LA VEZ PRIMERA
BURDEL REINAS, LUGO
—¡Venga, niñas, todas abajo, vamos a abrir!
La voz de la Mami rescató a Álex de sus pensamientos y a sus compañeras de las pesadillas. Aunque Dolores, agotada por el llanto, y Paula Andrea, exhausta por la culpabilidad, tan solo habían conseguido sumirse en un estado de duermevela, el sopor era suficiente como para que el arrepentimiento, la vergüenza y la culpa por los pecados aún no cometidos se transformasen en el subconsciente en angustiosos monstruos oníricos.
—Pero ¿aún estáis así? ¿No pretenderéis bajar al club con esas pintas? —les dijo la Mami al ver que las jóvenes colombianas todavía llevaban puesta la misma ropa con la que habían llegado a España: vaqueros azules las primas, y un anticuado vestido a cuadros la de Medellín—. Supongo que tenéis algo más sexy para trabajar, ¿no? Con eso es imposible que ningún cliente se fije en vosotras.
—Nos dijeron que trajésemos solo una maleta pequeña —replicó Álex—, y casi no tenemos nada. Don Jordi dijo que aquí podríamos comprar de todo.
—Y es verdad, cielo. Pero para comprar cosas hay que ganar dinero, y para ganar dinero tenéis que trabajar. Y con esos pantalones y esas camisetas me parece que vais a trabajar poco. Vamos a hacer una cosa. Ahora buscad en vuestra ropa lo más sexy que tengáis: algún vestidito corto, alguna sandalia de tacón, o botas, o algo de lencería, no sé. Maquillaos, peinaos y bajad al club con Luciana. Después hablaremos con Luis, o con Moncho, para ver si ellos pueden conseguir ropa, maquillaje y todo lo que necesitéis para estar guapas. Y siendo chicas de la casa, seguro que os hacen un buen precio.
—No tenemos plata, señora, ustedes nos la quitaron toda en el aeropuerto.
—¡Eh! Nadie os quitó nada —gritó la Mami, perdiendo por un instante su fría compostura—. Os prestaron un dinero para pasar la aduana como si fueseis turistas. Y en cuanto ese dinero cumplió su función, se lo habéis devuelto a su propietario, que es la empresa. Así que no digas que os han quitado la plata. La culpa es vuestra por no haber traído vuestro propio dinero para los primeros gastos. Y como sigas diciendo esas cosas, tú vas a tener muchos problemas aquí, Alexandra. Hablad con Luis o con Moncho y negociad con ellos. No seríais las primeras a las que les fían género.
Álex estuvo a punto de responder, pero se mordió la lengua. No tenía ninguna intención de permanecer mucho en aquel maldito antro, pero necesitaba ganar tiempo para pensar en una forma de escapar. No sabía quién era Moncho, ni Luis, aunque tampoco tenía interés por averiguarlo.
La Mami salió del cuarto dando un portazo. Álex había conseguido enfadarla de nuevo. Y de nuevo las tres colombianas se sentían atrapadas. Lo cierto es que nadie les había prometido que el dinero que don Jordi les había entregado en Bogotá, junto con los billetes de avión y la carta de invitación, fuese a ser para ellas. Solo les dijeron que para poder demostrar que eran turistas de vacaciones, necesitaban tener un dinero que poder enseñar en el control de Barajas, si la policía española desconfiaba. Y fueron ellas las que supusieron —por error— que aquel era un adelanto del dinero que supuestamente iba a lloverles de los árboles en Europa. Pero las cosas no estaban resultando tan fáciles como se las habían pintado en Colombia.
Para colmo, en sus maletas no había nada que pudiese considerarse sexy. Paula Andrea optó por unos shorts, una camiseta de tirantes y unos zapatos de medio tacón. Álex decidió quedarse como estaba, con los mismos pantalones vaqueros, el top azul y un pañuelo del mismo color, con los que había llegado de Bogotá. La pequeña Dolores rebuscó en su vieja maleta con la ayuda de Luciana, pero solo tenía un par de vestidos anticuados, unas manoletinas y una chaqueta que parecía sacada de una película de los años cincuenta.
Hicieron lo que pudieron, que no fue mucho, y después siguieron a la brasileña hasta la parte baja del edificio, donde se hallaba el salón de trabajo. Álex juraría que, mientras bajaba las escaleras, escuchó una voz infantil, que solo podía provenir de la pequeña Aitana, la hija del Patrón, y que llegaba desde el comedor: «¡Venga, venga, a trabajar, putas!». Decían en el club que la pequeña siempre repetía lo que escuchaba a su padre.
Al cruzar la puerta de madera, con el tosco cartel impreso pegado sobre ella —«Horario de bajar al salón es 17.45…»—, el corazón de las tres colombianas comenzó a galopar salvaje dentro de su pecho. Estaban a punto de ver, por primera vez, el burdel que se convertiría en su lugar de trabajo a partir de entonces, a menos que encontrasen la forma de evitarlo.
El local no era demasiado grande: un rectángulo de unos 50 o 60 metros cuadrados, precedido de un pequeño hall chabacanamente decorado con unos jarrones horteras pintados de azul chillón, colocados sobre unas peanas del mismo color e igual de zafias. Toda la parte izquierda del local la ocupaba la barra americana: un largo mostrador en forma de L tras el cual dos camareros españoles —que les presentaron como Rafa y Suso— servían las bebidas. A la derecha, grandes espejos decoraban las paredes. Algunos asientos desperdigados por el local, apenas diez o doce taburetes, insuficientes para acomodar a todas las chicas, ilustraban la política del empresario: de pie se trabaja más que sentado. Al fondo, en el rincón, un pequeño sofá viejo. Flanqueando la puerta de entrada al salón, y justo bajo un letrero triangular con el nombre del local, una tragaperras y un dispensador de cigarrillos. Más allá, una máquina de café y una Jukebox, que por unas monedas te permitía evadirte de la ingrata realidad durante unos minutos, escogiendo un tema musical. Al otro extremo, la recepción: un cuarto chico sobrecargado de estanterías con cuadernos de notas, ordenadores y una de las cajas fuertes. Allí un joven brasileño, al que les presentaron como Zezi, hacía las veces de recepcionista. Zezi, como los camareros, vestía el uniforme del local: pantalón y chaleco negro, y camisa blanca.
Álex sintió que la primera impresión era desagradable. A plena luz se apreciaba la mediocridad y el cuestionable buen gusto de la decoración, alguna mancha de humedad en las paredes, y la cursilería en los detalles, sobrecargados y barrocos. Pero en cuanto se apagaron las luces, y fueron sustituidas por los focos indirectos, las bombillas rojas y la música a todo volumen, la otrora sala ñoña y descascarillada se convirtió en una animada y sensual discoteca provista de sinuosos rincones que aspiraban a ser acogedores.
Reconoció a muchas de las chicas que habían visto en el comedor un par de horas antes. Y también a las brasileñas con las que habían compartido viaje desde el aeropuerto de Barajas. Parecían mucho más integradas que ellas, e incluso charlaban animadamente con alguna compañera. Pero también vio rostros nuevos, algunas chicas que no había visto en el club, y que iban uniéndose al catálogo de féminas a medida que pasaban los minutos. Eran las que no vivían en el Reinas, le explicó Luciana, y solo acudían al club para ofrecer sus servicios en horario laboral. O las que habían salido la noche anterior con algún cliente, o «novio», y regresaban ahora para unirse a sus compañeras.
—Las que acabáis de llegar con deuda tenéis que quedaros a vivir en el club mientras no paguéis lo que debéis a don Manuel —les aclaró Luciana—, pero muchas chicas viven fuera, y solo vienen al salón a trabajar. Esas tienen que estar aquí antes de las nueve de la noche, si no quieren que les pongan multa. Igual que a nosotras si no bajamos al salón antes de las 17.45, aunque seguro que cuando llevéis un tiempo y el Patrón tenga más confianza con vosotras, podéis iros a vivir fuera si lo preferís. De todas formas, si queréis escaparos, él sabrá dónde encontraros… y a vuestras familias también.
Luciana aprovechó para presentarles a algunas de las que serían sus compañeras a partir de entonces. Una avalancha de nombres propios simples y compuestos, exóticos muchos de ellos, con tintes africanos, venezolanos, brasileños… Y detrás de cada uno de ellos, una intensa historia personal que había hecho desembocar sus destinos en aquel burdel.
A pesar de la música, las luces de neón y los atrevidos modelitos que lucían algunas de sus compañeras, mientras mataban el tiempo bailando, acompañando las letras de las canciones que sonaban en el hilo musical o charlando en pequeños corrillos, a Álex aquel lugar se le antojaba profundamente denigrante. Pero lo peor estaba por venir.
No habían pasado ni quince minutos cuando entraron los primeros clientes. Eran dos chicos jóvenes que no llegarían a los veinticinco años, y parecían normales, un pensamiento que asombró a la propia Alexandra. Siempre había creído que los consumidores de prostitución eran una especie de depravados sexuales, deformes, marginales u obscenos, incapaces de obtener sexo sin pagar por ello. Sin embargo, aquellos muchachos se habían acomodado en la barra, habían pedido un par de cervezas y charlaban animados entre ellos, simulando no prestar atención al catálogo de mujeres que los rodeaba, aunque era evidente que en todo momento estaban radiografiando a todas y cada una de las chicas con el rabillo del ojo. Finalmente fueron dos rumanas, Elena Mihaela y Daniela, las que rompieron el hielo acercándose a los jóvenes desde el fondo del local e iniciando la conversación. En menos de cinco minutos, los recién llegados las habían invitado a unas copas, mientras bromeaban, reían y se sobaban unos a otras sin demasiado reparo.
Después entró en el local un grupo de cuatro maduritos. Se dirían empresarios recién salidos de una reunión de ejecutivos, o de una comida de empresa que se había prolongado hasta bien entrada la tarde. Luego aparecieron dos tipos que parecían hermanos, con uno más bajito y rechoncho que bien podría ser su padre. Y así, conforme pasaban las horas, todo tipo de hombres desfilaron por el salón del club. Un camionero que hacía escala en su viaje; un grupo de universitarios; dos abuelos con pinta de intelectuales; un militar de uniforme…
Álex, Paula Andrea y Dolores se habían parapetado en el sofá más alejado de la barra, refugiándose en la penumbra del local. Por mucho que lo intentaron, no consiguieron establecer un perfil del cliente que acudía a aquel lugar. En sus primeras horas de estancia en el Reinas vieron pasar por aquella barra a hombres de todas las edades, aspecto y condición social. No existía nada en común entre ellos. No había perfil. Algunos se movían con naturalidad: saludaban a los camareros o al recepcionista con evidente familiaridad, abordaban a las chicas, bromeaban con ellas, sonreían. Algunos incluso se arrancaban a la pista para bailar con alguna de las muchachas. Otros, sin embargo, permanecían más serios, ocultos tras la copa que sostenían nerviosos. Hablaban con sus compañeros intentando aparentar normalidad, pero era evidente que no dejaban de mirar de reojo los escotes, las piernas enfundadas en nailon, los tacones de aguja, los carmines, los hombros desnudos… Tenían menos experiencia o quizá más fantasías inconfesables, y por eso se sentían más inseguros. Pero allí estaban.
Álex analizaba todos los movimientos desde su rincón. No todos subían a las habitaciones, y cuando lo hacían, la inmensa mayoría volvía a bajar al cabo de veinte o treinta minutos. Los hombres que habían llegado solos se marchaban directamente, y los que habían venido acompañados de algún amigo solían regresar a la barra a terminar su copa o a pedir otra. Algunos incluso volvían a subir con otra chica diferente. O con dos.
Desde su refugio en aquel sofá guarecido en la penumbra, Álex se fijaba en cada detalle. Intuía que era casi una cuestión de supervivencia que pudiese aprender todo lo relacionado con las rutinas del club lo antes posible. Pero la voz de la Mami de nuevo interrumpió sus pensamientos.
—Hola, chicas, ¿cómo va vuestra primera noche? Levantaos, quiero presentaros a alguien. Este es Moncho, el amigo del que os hablé. Él puede conseguiros todo lo que necesitéis para el trabajo: ropa, maquillaje, bisutería… Es inspector de Policía y buen amigo de la casa. El mejor amigo…
Las tres colombianas se levantaron del sofá, alineadas como la tropa dispuesta a la revista. Moncho era inspector de la Policía Local de Lugo, un cargo equivalente al de sargento, con una larga e intachable hoja de servicios y más de un cuarto de siglo en el Cuerpo. Sin duda alguna, un hombre poderoso en la noche lucense. Alto, de complexión fuerte y el cabello totalmente blanco, como su bigote, conocía al Patrón desde que este era apenas un adolescente y jugó un papel fundamental en el asunto del apuñalamiento a Neno. Algo por lo que el Enano siempre le había estado infinitamente agradecido.
Casado y padre de dos hijos, Moncho había sabido amortizar como nadie los conocimientos adquiridos durante sus diecisiete años de servicio en la patrulla de noche —una polémica unidad disuelta a mediados de los 2000, que con frecuencia hacía las funciones del Cuerpo Nacional de Policía ante las carencias de efectivos en la provincia—. También había aprendido a rentabilizar sus contactos policiales. Según comentaban las chicas, el inspector se ganaba un sobresueldo vendiendo a las prostitutas la ropa, bisutería y demás productos que la Policía Local de Lugo incautaba a los manteros o en los mercadillos de la provincia: Gucci, Louis Vuitton, D&G, Juicy Couture, Versace, Dior, Carolina Herrera, Valentino, por supuesto, todo de imitación, que las chicas podían adquirir en el mismo burdel a buen precio, o a cambio de un servicio sexual.
—Así que vosotras sois las nuevas —dijo el inspector con desvergüenza, desnudando a las tres colombianas con la mirada—. Encantado de conoceros. Me tenéis aquí para lo que necesitéis, ¿eh? Cualquier cosa.
—Gracias —respondieron casi a la vez Álex y su prima. La pequeña Dolores continuaba callada y con la mirada baja.
—¿Y tú no dices nada? —Con su silencio, Dolores solo había conseguido despertar el interés y el morbo del policía—. ¿Te comió la lengua el gato?
—Olvídate, Moncho. A esta Pepe se la tiene reservada al concejal. Si quieres algo con ella, vas a tener que hablarlo directamente con él —le interrumpió al quite la Mami—. Hoy está aquí solo para familiarizarse con el salón.
—¿Qué pasa, que mi dinero no es tan bueno como el del concejal?
—No te enfades, hombre. Claro que sí, pero Pepe tiene planes: quiere ampliar el negocio y necesita unos permisos del Ayuntamiento que ni siquiera tú le puedes conseguir. Una cosa es que le quites las multas de aparcamiento y otra que puedas tener la influencia de un político. Olvídate de esta. Las otras también son muy jovencitas, y estoy seguro de que Alexandra o Paula Andrea estarán encantadas de estrenarse contigo.
El corazón de las dos primas comenzó a galopar como un purasangre asustado huyendo por las praderas de Medellín. Mientras la libidinosa mirada del policía las recorría con descaro de arriba abajo, se sentían como los jugadores de una partida de ruleta rusa, con la boca del cañón acercándose peligrosamente a sus sienes. Los ojos del inspector examinaban sus pechos, sus caderas, sus bocas, sin ningún pudor, decidiendo cuál de las dos jóvenes le apetecía más y ellas escuchaban el clic del percutor, al encontrar el depósito del tambor vacío, mientras volvían a apretar el gatillo, esperando que una de las dos sintiese la detonación del cartucho al disparar la bala mortal.
—A ver, daos la vuelta, que yo os vea bien… —ordenó insolente.
Las colombianas estaban paralizadas, sin saber cómo reaccionar. De manera instintiva miraron a la Mami, buscando algún tipo de ayuda para salir de aquella situación angustiosa e inesperada. Pero solo encontraron la mirada fría y endurecida de la brasileña, que movía los labios sin emitir sonido, a la vez que daba un leve giro de cabeza. El movimiento de sus labios mudos, intencionadamente exagerado, ofrecía una lectura inconfundible: obedeced.
Paula hizo el amago de comenzar a girarse, pero Alexandra la tomó por el brazo y se mantuvo firme en su posición. La Mami clavó en los ojos de Álex una mirada de odio inyectada en sangre, pero el policía pareció no darle importancia a la pequeña rebelión, que interpretó como la clásica parálisis de las novatas recién llegadas. Más vulnerables y asustadas. Eso le resultaba excitante. Así que fue Moncho quien empezó a girar a su alrededor, examinándolas con desvergüenza, como el ganadero que analiza la calidad de las reses en una feria de ganado, antes de escoger las mejores ubres para ser ordeñadas.
—Esta tiene más tetitas y más culito. Se la ve más mujer —dijo mientras tocaba los pechos y las nalgas de las jóvenes, sin ningún pudor—. Pero esta tiene más carita de vicio. A ver, ¿cuál de las dos quiere subir conmigo a pasar un buen rato?
En cuanto notó la mano de aquel viejo en sus nalgas, Álex sintió el impulso irrefrenable de abofetearlo. Era lo que habría hecho en Colombia, si cualquier hombre se hubiese tomado esas libertades. Pero no estaban en Colombia, y esta vez fue Paula Andrea la que la sujetó por el brazo para evitar un mal mayor. Las dos primas se miraron, mientras el policía continuaba su examen, compartiendo un profundo sentimiento de humillación y desamparo. «Aguante, prima, aguante», le gritaban los ojos de Paula Andrea.
Solo hacía unas horas que habían llegado a España, y en ese instante estaban descubriendo el futuro que las aguardaba en aquel lugar, solo tenían la esperanza de que lo inevitable tardase un poco más en llegar. Aún no estaban preparadas, era demasiado pronto, necesitaban más tiempo para asimilarlo. Pero el tiempo se había acabado.
—Creo que voy a subir contigo —dijo el policía señalando a Alexandra, y la colombiana sintió que la suerte le había dado la espalda y que la única bala del tambor del revólver acababa de salir del cañón e iba directa a su cabeza, para reventarle el cerebro en mil pedazos, salpicando las paredes del burdel con sus sesos.
Álex apretó los dientes y los nudillos, dispuesta a disparar un puñetazo contra los dientes de aquel viejo gordo que podría ser su abuelo, como se atreviese a volver a ponerle una mano encima. Pero entonces ocurrió algo totalmente inesperado. Cuando el policía iba a tomar a Alexandra de la mano para encaminarse con ella hacia las habitaciones «de trabajo», su prima Paula Andrea se adelantó, interponiéndose entre ambos y cogiendo al policía por la cintura, le susurró al oído:
—Dele, papito, ya voy yo con usted, que tengo que aprender el ofisio y yo sé que usted va a ser un buen maestro, y puede haserme la lesión…
Aquel acento colombiano, aquel seseo sensual y la fantasía de un profesor con su alumna adolescente embriagaron por completo al policía, que inmediatamente correspondió al abrazo de Paula Andrea, olvidándose de las otras dos jóvenes. Mientras se dirigían hacia la recepción, la colombiana se giró hacia su prima. Sus miradas se cruzaron solo un segundo, como si quisiese decirle con aquellos ojos llenos de miedo y tristeza: «Yo la metí en esta vaina, y yo soy la que tiene que pasar por esto antes que usted…».
Mientras la joven y el policía se dirigían a la recepción para recoger el kit del servicio —compuesto de sábana, toalla y preservativo—, Álex y Dolores volvieron a atrincherarse en el sofá, calladas, hundidas, derrotadas. Alexandra abrazaba a la pequeña medellinense, como si quisiese protegerla de todos los hombres del local, conteniéndose la rabia y la impotencia que empujaban desde sus retinas, pugnando por abrirse paso hacia sus mejillas.
Y así, abrazadas la una a la otra, como si no tuviesen a nadie más en el mundo, permanecieron el resto de la velada, pidiendo al cielo que pudiesen ser invisibles y que nadie más volviese a dirigirles la mirada ni la palabra en toda la noche. Una noche interminable.
Aquella primera noche, con aquel primer cliente, Paula Andrea se vio obligada a hacer el servicio sexual sin preservativo. Estaba demasiado avergonzada como para percatarse de que el cliente había sacado el condón del kit de servicio sin que ella se diese cuenta. Todas en el Reinas sabían que a Moncho no le gustaba usarlos.