AYÚDEME
642 COMANDANCIA DE LA GUARDIA CIVIL.
PLAZA DE BRETAÑA, LUGO
Cuando Alexandra salió del Reinas para acudir al servicio a domicilio, no había ningún taxi esperándola en el aparcamiento. El cliente había insistido mucho en que la quería a ella y rápido —«Parece que tiene prisa por meterla en caliente», bromeó la Mami—, así que sería Luis quien la llevaría. Álex sonrió con amargura al reconocer aquella furgoneta Nissan azul: era la misma que las había recogido en el aeropuerto de Barajas cuando llegaron a Madrid. Recordó su primer pensamiento cuando vio aquella matrícula capicúa: «Nos traerá suerte», pensó. Parecía que habían transcurrido años desde aquel día. Pero la fortuna todavía no se había dignado a dar señales de vida, y para colmo algún putero comodón había pedido un servicio a domicilio, y aquella noche de tantas emociones era lo último que le apetecía.
Luis era un hombre hosco, a las chicas les daba miedo. Nacido en Lugo, en 1958, terminó abandonando una tienda en las galerías del Camiño Real, y una zapatería en la calle Mallorca, y comenzó a trabajar para el Patrón. Tras el despido de Marlene y Aide, empezó ocupándose de las tareas de limpieza del salón, pero poco a poco fue ganándose a don José, y pronto se ocupó de todo el mantenimiento. Después montó un pequeño negocio de lavandería en el último barracón de la finca, donde instaló unas máquinas de lavado, secado y planchado: por un módico precio les lavaba las sábanas, la ropa o las toallas a las chicas, y en el Reinas eso suponía un negocio rentable. Más tarde, a cambio de una comisión, don José le permitió vender prendas de trabajo (lencería, minifaldas y demás), y también zapatos, bisutería o perfumería en sus clubs. Así las chicas no tenían que desplazarse fuera del burdel para gastarse el dinero que habían conseguido en el salón. Y todo quedaba en casa.
Finalmente, Luis se convirtió en uno de los hombres de confianza del Patrón, y así ganó un nuevo puesto en la empresa: el repartidor oficial de fulanas. Cada tarde, en los puntos de recogida establecidos, recolectaba a las chicas que vivían en Lugo y que solo acudían al salón para trabajar, y luego las devolvía al mismo lugar al terminar la noche. Eso aumentó su estatus de poder y también sus ingresos. Las chicas sabían que tenían que ser amables con Luis, porque si se le ponía en los cojones, no las dejaba subir a la furgoneta, y les tocaba pagarse un taxi para acudir por su cuenta al burdel a la hora establecida.
—Hola, don Luis —dijo Álex al subirse a los asientos traseros intentando ser amable con el conductor. Hoy no quería ningún problema—. Buenas noches.
—Hola —respondió arisco.
La furgoneta giró a la izquierda al salir del club y descendió por el Camiño de Rozanova, entre árboles y sembrados, hasta desembocar en la Nacional VI. Allí giró a la derecha buscando la primera rotonda para dar la vuelta y enfilar en dirección a Lugo.
Luis conducía en silencio. Parecía molesto. Siempre parecía molesto. Álex intentó entablar conversación.
—¿A qué hotel vamos? —preguntó.
—No vamos a ningún hotel. Tengo que dejarte en la plaza de Bretaña. Te han pedido para un servicio en la comandancia.
—¿En la comandancia? —Álex contuvo una sonrisa, en ese instante supo que el cliente de aquel servicio era Kiko, que había atendido a su demanda de ayuda—. Pero ¿eso no es como una estación de Policía?
—Más o menos. Pero en la casa cuartel, además de las oficinas, tienen su vivienda los guardias. Así que es como un servicio a domicilio normal. Tranquila, no eres la primera. La semana pasada uno que estaba de cumpleaños pidió varias chicas para una fiesta en su casa, y vivía en la misma comandancia, así que no tienes que asustarte por eso.
Así fue. La furgoneta dejó a Alexandra en la misma plaza de Bretaña. Cuando se apeó, Luis se limitó a decir «llámame cuando termines y vengo a recogerte» antes de arrancar y perderse calle abajo.
Frente a ella se erguía una pequeña ciudad amurallada en pleno Lugo. El edificio central de la comandancia, aún de color blanco, tenía sobre la puerta principal un gran letrero azul y blanco con solo cuatro palabras impresas en él: «Todo por la patria», y encima una gran bandera de España ondeando desde el mástil adherido a la fachada. A la derecha de la puerta principal, otro pequeño letrero, amarillo y blanco, con dos escuetas leyendas: «Ministerio del Interior. Guardia Civil». Y de pronto sintió un brote de esperanza surgir del fondo de sus entrañas.
Álex esperó unos minutos observando el complejo. A izquierda y derecha del edificio principal se alzaban otros dos, también de color blanco, aunque la mugre acumulada en sus paredes, las pintadas y el descascarillamiento de algunas partes de la fachada le conferían un color más oscuro y sucio.
Entre el edificio principal y el de la izquierda había un portalón metálico. Y desde él la observaba un agente, con el mismo uniforme que lucían varios de los policías de la redada, pero abrigado hasta las orejas. La colombiana no pudo evitar pensar que en esos momentos, entre aquellas mismas paredes, su compañera Wellyda y las demás chicas detenidas esa noche estaban siendo interrogadas.
La aparición de Kiko, a través de aquella puerta lateral, la hizo regresar a la realidad. Y sonreír por primera vez en muchos días.
Kiko era un cliente que pagaba por que ella materializase sus fantasías fetichistas y, en el fondo, Alexandra no podía saber si esa noche la había llamado para ofrecerle su ayuda desinteresada, o si querría aprovechar la visita a domicilio para disfrutar un completo. Pero al menos la había llamado. Tendría que arriesgarse. No tenía a nadie más a quien acudir.
—Hola. ¿Estás bien? —Kiko se acercó a ella y la besó en las mejillas con cariño—. No he podido llamar antes. Tenía que redactar mi informe del servicio.
—No importa. Gracias.
—Ven, sígueme —le dijo el policía cogiéndola de la mano—, no es bueno que nos vean aquí.
Álex obedeció. Se adentró en el complejo atravesando el enrejado metálico donde el agente de guardia intentaba sobrellevar el frío dando saltitos. Al verla entrar en compañía de Kiko sonrió con picardía mientras guiñaba un ojo a su compañero. Álex se sintió avergonzada: había adivinado lo que era.
El recinto era enorme, más de lo que había imaginado desde el exterior: un complejo de más de una docena de edificios que ocupaban toda la manzana. En su interior, además del edificio central de oficinas, había bibliotecas, laboratorios, archivos, cafetería y varios bloques de viviendas. Una pequeña ciudad de policías.
Kiko caminaba deprisa y Álex le seguía el ritmo forzando el paso. Con aquellos tacones no era fácil. Dejaron a la izquierda uno, dos y tres edificios de tres plantas; después, una especie de placita o patio interior donde había media docena de furgonetas policiales, y más bloques de viviendas. Kiko vivía en uno de los del fondo. Subieron al segundo piso.
Álex intuyó que la vivienda era amplia, demasiado para un hombre solo, y apenas estaba decorada, como si llevase poco tiempo allí o estuviese a punto de marcharse. Aún se veían algunas cajas a medio desempacar en el suelo del pasillo. Pasaron directamente al salón, que parecía más grande a causa del escaso mobiliario: un sofá pegado a una mesita con algunas bebidas, una televisión, una estantería y otra mesa con un ordenador portátil conectado a unos altavoces y algunos CD. Solo cuando llegaron allí, el guardia se sintió seguro para hablar. Y bromeó.
—Espero que la información sea importante. Tus salidas me van a costar un dineral, y el sueldo de un funcionario no permite repetir estos caprichos todas las semanas.
—Gracias por llamarme, Kiko. Creo que lo es.
Entonces la colombiana dudó un instante. Si seguía adelante, estaba confiándole su vida y la de sus amigas a aquel desconocido. Al fin y al cabo, solo era uno de los clientes del club. En realidad, no sabía nada de él, tan solo que era policía, que tenía unos bonitos ojos verdes y que le excitaba la lencería. Pero no tendría otra oportunidad mejor. «Quien no arriesga no gana», pensó y, tras sacar del bolso su teléfono móvil, buscó la opción Reproducir grabación.
—Necesito que escuche esto.
Cincuenta millones es mucho… La grabación clandestina que Álex había realizado bajo la mesa, en aquel elitista club, dejó al guardia civil absolutamente anonadado. Apenas podía creer lo que estaba escuchando. La Xunta tiene dinero para eso y para más. Es mucho menos de la cuarta parte de lo que costó la Ciudad de la Cultura de Santiago. Y el ministro es muy accesible… Hablas con él, le entregas los 200 000 euros que hablamos, y puedes estar de vuelta para cenar en casa con tu familia. Tenemos que acordar dónde le haremos el resto del pago…
El policía se sentó en el sofá del salón y la invitó a ella a sentarse a su lado. Se sirvió una copa de whisky mientras la oía una vez más. Aquello era algo serio. Le ofreció una copa a la colombiana, pero ella la rechazó negando con la cabeza.
Es normal hacer algún negocio de fariña cuando estás empezando —continuaba la grabación—, el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra… Aquí tenemos que ganar todos. Y yo quiero la concesión de los aparcamientos de Lugo… Ayudadme a mí con eso y contad con mi apoyo para lo de la Xunta…
Kiko apuró la copa de un trago y se sirvió otra. Lo que estaba escuchando le quedaba grande. Era demasiado grave para ser cierto: Nosotros controlamos el Ayuntamiento, tú la policía y tú la Cámara de Comercio. Yo la Subdelegación de Gobierno. No hay competencia posible, es nuestro…
—¿Quién te ha dado esto? —preguntó finalmente el guardia.
—Nadie. Lo he grabado yo.
—¿Dónde?
—Era una especie de club social muy exclusivo, no muy lejos de la ciudad. A unos siete u ocho kilómetros, calculo.
—Pero ¿quiénes son esos hombres? ¿Y de qué coño están hablando?
—No lo sé. Supongo que políticos, banqueros, empresarios. Todos muy importantes y todos unos hijuesputas malparidos a los que les voy a quebrar la vida. Se lo juro. ¿Va a ayudarme o no?
—Ey, ey, ey, espera, tranquila, dame un segundo. Esto es muy fuerte. Necesito digerirlo…
De pronto Álex se levantó del sofá con resolución e hizo el ademán de guardarse el teléfono de nuevo en el bolso y dirigirse a la salida.
—No puedo perder el tiempo. Si no va a ayudarme, buscaré quien lo haga. Estoy harta de aguantar mamahuevos.
El guardia se levantó de un salto y, tomándola con suavidad por el brazo, la condujo de nuevo al sofá.
—Vale, vale, tú ganas. Voy a ayudarte. Pero antes cuéntame cómo has conseguido esta grabación.
Álex se tragó el orgullo. No se sentía satisfecha con lo que había hecho desde que llegó a España, pero le contó todo al policía: su situación en el club, las cosas que había averiguado en el Reinas, e incluso le enseñó los documentos que había fotografiado en el despacho y las fotos que reprodujo de los álbumes del Patrón. El policía estaba colapsado por la información, y por el valor que demostraba aquella colombiana joven y menuda. Aunque se incomodó especialmente al reconocer a algunos de los hombres que aparecían en aquellas imágenes: eran compañeros de la comandancia.
—Alexandra, tienes más cojones que la mayoría de los guardias que conozco… ¿Y qué quieres hacer con todo esto?
—Metérselo por el culo. Quiero joderlos. Quiero devolverles lo que me han hecho pasar. Quiero que se traguen sus humillaciones. Quiero que paguen por lo que han hecho a todas las chicas. Quiero destruirlos. Eso quiero.
«La chavala lo tiene claro», pensó él. Pero tenían que ser prudentes. Aquella información era una bomba de relojería, podía suponer un escándalo a nivel nacional… Y de pronto varios pensamientos llegaron a su mente como una ráfaga de ametralladora. Aquello podía ser su salto a la gloria. Un ascenso, una condecoración. Su coronación como policía.
El riesgo era grande, pero la tentación mayor, y la vanidad no casa bien con el sentido común. El lucro tampoco. Era evidente que alguien estaría dispuesto a pagar una fortuna por aquella grabación. ¿Y si en lugar de judicializarla, simplemente la vendiese al mejor postor? La chica podría pagar su deuda, comprar su libertad y la de todas las chicas del club, y él podría invertir ese dinero en algo bueno. Aunque todavía no sabía en qué… Tentador.
—¿Has hecho una copia de este material? No puedes arriesgarte a perderlo, es tu seguro de vida.
—No. Mi laptop…, mi computadora se quedó en Colombia.
—Tranquila, haremos una ahora. Esto es la hostia. Habría que llevarlo directamente a la fiscalía, puede ser el mayor escándalo de la historia de España. Mayor que el Caso Filesa, Roldán, Gescartera o Kio. Más que Fidecaya, Eurobank o Urralburu…
Álex no dijo nada, pero su expresión dejaba a las claras que no tenía la menor idea de a qué casos se refería el policía en su arrebato de entusiasmo. Él se dio cuenta.
—Da igual, tenemos que asegurar la información. Ven, vamos al ordenador.
Kiko descargó una copia de los archivos de audio y las fotografías en su PC, y después devolvió a Alexandra su teléfono. Durante los siguientes minutos revisaron con detalle los documentos que Álex había fotografiado en el despacho del Patrón: facturas, contratos, albaranes… Ampliaban la imagen en la pantalla del ordenador hasta poder leer todos los detalles. De pronto, uno de aquellos documentos llamó la atención de la colombiana.
—Espere, Kiko, vuelva atrás. No, más atrás. ¡Esa! Es una factura de la luz, ¿verdad?
—Sí, es la factura de Begasa, la compañía de suministro eléctrico. ¿Por qué?
—¿Quién la paga?
—Una empresa… Una inmobiliaria. ¿A qué viene esto?
—No lo sé, pero hay un inspector de la policía, un tal Moncho… Escuché cómo le decía al Patrón que le había llegado la última factura de la luz. Que la pagaba él. No sé, quizá es una pista, ¿no?
—Sí, Alexandra, lo es. —El policía la miraba con admiración. Era buena—. ¿Estás segura de que es un inspector de Policía? Eso es muy grave: estás sugiriendo que un compañero forma parte del negocio del Reinas. Desde el punto de vista legal, una cosa es consumir prostitución y otra lucrarse de ella. Además, según esto, tiene una inmobiliaria… Joder, esto pinta bien. Quizá también estén metidos en lo de las concesiones inmobiliarias…
Había transcurrido casi una hora, y el teléfono de Alexandra comenzó a sonar. Era la Mami.
—¿Qué pasa, que a tu cliente le gusta repetir? —le dijo con sarcasmo—. Menudo vicio tienen todos. Dile que si quiere una hora más, puedes quedarte, pero tiene que pagarla. Luis lleva diez minutos dentro de la muralla, dando vueltas por la ciudad vieja esperando a que salgas o nos digas si te quedas otra hora.
Álex miró al policía esperando una respuesta. El guardia le dijo que se volvía al club.
—Vale, dígale a Luis que ya salgo. Que me recoja en la puerta en cinco minutos.
Al colgar el teléfono el agente se disculpó.
—Lo siento, pero no puedo pagar otra hora. Además, es mejor no llamar la atención, y que vuelvas al club como si esto hubiese sido una salida normal.
—Comprendo —dijo Álex decepcionada. En ese momento lo que menos le apetecía era regresar al Reinas. Era consciente de que estaba jugando con fuego y volver a meterse en la boca del lobo le infundía un profundo temor.
—A partir de ahora tú disimula. Como si no pasase nada. Yo voy a transcribir esa grabación y a imprimir las fotos de los documentos para estudiarlos. Tengo un compañero que trabaja con la fiscalía anticorrupción en Madrid y hablaré con él. No te preocupes, todo va a salir bien.
Álex respiró hondo. Ya no había vuelta atrás. Se intercambiaron los números de teléfono porque la suya ya no era una relación prostituta-cliente, sino policía-testigo. Antes de salir, la colombiana se volvió hacia el agente. En el club, ellas jamás tocaban el dinero, y en la anterior salida Kiko ya lo tenía preparado, pero ahora, con la excitación del descubrimiento, al policía se le había olvidado completamente que tenía que abonar el servicio, y ella no podía regresar al club con las manos vacías.
—Kiko… —dijo avergonzada—, tengo que llevar la plata…
—Oh, sí, claro, disculpa.
Le entregó el dinero y la guio hasta la salida del complejo policial. Al pasar, el policía de guardia sonrió a Kiko con complicidad —«Menuda fiesta te has pegado, cabrón, y yo aquí pasando frío», parecía decir con la mirada—. Kiko acompañó a la colombiana hasta la Nissan, quería anotar la matrícula y ver la cara del conductor. Cuando se despedían en la verja metálica, le dio un beso en la mejilla que la cogió desprevenida.
—Me lo he pasado genial —dijo él en un tono intencionadamente alto, para que le escuchase el chófer—, volveré a llamarte pronto, y la próxima vez, que sean dos horas…
La colombiana comprendió su intención. Quería que Luis se fuese con la convicción de que se había tratado solamente de un servicio sexual normal, sin mayor trascendencia. Agradeció la coartada.
Estaba a punto de subirse a la furgoneta cuando escuchó cómo el policía la llamaba por su nombre de trabajo. «¡Salomé!». En cuanto se volvió, escuchó el clic característico del disparador del teléfono móvil de Kiko. Acababa de tomarle una foto.
—Como recuerdo —le dijo—, hasta la próxima vez que te llame.
Álex se subió a la Nissan y durante todo el camino de vuelta no intercambió ni una palabra con Luis. Ella, abstraída en sus pensamientos: si todo salía bien, iba a devolverles a aquellos cabrones toda la humillación y las lágrimas que le habían provocado. Él parecía especialmente molesto: no le había gustado tener que esperar. Pero las emociones de esa noche no habían terminado en la comandancia de la Guardia Civil. Lo peor estaba por llegar.
En cuanto entraron en el aparcamiento del Reinas, repleto con los coches de los clientes, Luis aparcó la Nissan en la parte de atrás, se apeó sin despedirse y se perdió en la oscuridad de la finca rumbo al barracón de la lavandería. La colombiana se encaminó a la entrada al club, pero de pronto unos gritos llamaron su atención: llegaban del despacho del Patrón en la parte de atrás. La voz de don José era inconfundible.
Álex se acercó sigilosamente a la ventana. Dentro, don José discutía acaloradamente con la Mami y con el recepcionista. Estaba fuera de sí, Álex nunca lo había visto tan enfadado. Una fina línea de sangre caía de su nariz. Encima de la mesa, dos sobrecitos vacíos y restos de cocaína desperdigados sobre la madera. Esta vez se había pasado con la farlopa, y la colombiana comprendió en ese instante aquel comentario de Luciana: cuidado con don José cuando esté puesto de coca, se vuelve una fiera incontrolable.
—¡Me cago en vuestra puta madre! ¡Como no me digáis de una puta vez quién coño ha estado jugando con las cámaras de vídeo os pego un tiro aquí mismo!
En la mano del Patrón apareció de pronto una de las pistolas que Álex había visto antes, y la dejó caer con fuerza sobre la mesa. El impacto hizo que los restos de cocaína rebotasen sobre la madera como una horda de pulgas amaestradas, y la colombiana notó cómo sus rodillas empezaban a temblar.
—Te juro que no sé de qué estás hablando, Pepe —respondió la Mami atemorizada. Sabía que cuando el Patrón mezclaba alcohol con coca, las consecuencias eran imprevisibles—. Las cámaras solo las controlas tú, o Zezi desde la recepción.
El brasileño era un joven menudo y delgado. El próximo 24 de abril cumpliría treinta años, pero aun así aparentaba mucha menos edad, y desde luego no tenía ninguna posibilidad ante la corpulencia física de don José. Eso explicaba el tartamudeo en su voz y el terror que reflejaba su mirada.
—Eu nao toquei nada, Patrón —argumentó con una mezcla de brasileño y castellano—. Eu juro a vosé que solo vigilo na computadora.
—Entonces, ¿quién coño ha sido? ¡Mirad las putas grabaciones! Alguien ha estado moviendo la cámara del salón.
«Mierda —pensó Álex—, se ha dado cuenta». El sistema de videovigilancia mantenía durante algún tiempo las grabaciones de las cámaras, hasta que se saturaba la memoria y comenzaba a regrabar encima de las más antiguas. Alexandra no había caído en la cuenta de que la noche que movió las cámaras y descubrió al Patrón invitando a Dolores a coca a cambio de sexo, esos archivos también se habían quedado en la memoria. Tendría que haberlos borrado inmediatamente. Ahora don José sabía que alguien más en el club había tenido acceso a las cámaras.
Entonces se dio cuenta de que su suerte dependía de la capacidad de almacenamiento del sistema: sin duda, don José revisaría con lupa todas las grabaciones que todavía no se hubiesen reciclado en la memoria. Si los archivos se limitaban a los últimos días, quizá tuviese suerte, pero si las cámaras habían registrado en algún disco duro su clandestina intromisión en el despacho del Patrón, estaba acabada.
De pronto, alguien pronunció su nombre a su espalda, y sintió que el corazón iba a explotarle en el pecho del susto. La habían descubierto.
—Alexandra, pero ¿qué haces ahí, rapaciña, no ves que vas a coger frío?
Gracias a la Virgen de Chiquinquirá. Era Uxía, que salía a tirar la basura en el contenedor. Más tarde Luis la quemaría y la enterraría en algún rincón de la finca: el Reinas estaba demasiado aislado del mundo como para que el servicio de recogida de basuras del Ayuntamiento de Lugo llegase hasta allí. Aunque, con sus contactos, era evidente que si los funcionarios no recogían su basura, era porque él prefería que nadie hurgase en los residuos del Reinas…
—Nada, Uxía. Acabo de volver de una salida y estaba buscando a mi prima. Creí que había salido fuera a fumar. Ya me meto dentro, no se preocupe, pero, por favor, no le diga a nadie que me ha visto aquí. No quiero que me multen por llegar tarde.
—Claro que no, mujer, venga, ven para la cocina, que te preparo un caldiño para entrar en calor.
Álex se disculpó con la cocinera —«Gracias, pero tengo que ir a entregar la plata de la salida»— y regresó al salón, con una sola idea en mente: «Ya os queda poco, malparidos, vais a pagar por todo lo que nos habéis hecho…».
Álex esperó un buen rato a que la Mami saliese del despacho de don José y le dio el dinero. La brasileña estaba pálida, lo había pasado mal allí dentro. A partir de entonces las consecuencias de la furia de don José eran impredecibles.
Esa noche estalló. Uno de los clientes se puso un poco pesado con una de las chicas, el Patrón vio la discusión desde su despacho a través de las cámaras y salió de la oficina como un león furioso. Entró en el salón dando grandes zancadas, y sin mediar palabra se fue hacia aquel pobre desgraciado y le propinó una brutal paliza allí mismo, delante de todos. El tipo salió corriendo como pudo en cuanto Suso, Rafa y Zezi consiguieron sujetar al Enano para evitar que lo matase dentro del local: huyó hacia su coche intentando salvar la vida. Sin embargo, pese a su corta estatura, don José era mucho más fuerte que todos ellos y consiguió zafarse. Quería más sangre. Salió corriendo hacia su despacho y volvió a salir, un segundo después, empuñando una de las katanas de samurái de su colección de armas blancas. De nada sirvieron los gritos de sus empleados, ya había salido a la explanada del aparcamiento con los ojos inyectados en furia.
En cuanto lo vio, el maltrecho putero pisó el acelerador hasta el fondo, llevándose por delante una de las macetas y parte del muro. Tuvo suerte: el mandoble que le lanzó don José con la katana mientras maniobraba solo le reventó una ventanilla. Su coche salió del Reinas a todo lo que daba el motor, derrapando en el cemento helado por el rocío. El Patrón se quedó atrás, blandiendo la espada y profiriendo todas las blasfemias que le venían a los labios. Por lo menos se había desahogado un poco.
—¡A tomar por culo todos! —gritó cuando regresó al salón, sudoroso, exhausto, con aquel hilillo de sangre reseca asomando por la nariz aún manchada de polvo blanco, y con la katana de samurái en la mano. Las veteranas, como Luci, ya lo habían visto así otras veces—. Zezi, enciende las luces, apaga la música. Se acabó la fiesta por hoy. ¡A la puta calle!
Nadie se atrevió a contradecirle. Una noche más, el Reinas cerraba sus puertas cuando y como lo decidía el Patrón.