IRA

BOGOTÁ, COLOMBIA

El regreso a casa fue una pesadilla. Un infierno. Alexandra Cardona tardó días en poder responder a las preguntas de su madre, y al desesperado interrogatorio de su tía, pero no tenía respuestas, solo un torrente inagotable de lágrimas y vergüenza.

La madre no quiso saber. En lo más profundo de su fuero interno siempre intuyó que su niña pequeña no estaba trabajando de mesera en España, y sus lágrimas le confirmaron sus peores miedos. No hizo más preguntas. Estaba de nuevo en casa y eso era lo único que importaba. Sin embargo, la madre de Paula Andrea sí exigió respuestas, y al final consiguió sacárselas a su sobrina, por mucho que le avergonzasen. Y el secreto dejó de serlo porque, aunque no sirviese de nada, Álex sentía que se lo debía. Las denuncias que presentó su tía murieron en la Jefatura policial y en la embajada española en Bogotá. Paula Andrea era mayor de edad y no existía ninguna prueba de que su desaparición se hubiese producido contra su voluntad. Caso archivado.

Por suerte, también parecía archivado el caso de Carlos Alberto. La policía no llamó a su puerta en busca de respuestas, y al poco Álex supo que finalmente a principios de febrero —más o menos cuando ella pasó de los dominios de don José a los de Granda— habían encontrado su cadáver, con los dedos y el cráneo machacados. Ajuste de cuentas entre narcos, concluyeron, dando carpetazo al asunto.

Álex no regresó a la Facultad de Química. Tampoco a la zapatería del Andino. Apenas salía de casa, señalada por sus vecinos como la fufurufa que se había ido a España a putear con los europeos. No solo lo hacía por evitar sus miradas de reproche, los cuchicheos a la espalda y el desprecio, sino porque aquellos lugares apenas habían cambiado en los últimos meses, mientras que ella se sentía totalmente distinta por dentro. Caminar por las calles de su infancia, ver los rostros de quienes fueron sus amigos… Era como volver a ponerse desnuda ante un espejo, y contemplar las humillantes cicatrices que el Reinas y el Erotic habían tatuado en su alma.

Pronto tuvieron que mudarse de apartamento y de barrio. No por la vergüenza, ni por la profunda depresión en que se sumió, sino por una orden de desahucio del banco. Álex había fracasado también en su intento de reunir dinero para salvar la casa de su madre.

Durante semanas rumió su dolor, incapaz de levantarse de la cama. Era incapaz de mirarse en un espejo o de mirar a su madre a la cara. Incapaz de dejar de llorar de pura rabia, de sentir el asco sobre la piel. Álex siempre había sido una luchadora, toda su vida había peleado contra lo que quisiera plantarle batalla, pero hasta la propia identidad se olvida a veces cuando el daño es tan hondo. Permanecía perdida, con los ojos húmedos y una sensación infinita de vacío que amenazaba con devorarla sin que ella pudiese hacer nada. Ya no tenía fuerzas. Llegó a pensar que jamás las recuperaría… Hasta la noche en que John Jairo regresó a casa.

Lo hizo de madrugada. A hurtadillas. Clandestinamente. Como buen guerrillo. Se coló por la ventana mimetizado en las sombras, se inclinó sobre su cama y le tapó la boca con la mano, para que un inoportuno grito de sorpresa no delatase su presencia. John Jairo sabía que la inteligencia y la policía colombianas vigilaban a su familia, pero hasta las entrañas mismas de la selva había llegado la noticia del regreso de su hermana y la desaparición de su prima.

Álex se despertó sobresaltada al sentir aquella mano viril y fuerte que le tapaba la boca, y tardó unos segundos en reconocer a su propietario. Cuando lo hizo se abrazó a él como se habría abrazado al padre que perdió años atrás, y volvió a llorar, pero esta vez no por tristeza, angustia ni impotencia, sino por la inmensa alegría de recuperar a su hermano mayor.

Se pasaron la noche en vela. Hablando ella y escuchando él. Serio. Con el ceño fruncido y los dientes tan apretados como los puños. Acusando en el corazón el impacto de cada palabra que pronunciaba su hermana. Lacerantes. Como los impactos de una ráfaga de ametralladora o la motosierra de un paraco.

Alexandra desnudó todas sus miserias, con más sinceridad y detalle que en el confesionario del sacerdote fetichista. Y esta vez el confesor no impuso oración alguna por penitencia. Al contrario, la alentó en sus aspiraciones de justicia. La veía hundida, destrozada, y esa no era la Álex que tan bien conocía. Trató de espolearla.

—¿Va a dejar que todo quede así? ¿Eso es lo que va a hacer? —John Jairo era incapaz de permanecer quieto más de un segundo. Se sentaba al lado de su hermana, y al momento se ponía de pie otra vez y recorría el cuarto maldiciendo a «los hijueputas que le han hecho esto»—. ¿Eso es lo que le enseñaron en España?

Álex no respondía nada, aunque no perdía palabra.

—¿Tan fácil es ganarla a usted ahora? ¿Así nomás y se rinde? Si su papá la viera… ¿Va a encerrarse aquí a lamentar lo que le hicieron esos comemierdas?

Poco a poco, con cada palabra de John Jairo, la vergüenza y la humillación fueron mutando en su corazón, como las reacciones químicas en un tubo de Thiele, hasta transformarse en ira. Y la venganza, su único objetivo. Los dos hablando bajito y a oscuras. Ella, sujetando con fuerza la mano tendida del guerrillo, que la sacaba a pulso del abismo. Recuperándose minuto a minuto a sí misma. Al principio dudaba —¿qué podía hacer una simple adolescente colombiana contra una organización internacional tan poderosa?—, pero él no estaba dispuesto a bajar los brazos.

—Vamos a hacerlo, hermana. Le juro por la memoria de papá que esto no va a quedar así. Esos hijueputa van a pagar por lo que les han hecho. Conseguiremos que no vuelvan a hacérselo a otras muchachas.

—Pero ¿cómo? ¿Qué podemos hacer usted y yo contra esos malparidos? —preguntó ella al fin. La idea de la venganza se iba asentando; solo faltaba descubrir la fórmula para materializarla—. No somos nadie.

—La historia siempre la han cambiado los don nadie, Álex. Individuos que dijeron basta y tuvieron el coraje de enfrentarse al sistema: Zapata, el Che, Hô Chí Minh, Villa, Malcom X, Marx, Bolívar… No se engañe, hermana. Solo los peces muertos nadan a favor de la corriente. Todos los cambios vinieron de quienes, como David, se atrevieron a empuñar su honda para enfrentarse a Goliat. ¿Cree que alguien podía imaginar en 1964 que el comandante Marulanda iba a conseguir mantenerle un pulso al Gobierno durante medio siglo? ¡Nadie! Pero él sí creía. Y usted tiene que creer ahora. Crea en usted. Crea en que su causa es justa. En que alguien debe parar a esos hijueputas. Y crea en mí. Yo la voy a ayudar.

—¿Cómo? No sabría por dónde empezar.

—¿Qué le decía papá siempre, Álex? Piense…, busque la solución. Usted es lista, siempre lo ha sido. Más que yo. Encontrará la manera. Y cuente conmigo. Durante estos años en la selva he aprendido mucho. Ahora tengo unos conocimientos y unas habilidades que antes no poseía. Y esos malparidos se van a arrepentir de haber topado con los Cardona.

—Me late la idea, John Jairo, pero ellos tienen contactos, dinero y también influencia en la política en España. ¿Cómo vamos a pararlos usted y yo? Haría falta mucha plata…

Él dudó un instante, aunque fue breve: cuando tomaba una decisión, era porque estaba dispuesto a llegar hasta el final. Ni un paso atrás para tomar impulso…

—No se preocupe por la plata. Yo la conseguiré. Soy reemplazante de columna, equivalente a teniente. Sé dónde ocultan sus gavetas las noventa y seis unidades de mi bloque. No echarán una en falta.

—¿Está loco? No puede tomar esa plata. Es para la lucha. Si lo descubren, es guerrillo muerto.

—Usted no sabe, Álex. El cuento no es como usted cree. Allá arriba se ven las cosas más claras. Esa es plata sucia. De la coca. Hagamos que sirva para algo bueno. Somos ejército del pueblo. Y usted, Paula Andrea y todas esas chicas humilladas por los españoles son pueblo. Yo desenterraré una de las gavetas y conseguiré la plata. Solo dígame cuánto necesita.

—Es demasiado arriesgado. Y no tenemos ninguna garantía de que el plan funcione…

—No importa si lo conseguimos. Pero tenemos que intentarlo. ¿Recuerda la frase que tanto repetía papá?: «La probabilidad de perder en la lucha…».

—«… no debe disuadirnos de apoyar una causa justa». —Álex completó la cita de Abraham Lincoln—. Pero papá no sabía nada de esta gente. Están muy protegidos, y yo solo soy una chica…

John Jairo se acercó a su hermana, le apartó el cabello de la cara y la besó en la frente.

—Hasta un simple peón puede llegar al final del tablero y convertirse en reina, para darle mate al rey.

Álex sonrió por primera vez en mucho tiempo: su hermano siempre sabía encontrar las palabras apropiadas. Miró por la ventana. Fuera, empezaba a amanecer.