y los narcobloggers se ocupan de descargarlos y colgarlos en sus páginas. Así que el efecto es imparable. Todos sabrán lo que eres capaz de hacer y te temerán y respetarán por ello. Así es como funciona este negocio, Ángel, no lo hemos inventado nosotros.

¿Negocio? ¿Llamas a esto negocio? Lo que acabamos de ver son dos asesinatos a sangre fría. Pero ¿a ti qué coño te pasa?

—Aquí no hay nada personal. Puro business. Uno de esos desgraciados estaba casado con la sobrina mayor de don Rómulo. No creas que le ha resultado fácil hacer esto, pero por mucho que le duela, esto es lo que se esperaba de él. En este oficio el respeto es fundamental, y si no hubiese dado un ejemplo con el marido de su sobrina, habría demostrado debilidad. Justo lo que tú has hecho al romperte así. El Matagentes no puede permitirse la debilidad ante sus hombres o estaría acabado. Y nosotros con él.

Black Angel no supo qué responder. Dos sicarios habían metido ya las cabezas de aquellos desgraciados en sendas bolsas y habían arrojado los cuerpos al foso de los caimanes. Morgan y Morgana cenarían carne humana. Ahora comprendía mejor la utilidad de aquellas fieras para el Matagentes. No se trataba de un simple hobby, sino de una herramienta para eliminar pruebas.

Sin embargo, todo aquello era solo el inicio de la pesadilla…