POLIS CORRUPTOS
COMISARÍA CENTRAL MOSSOS D’ESQUADRA.
SABADELL, BARCELONA
El macrocomplejo policial era impresionante. Mucho más moderno y sofisticado que las añejas instalaciones de la UCO en Madrid. «Estos catalanes saben hacer las cosas», pensó Luca al estacionar su coche ante la nueva sede central de los Mossos d’Esquadra, en la carretera N-150 de Sabadell. Con aire futurista y renovador, la comisaría central de la Policía autonómica catalana imponía: cuatro edificios con los últimos avances tecnológicos donde trabajaban más de dos mil policías, galerías de tiro, laboratorios de criminalística, gimnasios, helipuerto… El complejo Egara era la envidia de todas las Policías españolas. Y ellos lo sabían.
La agente Luca dejó su arma en la guantera del coche —no quería dar explicaciones en el control—, después salió del auto y se encaminó a la recepción, situada en el perímetro del complejo, a una cierta distancia del edificio principal.
—Buenos días, tengo una cita con el intendente Marc —dijo Luca a uno de los responsables del control de acceso mientras le mostraba su DNI.
Su interrogatorio al antiguo propietario del club Sombra, en Madrid, había sido inútil. El empresario había negado todo conocimiento de que la Claudia ejerciese la prostitución en «su honrado hotel-cafetería», y también había negado conocer al tal Vlad Cucoara, así que decidió descubrir sus cartas y pedir ayuda a su superior en la UCO. El capitán Gonzalo había sido muy amable al facilitarle aquel contacto.
—La cabo Luca, supongo…
—Todavía no han ejecutado el ascenso, pero sí, soy yo. ¿El intendente Marc?
—Encantado. Ven, acompáñame, podemos charlar mientras te enseño nuestras instalaciones. Estamos muy orgullosos de este complejo.
Los dos policías echaron a andar hacia el edificio principal, atravesando la explanada y bordeando el perímetro vallado de Egara. Mientras caminaban, el intendente presumía de su flamante cuartel central. No era para menos. El muro cortina y las fachadas acristaladas permitían el mayor aprovechamiento de la luz natural y el consiguiente ahorro energético, y la doble piel de laminas de aluminio lo protegía climáticamente. Las puertas y accesos, protegidos por un moderno sistema electrónico, funcionaban con una tarjeta magnética que facilitaba el paso a unas u otras áreas del complejo, en función del nivel de acceso de la tarjeta. Así todo quedaba bajo control y registro. Aunque una de las cosas de las que más orgulloso estaba el intendente era de la cota de malla que rodeaba el perímetro completo del Egara. «Mira este enrejado —le dijo a Luca—: podemos ver todo lo que ocurre fuera, pero si nos disparases desde el exterior con tu 9 mm, la bala no podría atravesarlo».
Por fin llegaron al despacho del intendente. A Luca le pareció pequeño en comparación con el rango del oficial. Minimalista. Sin excesos.
—¿Hace mucho que conoce a mi capitán? —preguntó Luca para romper el hielo, mientras se acomodaban en su oficina. Tras salir del teleférico, Luca había pedido ayuda a su oficial para arrancar la investigación, y había sido el capitán Gonzalo quien le había facilitado el contacto con el intendente. «Barcelona es la capital del sexo en Europa —le dijo—, y el intendente Marc es quien más sabe sobre ese tema… y es de mi confianza».
—No mucho, cinco o seis años. Coincidimos en una asamblea de Interpol, y desde entonces somos muy amigos. Tu capitán es un gran hombre, Luca. Creo que puedes estar orgullosa. No he conocido muchos policías como él.
—Lo sé, señor. Y lo estoy.
—Ya me ha contado un poco lo que buscas. Es un tema sucio, incómodo. ¿Estás preparada? Quizá te lleves más de una sorpresa desagradable…
Durante los siguientes noventa minutos, el intendente dibujó con todo detalle un demoledor mapa de la prostitución en Cataluña. Justo en ese instante sus hombres, con total secretismo, estaban realizando una investigación minuciosa sobre la mafia policial que colaboraba con los propietarios de los principales locales de alterne de Barcelona. Un asunto feo.
—Lo peor no es eso —continuó el intendente—. No son los millones de euros que genera la prostitución, sino todo lo que mueve alrededor. Tráfico de armas, narcotráfico, falsificación de documentos, blanqueo de capitales… Sabemos que alguno de los policías que trabajan para ellos está implicado en el robo de grandes alijos de droga del depósito de pruebas, antes de su destrucción. Incluso de un cargamento de 400 kilos de cocaína, que se custodiaba en el puerto de Barcelona. Hablamos de mucho dinero, Luca. Narcos y prostitutas siempre han estado muy vinculados. Antes como clientes de los burdeles, y ahora los utilizan para introducir la coca en el mercado o para blanquear el dinero del narco. Sobre todo los gallegos.
—He leído mucho sobre los gallegos… —apostilló Luca.
—Es una hidra de mil cabezas. Aunque le cortes una… Por desgracia, no tenemos forma de saber lo que ocurre realmente en esos clubs. Las confidentes te cuentan lo que quieren o lo que les conviene, y aunque sabemos que la información valiosa solo se consigue desde dentro, no podemos infiltrar a una agente. Sería demasiado peligroso. Así que solo tenemos las escuchas y los seguimientos. Por eso vamos tan lentos.
«Mala forma de hacer prospectiva», se dijo Luca. Eso implicaba que trabajaban con información parcial y viciada.
—¿Y qué hay de la colaboración ciudadana? Los vecinos, los negocios de la zona, tienen que ver lo que está pasando…
El intendente sonrió con condescendencia. «Bendita juventud», pensó.
—Lo hemos intentado de todas las maneras, pero es imposible. ¿Quieres entender de verdad cuál es el problema? Hazte un favor. Date una vuelta por Castelldefels. Habla con los taxistas. Pregunta en las peluquerías o en las tiendas de ropa de la zona. Hazlo. Créeme. Esto te dará una idea de a qué nos enfrentamos.
Luca tomó nota. El intendente parecía un tipo de fiar, de lo contrario, el capitán Gonzalo no le habría facilitado el contacto. Ahora necesitaba saber qué tenían los Mossos en sus archivos sobre el tal Vlad Cucoara o sobre los responsables del club Sombra. Quizá los responsables de aquella agencia, como otros muchos, tuviesen alguna franquicia en Barcelona…
Para cuando salió del complejo Egara, Luca no había obtenido ninguna pista concreta sobre el paradero de Claudia. Los Mossos no tenían constancia de que el Sombra tuviese alguna delegación en Cataluña; sin embargo, Cucoara sí aparecía en sus archivos: varias prostitutas rumanas detenidas en intervenciones de los Mossos lo habían apuntado como su proxeneta, incluyendo alguna de las que ahora trabajaban en clubes del Coletas, como el Rivera o el Tarasoga. Según los Mossos, habían estado a punto de detenerlo en tres ocasiones, pero el joven rumano era muy escurridizo, y ahora estaba colocando a sus chicas en burdeles del noroeste.
La agente Luca decidió seguir el consejo del intendente y acercarse a Castelldefels para ver con sus propios ojos lo que generaba el negocio del sexo. Aunque fuese por fuera. Aparcó en la calle Mataró, a pocos metros del enorme edificio que albergaba el club Rivera, y durante el resto de la mañana se dejó caer por los comercios de la zona para preguntar a unos y a otros.
—Buenos días. Guardia Civil. ¿Puedo hacerle un par de preguntas? —decía Luca después de mostrar su placa, en cada uno de los negocios—. ¿Ha detectado algún comportamiento sospechoso en relación con el club Rivera?
La respuesta era casi siempre la misma:
—No, no, son gente muy seria. Y las chicas son nuestras mejores clientes. Si no fuese por ellas, ya habríamos tenido que cerrar…
Ahora lo comprendía. Aquello no salía en los informes que le había facilitado Fran clandestinamente. Todos eran cómplices: cafeterías y restaurantes; peluquerías y boutiques, zapaterías y tiendas de cosméticos, taxistas, gimnasios, lencerías, sastrerías… Todos estaban encantados de que el macroburdel de Piccolo, el Coletas, funcionase a pleno rendimiento en Castelldefels. Los policías corruptos no eran los únicos que se beneficiaban del torrente de dinero que generaba aquel club. Para los pequeños y medianos comerciantes de Castelldefels, los macroburdeles eran una fuente inagotable de negocio. «Ojalá hubiese más —llegó a decirle la propietaria de una de las peluquerías—. Esas chicas se arreglan mucho y vienen dos o tres veces por semana. Si cerrase el club, yo no sé qué sería de nosotros…».
Cuando regresó al coche se sentía descorazonada. No había conseguido la menor pista sobre el paradero de su amiga Claudia, pero sí había descubierto la silenciosa complicidad de la sociedad con los empresarios del sexo, y aquello le producía un amargo sabor de boca. Ya estaba a punto de arrancar para regresar a Madrid cuando se percató del extraño grupo de hombres que acababa de entrar en el apartahotel ubicado en la misma calle Mataró. Justo frente al club Rivera.
Su instinto policial disparó las alarmas. Aquellos tipos parecían una banda de moteros pendencieros y violentos. Uno de ellos portaba un maletín metálico de combinación, y Luca decidió esperar en el coche para ver qué ocurría. Aguantó, agazapada, cuando uno de ellos salió del edificio y se perdió calle arriba. Cuando, de pronto, aparecieron en el porche del jardín y dos de ellos —el viejo de la melena plateada y el joven moreno del bigote mostacho— disfrutaron de la tumbona mientras se tomaban una copa y fumaban un habano. Y cuando el que había salido corriendo regresó con una bolsa blanca, y todos volvieron a entrar en el edificio. Le costó reconocerlo, pero cuando un taxi se detuvo en la puerta del apartahotel, juraría que el guiri con pinta de turista que se metía en el coche era el mismo melenudo del mostacho que unos minutos antes charlaba con el viejo del pelo blanco en la tumbona del porche. Sí, aquello resultaba demasiado sospechoso. Aquellos tipos no podían estar tramando nada bueno. Cuando el taxi arrancó, decidió seguirlo.
Descargó al pasajero en la puerta de El Prat. Luca dejó su coche mal estacionado, con los cuatro intermitentes encendidos, consciente de que aquello le costaría una sanción, pero su instinto podía más que su sentido común. Aquellos tipos tan sospechosos, aquel cambio de apariencia, a solo unos metros del Rivera…, no podía ser casualidad, tenía que existir alguna relación. No podía perderlo. Quizá ese hombre supiese algo sobre Vlad Cucoara.
Luca se sumergió en la masa humana que atestaba la terminal del aeropuerto. El tipo disfrazado de guiri se dirigía a salidas internacionales, pero había demasiada gente, y muchos de ellos, sobre todo en salidas internacionales, tenían el mismo aspecto que delataba su destino; unas vacaciones en algún lugar exótico y soleado.
De repente ocurrió algo extraño, inexplicable. Fue solo una fracción de segundo. Sutil, efímera, pero suficiente para desplazar su atención del tipo de la camisa floreada. De pronto le pareció ver un rostro familiar en la terminal con el rabillo del ojo. Giró la cabeza tratando de localizarlo. Estaba segura de que no había sido una alucinación, aunque de estar allí ya había desaparecido en aquella masa interminable de caras y rostros desplazándose de un lugar a otro de la terminal. Cuando quiso recuperar a su objetivo, el tipo de la camisa floreada también se había desintegrado en aquella multitud. Imposible averiguar cuál era su destino.
Regresó al coche a tiempo de ver cómo el funcionario colocaba la multa en su parabrisas. La excursión a Barcelona le iba a salir cara.