DON LORENZO

BURDEL REINAS, LUGO

—Largo. Tú, tú y tú. —El Patrón entró en el salón y recorrió los distintos grupos de chicas dando las órdenes en voz baja pero con energía; no quería molestar a los clientes—. Marchaos con Suso. No llaméis la atención al salir. Ya sabéis lo que tenéis que hacer. Avisad a Joana, a Liliana y a Cris de que se van con vosotras. En cuanto terminen os aviso para que volváis. Venga, deprisita…

Alexandra, su prima Paula Andrea y su inseparable Blanca escucharon cómo don José mandaba salir del salón a varias compañeras e hicieron el ademán de salir también del local. Dolores, como era habitual, se encontraba haciendo un servicio en hotel y no estaba en el club.

—No, vosotras no. Vosotras dos os quedáis. Tú no, Blanca, vete con ellas —les ordenó don José, al ver que las colombianas y la rumana intentaban salir del local. Conforme hablaba, sacó un mazo de documentos del bolsillo—. Vosotras todavía tenéis la visa de turista. Paula, toma tu pasaporte. No os pongáis nerviosas, no abráis la boca y todo saldrá bien. Quedaos ahí, como si no pasase nada.

Paula recogió su pasaporte, totalmente desconcertada. Álex aún conservaba el suyo en su poder; nunca se separaba de él, y menos aún desde los robos en el dormitorio. Poco más de una docena de las chicas habituales del club permanecían en su sitio, el resto salió discretamente del local, siguiendo a uno de los camareros mientras los clientes, ajenos a lo que estaba ocurriendo, continuaban rodeando la barra. De pronto, el runrún habitual en el club —aquel rumor perenne de conversaciones solapadas, bromas de mal gusto y risas forzadas— había desaparecido y solo sonaba la música. Pero ahora nadie acompañaba la letra de las canciones que manaban de la Jukebox.

El Patrón también salió del club. Llevaba una bolsa de cuero cuyo contenido ni Alexandra ni sus amigas podían adivinar, pero Luci era más veterana.

—Se va a esconder la coca en la caseta del perro —dijo al observar su expresión de curiosidad—. Por muchos amigos que tenga en la poli, si le encuentran la farlopa, va a tener un problema añadido…

—Pero ¿qué está pasando? —preguntó Álex.

—Nada, tranquila. Hoy toca redada. No pasa nada.

—¿Y por qué a unas las manda marcharse y a nosotras quedarnos?

—Vosotras aún tenéis el visado de turista. Estáis legales. Las que se han llevado no tienen papeles. Como la mayoría en todos los clubs.

—Pero Wellyda o Margaret no tienen papeles. Están ilegales. Ellas mismas me lo dijeron hace unos días. Estaban intentando pactar un «matrimonio blanco» con un español para conseguir la residencia…

—El Patrón utiliza las redadas para deshacerse de las chicas más feas o las que le dan problemas. En realidad, la policía le hace el trabajo sucio al echarlas del país.

—Joder, Luci, tantos amigos policías que tiene don José, y continúan haciéndole redadas en el club —dijo Álex sorprendida.

—Pura apariencia. Tienen que hacerlo para justificar el expediente. Cada mes le toca a un club, pero el Patrón tienen buenos contactos dentro y le avisan con tiempo para que esconda la coca y a las ilegales que quiera mantener en España. Sobre todo a las que aún tienen deuda.

De pronto, un grupo de hombres entró por la puerta principal del salón. Lo hicieron en silencio. Discretamente. Álex imaginaba algo más parecido a las películas norteamericanas: el ulular de las sirenas y el resplandor de los distintivos luminosos en los coches de Policía, agentes armados hasta los dientes entrando por todas las puertas y ventanas… Pero nada de eso. Todo fue mucho más sencillo.

Algunos iban de uniforme. Otros de paisano. Mostraron sus placas y anunciaron que tenían una orden. Tranquilizaron a los clientes que se habían quedado en el burdel y se dirigieron a la barra para preguntar por el responsable.

—Buenas tardes, agentes —les saludó con ironía el Patrón, que acababa de regresar al club por la puerta trasera—, ya hacía tiempo que no se pasaban. ¿Les apetece tomar algo? Invita la casa…

La reacción entre las chicas fue muy diferente en cuanto vieron asomar los primeros uniformes de Policía. Las que estaban advertidas de la inminente redada y se encontraban en situación legal se quedaron quietas, esperando que los agentes las abordaran. Pero de repente un grupito de cinco o seis echó a correr con una asombrosa expresión de terror en la mirada. Como si aquella intervención policial supusiese un peligro de muerte. Como si el hecho de ser identificadas y recibir la carta de expulsión implicase el mayor calvario y todo el dolor, la humillación y las vejaciones que habían soportado entre aquellas paredes durante meses, para reunir un poco de dinero que enviar a sus familias en Nigeria, Brasil, Ecuador o Rumanía, no hubiesen servido de nada.

Intentaron escapar como podían. Dando traspiés, torciéndose los tobillos e incluso alguna de ellas cayéndose de bruces en la huida a causa de los enormes tacones de aguja y las altas plataformas: el calzado de las prostitutas no suele ser el más apropiado para una carrera. Las que no se hicieron daño en la caída trataron de esconderse. Una en la despensa de la cocina, otra debajo de una cama, otra tras la barra… Pero los agentes, acostumbrados a aquellas reacciones durante las redadas, sabían dónde buscar.

Pronto casi todas regresaron al salón, maltrechas, asustadas y con los tobillos doloridos, escoltadas por los agentes. Allí habían agrupado a todas las chicas, separándolas de los clientes. Unos se marcharon, cohibidos por la presencia policial. Otros, sin embargo, decidieron terminarse la copa y contemplar con morbosa curiosidad el espectáculo. El Patrón también observaba desde la barra, mientras apuraba su copa. A su lado la Mami, Zezi y Rafa, el otro camarero del Reinas. Las cocineras y Luis, el encargado del mantenimiento, esperaban en la cocina.

Álex se incorporó a la cola e instintivamente palpó su pequeño bolso. El teléfono móvil, su mayor tesoro, continuaba allí. Temía que alguien pudiese sentir curiosidad por su contenido, pero era demasiado tarde para ponerlo a buen recaudo.

Las chicas iban pasando de dos en dos ante una pareja de agentes que iba tomando nota de sus documentos y comprobando si su situación en España era legal. Álex buscó con la mirada a Paula Andrea y Luciana: justo en ese momento estaban paradas ante los dos agentes que comprobaban sus pasaportes, y al verlos sintió un nuevo sobresalto. Era la primera vez que lo veía con su uniforme verde oliva, pero era él. Kiko, su cliente.

—Todo en orden —dijo el joven guardia civil a Paula Andrea y a Luciana—. Las siguientes.

Era su oportunidad. Sabía que tenía una información muy importante —había sido testigo de una conversación en la que un grupo de empresarios y políticos hablaban de negocios millonarios que implicaban el soborno a un ministro del Gobierno— y también sabía que no podía manejar aquella bomba de relojería ella sola. Kiko era su mejor opción. Su única opción.

Alexandra abrió el bolso y buscó en su interior. «Maldita sea, debería llevar siempre un lapicero —pensó—. No importa, el delineador de ojos valdrá». Luego buscó algo donde escribir. Utilizó un trozo de kleenex. Garabateó rápidamente un mensaje, intentando que ninguna de sus compañeras pudiese leer su contenido, y lo introdujo dentro de su pasaporte. Unos instantes después le tocaba el turno.

Se colocó estratégicamente para que fuese Kiko quien revisase su documentación, y en cuanto el joven guardia llamó a las siguientes, la colombiana se plantó ante él. El agente sonrió con complicidad al reconocerla, tomó su pasaporte y lo abrió por la primera página.

—Así que se llama usted Alexandra Cardona… No sé por qué, tenía más cara de llamarse Salomé.

—Sí —respondió la colombiana con dignidad—. Me lo dicen a menudo.

—Nacida en Bogotá, estudiante… ¿Y qué hace exactamente en España, señorita Cardona?

—Turismo. Mi prima y yo venimos para hacer turismo.

—Turismo… Ya veo —insistió el policía manteniendo la mascarada—. ¿Y qué, le gusta Europa?

—La verdad es que no. Prefiero Colombia. Hay menos marranos.

El guardia se contuvo para no romper en una carcajada. Debía aparentar profesionalidad.

—¿Y qué están haciendo en este local? ¿Tomando una copa?

—Justo eso. Tomando un refresco.

El agente estaba a punto de devolverle el pasaporte cuando se dio cuenta de que en las últimas páginas sobresalía una nota escrita con lápiz de ojos. El trazo era grueso, y se había corrido un poco al introducirla dentro del pasaporte, pero el mensaje era perfectamente legible:

Tengo información importante.

Pídame para una salida. Ayúdeme.

Álex contuvo la respiración. Acababa de poner en manos de aquel cliente su destino, toda su vida. Él cambió la expresión de su rostro: de pronto desapareció todo asomo de sonrisa.

—Claro… Tenga, su pasaporte, todo en orden. Puede marcharse.

Álex se reunió con Paula Andrea y Luciana, y a pesar de que ya solo podía pensar en que Kiko atendiese su demanda, se interesó por ellas.

—¿Ha ido todo bien? ¿Os han dicho algo?

—Todo bien —dijo Luciana. Y señalando a las cuatro chicas que habían sido separadas de las demás, añadió con cierta compasión—: Esas cuatro desgraciadas dormirán esta noche en el calabozo. Y Wellyda ya tiene dos cartas de expulsión, así que lo más probable es que la manden de regreso para la favela, en Colinas do Tocantins… Al menos volverá con su hija. Estaba aquí por ella…, como casi todas. Wellyda es muy guapa, pero demasiado rebelde. Como tú.

De pronto el Patrón las interrumpió, cogiendo a Álex de un brazo y llevándosela a un rincón.

—¿Qué le has dicho al picoleto? —preguntó irritado—. Responde, coño, ¿le has dicho algo? ¿Le has pasado algo?

La colombiana empezó a sentir un brote de pánico. «Tranquilízate, Álex, no la jodas ahora. Improvisa».

—Claro que no, Patrón. Es solo que me conocía por mi nombre de trabajo, y al ver el pasaporte vio el auténtico. Me faltó al respeto y yo lo mandé al carajo. Nada más.

Don José clavó sus ojos en las pupilas de la joven, tratando de atravesarlos y adentrarse en su cerebro para buscar algún indicio de que mentía, pero no encontró nada. Álex le soportó la mirada sin pestañear, a pesar del profundo temor que le infundían aquellos ojos.

Aun así, tenía que asegurarse. Aquella tipa era demasiado lista.

—Déjame ver tu pasaporte.

Álex empezó a temblar, y don José no dejaba de apretarle con fuerza el brazo.

—Ya le dije que prefiero guardarlo yo, Patrón —dijo la colombiana. No se fiaba del Enano, pero además ignoraba si la nota que había escrito al policía continuaba dentro de sus documentos—. No quiero faltarle, es solo que me siento más tranquila si…

—¡Que me dejes ver el pasaporte de una puta vez! —insistió apretando aún más fuerte el brazo menudo y frágil de la colombiana hasta marcarle sus fuertes y rudos dedos en la piel—. ¿O acaso escondes algo?

No esperó a que se lo entregase, se lo arrancó de las manos. Ni siquiera había tenido tiempo de guardárselo en el bolso. Solo entonces la soltó. Empezó a pasar las páginas frenéticamente mientras Álex aguantaba la respiración siguiendo el paso de las páginas con los ojos abiertos como platos. Nada. El policía había sido inteligente. En cuanto la leyó, había sacado con disimulo la nota y se la había guardado en el bolsillo del uniforme.

Y Álex volvió a nacer.

Justo en ese instante, cuanto el último miembro del operativo de la Guardia Civil abandonó el Reinas, Moncho, el inspector de la Policía Local, entró en el local. Parecía como si también a él le hubiesen informado con anterioridad de lo que iba a ocurrir esa noche y no quisiese que sus colegas lo encontraran en su rincón habitual, al final de la barra. En cuanto se sentó en un taburete, el Patrón se encaminó a su encuentro desplazando su atención de la colombiana. Lo peor es que se guardó el pasaporte de Alexandra en el bolsillo, con los demás. Álex reaccionó por instinto de supervivencia y se cruzó en su camino.

—Si todo está okey, por favor, Patrón, devuélvame el pasaporte.

—¿Qué más da? Mejor te lo guardo yo con los demás, así estará seguro.

—No se apure, Patrón —insistió Álex midiendo sus palabras para evitar otro conflicto—, prefiero que sea responsabilidad mía. Si se perdiese o se estropease, sería muy incómodo para usted. Así será culpa solo mía.

—Joder, Álex, no tengo tiempo para discutir —respondió el Enano poniendo su mano sobre el hombro de la colombiana y apartándola a un lado—. Te lo guardo yo y ya está…

Alexandra se giró y volvió a colocarse entre él y la barra del club; no estaba dispuesta a rendirse.

—Tiene toda la razón, don José, para qué discutir. Después de lo que ha pasado, aún estoy asustada. Déjeme quedármelo hoy, por si volviese la policía, y mañana lo hablamos más tranquilos…

El Patrón dudó un instante. Tenía prisa por hablar con Moncho, y aquella maldita mosca cojonera no hacía más que interponerse en su camino. «¡Bah! —pensó—, ya arreglaré esto más tarde».

—Toma tu puto pasaporte y deja de dar el coñazo —dijo mientras le tiraba el documento al suelo con desprecio—, ya hablaremos de esto en otro momento.

Álex respiró aliviada al recogerlo. Al menos había ganado esa pequeña batalla.

Resultaba evidente que el Patrón tenía algo importante que discutir con el policía. Los dos hombres se saludaron con cordialidad, y Rafa le acercó una copa al inspector antes incluso de que la hubiese pedido. Había mucha familiaridad en su relación, era fácil verlo. En cuanto recuperó el aliento, Álex se acercó a la máquina pinchadiscos simulando buscar, sin encontrarlo, algún tema musical apetecible. Desde la Jukebox podía escuchar con claridad la acalorada conversación que mantenían los dos hombres. La guerra no había terminado en aquella batalla.

—Tranquilo, Pepe —le decía el policía—, no ha pasado nada grave. Esas cuatro desgraciadas solo te bajaban el listón de calidad de las chicas. Mejor que se larguen.

—¿Te crees que me importan una mierda esas cuatro putas? —respondió irritado el Patrón gesticulando con energía—. Esas zorras me traen sin cuidado. Lo que me jode es que cada vez que hay una redada, las externas tienen miedo de venir a trabajar al club y prefieren irse a otros locales.

—Eso es una estupidez. Si la policía ya ha estado aquí, lo más probable es que la próxima redada sea en otro club. Aquí estarían más seguras que en ningún otro garito.

—Eso lo sé yo, lo sabes tú y lo sabe cualquiera con dos dedos de cerebro. Pero estamos hablando de putas, Moncho, de putas. ¿Cuándo una puta ha tenido algo dentro de la cabeza?

—En eso tienes razón.

—Que llevo muchos años en el oficio, amigo. Y esto funciona así. Después de una redada, las que vienen a hacer plaza, o las que viven fuera y solo vienen al salón, desaparecen. Y eso me baja el número de fulanas en el club, y por tanto el número de clientes y de copas. ¡Me cago en la puta!, quiero saber por qué coño han venido hoy aquí y por qué han sido los picoletos y no los de Extranjería.

—¿Qué quieres que haga?

—Llama al Pistolas. Que tantee a su jefe, a ver qué le saca. Quiero saber quién ha señalado al Reinas para esta redada.

Álex se dio cuenta en seguida: no era la primera vez que escuchaba aquel nombre. El Pistolas. Era uno de los hombres que estaban con el Patrón mientras hacía prácticas de tiro contra la furgoneta blanca en el extremo noroeste de la finca el día que ella consiguió las fotos y claves de las cámaras de vigilancia. «Debe de ser un pez gordo», pensó la colombiana.

—Esto es cosa del hijo de puta de Xosé, el del Trotón, seguro —seguía el Patrón—. Aún está jodido por que le quemase el coche, pero así aprendió que no podía acoger en su club a las putas que aún tienen deuda conmigo. Se la voy a devolver…

—No hagas ninguna parvada, Pepe, que te conozco —dijo Moncho preocupado—. Y la próxima vez no vas a tener tanta suerte como con lo del Neno, que no lo mataste de milagro.

—No, no estaba pensando en eso. Habla con tus hombres. Vosotros podéis hacer controles de tráfico, ¿no?

—No es la función de la Policía Local, pero sí, podemos.

—Okey. Me vas a montar un control en la Nacional VI, al lado de su club. Y me paráis a todos los coches que entren o salgan.

—¿Estás loco? No podemos detener a nadie por ir de putas.

El Patrón sonrió, se giró hacia el camarero y le pidió otro vodka con zumo de fresa. Después se volvió de nuevo hacia Moncho.

—Ay, Monchiño, cuánto te queda por aprender en este negocio —dijo don José mientras pasaba su brazo sobre los hombros del policía—. ¿Cuántos puteros conoces que reconozcan abiertamente que vienen de putas?

—Hombre…, reconocer, reconocer…

—A los clientes no les gusta que sus amigos, familias o compañeros sepan que vienen por aquí. Les da vergüenza. Como si no viniesen todos. Las putas son como los toros: en España crearán división social, pero siempre han existido y seguirán existiendo. Algunos reconocen públicamente que tienen un asiento reservado en la plaza y otros van a hurtadillas. A muchos políticos, intelectuales y celebrities cada vez les pone más nerviosos confesarse en público como aficionados a su fiesta nacional porque socialmente está peor visto cada día, sobre todo a nivel internacional, aunque en la intimidad, entre taurinos, intercambien anécdotas, hablen de las ganaderías… Con las fulanas ocurre igual: de cara al público nadie va de putas, pero en la intimidad presumen de sus aventuras. Al final, ir no irá nadie, pero en los dos mundos se llenan las plazas y se habla de las corridas.

El Patrón rio su propio chiste y le dio al policía un par de palmaditas en la espalda. Luego se puso serio:

—Tú me montas un control al lado del club de ese cabrón, y en cuanto pares a unos cuantos y les pidas los datos, se correrá la voz. No le cerraremos el club, pero por lo menos perderá a muchos clientes.

Moncho pareció dudar. Álex los observaba a cierta distancia sin perder hilo de su conversación, jugueteando con el teléfono móvil como si estuviese actualizando sus perfiles sociales. Ante su falta de resolución, el Patrón insistió:

—Haz lo que te digo. Tú tienes tanto interés como yo en que este club funcione. O más. Si no ganamos pasta, tú tampoco cobras. Y si la competencia pierde clientes, nosotros los ganamos.

Alexandra no pudo evitar una media sonrisa: después de todo, el inspector era algo más que un traficante de ropa de imitación o maquillajes que sus hombres incautaban a los vendedores ambulantes. Don José acababa de dejar muy claro que el inspector no era solo un cliente en el Reinas. Allí había algo más… Pero ¿qué? No tuvo que aguardar mucho. El mismo Moncho la puso sobre la pista.

—Ya. Pues para que funcione haz el favor de controlar los gastos. Ya me llegó la factura de Begasa de este mes. ¿Sabes que cuando gastas más luz de la que tienes contratada pagas una penalización? Haz el favor de controlar la electricidad que se consume aquí dentro…

¿La luz? Álex frunció el ceño, esforzándose por comprender. ¿Acaso el inspector de Policía recibía las facturas de la luz del Reinas? ¿Qué demonios significaba aquello?

—Hola, Alexandra. ¿Tú estar bien? ¿Alguno problema con Policía?

El característico acento centroeuropeo de Blanca la sacó a la fuerza de sus reflexiones. Las chicas que habían salido del club antes de que comenzase la redada estaban regresando ahora a un Reinas casi vacío de clientes, con Suso y la Mami. Y también regresaron Anna y Paula, las únicas dos ilegales que habían conseguido esconderse de la policía durante el registro. Una en el barracón de los animales, y la otra en el maletero de uno de los coches del Patrón.

—Sí, Blanca, todo bien, no te preocupes.

La enorme rumana le estampó dos sonoros besos en las mejillas y Álex se sintió querida. Le hubiera gustado seguir espiando la conversación entre Moncho y el Patrón —si el policía recibía las facturas de electricidad del club, significaba que estaba metido en el negocio de forma activa—, pero con Blanca a su lado iba a ser imposible.

—Yo preocupada por ti —le dijo la rumana mientras la abrazaba con fuerza—. Yo no querer que pasar nada malo a mi amiga.

—No te preocupes por mí. Hace falta mucho más que un registro policial para acabar conmigo.

Las dos amigas sonrieron. Pronto Luciana y Paula Andrea se unieron a ellas, y ante la falta de clientes en el salón, las chicas que vivían en el Reinas formaron sus corrillos habituales. Esa noche había más tensión que de costumbre. Apenas quedaban un puñado de hombres, y las chicas pujaban por hacer algún pase con ellos, para que la noche no les saliese en balde. Con o sin redada, ellas tenían que seguir pagando el alojamiento en el club y, la mayoría, la deuda contraída con la empresa.

Por su parte, Álex no quería entrar en aquella competición por conseguir un cliente aquella noche extraña. Estaba inquieta, preguntándose si Kiko la llamaría de nuevo para una salida, como le había pedido, para poder contarle todo lo que había averiguado durante la «ruleta rusa». O si, por el contrario, haría caso omiso de su demanda de ayuda. Luciana se dio cuenta de su nerviosismo: Álex no paraba de mordisquearse las uñas, y la veterana brasileña la invitó a un pitillo en la entrada. Al fin y al cabo, en el salón apenas había trabajo.

Asomadas al pequeño vestíbulo y aguantando el frío, estaban a punto de terminar sus cigarrillos cuando vieron entrar un automóvil en el aparcamiento del Reinas.

En cuanto vio el coche oficial —un Patrol de la Guardia Civil—, Luciana tiró el cigarrillo al suelo y lo pisoteó con sus botas de plataforma rápidamente antes de echar a correr hacia el interior. Álex la siguió inquieta por sus compañeras. Parecía que la policía había decidido regresar de improviso para sorprender a todas las chicas ilegales que no habían pillado antes en el club. Aquello podía ser una carnicería.

La colombiana estaba a punto de ponerse a gritar desde la entrada al salón, para que Anna y Paula volviesen a esconderse, cuando la reacción de Luciana la dejó perpleja. En lugar de advertir a las chicas de que la Guardia Civil había regresado, se dirigió directamente a don José para anunciarle una visita esperada.

—Patrón, ya está aquí don Lorenzo. Acaba de llegar.

—Ya tardaba —respondió él—, vendrá a por lo suyo.

Álex estaba confusa. ¿Quién era don Lorenzo? ¿Por qué Luciana reaccionaba como si en lugar de la temida Policía hubiese llegado al club un viejo amigo de la familia? Y decidió preguntar directamente si no deberían avisar a las chicas de que había vuelto la policía.

—Las van a detener…

—Tranquila —le contestó Luciana con serenidad mientras volvían a salir afuera—. Es don Lorenzo. No hay de qué preocuparse. Viene en el coche oficial porque le gusta que las chicas sepan quién es.

—¿Y quién es?

—El jefe de la Brigada de Extranjería. Un hombre importante. A mí me ayudó a conseguir mis papeles, y cuando se os termine el visado de turista, podéis pedirle ayuda. A muchas chicas las ha ayudado como a mí. Viene bastante: le gusta presumir de agenda, y cuando vienen compañeros de Madrid, los trae al club para que envidien sus dominios. Sé amable con él. No te conviene como enemigo…

Don Lorenzo había nacido en O Incio, un pequeño pueblo lucense a medio camino entre el municipio de Lugo y Ourense, famoso por su mármol desde la época romana. Alto, fuerte, entró en la Guardia Civil en 1972, con apenas veinte años, y a pesar de que rondaba los sesenta, presumía de mantenerse en buena forma a fuerza de gimnasio, «y de follar como un chaval de veinte». De cabello totalmente cano y rizado, se peinaba hacia atrás, lo que le confería un aspecto de yupi venido a menos, pero caminaba seguro y resuelto. Con paso firme.

—Hombre, don Lorenzo, hacía mucho que no le veíamos por aquí —dijo Luciana en cuanto el policía se bajó del coche oficial.

—Coño, Luci, mi amor, qué guapa estás —respondió con familiaridad el jefe de Extranjería—. He estado de caza en Toledo unos días, y al volver a Lugo me he encontrado con unos muertos que nos han tenido ocupados mucho tiempo. A ver si nos vemos un día de estos para tomar un vino afuera. ¿Y esta quién es? ¿Una de las nuevas?

—Sí, es… Salomé. Te presento a Salomé. Colombiana. Llegó hace poco. Salomé, este es don Lorenzo…

Álex ya había aprendido a descifrar las miradas de los hombres, y los ojos de don Lorenzo resultaban muy elocuentes. No tenían ninguna necesidad de ocultar el deseo.

—Vaya, vaya… Así que estás recién llegada. ¿Has venido sola o con alguna amiga? —preguntó sin titubeos el policía.

—Gusto de conocerlo. Vine con dos amigas, colombianas también.

—Pues venga, pasa para adentro, quiero conocer a las nuevas.

Álex y Luciana obedecieron. Al entrar en el salón varias de las chicas se acercaron para besar a don Lorenzo: era evidente que se trataba de un hombre muy popular en el club. Algunas, al saludarlo, le preguntaban si sabía algo de sus papeles, si tenía alguna noticia de sus residencias, pero él, en un tono extremadamente amable y conciliador, les decía que había estado de viaje, que ya sabían que la caza le gustaba casi tanto como las mujeres, pero que todo iba bien y que él se ocuparía de ellas. Realmente daba la impresión de que aquel hombre tenía poder para solucionar todos los problemas de las extranjeras, aunque en aquel momento tenía otras prioridades.

—Dejadme conocer a las nuevas y ahora estoy con vosotras —dijo zafándose de las compañeras, y dirigiéndose a Álex insistió—: ¿No me vas a presentar a tus amigas?

Álex condujo al jefe de Extranjería hasta Paula Andrea y hasta Blanca —Dolores todavía no había regresado de la salida—, y entonces ocurrió algo extraño: en cuanto Alexandra presentó a sus amigas al policía, este les pidió que le acompañasen un momento al comedor. La colombiana miró a Luciana intentando averiguar qué pasaba, pero la veterana se limitó a asentir con la cabeza. Parecía que aquello era un protocolo habitual con las nuevas.

Las tres chicas siguieron a don Lorenzo hasta el comedor, y una vez allí, él sacó su teléfono móvil y les tomó varias fotografías de cuerpo entero, que engrosarían su álbum de putas particular. Después les pidió sus teléfonos móviles y los anotó en un pequeño cuaderno que siempre llevaba consigo.

—Estupendo —les dijo a las tres con el mismo tono paternalista—. No os preocupéis por nada. En cuanto os caduque el visado, hablad conmigo: yo puedo arreglaros los papeles. Soy el jefe de Extranjería de Lugo. Cualquier cosa que necesitéis, llamadme.

Blanca y Paula Andrea sonrieron agradecidas. Álex fue la única que sintió cómo su instinto la alertaba de que aquello no pintaba bien. El policía no dudaba, ni por un instante, de que ninguna de ellas podría pagar la deuda asumida con la organización antes de que caducase su visado, y sabía que a partir de ese momento se encontrarían en situación ilegal. Acostumbrado a aquella rutina, aquel hombre estaba sembrando para luego recoger. Y los nombres y las fotos de las tres novatas habían pasado a engrosar su fichero.

En ese momento, la entrada de don José interrumpió la reunión. El cálido abrazo entre el policía y el dueño del club delataba una estrecha amistad. O quizá algo más.

—Joder, Lorenzo, menos mal que me avisaste a tiempo. De no ser por ti, nos vuelven a cerrar el local.

—Coño, Pepe, para eso estamos. Estaba conociendo a las nuevas. ¿Qué tal se portan? ¿Hay alguna otra que yo no conozca?

—Sí, estas vinieron con otra colombianita, que te va a encantar. Una auténtica manzanita fresca. Y la alta nos llegó hace poco con otra rumana. Luego te la presento. ¿Una copa? Ya sabes que invita la casa…

Al igual que Moncho, don Lorenzo nunca pagaba en el Reinas. Ni las copas, ni los servicios. Cortesía del club. No solo las chicas le debían agradecimiento por sus gestiones; el Patrón también estaba en deuda con él: no era la primera vez que el jefe de Extranjería le advertía de cuándo se iba a producir una visita indeseable a sus dominios. Aunque su mejor servicio al Patrón era conseguir que las redadas y los controles policiales se realizasen en otros burdeles de la región. Espantar a las chicas de la competencia siempre redundaba en beneficio del Reinas.

—¿Y vosotras qué coño esperáis? —las increpó don José—, volved adentro y tratad de ganar algo de dinero, que aquí no estáis gratis. Don Lorenzo y yo tenemos que hablar de nuestras cosas…

Las tres jóvenes volvieron al salón, pero Álex no iba a permanecer allí ni cinco minutos más. La Mami la llamó desde la barra.

—Álex, prepárate. Tienes una salida. Te piden para un servicio a domicilio.