REPRIMENDA

CHIAPAS, MÉXICO

Nadie vio venir la primera bofetada. Sin previo aviso, en cuanto entraron en la mansión de don Rómulo, el capo le cruzó la cara a la motera sin mediar palabra. Cuando volvió a intentarlo por segunda vez, y con unos reflejos asombrosos, la mujer misteriosa interpuso su mano interceptando la del patrón en el aire, a unos centímetros de su mejilla, antes de que impactara contra ella. Por un segundo todos se quedaron en silencio, sorprendidos por la reacción de la güera. En pie, sujetando todavía su muñeca en alto, la mujer le mantenía la mirada al narco, en un temerario gesto de rebeldía. La tensión enrarecía el aire.

Ángel, que aún no se había recuperado de la persecución, ahora temía que el Matagentes diese a sus gatilleros la orden de concluir lo que los zetas habían empezado. Los guaruras del patrón, que ya se habían llevado la mano a las armas, esperaban indicaciones del jefe. Don Rómulo, todavía sujeto por la española, decidía su próximo paso. Por fin, con un movimiento brusco, se zafó de la motera.

—Tiene mucho valor, güera, más bolas que muchos machos, pero también es muy pendeja. ¿Cómo se le ocurre salir sin escolta con todo lo que está pasando? ¿Y cómo se le ocurre llevarse al gachupín que aún no sabe ni caminar solo por acá? Debería romperles la madre a los dos ahorita mismo.

—Tiene razón, don Rómulo, fue una estupidez. La culpa es solo mía.

—Si me los quiebran, ¿qué le digo yo a Bill? Ustedes son responsabilidad mía mientras estén en mi casa. Y si les ocurre algo, se nos va al carajo el jale con los españoles. Verga, Ana, que esta pendejada la haga el pinche mandadero lo entiendo, pero usted…, usted es perra vieja en esta plaza.

—Lo sé, don Rómulo. Ha sido una temeridad. Me confié, lo siento. Le aseguro que no volverá a ocurrir.

—Claro que no volverá a ocurrir. No quiero tenerlos acá más tiempo. Empaquen su valija. Nos vamos a Catemaco. Antes de volverse a España tenemos que firmar el contrato con los banqueros. Todo lo que ustedes y yo teníamos que platicar está platicado. A pura labia cayó la plaza. Nosotros les preparamos la merca y ustedes allá organizan el viaje con los gallegos.

El Matagentes se dio la vuelta y se marchó, rodeado de sus matones. Ángel intentó acercarse a la motera para preguntarle a qué se refería el Patrón con lo del contrato con los banqueros y por qué en Catemaco, pero no pudo hacerlo. La expresión del rostro de la mujer reflejaba un profundo terror. Como si lo que acababa de decir el Matagentes implicase algo terrible. Ana también se fue, visiblemente impresionada, y Ángel, confuso, decidió subir a la habitación para preparar la maleta. En el fondo sentía un profundo alivio por volver a España. Había sido demasiada adrenalina en tan poco tiempo.

Solo cuando se encerró en su habitación, en el silencio y la seguridad del cuarto, llegó el bajón. Las sobredosis de adrenalina suelen tener esos efectos secundarios. El motorista se derrumbó sobre la cama y comenzó a llorar víctima de un ataque de ansiedad incontenible. Tenía los nervios destrozados. Esta vez había cruzado todos los límites, pero lo peor no había llegado todavía…