MATAR O MORIR

CHIAPAS, MÉXICO

Ángel siguió a la mujer misteriosa hasta la mansión de don Rómulo, con el estómago dolorido por las fuertes arcadas que le había producido el siniestro espectáculo, y que le había hecho vomitar hasta la primera papilla. Pero en el edificio principal del rancho del Matagentes no le esperaba nada mejor.

En la entrada, uno de los sicarios del patrón les hizo una seña con la cabeza, indicando que lo siguiesen hasta el despacho de don Rómulo. Allí, flanqueando a su jefe, había otros dos gatilleros con cara de pocos amigos. En medio de la sala, maniatado a una silla de caoba, otro tipo desnudo de cintura para arriba. Esta vez le habían cubierto la cabeza con un saco de lona y Ángel no podía ver su rostro, pero no pudo evitar echarse a temblar. No podría soportar otra carnicería como la que acababa de presenciar.

—¿Y usted qué es, cabrón? —le gritó el Matagentes visiblemente enojado—. ¿Es puto? Dígame, ¿es un marica mugroso?

Don Rómulo parecía estar de verdad furioso por su debilidad. Aquello pintaba mal. Cuando Ana le dijo con la mirada que aguantase, que no se rompiese ante la brutal decapitación de aquellos desgraciados, obviamente tenía razón: aquello traería consecuencias, y acababan de hacerse presentes.

—Usted no será un puto chivato de la DEA, ¿verdad, pinche culero? —insistió el Matagentes vociferando a pocos centímetros del rostro del ángel negro hasta salpicarle con su saliva—. Respóndame, pendejo. ¿Tenemos acá a un sapo de la DEA?

—No, señor. Ni soy, ni trabajo para la DEA, ni para la policía, ni para el ejército, ni para nadie. Créame.

—¿Entonces? ¿Qué huevonada es esa? Bill siempre nos manda gente recta. De ley. Bregada. Qué pendejada es esa de ponerse a vomitar en medio de un trabajo como un pinche culero. ¿Usted se cree que yo puedo permitir esas maricadas delante de mi gente? Dígame, cabrón.

—Yo le juro…

—Usted me jura. Todos me juran. Pero acá la palabra no vale un peso. Acá hay que demostrar las cosas, güey. Bill me dijo que usted quería jugar en primera fila, y se me viene abajo en la primera pendejada. ¿Cómo voy a confiar yo en usted, cabrón?

Ángel estaba paralizado. Nunca antes se había visto tan desbordado por la situación, y ni siquiera había tenido tiempo de prepararse para aquello. Su equipo se había quedado en la habitación… En aquel instante no controlaba nada de lo que estaba ocurriendo, y eso era aterrador. Y lo inevitable sucedió.

El Matagentes abrió uno de los armeros, sacó una pistola semiautomática, la montó y caminó de nuevo hacia el motorista. Y entonces ocurrió algo extraño: Ana le salió al paso y acercó sus labios al oído de don Rómulo. A Ángel le sorprendió darse cuenta, en un momento tan delicado, de que la motera era bastante más alta que el capo. Imposible adivinar cuál era la confidencia que corría tanta prisa, pero de pronto el narco asintió con la cabeza y le entregó la pistola a la mujer misteriosa. Ella hizo un gesto raro con el arma —la balanceó un par de veces— y después se la ofreció al motorista, con aquel rictus de concentración que Ángel ya conocía. Él se quedó paralizado, incapaz de reaccionar, mientras la motorista le ofrecía la semiautomática.

—¡Tómela ya, carajo! —gritó el Matagentes, que empezaba a perder la paciencia—. ¡Dele piso al pendejo!

Aquel grito sobresaltó a Black Angel, que instintivamente alzó las manos y cogió el arma.

—Ahora me va a demostrar de qué pasta está hecho, cabrón. Este coño de madre es un pinche policía federal, vendido a los Zetas. Si usted está con nosotros, nos va a hacer el servicio de meterle una bala en la cabeza a este cabrón. Si no está con nosotros, está contra nosotros, y entonces ya le vamos a dar lo suyo.

—Don Rómulo, no quiero faltarle al respeto, pero yo solo soy un transportista, no un sicario. Yo solo transporto cosas. No ejecuto, no vendo, no negocio. Solo transporto.

—Ya me está agotando la paciencia, cabrón. Usted, tráigame el cuerno de chivo. Este pinche españolito va a matar o a morir ahora mismo nomás.

Uno de los gatilleros abrió otra de las vitrinas del armero y extrajo de ella un subfusil AK-47, una de las armas más populares en el mundo narco. Casi a la vez abrió un cajón y extrajo un cargador, que inmediatamente acopló al arma. Esa forma semicircular tan característica de los cargadores de los fusiles Kaláshnikov es lo que le ha brindado ese sobrenombre: cuerno de chivo.

El Matagentes agarró con energía el AK y tiró hacia atrás de la palanca que sobresalía por el lado derecho del arma: una bala del calibre 7.62 pasó a la recámara. Ángel conocía aquel sonido. Clac-clac…

—Decida, cuate. O mata o muere. O jala gatillo y le rompe la madre a ese culero o por la Santísima Señora de Guadalupe que ahora mismo me lo quiebro yo a macanazos.

Black Angel juraría que la sangre no le llegaba al cerebro. Que el corazón, exhausto de bombear a 200 pulsaciones por minuto, había colapsado. De pronto sintió una horrorosa jaqueca que no le permitía pensar con claridad. Creyó que estaba a punto de desmayarse, pero en cuanto el Matagentes levantó el cañón del Kaláshnikov y lo colocó a escasos centímetros de su rostro, todo lo demás desapareció. Solo podía ver aquel agujero negro, al final del tubo de metal. Oscuro, profundo, insondable. Como boca de lobo.

—Tiene tres segundos, cabrón —sentenció don Rómulo.

Por puro instinto, Ángel levantó el arma, y fue entonces cuando se dio cuenta de su inestabilidad. A pesar de que la pistola estaba totalmente chapada en oro, juraría que era una Colt 1911 del 45. Una pieza de coleccionista, aunque no estuviese tuneada. Para muchos, una de las mejores pistolas de la historia. Solo alguien familiarizado con las armas se daría cuenta de esa sensación: en las pistolas semiautomáticas, las balas se almacenan en el cargador situado en el mango del arma; normalmente el cargador lleno equilibra la pistola y evita el balanceo, desplazando su centro de gravedad. Alguien familiarizado con las armas podría intuir, por ese desequilibrio, si el cargador de un arma está lleno o vacío.

—Dos segundos. Jale del gatillo, cabrón.

Ángel intentó ganar tiempo y empujó la palanquita, quitando el seguro de la pistola. Tenía que pensar con claridad. Si el arma estaba descargada, todo aquello era pura charada, una prueba a su compromiso con el cártel. Miró a la mujer misteriosa sin dejar de apuntar con la Colt de oro al desgraciado de la capucha. Fue un movimiento milimétrico, casi imperceptible, pero juraría, sí, juraría que aquella tía había asentido con la cabeza. Como si se hubiese percatado de su intuición de que el arma estaba descargada. Como si aquel movimiento de balanceo, cuando le entregó la pistola, hubiese sido para comprobar si el cargador estaba vacío.

—Un segundo…

Aquellos tipos no valoraban en nada la vida humana, acababan de demostrárselo…, pero comprometer a un extraño de esta manera resultaba excesivo. Sobre todo si podían calibrar su grado de compromiso con una pantomima. Sí, cada vez estaba más seguro de que la pistola estaba descargada, su punto de equilibrio estaba completamente desplazado al cañón. Además, y ese fue el detalle definitivo, debajo de la silla de aquel tipo maniatado había una carísima alfombra persa, que cubría casi todo el centro del despacho. Era absurdo que el Matagentes, por mucho que le sobrase el dinero, quisiese manchar aquella alfombra de sangre, cuando podía haber llevado a cabo la ejecución en cualquier lugar del rancho. Aquello era un fraude. Tenía que serlo.

Aunque ¿y si se equivocaba? ¿Y si apretaba el gatillo y una bala del calibre 45 le reventaba la cabeza a un policía mexicano?

—Cero. Se te acabó el tiempo, cabrón…

De pronto el Matagentes metió el dedo en el gatillo, y Ángel intuyó que, realmente, se trataba de su vida o la de aquel extraño. No llegar hasta el final ratificaría a los mexicanos en su conclusión de que el españolito no era de fiar. Y el motero se entregó totalmente a su intuición. «Dios mío, que no esté equivocado…».

Apretó el gatillo de la Colt 1911 intentando, por si las moscas, apuntar a lo que intuía una de las orejas. Si estaba cargado, con un poco de suerte solo le volaría un oído y quizá sobreviviera… Pero no fue necesario. No hubo detonación. El percutor del arma se encontró con una recámara vacía, y un delicioso «¡clic!» llenó el despacho del Matagentes.

Ángel casi cae de rodillas, superado por las emociones. Sabía lo que estaba en juego e hizo un esfuerzo por mantenerse en pie, aunque no pudo evitar que el arma resbalase de su mano al suelo. Entonces, una enorme carcajada estalló en el despacho. El Matagentes y sus gatilleros comenzaron a reír como poseídos. Incluso el supuesto policía, que resultó ser otro de los sicarios, se partía el pecho a pura carcajada. La mujer misteriosa, sin embargo, solo suspiró profundamente: ella también había pasado un mal rato.

—Venga a mis brazos, compita, lo ha hecho bien, cabrón… Aunque le han chamaqueado un poco —dijo don Rómulo, a todas luces satisfecho mientras tendía sus brazos hacia el motorista—. Vamos a festejarlo, que se nos ha hecho un hombrecito. Ándenle, váyanse a trabajar y déjenme con los gachupines. Y tráiganos algo de tequila para brindar…

Inmediatamente una de las sirvientas entró en la habitación con una bandeja que portaba una botella y tres vasos, mientras los gatilleros del Matagentes salían del cuarto dejándolos solos.

—Dele, cabrón, tómese un trago. Ahora sí está en la familia.

Ángel intentó negarse, pero no le quedaban fuerzas. Se limitó a acercar el vaso a los labios y mojarlos con el tequila. La motera vació el suyo de un trago.

—Ya le dije que era de fiar, don Rómulo. Bill no le habría enviado a nadie del que no estuviese seguro, pero en España todavía no estamos acostumbrados al sistema mexicano.

—Ay, Anita. Yo sé. Pero este negocio es bien complicado. Hay que estar seguro de las cosas. Y este muchacho nos dejó en mal lugar en el foso.

Ángel escuchaba incapaz de argumentar en su defensa. Su corazón había latido tan rápido y tan fuerte que le dolía el pecho. Estaba agotado. Sin embargo, sabía que ahora, y solo ahora, podía decir que estaba dentro de la organización.

—Venga, mijito. Siéntese acá. Vamos a platicar un poco los tres. Tenemos mucha faena por delante.

Se acomodaron en tres lujosos sofás de piel, en torno a una pequeña mesa veneciana, en uno de los laterales del despacho. El Matagentes volvió a llenar los vasos de tequila mientras continuaba charlando.

—Tenemos un problema. Estados Unidos es el mayor consumidor de cocaína del mundo. Durante años había trabajo para todas las familias mexicanas, todos teníamos nuestro trocito del pastel, pero en los últimos años el consumo en los Estados Unidos ha descendido un 20%. Eso es menos pastel por repartir. Los cárteles se han multiplicado: todos quieren hacerse un sitio en el mercado, y eso significa más bocas. Así que nos toca un trozo cada vez más pequeño. ¿Me comprenden?

Los españoles asintieron con la cabeza, y el capo continuó su discurso.

—Y cuando se te acaba un pastel y continúas con hambre, ¿qué carajo es lo que haces?

—Buscar otro —respondió Ana.

—Eso es. El mercado europeo. Y España no solo es el país de entrada para toda Europa, además es el país con mayor consumo de coca del continente. Ese es un pastel muy sabroso. Durante cuarenta años han tratado directamente con Colombia, pero ahora nosotros controlamos el producto colombiano, peruano, boliviano… Además, estamos más adelantados que nadie en la fabricación de nuevos productos porque, ya saben: a los jóvenes les gustan las cosas rápidas, sencillas, que puedan tomar en cualquier lugar.

—Pastillas… —susurró la mujer.

—Exacto, Anita. Las pastillas son un mercado que sube como la espuma, y justo acá nosotros controlamos la entrada en México de la mayor cantidad de efedrina. Llega a través de la frontera como componente farmacéutico, y nosotros nos ocupamos de su elaboración. Y ese es solo uno de los productos.

—Necesitamos saber que no vamos a tener conflictos con los demás cárteles, don Rómulo —dijo la motera—. Sabe que nos gusta trabajar con ustedes, pero no queremos problemas. Nosotros podemos conseguir los componentes que necesitan para la fabricación en Europa, y también podemos distribuir los productos terminados.

—¿Y el transporte?

—Usted no va a necesitar dar un rodeo por África, como el Chapo y los demás cárteles: los gallegos han vuelto con ganas al mercado. Los padrinos que llevaban veinte años encerrados han comenzado a salir a la calle, y las viejas rutas de los contrabandistas vuelven a funcionar. Este es el momento de invertir.

Ángel se esforzaba por seguir la conversación, pero todavía no conseguía comprender totalmente las claves del negocio. Aún se sentía muy débil, y a pesar de poner todo su empeño, no entendía a qué clase de productos se referían y de qué componentes hablaban. De todos modos, decidió no hacer preguntas. No quería parecer más estúpido todavía.

La mujer misteriosa, sin embargo, pareció percibir una vez más sus pensamientos y se apiadó de su ignorancia.

—Hablemos clarito, don Rómulo. A ustedes les interesa puentear a los colombianos y abrir su propio mercado en Europa. Ustedes tienen los canales para traer hasta aquí toda la cocaína que podamos soñar, pero el descenso del consumo en Estados Unidos los obliga a mirar a Europa por un lado, y a buscar otras drogas de diseño más baratas para los norteamericanos, por otro. Es verdad que esta frontera puede recibir componentes base, como la efedrina y que aquí pueden fabricar el éxtasis, la metanfetamina o cualquier otra mierda. Pero saben que en Europa podemos conseguirles esos mismos componentes de mejor calidad, y eso significa que ustedes podrán aumentar el precio.

—La meta es la coca de los pobres. Y ya tenemos nuestros canales en la República Checa, el principal consumidor de meta de Europa. Nuestros cocineros son los mejores, así que ¿qué es lo que nos ofrecen?

—Nosotros tenemos el canal de distribución por toda Europa. ¿Tiene idea de cuántos miles de clubs de motoristas hay en el viejo continente? Somos rápidos, indetectables y contamos con el apoyo de hermanos de colores en todos los países del mundo. No existe una red más ágil y más tupida a la vez. Del transporte hasta Europa se ocuparán los gallegos. Ellos tienen mucha experiencia, y nosotros tenemos muy buena relación con todos. Todavía no están tan enemistados como aquí, y se puede dialogar con ellos.

—De madres… ¿Y qué quieren ustedes, mija?

—No pedimos mucho. Si nosotros ponemos los cocineros y conseguimos los componentes farmacéuticos para fabricar los productos, queremos que nos garantice usted la exclusividad de la distribución en Europa: tanto de la coca como de la meta y las pastillas y del resto de sus productos.

—¿Matta?

—No. Nosotros no tratamos con intermediarios. Negociamos directamente con los gallegos. Pero eso sí, queremos conocer los nuevos mercados.

Matagentes volvió a servirse un tequila, mientras observaba a la mujer en silencio.

—Sabemos que vuestros químicos cada día descubren nuevas aplicaciones de esos componentes farmacológicos —continuó Ana apeando el trato—. Que cada día diseñan nuevas sustancias, mezclando, alterando las proporciones, qué sé yo. Lo que queremos es saber quién está interesado en qué, porque te juro, Rómulo, que no hay nada que nosotros no podamos conseguirte. Si tus químicos descubren que un componente del viagra combinado con un ingrediente del jarabe para la tos puede convertirse en un psicotrópico, ten por seguro que nosotros podemos conseguírtelo a mejor precio que nadie. No queremos quedarnos fuera como nos ocurrió con el cristal, Rómulo. Tú dinos quién busca qué, y nosotros te lo proporcionaremos. Ese es el trato.

—Ay, mijita. Qué bella está cuando se pone seria. No se enoje. Ya sabe que acá la queremos bien. Yo voy a consultar con mis socios. Ustedes relájense. Descansen. Disfruten de la hospitalidad mexicana…

—Gracias, Rómulo. Yo sé que nos tratarás bien… a pesar del susto de muerte que le has dado a mi paisano.

El Matagentes se volvió hacia Ángel tratando de contener de nuevo la carcajada. Se acercó a él y le besó en la frente.

—Mijo, no se me enoje usted también. Entiéndanos. Los chingados de la DEA nos tienen paranoicos, y hay que estar seguro de quién es buena gente y quién un sapo. ¿Me comprende, mijo?

Ángel se limitó a asentir con la cabeza. El Matagentes alzó su vaso y lo vació de un trago. Después se encaminó hacia la puerta del despacho, pero antes de desaparecer tras ella, se giró un instante y lanzó un mensaje a la motera:

—Los veo en la cena. Hoy tendremos invitados ilustres. Y Anita, espero que para entonces me cuente lo de los afganos. Supongo que se le olvidó mencionarlo. No vamos a tener secretos entre nosotros, ¿verdad, güera? Una cosa así, en este país, nos podría hacer perder la cabeza…