COCAÍNA

CLUB REINAS, LUGO

Alexandra Cardona volvió a intentarlo por enésima vez. Abrió la cuenta de correo anónima que tenía exclusivamente para comunicarse con su hermano y consultó la bandeja de mensajes. Nada. John Jairo continuaba sin dar señales de vida. Era lo habitual. En las entrañas de la selva colombiana, los guerrilleros tenían totalmente prohibidas las comunicaciones electrónicas porque ya les habían causado problemas antes, cuando algún desliz de los guerrillos con internet o el móvil había echado a rodar grandes operaciones antiterroristas del ejército colombiano… Y desde la muerte del comandante Raúl Reyes en territorio ecuatoriano, en 2008, todos los grupos insurgentes se habían vuelto especialmente paranoicos con las comunicaciones. Solo cuando, cada cierto tiempo, gozaban de un permiso y bajaban clandestinamente a la ciudad, tenían la posibilidad de comunicarse con sus familias a través de algún cibercafé anónimo.

Álex estaba preocupada. Llevaba meses sin noticias de su hermano y ahora más que nunca lo echaba de menos, pero en cuanto Blanca entró en su habitación, cerró la cuenta de correo y apagó el teléfono: John Jairo le había hecho jurar por la memoria de su padre que nadie conocería nunca aquella vía de contacto, o podría poner en peligro su vida y la de todos sus compañeros.

—Buenas días, Álex —dijo la rumana con un marcado acento.

Buenos días, Blanca —la corrigió—. Días es un nombre masculino.

Cuando Vlad Cucoara la dejó en el Reinas, Blanca apenas sabía leer y escribir en su propio idioma. En Rumanía casi no había asistido a la escuela, pero en el club tuvo una buena maestra: Álex se había propuesto que adquiriese unas nociones básicas de castellano en tiempo récord, y todos los días dedicaba un par de horas a enseñarle español. Por eso la colombiana fue la primera en conocer de sus propios labios su dramática historia, en cuanto tuvo capacidad para expresarla. A diferencia de Alexandra y su prima Paula Andrea, la rumana no sabía en qué consistía realmente la oferta laboral en España que le había brindado Vlad Cucoara.

—Él dijo a mí que a España para bailar. Gogó en discoteca y striptease. No follar, no chupar, solo bailar.

—¿No había trabajo en tu ciudad?

—Yo soy de pueblo muy pequeño en norte. Mi familia muy mala. Mi padre follar a mí desde seis años. Él dice que yo muy mujer para mi edad, muy alta, y si era mujer para comer mucho, también mujer para follar con él. Yo pasé mucho mal allí. Él pegaba mucho. Y a mamá también. Escapar a Bucarest sin dinero, sin amigos.

—Dios mío, Blanca, no lo sabía. Lo siento tanto…

—Allí Vlad recogió a mí. Él bueno conmigo al principio. Daba comida, ropa, cariño… Cuando él decir yo venir a España a trabajar de bailarina yo creí a él. No podía volver a mi pueblo, yo solo tenía a él…

Álex siempre sintió una inmensa compasión por Blanca. Puro egoísmo. Cuando te sientes muy desgraciada, resulta consolador y reconfortante encontrar a alguien más desgraciado que tú, y Blanca lo era. Quizá porque Álex adoraba al viejo profesor y no podía imaginar nada más terrorífico que ser violada por tu propio padre. O porque su amiga había llegado al burdel engañada, pensando que solo tendría que bailar, en lugar de chupar pollas. O quizá, simplemente, porque a pesar de su gran estatura y su corpulencia, en el fondo no era más que una niña de diecinueve años. Como ella.

Blanca bailaba bien, adoraba la música, y el Patrón no tardó en darse cuenta, así que era una de las chicas que se reservaba para las despedidas de soltero, que podían celebrarse dentro o fuera del club. Al final, Vlad Cucoara en parte había cumplido su promesa y Blanca terminó trabajando como bailarina. En realidad, como stripper, solo que en su caso, abonando un pequeño extra, el novio o cualquiera de los invitados a la fiesta podía terminar la despedida teniendo sexo con ella.

Por su estatura y voluptuosidad, y por su sensualidad como bailarina, Blanca solía ser también una de las escogidas cuando el Patrón necesitaba chicas para salidas en grupo. Fiestas blancas lo llamaban: cenas privadas organizadas por empresarios, políticos y autoridades de la ciudad, e incluso de Madrid, en las que pedían tres, cuatro, seis o más chicas para el postre. En una ocasión, todavía lo contaban las veteranas del club, pidieron al Patrón chicas para una reunión de cuarenta empresarios. Don José necesitó alquilar un autobús para trasladarlas a todas.

Cuando eso ocurría no solían regresar hasta la mañana siguiente y tenían prohibido hablar de lo que allí ocurría, aunque siempre se filtraban rumores sobre las fantasías perversas de aquellos adinerados clientes: abundante cocaína, alcohol y sexo extravagante. A Blanca no le gustaba hablar de ello. No se sentía orgullosa de lo que ocurría entre aquellas paredes del club privado, una especie de restaurante de lujo, decía ella, situado a las afueras de la ciudad. Pero pagaban bien. Muy bien.

Dolores era otra de las escogidas para las «fiestas blancas».

—Miren qué monada —dijo la pequeña medellinense a sus compañeras de habitación, al regresar de una de aquellas salidas, mientras les mostraba orgullosa su teléfono nuevo—. Me lo ha regalado el concejal. Es un celular de última generación.

—Qué lindo, Dolores —respondió Paula Andrea—. Ojalá mis clientes tuviesen estas atenciones conmigo. Creo que voy a comprarme uno igual. Mi celular está ya muy viejito.

Álex las observaba en silencio. Desde las primeras semanas en el Reinas, Alexandra Cardona se había percatado de que sus cuentas iniciales no se correspondían con la realidad: los noventa días que se había dado para saldar su deuda con la organización que la había llevado a Europa transcurrían veloces en el calendario, y por mucho empeño que pusiese en reunir el dinero, apenas conseguía ahorrar. Era demasiado rebelde, y en el Reinas a las subversivas se las domaba a golpe de multa. El sistema de tiques hacía que el Patrón controlase siempre el dinero, y solo al final de la noche, cuando el club cerraba sus puertas y el todopoderoso don José decidía cuál debía ser castigada por su indisciplina, Álex solía tener todas las papeletas.

—Prima, ¿usted no se da cuenta de lo que nos está pasando? —explotó Alexandra al ver cómo Paula tomaba nota del modelo de teléfono, con la intención de comprarse uno—. Este mierdero nos está superando.

—¿Qué dice, Álex? No la entiendo.

—¿Cuánto lleva pagado de la deuda?

—No sé, unos quinientos o seiscientos.

—Yo mil cincuenta, y a estas alturas deberíamos haber pagado más de la mitad. ¿Qué falla en esta ecuación?

—Ay, prima, ya está usted con sus vainas. ¿Qué verga de ecuación? Yo no la entiendo.

—La plata, Paula, la plata, que se nos va entre los dedos. Los cigarrillos, las botellas que nos compramos para ir llenando la petaca de Dolores. Esa blusa que lleva… ¿Cuánto le costó?

—No sea aguafiestas, Álex. ¿Qué importa eso? Ayer tuve un mal servicio y me apetecía comprarme algo. Moncho trajo ropa y me apeteció regalármela. ¿Qué tiene de malo? Me lo merezco. Hoy ganaré más.

—Ya lo sé, prima, pero ¿ha visto su armario? Ya casi no entra nada. Siempre que sale mal de un pase termina por comprarle algo a Moncho, o al Patrón, o a Luis el de la lavandería. Todos traen ropa, joyas, bolsos o zapatos para que podamos hacer nuestras compras sin tener que salir del club, y al final la plata que ganamos vuelve a quedársela la empresa y nuestra deuda sin pagar. ¿Es que no lo ve?

—¿Y qué pretende, Álex? ¿Que nos comamos nuestra mierda? —respondió Paula Andrea enojada por el comentario de su prima, aunque sabía que en el fondo tenía razón—. ¿Que no nos demos ni el consuelo de hacernos un regalo para no sentirnos tan sucias?

—No es eso, es que el tiempo sigue pasando, y en cuanto terminemos el visado ya no seremos unas turistas, sino unas inmigrantes ilegales.

—¿Y usted qué? ¿Acaso no se gasta sus euros también en cargar el celular, o en el locutorio para mandarle plata a su mamá?

Paula Andrea tenía razón. Álex encajó el golpe. En su caso, cuando la nostalgia y la melancolía se hacían insoportables, se gastaba un buen dinero en telefonear a Bogotá, para escuchar aunque solo fuese durante unos minutos la cálida voz de mamá. No podía renunciar a escuchar la voz de su madre de vez en cuando: era el único bálsamo que aliviaba sus heridas en el alma, y como le ocurría a todas las chicas del club, la culpabilidad y la vergüenza que acompaña a aquellas llamadas a casa termina en una visita a la oficina de Western Union, MoneyGram, o simplemente al locutorio telefónico más cercano, para hacer una transferencia de dinero a los suyos. Las chicas del club siempre se sentían un poco más aliviadas después de enviar dinero a sus familias no solo porque estas (unas más que otras) realmente estuviesen sufriendo penurias económicas en Colombia, Marruecos, Rumanía, Brasil o Nigeria, sino porque de esa forma se autoconvencían de que aquel dinero, obtenido con el alquiler de sus cuerpos cada noche, no era una plata tan sucia. Servía para algo bueno. Pero cada envío a Bogotá retardaba más el pago de la deuda, y el tiempo corría en su contra. Imposible salir de aquel círculo vicioso. Era una trampa.

A pesar de ser la chica más rentable del Reinas, Dolores tampoco había pagado todavía ni la mitad de la deuda porque gastaba mucho dinero en ropa, y también enviaba buenas cantidades a Medellín. La aniñada Lolita hacía más salidas que ninguna otra, a veces toda la noche, y era una de las habituales en las «fiestas blancas». Ganaba mucho y eso empezó a hacerla tan impopular entre las compañeras como querida y mimada por el Patrón. Sin embargo, Álex se había dado cuenta de que unas profundas ojeras habían comenzado a rodear sus hermosos ojos marrones. Dolores se despertaba varias veces cada noche, respirando agitadamente y empapada en sudor. «Solo ha sido un mal sueño», decía cada vez que alguna de sus compañeras se preocupaba por sus constantes pesadillas. Porque aunque la mayoría no lo confesase, las noches de todas las chicas del Reinas estaban repletas de pesadillas.

Álex tardó tiempo en descubrirlo, pero aun así fue la primera en darse cuenta. Como en cualquier compuesto químico, las moléculas de autocompasión, asco y vergüenza mutaron al entrar en contacto con la inexperiencia y la ingenuidad de quien todavía era solo una niña. El resultado fue un reactivo explosivo, altamente destructivo. Autodestructivo.

Ocurrió una noche de enero. Alexandra llegó al comedor para cenar y se encontró con varios hombres reunidos con el Patrón. Varias chicas, entre ellas Dolores, compartían la mesa y les hacían arrumacos. Los clientes nunca entraban en el comedor —solo clientes de total confianza de don José podían acceder a las estancias interiores del Reinas— y la presencia de aquellos tipos la sorprendió.

—Luci, cuénteme. ¿Quiénes son?

—Son los amigos del Patrón.

—Los vips, sí —dijo Álex impaciente—. Pero esos de ahí, qué sabe de ellos.

—Son gente importante que hace negocios con don José.

Luci reconoció a José Marcos, un viejo empresario propietario de media docena de los locales de copas más concurridos de Lugo, y socio de una clínica de estética. A Manuel José, prestigioso e influyente arquitecto.

—Y el gordo es Luis Carlos, propietario de un grupo empresarial dedicado a la fabricación de equipamientos en acero inoxidable. Yo ya estoy vieja y gorda para ellos, y nunca me han llevado a su pazo, pero dicen que ahí es donde celebraban algunas de sus fiestas.

—¿Tanta plata dejan en el club?

—Auténticas fortunas. Les encanta subir con varias chicas a la vez, o sacarlas para follar en sus mansiones o en sus yates. Sobre todo aquel del fondo —insistió la brasileña señalando a un hombre joven y bien parecido, al que rodeaba un grupo de chicas entusiasmadas en cuanto cruzaba la puerta—. Es Javier, el dueño de una empresa de pinturas, y vicepresidente de un club de fútbol. Le hizo la reforma al Patrón en el club. Seguramente es el mejor cliente del Reinas. Le gusta pasar con muchas chicas cada noche, pero que hagan lésbico auténtico porque le cuesta mucho empalmarse. Además, cuando se aburre de alguna, pide que se largue y llama a Zezi para que le manden otras. Una noche pasamos nueve con él. Lo bueno es que paga varias horas y algunas veces se ha quedado toda la noche. Entre copas y pases, una noche yo me saqué con él casi 300 euros, y eso que el tío casi no folla. Le gusta ver cómo nos liamos entre nosotras, y él mientras se pone ciego de coca.

—Pero eso es una vaina, Luci —intentó explicarle Alexandra—. La coca no casa con la polla.

—¿Qué dices, Álex? ¿Cómo que no?

—A ver, cómo le digo. La verga se pone dura porque el corazón le bombea más sangre, pero la hoja de coca tiene un alcaloide cristalino… —La colombiana se percató de la expresión de extrañeza de Luciana—. O sea, un estimulante del sistema nervioso, que te da esa sensación de excitación y euforia de la coca. Lo malo es que también es un vasoconstrictor…

—¿Un qué?

—Que disminuye el grosor de las arterias que llevan la sangre a la verga. Y al bajar la presión y el volumen de la sangre que les llega, tardan más en correrse. Y nosotras tenemos que aguantarlos.

—Ya, pero esto también significa que nunca hacen pases de media hora, sino de una o dos horas. Y eso también es más dinero para nosotras, aunque si no consumes, no te quiere. Como la mayoría de los vips. Les pone cachondos…

Según Luciana, esa fue la razón de que Wellyda, Tatiane, Cristiane —la «novia» de Mateo el banquero—, Elis Ángela, Leidy Paola, Jocelma, Karla… y docenas de chicas más se iniciasen en el consumo de cocaína en el Reinas. Y no era por casualidad.

—Abre los ojos, Álex. No se trata solo de que los clientes vips disfruten su poder pervirtiendo a las más jovencitas, va más allá de lo puramente sexual. Aquí se mueve mucha farlopa, marihuana, hachís, pastillas, de todo. ¿Ves aquel tipo que está sentado al lado del Patrón? —Álex asintió con la cabeza—. Es uno de los Charlys, el clan de narcotráfico más importante de Galicia. Su padre, su madre, sus hermanos, todos han ido presos, pero los que quedan fuera continúan el negocio.

Álex se fijó en el hombre fuerte de la cabeza afeitada, y por un instante recordó a los sicarios del cártel que habían asesinado a su novio en Bogotá, y que a punto habían estado de terminar con ella. Aquel hombre le dio miedo, perfectamente podría haber sido uno de ellos.

—Si aquí se mueven drogas —concluyó Luciana—, es porque el Patrón lo permite. Todos le tenemos demasiado miedo como para hacer algo aquí dentro sin su permiso. Fíjate en las Barbies. —Luci se refería a ese selecto grupo compuesto por las mujeres más atractivas y seductoras del club, que el Patrón se reservaba como amantes esporádicas y para salidas con los vips—: Todas consumen porque el Patrón les pasa la coca gratis. A última hora, después de cerrar, algunas como Cristiane o Marcia se quedan con él en el salón para follar a cambio de un gramo de farlopa. Y tú amiga Lolita está llamada a ser una de las escogidas…

Álex se negaba a creer aquella premonición de Luciana: Dolores no podía ser tan estúpida. Intentó hablar con ella, advertirle, pero la de Medellín reaccionó violentamente. La llamó paranoica. Sin embargo, sus temores se confirmaron pocos días después.

Cinco de la madrugada. El club Reinas cerraba sus puertas. Tras la rutina del desfile para cobrar los tiques de la jornada, las discusiones por las multas impuestas y la negociación de los cobros, todas las chicas regresaban a sus habitaciones. Álex se metió en la cama y se dio cuenta de que Dolores no había subido. Esperó a que la respiración de Luciana y Paula Andrea se hiciese más profunda, y cuando estuvo segura de que se habían quedado dormidas, cogió su teléfono móvil y se ocultó con él bajo las sábanas. Buscó en el menú: aplicación My Cam. Introdujo el nombre de usuario y la clave que había encontrado en el despacho del Patrón, y en un segundo el salón del Reinas apareció en su pantalla. Las cámaras de videovigilancia también recogían el audio, y la inconfundible voz de don José y la risita nerviosa de Dolores entraron con toda claridad. Tan fuerte que Álex tuvo que apagar el teléfono por temor a que sus compañeras de cuarto se despertasen con el sonido.

Buscó los auriculares y una vez conectados repitió la operación. Ahora solo ella escuchaba y veía lo que ocurría en esos instante en el salón.

Las luces aún estaban encendidas. Tocó en la pantalla e inmediatamente aparecieron seis iconos en la parte inferior: mover, audio, grabar, memoria, capturar y zoom. Cuando pulsó en la opción Mover, aparecieron en la pantalla cuatro flechas que permitían manipular la cámara principal, así como subir o bajar el ángulo de visión. Comenzó a desplazar la cámara de izquierda a derecha, recorriendo todo el salón. Al llegar al final los encontró.

Allí estaba. Dolores reía compulsivamente alguna gracia del Patrón, mientras se metían unas rayas de coca y bebían directamente de la misma botella de vodka. «No, Dolores, usted no…», pensó Álex. Pero sí. Dolores también había caído seducida por don José. Recordó algo que le había oído decir al Patrón un día, mientras bromeaba con Moncho, el inspector de Policía: «¿Sabes por qué las llaman perras callejeras? —le decía—. Fíjate: son igualitas que perrillos abandonados. Les das un poquito de cariño y se pegan a ti como una mascota. Después ya puedes gritarles, pegarles, lo que sea…». Apretó los puños mientras la risa de la medellinense taladraba su cabeza. Solo cuando su compañera se arrodilló para abrir la bragueta del Patrón, Alexandra decidió apagar el teléfono.

Se quedó despierta hasta que, una hora después, escuchó en el pasillo los pasitos amortiguados de la colombiana: se había descalzado para no molestar a sus compañeras al regresar a su cuarto. En cuanto entró en la habitación, Álex se levantó de la cama, la tomó por el brazo y se la llevó al cuarto de baño.

—Coño, Dolores, ¿qué está haciendo? ¿Se volvió loca? —Hablaba en susurros para no despertar a Luciana ni a Paula. Dolores tenía las pupilas totalmente dilatadas por el efecto de la cocaína.

—Al contrario, paisa, intento no volverme loca acá. No me dé cantaleta, yo controlo.

—¿Me quiere mamar gallo? ¿Se cree que soy pendeja? Qué carajo va a controlar. Yo no voy a decirle nada sobre el Patrón, allá usted, pero se está quedando en los huesos, y a saber cuánto billete está dejando en esa pendejada. ¿Cuánto le cuesta la coca?

—Es mi plata, ¿no? Pues yo me la gasto donde quiero. No sea tan rabona.

—Usted habla maricadas, Dolores. ¿Qué le está pasando? Así va a terminar muy mal, y yo no quiero ver eso.

—Pues no mire, pues. Ocúpese de sus vainas y déjeme a mí con mis problemas. ¿Acaso yo le he pedido algo?

—Dolores, por favor, escúcheme. Vinimos juntas y estamos juntas. No deje que todo este mierdero nos separe. Piense, use su cabecita. Usted sabe lo que trae la coca. Estamos hartas de verlo en nuestro país. ¿Se acuerda de Colombia? ¿Se acuerda de su familia? ¿Cree que a sus papás les gustaría que su hijita se convirtiese en una basuquera?

—Tampoco les gustaría saber que su hijita se convirtió en una puta —respondió Dolores sosteniéndole la mirada a Alexandra por vez primera. Apenas quedaba nada de aquella inocente y cabizbaja niña asustada que conoció en el aeropuerto de Bogotá—. Además, acá muchas consumen. Yo no soy la única.

—Yo sé…

—Leila, Tatiane, Ana María, Angie, Cintya, Katia, Michele, Gabriela, Jackeline…, muchas. No, usted no sabe, hay muchos clientes que solo quieren subir con chicas que consuman, y esos clientes son de servicios largos. Se dejan mucha plata.

—Ay, Dolores, y qué importa que se dejen billete en el club, si después usted se lo gasta en coca. ¿Quién se la vende? ¿Es el Patrón?

—Un amigo.

—No, no se engañe. Quien le venda esa vaina no es su amigo. Dígame, quién se la pasa.

—Un amigo del Patrón. El guapo de las motocicletas.

—Pero ¿no ve que eso es muy peligroso? ¿Y si se entera la policía? Usted va a tener muchos problemas, niña.

—No me siga tratando como una niña, Álex. Ya no lo soy. Y no se preocupe por esa vaina… Él es policía.