EL ÁNGEL Y LA BRUJA
CHIAPAS, MÉXICO
Ángel se despertó con una profunda resaca. No estaba acostumbrado a beber, ni tampoco a la coca, y la noche anterior había cometido todos los excesos imaginables. Quizá por eso se sentía tan mal.
No era solo el estómago revuelto. Ni el sentimiento de culpabilidad. Ni el miedo acumulado en el alma. Era algo más. Aquella situación le estaba desbordando. Quizá había sobrevalorado sus capacidades. En aquel instante lo único que deseaba era saltar a lomos de su Dama Oscura y alejarse de aquella maldita selva a todo gas…
Existen personas incapaces de comprender la profunda añoranza que inspira la muerte de una mascota en los amantes de los animales. O la nostalgia que genera la falta del bosque o de las montañas en la gente de campo. Hay quien no comprende la tristeza que puede sentir el marino lejos de la mar, o la melancolía del jinete que extraña a su caballo. Y solo otro biker podía comprender el síndrome de abstinencia que sufría Black Angel, después de tantos días lejos de su Dama Oscura.
Quizá fue por compasión, por tratar de animar a un hermano de asfalto tras la difícil prueba de lealtad que había tenido que superar el día anterior, pero aquella mañana, cuando Ángel bajó a desayunar, se encontró con una grata sorpresa en la puerta de la mansión. Dos hermosas Indian de 1300 centímetros cúbicos esperaban aparcadas ante la entrada. Ana sonreía pícaramente, recostada en una de ellas.
—Buenos días —dijo la motera mientras le arrojaba uno de los cascos, que él atrapó al vuelo—. He pensado que echarías de menos la carretera y te gustaría salir a rodar un poco.
Ángel apenas podía articular palabra. Aquella tipa realmente era una auténtica bruja. Había sabido leer su mente. No hubo preguntas sobre lo ocurrido la noche anterior. No hubo reproches. Ni siquiera hizo falta que respondiese. Su rostro lo reflejaba todo.
—Sí, ya veo que he acertado… Siento que no sean Harley. Si estuviésemos en Juárez estoy segura de que las Guerreras MC nos habrían prestado dos.
—¿Guerreras? ¿Un motoclub femenino en Juárez?
—Sí. Son las mejores. Lorenia Granados, la presidenta, es buena amiga, aunque salió demasiado en la prensa y un día le va a cerrar la boca. Se dedican a ayudar a las familias afectadas por el narco en Ciudad Juárez, y se han hecho muchos enemigos. Pero allí están protegidas por los Mohawks, Paso del Norte, Malechores, Gavilleros y otros MC. Bueno, decídete, ¿cuál prefieres?
—Joder, Ana, no sé qué decir… Estoy abrumado. La verdad es que estaba empezando a echar de menos mi hierro… ¿De dónde las has sacado?
—Cortesía de los Caballeros Templarios.
—¿Cómo? ¿Templarios MC tiene capítulo en México?
—No, no son nuestros Templarios. Que yo sepa, los de Zaragoza no tienen más capítulos, pero los tíos sois muy simples hasta a la hora de buscaros un nombre para vuestros MC y hay muchos motoclubs que utilizan la imagen del Temple. Y no, tampoco tienen nada que ver con el cártel de Templarios de Michoacán. Son solo un motoclub de Oaxaca, que tiene capítulos en Tuxtla Gutiérrez, Huatulco, Ixtepec, Cárdenas, y demás. Yo tengo buenos amigos entre los Templarios de Chiapas y les he pedido que nos cediesen un par de máquinas. Veamos qué sabes hacer…
Un minuto después la Bruja arrancaba su Indian y salía disparada, levantando rueda delantera y polvo tras de sí. Black Angel iba a rueda, intentando mantener la distancia y el orgullo, pero aquella mujer tenía muchos kilómetros de experiencia y conocía el camino. Ángel apenas podía seguirle el ritmo.
Salieron tan deprisa del rancho que no escucharon, o no quisieron escuchar, los gritos de advertencia de Afanador desde la puerta de la mansión: el rugido de los motores se comía sus palabras.
La mujer misteriosa dominaba la 1300 con la pericia del biker curtido en la carretera: tumbaba en las curvas hasta casi rozar con la rodilla el asfalto y no le asustaba derrapar en los adelantamientos más temerarios. A 50 o 60 metros de distancia, Ángel las pasaba canutas para no perderla de vista. Imposible fijarse además en cualquier indicador de carretera que pudiese orientarle sobre el lugar donde se escondía el rancho del Matagentes. Necesitaba las dos manos en el manillar, la mirada en el asfalto, y toda su concentración para no perder a su anfitriona. Solo pudo saber que abandonaban el estado de Chiapas y entraban en el de Tabasco por un letrero que vio con el rabillo del ojo.
Rodaron durante casi dos horas sin parar. Y aquella dosis intravenosa de adrenalina le hizo recuperar el ánimo. Únicamente un motero puede comprender el analgésico a todo mal que ofrece esa experiencia. Era evidente que la Bruja también le tenía ganas a la carretera.
Por fin, tras cruzar el río Usumacinta, se detuvieron en una gasolinera, en una ciudad llamada Tenosique. Los depósitos estaban a punto de quedarse secos, y los músculos, tras dos horas de carretera sobre la motocicleta, también empiezan a resentirse.
Ana ordenó a un mozo que llenase los depósitos de las Indian e hizo una seña a Ángel con la cabeza. Al lado de la gasolinera había una pequeña tasca, y aquella estampa motera solo necesitaba un par de buenas cervezas frías para ser perfecta.
La mujer, por inercia, pidió las cervezas, pero él cambió la suya por un refresco. Después se sentaron en una mesa exterior, al lado de las motocicletas, para disfrutar del aire puro.
—Oye, muchas gracias por esta sorpresa. Empezaba a sentirme como un maldito peatón, encerrado en una jaula de oro.
—Lo sé. Conozco la sensación. Yo también pasé por eso en mis primeros viajes aquí.
—Ya veo que conoces bien la zona. Conduces como si llevases recorriendo estas carreteras toda la vida. —Ella sonrió satisfecha por el reconocimiento a su pericia sobre las dos ruedas: ese es el mejor cumplido para una biker—. No quiero meterme donde no me llaman, pero ayer don Rómulo mencionó a un tal Mata, y no sé si se refiere a un viejo conocido mío.
—No lo creo. Eres un tío interesante, Ángel, pero si conocieses a los hondureños, conseguirías sorprenderme hasta a mí.
—No, el Mata al que yo me refiero es español: trabajó como mula para los cárteles colombianos. Es un tío legal. ¿Quiénes son los hondureños?
—Los Matta Ballesteros fueron uno de los primeros clanes responsables del protagonismo de México en nuestro negocio. Sobre todo Ramón Matta, el capo del clan: ahora cumple doce cadenas perpetuas en una cárcel de máxima seguridad de Colorado, pero durante años hizo mucho dinero trabajando con Pablo Escobar y el cártel de Medellín. Tanto que el hondureño llegó a ofrecerse a pagar la deuda externa de su país. Todo le fue bien, hasta que agentes norteamericanos lo detuvieron en su mansión de Tegucigalpa en el 88 y se lo llevaron a Estados Unidos para juzgarlo por lo de Enrique Camarena. Cuando joden a uno de los suyos, los yanquis no se andan con coñas.
—Es la segunda vez que te escucho mencionar al tal Camarena.
—Era un puto poli, pero con un par de cojones. Kiki Camarena era un infiltrado de la DEA en los cárteles mexicanos. Un exmarine que se había unido a la DEA y entre el 77 y el 81 estuvo destinado en Fresno, donde tuvo algunos roces con Sonny Barger —legendario ángel del infierno, fundador del capítulo del MC en Ockland— y con nuestros colegas de los Hell’s Angels. Allí todavía hay un campo de golf que lleva su nombre.
—ACAB —susurró Ángel intentando simular convicción.
—Después lo asignaron a la oficina de la DEA en Guadalajara, aquí en México. En 1984, gracias a las informaciones de Camarena, medio millar de soldados mexicanos, con apoyo aéreo, destruyeron 1000 hectáreas de plantaciones de marihuana de Miguel Ángel Félix Gallardo en Rancho Búfalo, destinadas al mercado norteamericano. Aquello indignó a los capos mexicanos, que investigaron de dónde había salido la información y llegaron a Camarena. El propio Félix Gallardo, el Padrino, ordenó en persona su secuestro y tortura: un grupo de policías a nómina del cártel de Guadalajara detuvo a Camarena a pleno sol y al pobre diablo le hicieron de todo durante dos días, hasta que no aguantó más y se les murió a pesar de que uno de los médicos del cártel tenía que prolongarle la vida para que el interrogatorio pudiese sacarle toda la información posible sobre lo que sabía la DEA. Cuando encontraron lo que quedaba de él en La Angostura, los yanquis se cabrearon y decidieron ponerse duros y responder con contundencia. —La Bruja le hablaba de la Operación Leyenda, la mayor investigación que haya montado jamás la DEA—. Los capos del cártel de Guadalajara Fonseca Carrillo y Caro Quintero fueron los primeros en caer; después lo harían Vásquez de Velasco, Bernabé Ramírez, Ramón Matta Ballesteros y Rubén Zuno Arce, que era pariente del expresidente mexicano Luis Echeverría Álvarez.
—O sea, que la mierda llegaba hasta Los Pinos —añadió Ángel refiriéndose a la residencia presidencial mexicana.
—Sí, era su cuñado: su hermana María Esther se casó con Luis Echeverría en 1945. Tiene gracia, se habían conocido en casa de Frida Kahlo cinco años antes y siempre estuvieron cerca del poder, pero a Rubén Zuno lógicamente le vino muy bien que su cuñado fuese el siguiente en el turno a la presidencia del país. La corrupción en México llega muy arriba, y no sería el primer ni el último presidente mexicano vinculado directamente a nuestro negocio. De hecho, al Padrino no consiguieron pillarlo con los demás por la muerte de Camarena, gracias a su estrecha relación con el gobernador de Sinaloa. Hay que tener amigos en el infierno, pero mejor aún es tenerlos en política.
—Brindo por eso.
—El caso es que el Padrino y Matta Ballesteros fueron los que plantaron las semillas del negocio en México, tal y como hoy lo conocemos. Pero Matta Ballesteros, además de abrir la ruta de México, también se alió con los gallegos en España para controlar las rutas europeas. Sus hermanos José Reinaldo, Leticia y José Nelson llegaron a darse de alta en el Registro Mercantil de A Coruña, y sobre todo José Nelson se estableció allí para abrir negocios legales con muchos empresarios gallegos y españoles. Había mucho dinero que blanquear: cadenas hoteleras, concesiones de aparcamientos, compañías de autobuses… Te aseguro que la gente alucinaría si supiese la cantidad de empresarios honorables y respetables que deben sus fortunas, en mayor o menor medida, al narco. De hecho, yo no conozco a ninguno que no haya tenido relación con nosotros. Cuando el juez Garzón puso en marcha la Operación Nécora en 1990, la mierda salpicó a mucha gente influyente y famosa en España, pero nuestra memoria histórica es frágil. Desde Laureano Oubiña, el del vino albariño, hasta Carlos Goyanes, el representante de famosas…
—¿Carlos Goyanes, el marido de Marisol?
—Bueno, antes de casarse con ella la representaba… El día que Pepa Flores se decida a contar su historia, más de uno se llevará una sorpresa. De todas formas, en la Operación Nécora no lo imputaron por su relación con las famosas de la farándula, sino con los narcos gallegos de la vieja escuela… Aunque al final salió libre.
—Estoy flipando, Ana. No sé si me estás tomando el pelo o si hablas en serio.
—Pero ¿tú en qué mundo vives? ¿En serio piensas que todos los empresarios que se hacen multimillonarios de la noche a la mañana, o esos políticos que suben en su partido como la espuma, o esos famosos que apenas hacen películas o conciertos pero viven como reyes, ganan el dinero honradamente? Los gallegos fueron pioneros en el arte de blanquear la pasta del narco. Puedes tener miles de millones amontonados en tu casa, como tienen todos nuestros amigos mexicanos, pero si no consigues introducirlos en el circuito legal, no podrás gastarlos sin que tarde o temprano te pillen. ¿Y para qué quieres el dinero si no lo puedes gastar? Los gallegos consiguieron tejer una red fantástica de blanqueo asociándose a empresarios legales, que se llevaban sus buenos porcentajes de la coca.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que en aquella época, cuando metías tu moto en un parking subterráneo, o cogías un autobús para ir a Madrid, o te alojabas en un bonito hotel gallego durante tus vacaciones, muy probablemente estabas ayudando a blanquear el dinero del narco. Y las cosas no han cambiado tanto. Los Matta Ballesteros hicieron un gran trabajo en México, pero también en España… Ahora nos toca a nosotros recoger nuestra parte del pastel.
Ángel estaba fascinado. Era evidente que la motera conocía el oficio, y aprendía más en cada breve conversación con ella que en todos los libros y ensayos que se había empollado antes del viaje. Sin embargo, la clase magistral sobre historia del narcotráfico de la biker pronto iba a ser interrumpida por un anciano, que se acercó tímidamente a la mesa para saludarla.
—¿Doña Ana? ¿Es usted? Qué gusto de verla…
—¿Alcides? Pero qué sorpresa, claro que soy yo —respondió la mujer fundiéndose en un abrazo con el anciano—. ¿Cómo va todo? ¿Qué tal su esposa? ¿Todo bien?
—Todo correcto, señorita. Gracias a nuestra Señora de Guadalupe y a don Rómulo. Que no nos falten nunca.
—Sentí mucho lo de su hijo. Fue una gran pérdida para todos. ¿Cómo están los demás?
—Sí…, una pérdida. Que la Virgencita lo tenga en su seno… Acá vamos, como podemos. Favor de darle a don Rómulo nuestros respetos. Y agradézcale las obras de la carretera y de la escuela. Todos le estamos muy agradecidos.
—No se apure, Alcides, yo le transmitiré sus respetos.
—Pásese por la casa cuando guste. Usted sabe que siempre será bienvenida. Y su amigo también —añadió el tal Alcides señalando a Black Angel.
—Muchas gracias. Dele saludos a su esposa de mi parte…
El anciano desapareció como había aparecido, y Ángel continuó sintiéndose como un náufrago en tierra extraña. Parecía imposible que transcurriera un solo día sin que aquella mujer consiguiese sorprenderlo.
—¿Quién era?
—Uno de los sembradores del Matagentes. En esta región la mitad trabajan para él y la otra mitad para los Zetas. Alcides además era el padre de uno de los guaruras de don Rómulo. Un escolta —dijo al ver el gesto del motorista—. Un pobre desgraciado que murió descabezado por los Zetas hace unos meses. Es posible que aquí, en el sur, las cosas no estén tan duras como en el norte, pero también hay que mantener el negocio a fuego y plomo. Y es imposible conservar las plazas sin derramar sangre, de un bando y otro.
—Vaya. Pues a pesar de eso parecía muy agradecido a don Rómulo.
—Claro. Matagentes, como todos los veteranos, conoce las reglas del oficio. En Medellín, la tumba de Pablo Escobar es un auténtico lugar sagrado para muchos colombianos, y nunca faltan las flores frescas. Todavía hoy peregrinan hasta allí muchos devotos que le piden favores desde el más allá, y cada 3 de diciembre se organizan procesiones en su memoria. Para muchos medellinenses es una especie de santo, y eso es porque, en vida, supo invertir una parte de su enorme fortuna en ayudar y proteger a su gente: construyó carreteras, escuelas, hospitales, ayudaba a los más necesitados, y con ello se ganaba la lealtad de los campesinos y los trabajadores de las plantaciones de coca. Y todo capo con dos dedos de frente siguió su ejemplo. Este negocio da dinero de sobra, y si quieres tener de tu parte a tus vecinos y trabajadores, debes preocuparte un poco por ellos. Es pura estrategia.
—Tiene sentido.
—Don Rómulo, como muchos de los nuevos capos, no solo transporta, también cultiva coca y amapola, así que hacen falta sembradores, recolectores, almacenistas… Son muchas bocas. Durante años se ha ocupado de ayudar y proteger a las pequeñas comunidades campesinas. Es una inversión ridícula para comprar el cariño y la lealtad de la gente. Y como has visto, funciona. En toda la región, Matagentes ha construido puentes, fuentes, escuelas, y todos los meses manda a alguno de los muchachos a repartir dinero en las pequeñas comunidades campesinas. De esa forma, cuando la DEA, el ejército o la policía han enviado a alguien a husmear por aquí, él lo sabe inmediatamente. No existe mejor red de información que la del pueblo.
—Creo que voy a necesitar otro refresco —dijo Ángel haciendo una seña al camarero—. ¿Otra cerveza?
—No. Pídeme un tequila. Y presta atención a todo lo que te digo, Ángel —dijo la mujer endureciendo su tono—. Yo no estaré siempre aquí, y de las decisiones que tomes puede depender tu vida. Ayer te ganaste mi respeto. Ahora ya sé quién eres…
—¿Te refieres a lo que ocurrió en el despacho del Patrón? Creo que no lo había pasado tan mal en toda mi vida.
—No, me refería a la cena… —respondió Ana como si quisiese añadir algo, pero de pronto cambió de tema—. Supongo que disfrutaste del postre.
Sintió pudor ante aquella alusión a la orgía que remató la velada en la mansión del Matagentes y carraspeó incómodo.
—Bueno, ya sabes… No es prudente despreciar los regalos de un anfitrión como don Rómulo.
Justo en ese instante el camarero interrumpió la conversación sirviéndoles la segunda ronda. Ángel hizo el amago de sacar la cartera, pero la motera fue más rápida y pagó la cuenta y la gasolina.
—Vaya, encima tengo que soportar que me invite una tía… Esto es el colmo.
La Bruja sonrió. En el fondo, aquel novato le caía bien. Sobre todo desde la noche anterior, en que había descubierto sus verdaderas intenciones. Pero la sonrisa se le congeló en los labios cuando sus ojos se posaron en dos pick up color acero, totalmente tuneadas, que acababan de cruzar la calle 28 de Tenosique, por delante de la gasolinera. Ángel se percató del cambio en el semblante de la motorista. Aquello no pintaba bien.
—¿Qué pasa?
—Son dos trocas de Zetas… Espera, quizá no me hayan visto. Saben que trabajo para el Matagentes…
No hubo suerte. En cuanto las furgonetas frenaron cien metros más adelante y comenzaron a maniobrar para dar la vuelta, la mujer misteriosa se dio cuenta de que el cártel rival los había descubierto. Y seguramente ya habrían recibido el recado que el Matagentes les había enviado el día anterior, con las cabezas de los chivatos… Sin duda querían devolver el mensaje.
—¡Mierda, mierda, mierda! Nos han visto. Corre, por tu vida, corre cuanto puedas. Y no te separes de mí.
El ángel negro no se lo pensó dos veces. Saltó sobre la Indian mientras se clavaba el casco en la cabeza y encendía la moto. Los dos hierros salieron derrapando de la gasolinera, levantando polvo y gravilla tras de sí.
En el espejo retrovisor, las pick up también derrapaban al cambiar de sentido, para iniciar la persecución de los motoristas. Ángel sintió la primera oleada de pánico lacerándole los músculos, la carne y los huesos. Ya había visto cómo se las gastaban los narcos en México, y había escuchado suficiente sobre los métodos de los Zetas como para saber lo que los esperaba si caían en sus manos. Dio gas a la máquina, embragó y subió la marcha. La maldita Bruja había comenzado a alejarse peligrosamente y no podía permitirse perderla. Tenía que concentrar toda su atención en la conducción. «Cómo conduce la hija de puta», pensaba Ángel, con los cinco sentidos en el manillar para no perder de vista a la mujer misteriosa, que hacía saltar chispas al rozar con los pedales el asfalto, tumbando en las curvas más allá del límite de una custom.
Las motos, más ágiles, se internaron en la pequeña ciudad fronteriza, esquivando coches y bicicletas, peatones y animales, carros y pochimovileros. Zigzagueando endiabladamente de lado a lado. Pegando las rodillas al depósito para no destrozárselas entre los obstáculos. Detrás, las camionetas de los Zetas avanzaban como carros blindados, llevándose por delante lo que encontraban a su paso.
La ciudad era un maldito laberinto cuadriculado, repleto de callejuelas y callejones numerados, donde el forastero lo tenía fácil para perderse, pero en aquellas circunstancias eso jugaba a favor de los perseguidos y en contra de los perseguidores. La mujer tomó la calle 39, girando bruscamente a la derecha en la 36; después, quiebro a la derecha en la 50 y de nuevo en la 53; otro giro violento a la izquierda en la 44, hasta desembocar en Macuilis.
A unos metros por delante, Ana abría camino en la persecución, utilizando el lenguaje de gestos con el que se comunican los moteros durante las rutas en grupo, para alertar a su compañero de los obstáculos que iba a encontrarse. Solo los biker conocen ese lenguaje de signos, imprescindible durante las rutas del MC, en las que el rugido de los motores impide toda comunicación verbal. La motera levantaba el pie derecho del pedal flexionándolo: cuidado, obstáculo a la derecha. Con el brazo izquierdo levantado por encima del casco, señalaba el próximo quiebro: giro brusco a la izquierda…
Cuando atravesaron la avenida de la Constitución, conduciendo como dos poseídos, los zetas empezaron a cabrearse. Aquellos pinches mugrosos del Matagentes no iban a dejarse agarrar con facilidad. En cuanto escuchó la primera detonación y aquel silbido que pasó rozando su cabeza, Ángel vio lo que se temía en el retrovisor. Por la ventanilla derecha de la primera furgoneta asomaba un tipo con un arma en la mano. Les estaban disparando. Bang, bang, bang, tres disparos más.
«Mierda, mierda, mierda, no puedo palmar aquí», fue lo único que pensó. Dio largas a su hierro mientras comenzaba a zigzaguear con la moto, para dificultarle la puntería al sicario. Pero la mujer ya se había percatado del tiroteo. Ni siquiera el rugido de los 1300 milímetros podía silenciar las detonaciones de una 38.
Con el brazo izquierdo en 45 grados y la palma abierta, la Bruja le hacía la señal del adelantamiento: quería que la sobrepasase. En cuanto redujo marcha para ganar velocidad y adelantó a la motera, pudo ver con toda claridad cómo Ana se sacaba un arma del interior de la cazadora, la cambiaba de mano y empezaba a responder al fuego.
«No puede ser, esto no me está pasando», se repetía, mientras en el retrovisor veía a su compañera disparando sin apuntar, al tiempo que intentaba mantener la velocidad y el equilibrio en su máquina. Ahora le tocaba a Ángel escoger la ruta. «Joder, y ahora por dónde tiro…». Puro instinto. No hay tiempo para analizar las opciones. Circulando a casi 100 kilómetros por hora en un núcleo urbano, solo puedes confiar en tus reflejos y en la suerte. Ángel tiró por la avenida 20 de Noviembre hasta Jalpa. Allí pie a tierra para tener un punto de apoyo al quebrar a la izquierda derrapando frente al campo de fútbol local. Bordearon el estadio y en la segunda, Tenosique, de nuevo a la izquierda. Ángel buscaba los callejones pequeños, intentando dificultar la persecución a las pick up de los zetas. Tras él sonaban los disparos de la Bruja y sus perseguidores.
La fortuna se les despistó a la altura de Centla. En uno de los bruscos giros a Ángel se le fue la rueda trasera, y con ella el resto de la moto, y cayó por tierra, rodando sobre sí mismo para no partirse el cráneo. La moto se arrastró por el suelo unos diez metros antes de estrellarse contra varios coches aparcados en la calle. Y él detrás. En aquel instante pensó que todo había acabado.
Aún aturdido por el golpe, sintió el frenazo y el olor a caucho quemado a unos centímetros de su casco, mientras una voz femenina le gritaba: «¡Rápido, sube!». Una mano de mujer le agarró de la chupa y lo arrastró con fuerza hacia arriba. Ángel se montó a la grupa de la Indian y se abrazó a la espalda de la mujer. Ella le entregó la pistola, una Glock 19, mientra sentenciaba con autoridad:
—Bill dice que eres bueno con las armas, esta es tu oportunidad de demostrarlo. —Y sin esperar su respuesta arrancó de nuevo, derrapando, en el instante en que la primera de las pick up entraba en la calle. De nuevo dos detonaciones, y el silbido de las balas al taladrar el aire sobre sus cabezas. Ángel se giró apuntando a las ruedas, pero el balanceo de la Indian, rodando a todo gas por el laberinto de Tenosique, dificultaba la puntería. Bang, bang, bang… La tercera bala impactó de lleno contra la rueda derecha de la primera pick up, haciéndole perder el control y estrellarse contra unos contenedores de basura. La segunda camioneta la adelantó sin aminorar la marcha, tomando su puesto en la persecución.
La motera, más curtida, había tenido una idea. Cogió la 8 de Septiembre, a la derecha, para desandar el camino, girando a derecha en cada quiebro hasta regresar a Jalpa. Allí, sin pensárselo dos veces, enfiló la rueda delantera hacia la entrada del pequeño estadio, llevándose por delante el vallado sin ninguna contemplación. La pick up iba a tenerlo más difícil para seguirlos dentro de las gradas.
Abrazado con todas sus fuerzas a la cintura de la mujer, Ángel no podía creer lo que estaba ocurriendo. En su lateral, el campo deportivo tenía unas pequeñas gradas de cemento blancas, con unas vallas de madera anaranjadas, y literalmente la moto trepó por ellas, hasta desembocar en el terreno de juego. La camioneta se dio de morros con el acceso y tuvieron que detenerse. Para cuando los gatilleros se bajaron de la troca, intentando continuar la persecución a pie, la Indian ya había atravesado el campo de fútbol, rompiendo el vallado del lado opuesto, y saliendo campo a través. Solo entonces la Bruja aminoró un poco la velocidad… Por debajo del casco, Ángel habría jurado que estaba sonriendo.