BLACK ANGEL

AUTOPISTA A-2 (MADRID-BARCELONA)

Ángel comprobó que el cargador estaba lleno. Doce balas del 9 mm. Luego acomodó la pistola en la riñonera táctica, se cerró la cazadora de cuero negro y se ajustó el casco, mientras activaba en su mp3 a todo volumen el «Highway To Hell» de AC/DC.

No stop signs, speed limit, nobody’s gonna slow me down. Like a wheel, gonna spin it, nobody’s gonna mess me ’round… La voz chillona y aguda de Bon Scott, arropada por la inefable guitarra de Angus Young, se mezclaba con el runrún característico de su Harley Davidson, una Nightstar de 1200 centímetros cúbicos bautizada como la Dama Oscura, en sentido homenaje a la muerte que ronda a los motoristas que tientan la suerte a diario en el asfalto. El coqueto ronroneo de la Dama le pareció el acompañamiento más oportuno para aquel legendario tema de la banda australiana. El último disco que Scott grabaría antes de morir, según la leyenda, ahogado en sus propios vómitos. Hey Satan, payin’ my dues, playin’ in a rockin’ band. Hey momma, look at me. I’m on my way to the Promised Land

—Rock’n’Roll —dijo en voz baja dentro del casco, al tiempo que daba gas a la Harley, y su montura de acero rugía derrapando sobre el asfalto.

«La carretera es diferente sobre dos ruedas», pensó al recibir el primer chorro de aire fresco en el pecho. Había recorrido aquella autopista muchas veces en automóvil, pero el mismo viaje era muy diferente sobre una Harley. De pronto percibía paisajes, lugares y sensaciones de los que jamás se había percatado en un coche. El cambio de temperatura en los túneles, la humedad en los bancos de niebla, los pájaros volando a su lado, las gotas de lluvia golpeándole como perdigones de plomo, los olores y la luna que ya asomaba por el horizonte. Contemplándola, y aunque jamás había montado a caballo, Ángel pensaba que así debían de sentirse los cowboys del Lejano Oeste, galopando por las praderas. Mientras, el asfalto corría bajo los estribos, desdibujado por la velocidad, como si pudiese volar sobre él.

En cuanto Madrid quedó atrás, inspiró con fuerza. Encima de una moto siempre percibía todos los olores del campo, las praderas, las montañas o los ríos que iba dejando a su paso, mientras galopaba libre sobre el pavimento. El viento en la cara, el calor del sol, la potencia del motor entre sus piernas… Y Bon Scott acompañado a la guitarra de Angus Young en los auriculares: Livin’ easy, lovin’ free, season ticket on a one-way ride. Askin’ nothin’, leave me be… I’m on the highway to Hell! Definitivamente, decidió Ángel, tan solo los moteros saben por qué a los perros les gusta sacar la cabeza por la ventanilla del coche.

Cualquier miembro de cualquier hermandad motera conocía, comprendía y compartía esa sensación que dibujaba a Ángel una sonrisa de complicidad bajo el casco, cada vez que enfilaba la rueda delantera de su Harley Davidson hacia la autopista A-2 Madrid-Barcelona.

El ángel negro tenía vocación nómada. Era un free biker, un motociclista libre, independiente y solitario. No vestía colores de ninguna hermandad, ni parche de tres piezas, aunque lucía con orgullo los símbolos sagrados de toda comunidad de dos ruedas, como la aria cruz de Malta, la siniestra skull o el rombo del 1%, confesándose miembro del clan de los insurgentes sobre dos ruedas… Siempre se sintió identificado con los rebeldes. Por eso adoptó el de Black Angel, su alias biker, tras su bautismo en el mundo custom: un universo paralelo y secreto donde habitan los caballeros del asfalto y donde la mayoría de los candidatos a una hermandad adopta un nuevo nombre, que irá bordado junto a los colores de su clan en el chaleco de cuero, en cuanto la comunidad lo admita como miembro de pleno derecho.

Black Angel permaneció casi un año como prospect —así se denominan los aspirantes— a los Jaguars MC, uno de los motoclubs más veteranos y respetados del país junto con los Hell’s Angels, los temidos Ángeles del Infierno.

Mientras daba gas a la Dama Oscura, atravesando Guadalajara y enfilando la carretera de Zaragoza, Ángel sonreía al recordar sus correrías con los jaguares. Rodar en solitario es fácil, concluyó rememorando sus primeros meses en un MC, pero hacerlo en grupo, con tu rueda a un palmo de la del compañero, es complicado. Si caía uno, caían todos. Por eso se establecía una férrea jerarquía a la hora de cabalgar juntos: encabezando la comitiva, el capitán de ruta y el presidente del capítulo, seguidos por el sargento de armas, vicepresidente, enforcer y demás «mandos». Después los patchmembers, prospects, hangarounds, supports… Una atronadora comitiva a lomos de sus caballos de acero, que infunde temor y respeto por donde pasa. Sobre todo si una legión de cien, doscientos o seiscientos moteros ruedan juntos en alguna concentración. Como las hordas mongolas de Gengis Kan, sembrando el temor y la anarquía a su paso… Y esa jodida sensación de libertad.

Hell’s Angels, Diablos, Calaveras, Orkos, Forajidos, Brujas, Hunos, Pawnees, Rebels, Proscritos, Imperiales, Comancheros y tantas otras hermandades MC del país. No existen estadísticas reales sobre cuántos son ni dónde están. En los MC, como en la mafia, reina por encima de todo la sagrada Omertà, la Ley del Silencio.

Oficialmente y como tapadera legal, el ángel negro trabajaba como fotógrafo para revistas especializadas en bikers y viajes. Como Alberto Arelizalde, Indio Juan Moro y otros veteranos fotógrafos del mundo custom, recorría las concentraciones moteras y los Club House, con licencia para portar cámara. Un privilegio infrecuente en un mundo lleno de claves, contraseñas y secretos. Sin embargo, entre las ovejas negras todos rumoreaban que Black Angel era un experto en armas de fuego. Fusiles, pistolas, revólveres, ametralladoras… Decían que podía conseguir cualquier cosa, y también que había cumplido una larga condena en prisión por tráfico de armas. Los bosques de Barcelona estaban sembrados de casquillos por sus pruebas balísticas. Además, trabajaba como correo entre clanes. Aunque sería más correcto decir entre algunos miembros de algunos clanes, que además de moteros eran otras cosas. Incluso en los MC, el 99% de los miembros viven dentro de la Ley, pero el 1% restante…

Esa mañana había recogido un paquete en Madrid, que debía entregar esa misma noche en Barcelona. Apenas una parada, después de pasar Calatayud y poco antes de llegar a Zaragoza, para repostar y hacer una breve visita a la fortaleza templaria que se erigía retirada y discreta entre el aeropuerto de Zaragoza y el hospital psiquiátrico Nuestra Señora del Carmen. En aquel viejo barracón del Camino de Bárboles, rodeado de alambradas, Ángel podía hacer un alto en la ruta y tomarse unas cervezas con los hermanos del motoclub Templarios MC. Una finca de 1200 metros cuadrados, que suponía una fortaleza segura para los caballeros del asfalto y sus monturas de acero. La sagrada cruz de Malta, icono custom por excelencia, y una réplica del logotipo de Harley Davidson con la leyenda «Motor Templarios Cycles» franqueaban la entrada a aquel fortín de los caballeros del Temple sobre dos ruedas.

Al propietario de la finca, un anciano bonachón y simpático, había tenido la oportunidad de conocerlo tiempo antes, mientras brindaba con el batería de los legendarios Héroes del Silencio. El viejo no veía con desagrado el uso que los moteros daban a su terreno.

—Son buenos chicos. Solo ponen la música un poco alta de vez en cuando, pero ahí no molestan a nadie.

—Más ruido hacen los motores de las Harley, ¿no?

—Ay, si yo tuviese tu edad, también me subiría a una…

Las fiestas en el Club House de los Templarios MC siempre eran garantía de buena cerveza y buen rock and roll, pero Ángel no solía quedarse mucho tiempo. Y menos si, como aquel día, tenía que cumplir un encargo.

Las indicaciones para la entrega habían sido precisas: un sms en su teléfono móvil establecía la cita en el kilómetro 17,800 de la autovía de Castelldefels. Al leerlo, Black Angel sonrió. Reconocía la dirección. Su contacto había decidido esperarle tomando una copa, o algo más, en el club Rivera, a pocos kilómetros de Barcelona. Desde su apertura quince años atrás, el Rivera y el Tarasoga estaban considerados los mejores burdeles de Castelldefels, de Barcelona y de toda Cataluña. Más de doscientas fulanas escogidas con esmero ofrecían a los hombres que buscaban pasar un rato en buena compañía las mejores opciones de la zona. Él mismo había catado sus encantos en alguna ocasión.

Tras llenar el depósito de la Dama Oscura, unas cervezas y algo de comer, llegó el momento de despedirse de Gonzzo, Samu, Kiko y por supuesto de Ferdy Vc, el presidente del MC. Ángel arrancó su máquina y la hizo rugir escupiendo el polvo del camino.

—Ráfagas, Ángel. Da saludos a la peña de Barna.

Respect, Ferdy. Nos vemos en la carretera.

Menos de tres horas más tarde aparcaba en la puerta principal del Rivera, un edificio ancho de color crema, de tres pisos, tocado con un enorme letrero luminoso rojo y verde, y que actuaba como un imán para todos los hombres en muchos kilómetros a la redonda. Incluso desde Francia peregrinaban los clientes para visitar el burdel. A la izquierda del edificio principal había otro más pequeño que también formaba parte del complejo, y a la derecha el parking para clientes. Allí aparcó la Dama Oscura y se acercó a la ventanilla donde se expedían las entradas, canjeables por una copa en el interior. El Rivera probablemente era uno de los pocos burdeles de España que expedía entradas en una taquilla, como si de un cine o una discoteca de moda se tratase.

Ángel atravesó la puerta, custodiada por dos gigantescos matones con la cabeza rapada, y se encontró con una auténtica masa humana: cientos de clientes se apiñaban, rodeando a las más de cien prostitutas que soportaban estoicamente el exceso de testosterona y de alcohol en sangre de los visitantes más apasionados. A la derecha, en las escaleras que ascendían a las habitaciones, varias docenas de parejas hacían cola para consumar el encuentro sexual pactado. Cada noche el Rivera movía docenas de miles de euros, solo en bebidas y comercio sexual —según datos de sus propietarios, más de 30 000 personas al mes visitaban el Rivera atraídos por su oferta de carne—. Otros negocios clandestinos se mantenían a espaldas de los contables del respetable «hotel».

Consiguió llegar hasta la barra, decorada con rectángulos verdes y blancos, a juego con el suelo del local. Al fondo, en un pequeño escenario encajonado en una esquina, una rusa de cabellos platinos hacía un striptease mientras frotaba su cuerpo contra la barra de metal para calentar al personal y animarlo a subir a una habitación con alguna de las chicas, dejando así más beneficios al club y a su propietario, el señor Piccolo, alias el Coletas.

Ángel se dejó abstraer por los sensuales contoneos de la rusa en el espectáculo de pole dance. Un pequeño tanga negro, a juego con sus medias de seda, era su único vestuario.

—Está buena, ¿eh?… —dijo de pronto una voz a su espalda arrancándole de sus pensamientos.

—No está mal —respondió sin inmutarse.

Ángel no era un tipo pequeño. De complexión fuerte y 1,79 de estatura, se ponía en el metro ochenta y cinco con sus inseparables botas tejanas de tacón y puntera. Aun así Bill, alias el Largo, veterano miembro de la old school —la vieja escuela de los caballeros del asfalto—, le sacaba casi una cabeza. Su cabello largo estaba ya casi totalmente plateado, y su rostro lo surcaban casi tantas cicatrices como arrugas. Un navajazo en un ojo, durante una pelea entre moteros veinte años atrás, le había vaciado la cuenca derecha. Un ojo de cristal, siniestro y temible, llenaba ahora aquel espacio confiriéndole un aspecto aún más inquietante, como el patriarca de una comunidad de vampiros salidos del infierno a lomos de Harleys de fuego y acero.

—Se llama Olga. Si quieres, te la presento. La chupa de maravilla.

—Gracias, pero todavía no necesito que me busques tías, Bill. Solo estaba admirando el espectáculo.

—Bah, en la barra es más torpe que en la cama. Ni siquiera es bailarina. El Coletas la ha puesto ahí porque tiene unas tetas preciosas. —Bill dibujó con las manos la silueta de la rusa y luego palmeó la espalda de Ángel—. Anda, termínate la birra y vámonos fuera.

Los dos moteros se abrieron paso hasta la salida. El porche del Rivera continuaba repleto de hombres que guardaban cola para adquirir su entrada al mayor burdel del país. Rodearon el aparcamiento y llegaron a la espalda del club, donde las sombras se alían con las confidencias.

—¿Has traído la pasta? —preguntó Ángel.

—Claro. ¿Tú tienes el paquete?

Hicieron el intercambio a un tiempo. Una cosa es confiarse la vida rodando juntos en la carretera y otra muy distinta los negocios. Ahí nadie confía en nadie.

—Eres legal, Ángel. Estamos preparando un trabajito muy ambicioso. Algo internacional. Vamos a necesitar a alguien de confianza que transporte varios paquetes dentro de poco. ¿Te interesa?

—Si hay pasta y no hay preguntas, ya sabes que sí.

Se estrecharon la mano y después, sin más explicaciones se separaron en el parking del burdel. Ángel se montó en su Dama Oscura y arrancó dejando atrás a su contacto. Pero mientras enfilaba la A-7 en dirección a Barcelona, pudo ver por el retrovisor cómo un coche de policía, con las luces apagadas, se detenía junto al Largo. Bill decía algo al conductor, mientras le pasaba el mismo paquete que Ángel acababa de entregarle…

Black Angel apretó los dientes. El Largo siempre fanfarroneaba sobre sus contactos con la policía, pero esa era la primera vez que Ángel confirmaba la relación. Y aquello era un riesgo añadido que podía poner en peligro sus planes.