MÉXICO LINDO
AEROPUERTO INTERNACIONAL DE CIUDAD DE MÉXICO
Desde la ventanilla del avión resultaba un paisaje impresionante. Ciudad de México es una de las capitales más grandes del mundo, y su principal aeropuerto está ubicado en medio de una interminable urbe. El avión sobrevoló durante varios minutos calles, edificios y avenidas, antes de iniciar la maniobra de aterrizaje.
Ángel pudo ver el magnífico cerro Tepeyac a la izquierda, durante la aproximación al aeropuerto internacional Benito Juárez, uno de los más transitados de América Latina. Su destino ya estaba cerca.
Por enésima vez giró la cabeza hacia atrás. Ni durante el embarque en el aeropuerto de El Prat de Llobregat, ni durante la breve escala en Madrid, ni tampoco durante todas las horas de vuelo transoceánico había conseguido adivinar quién era el hombre de Bill que tenía la misión de vigilarle.
Solo podía hacer conjeturas, y entre todo el pasaje del vuelo se había inclinado por tres posibles candidatos. El tipo de la cabeza rapada sentado dos filas más atrás, que parecía no quitarle ojo; el joven de la trenza que se había tropezado con él, de forma supuestamente casual en el mostrador de embarque de El Prat; y el cachas tatuado de la última fila, que perfectamente podía pertenecer a cualquier motoclub. Pero todo eran puras especulaciones. No había forma de adivinar quién era el encargado de vigilar sus movimientos en el viaje. «De hecho —pensó—, tal vez es un farol. Puede que nadie me esté vigilando y Bill haya querido asegurarse de que no voy a hacer ninguna tontería con su dinero, creándome esta maldita paranoia». Pero tampoco importaba. El motorista no tenía la intención de traicionar a Bill. Sobre todo porque, para él, Bill no era un fin, sino un medio para alcanzar un objetivo mayor. En el mundo de los 1% solo se puede prosperar a fuerza de confianza, respeto y paso a paso.
Ángel había sopesado mucho los riesgos a la hora de aceptar aquel encargo. Al fin y al cabo, solamente estaba transportando dinero. Si se hubiese tratado de algún tipo de sustancia ilegal, habría tenido que buscar una excusa convincente para declinar la oferta, pero aquel trabajo era la oportunidad que llevaba esperando mucho tiempo. Su pasaporte hacia los pesos pesados del narco. Algo mucho más ambicioso que los trapicheos a pequeña escala que pudiesen controlar un puñado de integrantes de algunos motoclubs, que manchaban el buen nombre de la hermandad.
—Señoras y señores, por favor, hagan uso de los cinturones de seguridad. Pongan el respaldo de su asiento en posición vertical y recojan sus mesas plegables.
La voz de la azafata de vuelo, a través de la megafonía, le hizo volver a la realidad. El avión estaba a punto de aterrizar. Así descubriría, por fin, si la advertencia de Bill era un farol, o si de verdad otros ojos habían estado pendientes de su espalda durante todo el trayecto. Y por fin podría quitarse de encima aquella molesta armadura de dólares.
El viaje había resultado terriblemente incómodo. Incluso algo tan sencillo como ir hasta el cuarto de baño a orinar se había convertido en una tarea engorrosa e irritante. A pesar de la pericia con la que habían sujetado los fajos de billetes en torno a su pecho y abdomen, con el paso de las horas y el sudor, las cintas adhesivas se habían aflojado un poco, y la primera fila de fardos se había desplazado hacia su pelvis. En el aseo tuvo que repasar las sujeciones y utilizar el cinturón de sus bermudas para afianzar la estabilidad de aquel armazón de papel para prepararse para tomar tierra.
El aeropuerto internacional Benito Juárez era inmenso, pero Ángel jugaba con ventaja. No había facturado ninguna maleta, así que no tendría que esperar junto a las cintas transportadoras de las salas de llegadas para recoger su equipaje, e intuía que su vigilante, de existir, tampoco. Sin embargo, en cuanto siguió al resto del pasaje a través de aquellos laberínticos pasillos hasta la sala de llegadas, descubrió que sus tres principales sospechosos se encontraban esperando pacientemente, como casi la totalidad de los viajeros, la salida de sus maletas. Y para colmo dos de ellos viajaban acompañados. El tercero, el muchacho de la trenza, reía sonoramente y hablaba a voz en grito, con marcado acento mexicano, por su teléfono móvil. Un comportamiento muy poco discreto si lo que pretendía el supuesto vigilante era seguirle sin llamar la atención.
Por última vez, Ángel volvió a recorrer con la mirada a los trescientos o quizá cuatrocientos pasajeros de aquel vuelo, intentando descubrir algún rasgo sospechoso, algún detalle que pudiese delatar a su niñera. Pero todo era inútil. Ninguno de aquellos tipos, la mayoría de los cuales viajaba con su pareja o en grupo, tenía aspecto de ser uno de los hombres de Bill el Largo. Así que, encogiéndose de hombros, siguió caminando hacia la salida.
Ahora llegaba lo peor. Los controles de pasaportes en el aeropuerto mexicano disponían de un sistema aleatorio que decide qué pasajeros deben ser revisados con más atención antes de entrar legalmente en el país. En ese caso, de nada sirve que tu aspecto sea el de un inofensivo turista, o el del ciudadano más respetable. Es el azar, a través de una lucecita que se enciende de forma aleatoria cada cierto número de pasajeros, el que decide quién debe ser sometido a un registro más meticuloso. Así que tenía que idear alguna argucia.
Ángel colocó su bolsa de viaje sobre un carrito y simuló buscar algo en su interior. Necesitaba unos minutos para observar el funcionamiento del sistema que señalaba a qué pasajeros registrar. Intentó calcular sus probabilidades, pero aquellas luces verdes y rojas se encendían sin ningún patrón aparente, así que decidió confiar en la estadística. Buscó un grupo numeroso que viajase junto. Cuantos más viajeros, más posibilidades de que le tocase a alguno de ellos el premio.
Finalmente escogió colocarse detrás de una familia compuesta por varios niños, sus padres y unos abuelos gruñones que no dejaban de regañar a los más pequeños. Bingo. Al pasar una de las niñas mayores, la luz maldita se encendió, señalándola como la afortunada para un nuevo control policial.
Ángel tragó saliva cuando le tocó turno y se secó la frente con un pañuelo. Al nerviosismo que implicaba ser descubierto y detenido allí mismo, se sumaba el asfixiante calor que implicaba aquel forro de billetes alrededor de su cuerpo. La transpiración era imposible, y no había dejado de gotear en todo el viaje. Ahora tenía que poner su mejor sonrisa, agarrarse los machos y confiar en que los policías mexicanos atribuyesen su transpiración a la falta de costumbre de los turistas europeos al bochornoso clima azteca. Y no a todo lo que tenía que ocultar.
Colocó su pequeña bolsa de viaje en el mostrador y clavó los ojos en el indicador luminoso, mientras una gota de sudor se desplazaba desde su frente hacia sus mejillas. Estadísticamente, después de una luz roja era menos probable que volviese a tocarle a él, pero resultaba imposible predecirlo… Unos interminables segundos de espera… Verde. Puede pasar.
Al otro lado de la puerta acristalada, una masa humana que esperaba a amigos, colegas o familiares. Nadie conocido. Bill le había asegurado que no debía preocuparse, porque alguien le estaría esperando en el Benito Juárez, pero aquel galimatías de gente riendo, gritando, haciendo señas o besando y abrazando a alguno de los recién llegados resultaba caótico. Intentó quedarse parado en la puerta, esperando a que alguien de la organización hiciese contacto, pero detrás llegaban cientos de viajeros ansiosos abriéndose paso. Así que tuvo que desplazarse unos metros y colocarse junto a uno de los mostradores. Decidió telefonear a Bill en busca de instrucciones. En aquel caos, y suponiendo que hubiese alguien esperándole, iba a ser muy difícil el encuentro.
Ni siquiera le dio tiempo a teclear el número completo. De pronto sintió un aliento en la nuca, casi rozándole el lóbulo de la oreja. Y una voz que le susurraba muy bajito, casi al oído y en perfecto castellano…
—Ángel, Bill te dijo que nada de llamadas telefónicas hasta que hicieras la entrega. Sígueme.
Por un instante, Ángel se quedó paralizado. Absolutamente desarmado. No solo por el susto. Por lo imprevisto de aquella voz susurrando a su oído. Sino porque aquella voz era femenina. La propietaria de la misma era una mujer de larga melena castaña, que le llegaba casi hasta la cintura, pese a estar recogida en una coleta. Alta y atlética. Su camiseta de tirantes dejaba al descubierto unos brazos musculados y un llamativo tatuaje. Al igual que sus piernas. Una falda hasta la altura de las rodillas permitía admirar unos gemelos torneados y fuertes que asomaban por encima de unas sandalias de cuero.
El perplejo viajero solo pudo seguir, obediente, aquellas caderas que se contoneaban con resolución, atravesando la sala de llegadas del aeropuerto Benito Juárez. Y maldijo su incompetencia. Parecía mentira que después de tanto tiempo en el oficio, todavía cometiese errores tan básicos. Había presupuesto que «el hombre de Bill» era un varón. Durante todo el vuelo, en efecto, sus espaldas habían estado cubiertas, atentamente vigiladas, pero no por los ojos de un hombre. Tenía que reconocer que en el fondo Bill era un puto genio. Nunca habría sospechado que era una chica quien lo controlaba.
Mientras seguía a la mujer hacia el aparcamiento, intentaba adivinar quién sería aquella misteriosa desconocida. Cuál sería su función en la organización y cuál su relación con el Largo. Por el momento solo podía deducir que era española. Que sus tatoos sugerían una relación directa con algún MC. Y que no era la primera vez que estaba en aquel aeropuerto. Por su forma de caminar, resuelta, sin titubeos, aquella tía sabía lo que se hacía.
Siempre tras sus pasos, Ángel cruzó el aparcamiento hasta llegar a un enorme Hummer H2 aparcado en medio de dos plazas. Dos tipos con pinta de mariachis cabreados esperaban en el interior del vehículo, y solo sonrieron al ver aparecer a la mujer.
—Qué onda, doña, ¿cómo le fue? Ya se la echaba de menos por acá.
—De padres, Afanador. Todo oka. Este es Ángel. Tiren para casa, que tengo hambre.
—Claro, pero antes tenemos que hacer una paradita…
Ángel tendió la mano hacia la ventanilla del todoterreno con la intención de estrechar la de los mexicanos en señal de saludo, pero los mexicanos no mostraron ningún interés por responder al gesto, así que se limitó a seguir a la mujer al interior del enorme vehículo, y ambos se sentaron en la parte de atrás.
Al entrar en el coche, y acomodarse justo detrás del copiloto, Ángel pisó algo duro en el suelo. Levantó los pies y descubrió que por debajo del asiento asomaba el cañón de un subfusil de asalto, y un montón de cargadores. La mujer se percató del sobresalto.
—Tranquilo, aquí es normal —dijo la desconocida—. Estás entrando en un mundo nuevo.
Por fin Ángel pudo contemplar su rostro. La misteriosa mujer poseía una mirada penetrante. Astuta. Tras aquellos ojos castaños, se intuía un cerebro tan musculado como sus tríceps y deltoides. Obviamente, era atractiva, aunque había algo siniestro en su expresión. Difícil calcular su edad. Quizá treinta, tal vez treinta y cinco… o puede que menos. Era evidente que aquella mujer se machacaba en el gimnasio. Fitness, probablemente. Había algo que le resultaba familiar en ella.
Black Angel no pudo evitar que le recordase mucho a Cristina, ahora Kristhin. Ángel la había conocido durante sus primeros trabajos como stripper en despedidas de soltero, antes de que se convirtiera en icono fetiche de motoclubs tan influyentes como Pawnees MC, y en portada de publicaciones especializadas como Xtreme Bikes o Maxi Moto Tuning. Todavía conservaba su primera portada en la revista Primera Línea, cariñosamente autografiada. Destacada competidora de fitness, hoy día era una de las stripper más cotizadas de la Ciudad Condal y una de las musas del mundo custom barcelonés. Y aquella misteriosa mujer del aeropuerto de D. F. se le parecía mucho.
—No tendrás una hermana o una prima llamada Kristhin… En Barcelona.
—No —respondió la enigmática mujer, sonriendo por primera vez. Obviamente, sabía a quién se refería.
—Pero nos conocemos de algo, ¿verdad?
—Sí. Nos hemos visto en alguna fiesta de los Hell’s Angels y en alguna Tattoo Convention. Y coincidimos una vez en el Comité.
El mundo de los tatuadores, como el de las carreras clandestinas, está estrechamente vinculado con los clubs de moteros. Son muchos los mandos de los MC más veteranos y respetados —como Hell’s Angels, Pawnees, Templarios, Diablos, etcétera— que se dedican al negocio de los tatuajes. Y en toda Tattoo Convention nacional o internacional, resulta imposible no encontrarse incluso con los presidentes de los capítulos más temidos y respetados. Ambos lo sabían.
—Vaya, perdóname. No te había reconocido. ¿Tu chico está en algún MC?
—No seas antiguo. Yo estaba en Brujas. No éramos propiedad de ningún MC.
Ángel encajó el reproche avergonzado: había vuelto a dejarse llevar por los prejuicios. Durante décadas, el mundo de los MC fue profundamente machista y las mujeres solo tenían cabida en un Club House como acompañantes, pero las cosas habían cambiado mucho. Antes de la aparición de Brujas MC —el primer motoclub femenino que lució parche de tres piezas en España—, existían algunos motogroups o gangs femeninos que lucían colores, pero que estaban obligados a llevar un parche, «property of», que las identificaba como «propiedad» de Jaguars, Hell’s Angels, Bandidos o cualquier otro club. Al menos hasta que Brujas MC, las rebeldes moteras de Barcelona, consiguieron presencia en el Comité, no como MC de pleno derecho, sino como un gang más. Ellos creían que las mujeres no podían defender los colores de un MC, pero el logro de Brujas fue meritorio. Se hicieron respetar hasta su disolución. Después llegarían las HDC Girls, las Ladies of Harley Spain, Atenea, Amazonas, Damas del Asfalto o las Lady Rider Asturias, estas últimas apadrinadas por Forajidos MC. Las chicas ya no se contentaban con ir de paquete en una Harley. Querían tener el control del manillar.
—¿Y tienes nombre, Bruja?
La misteriosa mujer sonrió, se colocó unas grandes gafas de sol D&G y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento para echarse a dormir. No respondió. El Hummer se puso en camino rumbo a un destino incierto, y Ángel se resignó a dejarse llevar. No podía hacer otra cosa.
Salieron de D. F. por el sur. Y aunque intentó memorizar las calles que transitaban, el galimatías del tráfico mexicano convirtió su empeño en una tarea imposible. Ante él desfilaban nombres de calles y avenidas que el Hummer iba dejando atrás, y cuya ubicación le era totalmente desconocida. Pudo ver que el coche giraba a la derecha en la avenida Hangares de Aviación, y más tarde de nuevo a la derecha en un lugar llamado Economía. También pudo leer un cártel indicativo de río Churubusco, y después de General Ignacio Zaragoza, pero en cuanto el Hummer desembocó en la autopista 150-D, y México Distrito Federal empezó a quedar atrás, abandonó todo empeño por memorizar la ruta.
Estaba seguro de que la banda a la que iba destinado el envío de Bill el Largo operaría desde el norte o el oeste del país, más cerca de la frontera con Estados Unidos. Tal vez Coahuila, Nuevo León, Chihuahua o quizá Sonora. Aunque Bill no había hecho absolutamente ningún comentario que pudiese suponer una pista sobre su destino, suponía que el receptor de aquel envío sería alguno de los cárteles que operaban cerca de la frontera norteamericana: la Federación de Sinaloa, el Cártel del Golfo, el Cártel de Juárez o incluso los Beltrán Leyva del oeste o los Zetas del norte. Aunque quizá Bill simplemente trabajaría con alguno de los cientos de organizaciones satélite que colaboran con los siete grandes cárteles mexicanos.
Ángel había leído mucho sobre la situación del narco en México antes de iniciar el viaje, le iba la vida en ello, pero no podía predecir los acontecimientos, y más ahora que el coche en el que se encontraba viajaba sin lugar a dudas hacia el sureste del país. ¿Se trataría del Cártel de Acapulco? ¿Los Templarios o la Familia Michoacana? ¿El Cártel de Oaxaca…?
Fue al adentrarse en el poblado tráfico de la autopista estatal cuando uno de los tipos, el copiloto, sacó un cuchillo enorme, se volvió hacia atrás y levantó la camiseta de Ángel sin mediar palabra. Por un instante el motero temió que fuesen a sacarle las tripas allí mismo.
A partir de entonces, puro instinto de supervivencia. Ágiles cálculos mentales más intuitivos que racionales. El coche circulaba a unos 90 kilómetros por hora: el impacto sería fuerte, pero no necesariamente mortal. Si trataba de desarmar al tipo del cuchillo, debería moverse rápido para evitar la reacción del conductor. Lo mejor sería obligarle a girar el volante con un golpe brusco hacia la derecha, y estrellar el coche contra el arcén. Pero al mismo tiempo debería proteger a su acompañante para que no resultase herida. La muy… no se había puesto el cinturón de seguridad.
Todos aquellos pensamientos desfilaron por la mente de Black Angel en una fracción de segundo. Y cuando ya se disponía a disparar su puño contra la cara del tipo del cuchillo, se dio cuenta de que la intención del desconocido era muy distinta a la que temía. Falsa alarma. Solo había llegado el momento de entregar el dinero.
—Ándele. No se me achicopale. Relájeseme nomás. No quiero hacerle daño. Tenemos un rato largo de camino —dijo el mexicano mientras comenzaba a manejar el cuchillo con la pericia del que ha repetido innumerables veces la misma maniobra. Y los fajos de billetes empezaron a desprenderse, uno a uno, del cuerpo del español y a caer en una bolsa de cuero que el copiloto tenía preparada para la recogida.
Ángel respiró aliviado y se dejó hacer. Los nervios habían estado a punto de jugarle una mala pasada. El cansancio acumulado, la tensión contenida y el miedo no son una buena combinación, y menos en una situación como aquella.
Cuando el último paquete de dinero abandonó su cuerpo, se bajó la camiseta y volvió a abrocharse la camisa. El mexicano recogió todos los fardos en la bolsa, y el Hummer continuó haciendo kilómetros hacia el este.
Casi dos horas y tres peajes de autopista después de haber abandonado D. F., dejaron atrás Puebla y después Córdoba. Una hora más tarde, e interminables peajes más, comenzaron el descenso al Valle, y a unos cuatro kilómetros de Orizaba, en un pequeño restaurante de nombre García, pararon a comprar agua y mangos para seguir inmediatamente viaje. Atrás quedaron Yanga y Cuitláhuac, y después Carrillo Puerto y La Tinaja.
La mujer misteriosa continuaba cabeceando en el asiento trasero mientras Ángel prestaba atención a cada indicador de la autopista. En el mp3 del Hummer sonaba un narcocorrido. Los Tucanes de Tijuana ponían letra y música a las andanzas de Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, más conocido como el Chapo Guzmán, señor absoluto de la Alianza de Sangre, el Cártel de Sinaloa. El de Sinaloa es uno de los siete cárteles de la droga más importantes del país, que controlando diecisiete estados mexicanos se ocupa de procesar y comercializar en todo el continente la cocaína colombiana, la marihuana mexicana y la heroína asiática.
En Guatemala, señores, cobraron la recompensa
allá agarraron al Chapo las leyes guatemaltecas
un traficante famoso, que todo el mundo comenta…
En sus narcocorridos, los Tucanes de Tijuana —como el Tigrillo Palma, los Canelos de Durango o La Última Sombra entre otros— recogen la auténtica historia del narcotráfico mexicano, convertida en canción, de la misma forma en que el turbo-folk serbio homenajea a los criminales balcánicos.
El Chapo tenía conectas con los narcos colombianos
y traficaba la droga de Sudamérica en grano
al norte del continente, donde tenían el mercado…
Atravesando el río Papaloapan, los Tucanes de Tijuana continuaban alabando las andanzas del mítico narco desde los altavoces estereofónicos del Hummer.
Enormes importaciones detectaron de heroína
que venía desde Tailandia, lista pa’ distribuirla
en los países de Europa y de América Latina…
Ángel se sentía fascinado por esa dimensión social del narcotráfico mexicano, que convertía en héroes, casi en mitos, a sanguinarios y despiadados asesinos, capaces de las atrocidades más inimaginables por mantener sus imperios sustentados en la droga. Ni siquiera podía sospechar lo cerca que estaba de ver, con sus propios ojos, alguna de esas atrocidades.
El Chapo, con su poder, a grandes jefes compró,
por eso en todo el país, la ley nunca le encontró.
Su gente sigue operando, así lo ordena el señor…
Cada poco tiempo el Hummer tenía que detenerse en un nuevo peaje de la autopista. 16 pesos, 69 pesos, 123 pesos… Resultaba sorprendente, a ojos de un europeo, comprobar el coste que implicaba circular por aquellas carreteras, aunque era obvio que el dinero no resultaba un problema para sus acompañantes. Rolex en las muñecas, dedos gruesos y fuertes cubiertos de anillos de oro. Cadenas y pulseras del mismo material. Aquellos tipos llevaban encima una auténtica fortuna.
Finalmente, media hora después de pasar el río llegaron a su primer destino: Catemaco, en el estado de Veracruz. La ciudad de los hechiceros. La Bruja podía sentirse como en casa.
Como si lo hubiese intuido, o como si realmente solo se hubiese estado haciendo la dormida durante todo el viaje, vigilándole a través de los cristales tintados de sus gafas, al entrar en la avenida Venustiano Carranza la motera se incorporó en el asiento.
—Tengo hambre, Afanador. ¿Llegamos a tiempo para comer?
—Claro que sí, señora, no se apure —respondió el tipo que unas horas antes le había arrancado a Ángel los fajos de billetes del cuerpo—. El señor Rómulo está en la Caverna del Encanto, los verá más tarde.
—¿Quién es el señor Rómulo? —preguntó el ángel negro impaciente—. Todavía no sé para quién coño estamos trabajando.
—Me temo que hay muchas cosas que no sabes —respondió ella.
—Por ejemplo, cómo te llamas. Supongo que tendrás un nombre.
—Sí, claro.
Y ahí concluyó la conversación. La mujer misteriosa giró la cara hacia la izquierda y se limitó a contemplar las avenidas de Catamaco, que desfilaban ante la ventanilla del coche. Vida en las calles. Casas bajas, llenas de colorido. Los taxis, rojos y blancos, parecían lucir los colores de los 81.
Al llegar al cruce de la calle María Boettiger, Carranza se convierte en dirección única y es obligatorio girar a la derecha, calle abajo hacia el Malecón. Al alcanzar la costa, Ángel, totalmente desorientado, creyó que se encontraban ya en el golfo de México, pero estaba equivocado: solo se trataba de la laguna Catemaco, con una superficie de 73 kilómetros cuadrados. Si hubiese querido ubicar su posición en el mapa, erraría por muchos kilómetros. En realidad, ni siquiera sabía dónde estaba.
El Hummer se detuvo ante un restaurante, a la orilla de lo que Ángel creía el Caribe, y el tal Afanador los invitó a bajar y a seguirle al interior del local. Al poner un pie en tierra, dejando atrás el aire acondicionado del Hummer, Ángel sintió el golpe de calor. En realidad, aún no había tenido oportunidad de sentir en la piel el evidente cambio de temperatura con respecto a España.
El restaurante, austero pero acogedor, era un edificio de dos plantas pintado totalmente de blanco, estratégicamente situado al borde de la costa. Allí la mujer saludó efusivamente a la dueña. Resultaba obvio que no era la primera vez que visitaba aquel local.
—¡Ay, doña Ana, qué gusto de verla! —exclamó la mesera revelando por fin el nombre de la motera.
—Mariana, cuántas veces tengo que decirte que no me llames «doña». Solo Ana, por favor.
—Ay, señora, me da pena llamarla de tú. Déjeme. Qué linda la veo, pero qué flaca. ¿Allá en España no le dan de comer?
—Por eso vengo aquí, Mariana, para que me cuides como tú sabes. Estamos hambrientos del viaje. Estos pendejos solo nos han dado unos mangos y un poco de agua.
—Siéntense, por favor, ahora le preparo un guiso bien sabroso como a usted le gusta. ¿Y este quién es? ¿Su novio?
—No, no. Es un amigo. Se llama Ángel.
Ángel saludó a la mesera, que inmediatamente lo radiografió de arriba abajo con la mirada, muy seria. Parecía que no le había dado su aprobación.
—Está tan flaco como usted. Yo no sé por qué no les dan de comer en España. Siéntense, siéntense…
Ana y Ángel se acomodaron en una mesa de la terraza, a orillas de la laguna. A lo lejos se avistaba una de las islas que albergaba en su interior el tercer lago más grande del país. Aunque no pronunció palabra, Ángel interrogó a su compañera con la mirada, interesándose por la isla. La mujer misteriosa captó el mensaje.
—No sé cómo se llama. Aquí todos la conocen como la Isla de los Monos. La Universidad de Veracruz trajo desde Tailandia un montón de monos araña aulladores y ahora es una de las atracciones turísticas de la región. No sé cuántos quedarán, porque al emparejarse entre ellos han nacido muchas crías con malformaciones, pero algunos brujos los utilizan para sus rituales. Aquí los brujos pueden hacer cualquier cosa que te puedas imaginar.
—Créeme, tengo mucha imaginación…, pero no creo en las brujas.
—Pues esta ciudad es conocida en todo el mundo por ellas. Y si el señor Rómulo nos ha citado aquí, es porque habrá venido a que le hagan alguna limpia o un registro. O quizá a pedir la ayuda de la Dama Blanca para algún envío de mercancía. Está obsesionado con eso de la brujería. Esta gente es muy supersticiosa.
—Tiene gracia que eso lo diga una Brujas MC…
—Tiene gracia que eso lo diga un ángel negro…
Ambos sonrieron la ocurrencia. La tensión inicial entre ellos parecía empezar a relajarse. Pronto fueron interrumpidos por Mariana, que regresaba con dos platos humeantes.
—Órale, coman, coman, ¿qué quieren beber?
—Cerveza.
—Para mí sin alcohol, por favor —dijo Ángel.
—¿Cerveza sin alcohol? —respondió la mesera sorprendida—. ¿Qué pendejada es esa? ¿Cómo va a ser la cerveza sin alcohol? ¿Querrá también después un whisky sin alcohol?
—Déjelo. Deme un poco de agua, o un refresco, con eso estará bien.
La mujer se alejó murmurando algo sobre la maricada que le había pedido el pendejo español, y Ana sonreía mientras comenzaba a atacar el guiso, hambrienta. Ángel la imitó. Acababa de darse cuenta de que las casi seis horas de viaje desde D. F. le habían abierto el apetito. Los mangos tampoco habían sido suficiente tentempié.
—Mmmm… Está buenísimo. Sabe como…, parece tocino. Me pasa como a las embarazadas, me sienta fatal…
—No te preocupes. Es mono —dijo Ana sonriendo pícaramente—. Aquí es un plato típico.
—Solo nos falta un poco de pan tumaca y sería perfecto, ¿verdad?
Pero ella no respondió, siguió saboreando el guiso de Mariana. Parecía que lo había echado de menos. Desde su última visita a Catemaco, habían cambiado mucho las cosas…