CARNE
CLUB REINAS, LUGO
Nadie podría acusar a Luciana, la brasileña, de ser una hipócrita. Metro cincuenta y cinco, unos sesenta kilos, rubia de bote, Álex calculó que ya había cumplido los treinta y cinco. Una cicatriz de cesárea bajo su ombligo sugería que había sido madre.
En ningún momento intentó parecer cordial o amable con las recién llegadas. Era evidente que ni Álex, ni Dolores, ni Paula Andrea eran merecedoras de su simpatía. Ni tampoco de lo contrario. Simplemente eran tres chicas más que estaban de paso por el Reinas. Pedazos de carne. Como muchas otras antes y después de ellas. Y ahora iban a hacinarle la habitación, que llevaba unos días disfrutando ella sola.
—Esta es mi cama —dijo señalando la más cercana a la ventana, en un perfecto español que denotaba el tiempo que la brasileña llevaba en el país—, las otras os las repartís como os salga del coño. Aquí no se folla. Para trabajar están los cuartos de abajo. Cobramos a 45 euros el servicio de media hora, y 80 la hora. Se paga 12 euros al día por la casa, y 10 por cada uno de los tres primeros pases. A partir del tercero, todo para nosotras. Si os sale algún servicio en hotel o domicilio, son 250 euros, 75 para el Patrón. Abrimos de lunes a sábado de seis menos cuarto de la tarde a cinco de la madrugada, y los viernes y sábados hasta las seis, o hasta cuando decida el jefe. El domingo el club cierra. Es nuestro día libre, pero si queréis trabajar los domingos podéis ir al Calima, el otro club del Patrón. El resto de los días, si a las seis menos cuarto no estáis en el salón, tendréis una multa de entre 20 y 60 euros según el retraso. En el club tenéis que sacarles copas a los clientes. O sea, que os inviten a tomar algo. La copa cuesta 33 euros. El club se queda 3 y nosotras los 30 restantes. No encontraréis ningún otro club que sea tan generoso en las copas, pero si les sacáis un benjamín de champán, siempre es mejor que si os invitan a una cerveza. ¿Me seguís?
—Sí, señora —asintió Paula Andrea, mientras Álex observaba en silencio.
—Y lo más importante de todo —dijo la tal Luciana mientras abría un cajón de su mesilla de noche para extraer un pequeño bote blanco—. Este es vuestro mejor amigo aquí. Os recomiendo que os hagáis con él lo antes posible y que siempre lo tengáis a mano. Es lubricante vaginal. Algunos clientes son muy brutos y tienen una polla enorme. Si sois unas cerdas y os lubricáis solas, mejor para vosotras. Pero os aseguro que con la mayoría no os va a bastar con un poco de saliva. Si no queréis que os desgarren el coño, haceos con esto y procurad que no os falte nunca. En la recepción os pueden vender un bote para empezar a trabajar. ¿Me habéis entendido? No voy a repetirlo.
Paula Andrea y Dolores estaban aterrorizadas. Aquel discurso directo, demoledor, despiadado, las había enfrentado de una forma feroz y desgarradora con la brutal realidad que las aguardaba en su nuevo hogar. Solo Alexandra, que no tenía intención de sufrir aquellas humillaciones, se atrevió a responder.
—Disculpe, señora —interrumpió armándose de valor—. Creo que hay un error. Don Jordi nos dijo que la empresa se ocupaba de nuestro alojamiento en España. En el aeropuerto nos quitaron el dinero que nos había dado para el viaje, no tenemos un peso. ¿Cómo vamos a pagar por la comida, o la cama o el lubricante?
—Más te vale espabilar, nena. Aquí nadie te va a dar nada gratis. Ya podéis poneros monas esta noche y empezar a ganar dinero o lo vais a pasar muy mal aquí dentro. —Y levantándose, Luciana se acercó a Álex, hasta casi pegar su nariz contra la de la colombiana, mientras la señalaba con el dedo índice—. Y mucho cuidadito con levantarme a mí algún cliente, o te rompo las piernas. ¿Me oís? Eso va para las tres.
—No se enoje, Luciana, por favor. Nosotras no queremos quitarle nada. Solo queremos ganar plata y pagar pronto la deuda al Patrón.
—¿Pronto? —La brasileña dibujó una mueca en el rostro, que parecía una sonrisa siniestra—. Yo llevo más de un año aquí y todavía estoy pagando deuda. Poneos cómodas, queridas, vais a pasar mucho tiempo en el Reinas.
—Pero no es posible. Nos dijeron que acá se gana mucha plata muy deprisa… —interrumpió Paula Andrea, que comenzaba a temer que el viaje a España no era una idea tan brillante como aparentaba.
—Mira, guapita, al Patrón le tenéis que devolver los 3000 euros. Cuanto más trabajéis, antes pagaréis. Suponiendo que os hicieseis tres o cuatro pases al día, todos los días, podríais pagar en un par de meses, pero eso suponiendo que no comáis, no durmáis y no os vistáis. Y por supuesto, que no os caiga ninguna multa por que un cliente se queje, que lleguéis tarde al club, que manchéis las sábanas, que rompáis algo, o que enfadéis a la Mami, al encargado o al jefe. En cuanto empecéis a restar el alojamiento, la comida y las multas, ya os daréis cuenta de cuánto cuesta pagar la deuda. Así que os lo vuelvo a repetir, como me jodáis a mí o me quitéis algún cliente, os mato. Vais a tener que tragar muchos kilómetros de polla para empezar a ganar dinero.
Aquella fue la primera vez que Álex y su prima sintieron aquella sensación de vértigo. Como si de pronto el suelo desapareciese bajo sus pies y cayesen a un pozo profundo, oscuro y frío, sin posibilidad de agarrarse a nada ni nadie. Definitivamente, la oferta de don Jordi no era tan buena como les había parecido en Bogotá.
Entonces se dieron cuenta de que, en una esquina del cuarto, la pequeña Dolores, que seguía abrazada a su vieja maleta de nogal, había roto a llorar en silencio. Sin llamar la atención. Como si quisiese aferrarse a su destartalada maleta para no caer también por aquel pozo oscuro y profundo.
Álex hizo ademán de acercarse a ella para abrazarla y consolarla, pero en ese momento se abrió la puerta del cuarto y apareció un hombre robusto y apuesto, que lucía una sonrisa de oreja a oreja. Era don José, el patrón del Reinas. Fuerte, moreno, de manos grandes y rudas, don José tenía una expresión fiera en la mirada. Una gruesa cadena de oro al cuello, de la que colgaba un brillante medallón que contrastaba con su piel morena, le confería un aspecto de chulo de películas americanas de serie B. De baja estatura, algunos se referían a él despectivamente como «el Enano», aunque nadie se atrevería jamás a decírselo a la cara. Su presencia imponía un profundo temor tanto a las chicas como a los clientes del club.
El Patrón había nacido en noviembre de 1970 en Arzúa, un municipio colindante entre las provincias de A Coruña y Pontevedra, conocido por su leche y su vacuno y por ser una de las últimas etapas del Camino de Santiago, justo donde confluyen el Camino francés y el del Norte. Pero don José no tenía vocación de vaquero ni de peregrino. Su vocación eran las mujeres.
Veterano en el oficio de la prostitución, además del Reinas era propietario del Calima, un club menos ambicioso y con menor número de chicas, situado a la vera de la carretera nacional VI, a pocos kilómetros de Lugo. Reinas y Calima solo eran el comienzo. El Patrón tenía grandes planes, y en esos momentos estaba buscando otros clubs que adquirir en Pontevedra y A Coruña: su objetivo era crear un pequeño imperio del sexo en el noroeste de España.
Lejos quedaban aquellos años en que comenzó a trabajar de camarero en el bar Marta, de Melide. O sus primeros empleos, también como camarero, en burdeles como el Oasis de Pontevedra o el Escorpión de Lugo —ahora rebautizado Erotic tras su ingreso en la respetable asociación española de locales de alterne—. Con el paso de los años, de camarero ascendió a recepcionista, y después a encargado. Adquiriendo experiencia, haciendo contactos y alimentando su conocimiento de la noche, hasta sentirse preparado para dar el salto y montar su propio burdel. Mientras trabajaba como encargado del Escorpión, y de forma casi clandestina, ultimaba la inauguración de su primer club propio, el Reinas. Un ambicioso proyecto llamado a convertirse en el lupanar más importante e influyente de Galicia, punto de encuentro de políticos, empresarios, policías y todo personaje relevante que necesitase aliviar sus tensiones con las mujeres más atractivas de la región.
El Enano tenía fama de tipo peligroso. Años atrás, y mientras todavía se limitaba a trabajar tras la barra de burdeles ajenos, protagonizó su enésima pelea. Ocurrió en el club Palacio. Un antiguo caserón histórico, transformado en prostíbulo. Aquella noche de octubre de 2000, el Enano fue más allá de unos simples puñetazos, y le sacó las tripas a un tipo llamado Neno a navajazos. Tuvo suerte, Neno era un tipo duro de pelar y sobrevivió a la paliza, aunque con secuelas de por vida. Sin embargo, llegado el día del juicio, el Patrón había sobornado generosamente al agredido para que se cambiase su declaración, y como en tantas otras ocasiones, consiguió burlar la prisión con una sentencia ridícula por lo que otros letrados habrían considerado un homicidio en grado de tentativa. Era evidente que el Patrón tenía buenos amigos en el Ministerio de Justicia, y mucho dinero. Aquel apuñalamiento terminó de forjar la leyenda siniestra que le rodeó toda su vida, siempre, desde su más tierna infancia. Y es que, siendo solo un niño, su padre asesinó a su madre y cumplió condena por ello. De hecho, el padre del Patrón había salido de prisión poco tiempo antes y a pesar de lo ocurrido, don José no había podido negarle un techo y un plato de comida; desde entonces vivía con el Patrón, su esposa Vivi y su pequeña hija Aitana. Al menos hasta que el Enano echó a Vivi de casa a patadas, después de obligarla a firmar la renuncia a la custodia de la niña, y como propietaria legal de la mayoría de sus empresas.
En ese mismo momento, el Patrón se encontraba en situación de libertad condicional, a la espera de juicio. El palacio señorial de A Fervedoira, reconvertido en burdel y regentado por don José, había dado nombre a una macrooperación policial en 2002, en la que habían sido detenidos algunos de los más importantes empresarios de alterne gallegos —como Isolino Choren, alias el Pelao; Manuel Rodríguez, alias el Increíble; Manuel Antonio López, alias el Gato; o Manuel Manteiga, alias el Melenas, todos ellos adinerados proxenetas legales, enriquecidos gracias al negocio del sexo—. El Patrón cayó también en aquella y de todos los detenidos, era considerado el más peligroso.
De hecho, el Patrón tenía una larga lista de antecedentes policiales por violencia y agresión, incluyendo una denuncia por malos tratos de su exesposa, Vivi, la madre de su única hija reconocida: su adorada Aitana. Varias chicas del Reinas —como antes de El Escorpión o de El Palacio— aseguraban haber sido golpeadas, vejadas y aun encañonadas por el Patrón con alguna de sus armas de fuego, o con alguna de las katanas, espadas y cuchillos que coleccionaba. Y todas temían profundamente sus accesos de ira incontenible. Existían incluso todo tipo de rumores sobre la muerte de una chica en Barcelona, en la que habría estado involucrado, aunque nunca pudo demostrarse nada. «Cuentos de putas», decía para restar veracidad a los rumores, aun cuando rumores como aquel aumentasen su prestigio entre los proxenetas y el temor que infundía a sus fulanas. Todo esto no tardaría en llegar a oídos de Álex y de su prima Paula.
—Vaya, vaya, vaya, así que vosotras sois las colombianitas. Bienvenidas a mi casa. Seguro que nos vamos a llevar muy bien. Luci ya os ha explicado cómo funciona esto, ¿verdad? Estupendo. Aquí somos como una gran familia.
Al ver a la pequeña Dolores todavía abrazada a su maleta, intentando contener los sollozos sin conseguirlo, se acercó hacia ella con aire condescendiente.
—Vamos, preciosa, ¿y a ti qué te pasa? ¿Te ha dicho Luciana algo malo? ¡Luci, joder, qué coño le has dicho a esta preciosidad! ¡Me voy a cagar en todos tus muertos!
—No le he dicho nada, Patrón, solo le he explicado cómo funciona el club, nada más.
Él agarró la maleta de Dolores, quitándosela de las manos suavemente, pero con energía, y después se sentó en una silla, acomodando a la joven colombiana sobre su regazo.
—¿Cuál es tu nombre, niña?
—Dolores.
—¿Dolores?, no me lo puedo creer, ¿en serio? —El Patrón rompió en una sonora carcajada—. ¿Te llamas Dolores de verdad o te lo has puesto de nombre de trabajo?
—No, señor. Dolores se llama mi mamá y mi abuelita. Y yo también.
—¡Es fantástico! Así que eres Lola, Lolita, como la de Nabokov, el hombre-nabo. —Y el Patrón volvió a reírse de su discutible ingenio para reinterpretar fálicamente el nombre del célebre autor ruso-americano—. ¡Vas a ser la auténtica Lolita de los nabos-kov del Reinas!
—Yo no le entiendo, Patrón. No conozco a ese señor…
—Vamos a ver, pequeña, ¿por qué lloras? ¿Estás asustada?
—Perdóneme, señor. Yo no quiero molestar. Don Jordi me dijo que el trabajo acá era de mesera. Yo no conozco varón. Yo no puedo hacer esto que dice la señora Luciana…
—¿En serio eres virgen? —El Patrón contuvo a duras penas una sonrisa de profunda satisfacción.
—Sí, señor. Yo no puedo hacer eso que usted dice…
—Ey, claro que no. No te preocupes, preciosa. Aquí nadie te va a obligar a hacer nada que tú no quieras. Es solo que aquí se viene a follar, pero si tú puedes conseguir el dinero de otra forma, no hay problema. A mí con que cada día que estés aquí pagues la cama y la comida me basta. Y Manuel solo quiere que le pagues lo que le debes del viaje. Es justo, ¿no? La forma en que tú decidas cómo pagarnos es problema tuyo.
—¿Manuel? Disculpe, Patrón, nosotras no conocemos a ningún Manuel —interrumpió Álex armándose nuevamente de valor.
—Tú eres Alexandra, ¿verdad? Ya me han hablado de ti. Tú y yo tenemos una conversación pendiente. En cuanto a vuestra deuda, ¿no os lo ha explicado Luciana? El dinero de vuestro viaje lo ha adelantado Manuel, el encargado del club Calima. A él es a quien tenéis que pagarle la deuda. Y os advierto que no es tan paciente ni tan comprensivo como yo…
Don José jugaba con ventaja. Aunque la inmensa mayoría de las chicas captadas en Brasil, Rumanía, Colombia, Ecuador, Lituania, Venezuela, Marruecos, Argentina, Polonia, Dominicana o cualquier otro país del mundo para trabajar en sus burdeles creía saber a lo que venía, de vez en cuando se encontraba con alguna estúpida —así las definía el Patrón— que no había entendido la oferta, y se creía que bailando, sirviendo copas o limpiando cocinas iba a poder pagar la deuda que contraía al aceptar su generosa oferta. Dolores no era la primera, ni sería la última que se encontraba en una situación similar. Y siempre ocurría lo mismo. Al principio miedo, lágrimas y angustia. Pero el hambre era el mejor remedio contra los remordimientos. En cuanto la nueva se diese cuenta de que no iba a tener más trabajo que el de puta, y que cada día que no explotase su cuerpo era un día que crecía su deuda, entraría en razón. Todas lo hacían. Además, él tenía sus pasaportes. Y en cuanto pasasen tres meses y venciese su visado de turista, se encontrarían en situación ilegal en el país y ya estarían completamente en sus manos. Así que solo tenía que esperar. El tiempo jugaba a su favor.
—¿Y cuántos añitos tienes, tesoro? —preguntó el Patrón volviéndose hacia Dolores, mientras secaba las lágrimas que se descolgaban por las mejillas de la niña.
—Diecisiete, señor, voy para dieciocho.
La lujuria brilló en sus ojos. De pronto aquella mulatita se le antojó un plato delicioso que catar en persona. Delgada, menuda y pequeña, aparentaba aún mucha menos edad de la que en realidad tenía. Pero si de verdad era virgen, podía rentabilizar mucho mejor su inversión: alguno de sus clientes de confianza pagaría sin lugar a dudas un generoso extra por desflorar a la colombianita de piel de azúcar moreno, que adecuadamente vestida y maquillada podía aparentar catorce añitos. Quizá trece.
No era frecuente encontrar menores en el club, pero Lolita no sería la primera. Antes que ella, por aquel mismo local habían pasado otras, como Kellyn, la colombiana, o Elena, la conflictiva rumana…, hasta Camila era menor de edad cuando llegó al burdel para ayudar a su madre. Pero ninguna de ellas era virgen cuando arribó al Reinas.
—Tú no te preocupes, niña. Tú piénsatelo. Yo voy a hablar con un amigo de confianza que podría ser tu primer cliente. Es un hombre limpio y amable. Te trataría bien. Tú no tendrías que hacer nada, solo dejarte llevar. Así podrías empezar a trabajar poquito a poco, sin traumas. Y ya verás como al final te va a gustar.
—Pero, señor José, yo no quiero estar con ningún hombre. Yo solo quiero trabajar honradamente para mandar plata a mi familia en Medellín. Mi papá está muy enfermo y necesita medicinas muy caras…
—Claro, claro, no te preocupes. Aquí estáis todas igual. Mira, seguro que puedes encontrar algún trabajo limpiando casas por 300 o 400 euros al mes. Lo malo es que aquí nos tienes que pagar 42 diarios por la estancia, y eso ya son más de 1000 mensuales. Súmale los 3000 que debes del viaje, y calcula cuántas casas vas a tener que limpiar para pagar todo eso, y luego sacarte algo para las medicinas de tu papá. Pero aquí no obligamos a nadie a nada —repitió una vez más—, ¿verdad que no, Luciana?
Luciana asentía con la cabeza, mientras por un instante un reflejo de compasión asomó a sus ojos. Aquella pobre ingenua, que ni siquiera había cumplido la mayoría de edad, empezaba a darse cuenta de dónde se había metido. Y sus amigas también.
Para reafirmar su control absoluto sobre las recién llegadas, el Patrón se levantó de la silla desplazando a la pequeña Dolores, recogió su vieja maleta de madera y se la puso de nuevo en las manos. Después, suavemente pero con firmeza, la empujó hacia las escaleras que conducían al aparcamiento del club, con una cínica sonrisa dibujada en la cara.
—Tú tranquila, niña. Si no te gusta este trabajo, tú no te preocupes: ahora mismo te vas por la puerta y buscas otro que te guste más. Venga, lárgate y cuando tengas el dinero del préstamo vuelves y nos lo pagas. Que tengas suerte, porque en España nadie quiere a las inmigrantes. Pero si no quieres follar, yo no te voy a obligar…
—Pero, señor José, ¿adónde voy a ir? Yo no tengo plata, no conozco a nadie…
—¡Me cago en Dios! —gritó de pronto el Patrón dando un puñetazo a la pared—. ¿Entonces qué cojones quieres? ¿Pretendes que te paguen el viaje, que te den de comer y de dormir y te vistan, todo gratis? ¿Crees que soy gilipollas? Una cosa es que no te obligue a nada, y otra que te mantenga por tu cara bonita…
—No, señor, perdóneme. Gratis no. Yo puedo limpiar, sé cocinar y planchar y coser. Puedo irle pagando de a poquito…
—¿Me tomas por imbécil? —gritó aún más—. Aquí ya tenemos cocineras y limpiador. ¿Sabes cuántos años tardarías en reunir 3000 euros así? Yo te ofrezco un trabajo bien digno. Como el que tienen todas las que están aquí. ¿O tú te consideras mejor que ellas? ¿Acaso eres tú una princesita que vale más que Luci o que cualquier otra de mis chicas?… ¡Contesta, coño!
—No, no, señor. Yo no soy mejor que nadie —respondió Dolores, que ya no podía contener los sollozos que le cortaban el aliento—. Es solo que yo no quiero hacer esas cosas…
Entonces el Patrón, con la experiencia que da el oficio, volvió a retomar el tono cariñoso y protector, y abrazó de nuevo a la mulatita para susurrarle al oído.
—Ey, tranquila, tranquila. Cálmate. No te asustes. Mientras me tengas a mí no te va a faltar de nada. No tengas miedo. Es solo que si estás en un taller mecánico, no estás en un restaurante, ni en una lavandería. Cada negocio es lo que es, ¿me comprendes? Yo solo soy un humilde empresario que tiene un negocio de señoritas que acompañan a caballeros. No soy una ONG, y aquí todas las chicas tienen los mismos problemas que tú o más. Yo os traigo a Europa y os doy una oportunidad de tener un futuro y ayudar a vuestras familias. Pero yo no tengo la culpa de que Dios os hiciese nacer en un país subdesarrollado. ¿O tengo yo la culpa de los errores de Dios, eh? Dime.
—No, señor José. No la tiene.
—Eso es. Yo te tiendo mi mano, porque quiero ayudarte. Y por eso te ofrezco un buen trabajo que te puede dar mucho dinero si eres una chica obediente y te portas bien. Si quieres mi ayuda, la coges, y si no, ahí tienes la puerta y puedes volverte a tu casa cuando quieras. Es justo, ¿no?
—Sí, señor.
—¿Y qué se dice?
—Gracias.
—¿Gracias, qué?
—Gracias, señor José.
—Buena chica. —Entonces, y con la habilidad de un domador de animales, sacó un abultado fajo de billetes de su bolsillo, extrajo uno de 20 euros y se lo dio a Dolores—. Toma, tu primer dinero ganado en Europa. ¿Ves como no es tan difícil? Solo tienes que ser amable. Limpiando casas habrías tardado dos horas en ganar lo mismo, destrozándote las manos con la lejía y el detergente. Aquí, simplemente has tenido que ser amable conmigo… Venga, piénsatelo y luego me cuentas.
Y tras estampar un sonoro beso en los labios de la pequeña Dolores, que permanecía confusa con el billete de 20 euros en la mano, se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida del cuarto, tan sonriente como cuando había entrado. Pero al pasar junto a Alexandra se detuvo un instante, se giró hacia ella y borró totalmente la sonrisa de su rostro. Acercó su cara a la de Álex hasta que sus alientos podían mezclarse.
—Así que tú eres la gallita que se puso chula y prefiere guardarse el pasaporte, ¿no?
Álex no esperaba aquella reacción. La pilló por sorpresa y apenas supo reaccionar.
—Yo… no… Es que pensé que era mejor si…
—Aquí no has venido a pensar, sino a follar. —Mientras hablaba, el Patrón la golpeaba en el pecho con el dedo índice. Tenía las manos fuertes—. Pensar es cosa mía, tú solo tienes que ganar dinero. Ya me ocuparé de ti más tarde.
Después se dio la vuelta y salió de la habitación. Álex se dio cuenta de que estaba temblando. Aquel tipo realmente daba miedo. Y Álex supo que solo había cambiado a los matones colombianos por el gallego.
El Patrón acababa de obsequiarlas con una magistral exhibición de manipulación psicológica. Era evidente que conocía su oficio y llevaba muchos años en el negocio, porque cada gesto y cada palabra encajaban en su justo lugar, como si hubiesen sido repetidos hasta la saciedad. Como si en mil ocasiones anteriores el propietario del Reinas se hubiese enfrentado a jóvenes tan asustadas, angustiadas y arrepentidas como la pequeña Dolores. O rebeldes como Alexandra. Hasta el recurso de asociar un comportamiento amable con una gratificación económica parecía obra del Pavlov de los proxenetas, creando una asociación de ideas en el subconsciente de las chicas: amabilidad igual a dinero. Y para las rebeldes, miedo y desprecio.
—Ay, prima, perdóneme. —Paula Andrea la hizo regresar a la realidad—. Yo no sabía que esto era así. Yo creía que era de otra manera. ¿Sabe qué?, yo no sé si voy a poder seguir adelante.
—No sea huevona. Acá ya no hay marcha atrás, solo podemos seguir adelante. Y más nos vale poder, prima, porque ahora no tenemos un peso, no tenemos papeles, no conocemos a nadie y ni siquiera sabemos dónde carajo estamos. ¿Usted se creía que acá la plata nos iba a caer de los árboles como si fuesen bananos de Santa Marta o qué?
Mientras deshacían sus maletas y distribuían su breve equipaje entre los dos armarios de la habitación que compartían con la brasileña, las tres colombianas apenas intercambiaron palabra alguna. Después bajaron al comedor, donde conocieron a algunas de las chicas que ampliaban la oferta de carne del burdel lucense.
El comedor era amplio. Comunicaba directamente con la cocina a través de una pequeña ventana, de unos 80 por 60 centímetros, situada sobre un gran taquillón de madera, a la izquierda de una alacena de idéntico material y color marrón oscuro, donde se almacenaba la cubertería.
Las paredes, de color azul celeste, estaban decoradas con un par de cuadros de flores, que pretendían alegrar la estancia. Varias mesas rectangulares de madera, forradas con manteles de hule cubiertos a su vez con otros de papel desechable, podían albergar cómodamente de ocho a diez comensales cada una de ellas. Y acomodadas en las sillas de madera, de buena calidad, casi una veintena de señoritas de entre diecisiete y cuarenta y cinco años, sin prácticamente nada en común entre ellas.
Las había de todas las nacionalidades, fundamentalmente latinas, pero Álex también pudo ver a una chica de marcados rasgos árabes, un par de jóvenes altas, rubias y de ojos claros, con todo el aspecto de haber llegado desde el este de Europa, y luego estaban las africanas, negras como el azabache, que daban un punto de color. Las había solteras, casadas y también viudas; con o sin hijos; cristianas, musulmanas o ateas; altas y bajas; flacas y rellenitas; rubias, morenas y pelirrojas… Aquel comedor semejaba una delegación de la ONU, con una representación mayor o menor de cada etnia, credo y lengua del planeta.
Cuando entraron las nuevas, no se hizo ningún silencio ni se interrumpió rutina alguna. Nadie les dio la bienvenida, ni dijo unas palabras a modo de recibimiento. Solo la Mami, que ocupaba la cabecera de la mesa más grande del comedor, pegó un grito a dos nigerianas que se estaban peleando con una argentina por un pedazo de pechuga de pollo: «¡Joy, Osarieme, coño, dejad de pelearos o me voy a levantar! Hacedles sitio a las nuevas…». Eso fue todo. Nadie les dirigió la palabra.
Álex, Paula Andrea y Dolores comieron en silencio. Al sentarse a la mesa descubrieron que tenían hambre, y la comida les supo a gloria: pollo, patatas fritas y ensalada. Y para beber, agua y refresco de cola. «Marcas blancas, que saben igual que la Coca-Cola y son más baratas», decía siempre la Mami. De postre, fruta o yogur. También marcas blancas. Nadie pretendía que el comedor del burdel aparentase un restaurante de lujo.
Lo que más sorprendió a Álex fue la presencia de una niña pequeña en el local. Debía de tener cinco o seis añitos, y por un instante su mente imaginó lo peor. Fue Luciana la que corrigió sus siniestros pensamientos.
—Es Aitana —informó—, la hija del Patrón, la veréis mucho por aquí.
Después de comer, algunas veían un rato la televisión. Otras jugueteaban con su teléfono móvil, y las demás se echaban una cabezada, antes de iniciar la jornada de trabajo. Las tres colombianas, que empezaban a acusar el jet lag, intentaron dormir un poco, pero fue imposible. A medida que se acercaba la hora en que el burdel abriría al público y comenzarían a llegar los clientes, la angustia de las tres colombianas se hacía insoportable.
Álex pensaba que, con el desfase de seis horas, en ese momento en Bogotá sus compañeros de facultad estarían en plena clase de mecánica de fluidos, o quizá de cálculo vectorial, termodinámica o laboratorio. Y sobre todo, pensaba en su madre, que estaría sentada ante el televisor, enganchada al capítulo de alguna telenovela. Triste, sola y desamparada. Mientras ella se encontraba en un burdel, perdido de la mano de Dios, a 8000 kilómetros de casa, a punto de comenzar su primera jornada como fufurufa…
Había conseguido escapar de una muerte segura en Bogotá, pero ahora tenía que buscar la manera de huir de aquella nueva agonía. Y ya sabía que no iba a ser fácil.