EL EMPALADOR
TÂRGOVIŞTE, RUMANÍA
Vasile Cucoara nació en Târgovişte, una pequeña ciudad en el condado de Dâmboviţa, en Rumanía, a orillas del río Ialomita. La ciudad dio a luz grandes futbolistas, héroes locales como Dinu o Chirita, o más recientemente Reghecampf o Voiculeţ…, y también grandes criminales.
Vasile fue uno de los hijos bastardos de la política de natalidad de Nicolae Ceauşescu. Su madre, una adolescente analfabeta, ignoraba todo sobre los anticonceptivos, y cuando se descubrió embarazada de aquel apuesto soldadito de la vecina base militar de Boteli, se sintió aterrorizada. Quizá fue el terror, o la rabia, o el hambre, pero su pequeño no aguantó los nueve meses de rigor en el vientre. Tenía prisa por salir a comerse el mundo, y apenas cumplidos los ocho meses y medio de gestación, decidió que no esperaría más y comenzó a abrirse paso hacia el exterior, entre las entrañas de su madre.
Anna, la adolescente campesina, al verse al borde del parto hizo lo mismo que miles de jóvenes rumanas de su tiempo: acudió al hospital para dar a luz, y en cuanto concluyó el parto y sintió que podía mantenerse en pie, salió corriendo. Su pequeño nació solo, y el único legado que recibió de su madre fue la rabia y el dolor.
Por iniciativa propia, una de las enfermeras del hospital de Târgovişte, de origen moldavo, decidió anotar el nombre de Vasile junto al apellido Cucoara que figuraba en la ficha de ingreso de su madre. Le puso ese nombre en recuerdo del príncipe moldavo Vasile Lupu. Este niño, decía la mujer, tiene ojitos de príncipe.
Vasile fue uno de los miles de niños que atestaban, y todavía atestan, los orfanatos rumanos. Creció compartiendo su cuna con otros tres y a veces cuatro pequeños. Tras la caída del comunismo, en los orfanatos rumanos no había cunitas para todos, así que los pequeños tenían que aprender, desde bebés, a compartir el espacio de aquellas diminutas celdas de madera, de apenas un metro cuadrado, rodeadas de barrotes.
Durante sus primeros años de vida, Vasile, como los demás huérfanos, aprendió a acunarse solo, agarrándose a los barrotes y balanceando su cuerpo al ritmo de sus compañeros de celda. Ese era su primer recuerdo. Ahí comenzó a forjarse su odio a compartir las cosas. Y a los barrotes.
Cuando alguna desconocida, seducida por aquellos ojitos color cielo, intentaba entablar conversación en el parque, las respuestas del pequeño Vasile eran siempre parcas, secas y duras.
—Hola, guapo, ¿cómo se llama tu mamá?
—Yo no tengo mamá.
—Pero cómo no vas a tener madre, todos tenemos una madre…
—Yo nací solo.
Con apenas doce años, y como miles de huérfanos rumanos, consiguió escaparse por primera vez. Durante toda su adolescencia apenas permanecía un par de semanas en los orfanatos de Fieni, Pucioasa o Târgovişte, antes de volver a escaparse de nuevo. Salvo por el detalle de haber conseguido aprender a leer y escribir en los hospicios, y algunas nociones de aritmética —más de lo que había conseguido su madre—, Vasile vivió casi toda su juventud en las calles, como otros muchos niños de su generación. Sobrevivió en los suburbios robando, prostituyéndose y utilizando la rabia, única herencia familiar, como el motor de su vida. Aprendió a ser el más fuerte, el más cruel y el más despiadado, la única forma de sobrevivir en las calles.
Desde niño le gustaba visitar la Torre Chindia, al noroeste de la ciudad, justo al borde del Camino Real y a la entrada del parque. Se sentaba en la oxidada barandilla metálica que lo rodeaba y se pasaba horas contemplando su rotundidad. Su fuerza. Aquella majestuosa torre cilíndrica, de casi 30 metros de altura, parecía surgir de las entrañas de la tierra, como el brazo de un cadáver que desde su tumba se alzase hasta intentar alcanzar las nubes. Durante mucho tiempo el pequeño Vasile ignoró el origen de aquel enigmático y soberbio monumento. Una columna de piedra que parecía sostener el cielo sobre la ciudad. El pilar del firmamento en las frías noches rumanas.
Cuando, siendo ya un muchacho, alguien le reveló el origen de la magnífica torre, comprendió su instintiva fascinación por aquel pilar de los cielos. Su constructor había sido un príncipe rumano conocido y temido en toda la región: Vlad III, el Empalador.
—Mira, Vasile, qué torre tan soberbia. Dicen que el día que se derrumbe, el cielo se desplomará sobre Rumanía. Es la torre del Dragón. La construyó Tepes. Drakulea. El hijo del Dragón…
—El hijo del Dragón… —repetía fascinado Vasile con un susurro.
Aquel misterioso personaje, Vlad Tepes, había reinado sobre Valaquia, liberando a su pueblo de la expansión otomana. A él se atribuye la fundación de Bucarest como capital de Rumanía; sin embargo, pasó a la historia por su desproporcionada crueldad. Aprendió a ganarse el respeto de súbditos y enemigos utilizando un arma infalible: el terror. Vlad Tepes se ganó el sobrenombre del Empalador por su afición de ejecutar de forma tan despiadada a sus adversarios. Las crónicas hablan de auténticos bosques de desgraciados empalados por el sangriento príncipe, que no temía recibir a los embajadores extranjeros degustando los platos más exquisitos, mientras cientos de condenados agonizaban atravesados desde el ano hasta la boca por largas astas de madera clavadas en tierra.
Vasile cayó rendido ante aquella imagen de fuerza, soberbia y poder. Y en cuanto pudo se tatuó en el pecho, casi a la altura del cuello, el retrato de Vlad Tepes, sabedor de que, aunque considerado un héroe nacional en Rumanía por su resistencia a los invasores turcos, la imagen del Empalador inspiraba todavía tanto temor y respeto en el siglo XXI como en el siglo XV. Aquel príncipe cruel y sanguinario, conocido también como Vlad Drakulea, el hijo del Dragón, había inspirado la imaginación literaria de Bram Stoker, un novelista británico a quien Vasile jamás leyó. No lo necesitaba. Él había nacido en Târgovişte y había crecido a la sombra de la Torre Chindia. Y se sentía empapado por el espíritu de Tepes. Desde que conoció su historia y se tatuó su imagen en el pecho, casi a la altura del cuello, obligó a todos a que dejasen de llamarle Vasile. A partir de ese día sería Vlad, Vlad Cucoara. Y todos aprenderían a temerlo, para respetarlo.