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CATEMACO, MÉXICO

Algo iba mal. Lo supo en cuanto vio a la Bruja bajar la lujosa escalera de teca desde el vestíbulo de la mansión. Su expresión era incluso más tensa que cuando, días antes, presenció la brutal decapitación de los sicarios. Y ese era un mal presagio.

—¿Va todo bien?

—No, nada va bien. Estamos jodidos.

—¿Qué quieres decir?

Ana no tuvo oportunidad de responder a su pregunta: en ese instante el Matagentes hacía su aparición en el vestíbulo. Esta vez no sonreía. Ordenó a uno de sus gatilleros que cargase en el helicóptero las maletas de los españoles, y les hizo un gesto para que lo acompañasen.

Desde el helicóptero, Black Angel tuvo la oportunidad de disfrutar de unas vistas espectaculares de la mansión y de toda la selva chiapateca que la rodeaba: un interminable océano verde, hasta donde llegaba la vista, aunque estaba demasiado preocupado por la actitud de Ana como para gozar del paisaje. Durante aquellos días había aprendido a tomarse muy en serio las reacciones de la motera, y si ella estaba tan tensa, es porque algo no iba bien. Sin embargo, era evidente que dentro de la aeronave, y en presencia de don Rómulo, no podía interrogarla.

Hicieron el viaje en silencio, y esta vez al llegar a Catemaco, desde el aire, Ángel sí pudo percibir en todo su esplendor el lago que había confundido con el golfo de México. El mar estaba más al noroeste.

En cuanto tomaron tierra los estaban esperando tres todoterrenos rodeados de varios escoltas armados hasta los dientes. Ángel intentó acompañar a Ana para subirse al mismo auto que ella, pero el Matagentes lo impidió.

—No, tú vas con Afanador en aquel carro. Ana se viene conmigo. Tenemos que platicar.

Los viajeros se repartieron en los tres coches. El vehículo que abría la comitiva iba lleno de sicarios. En el segundo auto, don Rómulo y Ana con un conductor armado y otro escolta. Cerraba la marcha el coche en el que viajaban Ángel, Afanador y otros tres gatilleros.

El viaje no duró mucho. Apenas hora y media. Black Angel fue incapaz de mantener el sentido de la orientación mucho tiempo en aquellas angostas carreteras, pero supo que su periplo había concluido en cuanto unos hombres armados abrieron el portalón metálico que daba acceso a una finca inmensa, que rodeaba una mansión no muy distinta y con no mejor gusto estético que la del Matagentes. De hecho, el motero supuso que aquella casa también pertenecía a don Rómulo. El estilo barroco y recargado era muy similar.

Sin embargo, cuando se apearon de los vehículos, Ángel pudo ver cómo un hombre elegantemente vestido salía al encuentro del narco dándole la bienvenida. Parecía el anfitrión de aquella reunión y dio órdenes a sus hombres para que acomodasen a los gatilleros de don Rómulo y para que descargasen las maletas de los españoles. Ángel aprovechó ese instante para acercarse con disimulo a la motorista.

—¿Qué coño está pasando, Ana? ¿Dónde estamos?

—No lo sé. Nunca había estado aquí y tampoco conozco a ese tipo. Pero esta noche vamos a ser testigos de algo terrible y espero que esta vez no te vengas abajo. Los amigos del Matagentes no tienen su sentido del humor.

—Por Dios, no me digas que vamos a ver cómo se cargan a otros dos sicarios, porque no creo que lo resista.

—No, Ángel. Será mucho peor…

De nuevo el Matagentes interrumpió su conversación. Se acercó a los españoles acompañado del anfitrión, e hizo las presentaciones.

—Les presento a don Pablo, un buen amigo y director de nuestros bancos. Don Pablo, estos son los españolitos de que le hablé. Ana es una mujer recta, con más bolas que todos mis hombres. Este gachupín, sin embargo, nos ha salido un poco marico. A ver si conseguimos enderezarlo acá.

Cada segundo que transcurría, Ángel se sentía más inquieto. El tono de don Rómulo, aunque hiriente e irónico, parecía cordial; no sugería ninguna amenaza. Sin embargo, los malos presagios de la Bruja habían conseguido atemorizarle profundamente. Aquello no estaba en el guion.

—Síganme, sean bienvenidos a mi humilde morada —dijo el tal don Pablo—. Los amigos de don Rómulo son mis amigos.

Los españoles entraron en la mansión y siguieron directamente al banquero hasta un inmenso salón, donde los aguardaban varias personas. Era evidente por sus atuendos, el volumen de sus relojes de oro, y sobre todo su actitud, que se trataba de importantes personalidades. Ángel se sintió confuso por sus acentos. Salvo don Pablo, ninguno de ellos utilizaba el característico castellano de México: era como si aquellos invitados hubiesen llegado desde distintos puntos de América Latina o incluso desde Europa. Algunos charlaban en inglés y otros en francés. Dos vestían uniforme militar, un tercero una especie de túnica o sotana, aunque Ángel no supo precisar su procedencia. Con todo, algunos de aquellos rostros le resultaban familiares. Como si los hubiese visto antes en algún informativo de televisión o en los titulares de algún diario… Sin duda se trataba de gente importante.

El motero esperó el momento de acercarse a Ana para averiguar algo más sobre lo que estaba ocurriendo, pero ese momento no llegó. El tal Pablo se pegó a la española como una lapa y no la dejó sola ni a sol ni a sombra. Se notaba su interés en la atractiva motera.

Ángel rechazó una y otra vez las copas de champán francés que varios camareros paseaban por la estancia, manteniendo el equilibrio sobre bandejas de plata, y soportó con deportividad la mirada de perplejidad de uno de los camareros cuando le pidió un refresco o un vaso de agua. También rechazó las rayas de cocaína que otros camareros paseaban, en bandejas más pequeñas, entre los asistentes. La mayoría de los presentes, sin embargo —incluyendo a la española—, no despreciaron la oportunidad de disfrutar de la coca ni del champán del anfitrión.

Desde el otro extremo del salón, su mirada se cruzó con la de Ana en un par de ocasiones. Era evidente que la mujer estaba mucho más integrada que él, pero se la intuía incómoda. Aun así, se mantenía pendiente del motorista en todo instante. Parecía que quería saber que estaba bien y aquello le tranquilizó un poco.

Por fin el tal don Pablo tocó una campanilla de metal, y todos los asistentes comenzaron a caminar en la misma dirección. Parecía una señal. Ángel los imitó. Supuso que, dadas las horas, había llegado el momento de la cena, pero estaba equivocado. El grupo —exactamente cuarenta y tres personas, todos varones menos Ana— se dirigió a un extremo de la mansión y empezó a descender por unas escaleras a lo que parecía un semisótano.

Al llegar al final de las escaleras, el motero se encontró con una amplia estancia perfectamente iluminada, con una serie de ventanas en la parte superior. Le sorprendió su asepsia. Aquello no se parecía a ningún sótano que hubiese visto antes.

En el centro de la sala, como único mobiliario, una camilla con el cuerpo desnudo e inerte de una joven. Parecía dormida. Quizá algo peor. A un par de metros, una cámara de vídeo colocada sobre un trípode. Al fondo, pegada a la pared, una mesa auxiliar con lo que parecía material quirúrgico, y varias filas de sillas ordenadas como en un anfiteatro. Inevitablemente, aquel lugar le recordó más un siniestro quirófano, habilitado para ofrecer a los estudiantes una clase magistral de cirugía, que un trastero subterráneo.

Uno a uno, siguiendo las indicaciones de don Pablo, todos los asistentes comenzaron a pasar ante el cuerpo de la chica. La rodeaban despacio. Se detenían unos segundos, contemplaban su desnudez como deleitándose en cada detalle de su piel joven, y después acudían a tomar su lugar en los asientos. Cuando le tocó el turno al motorista, se fijó especialmente en los pequeños senos y en el vientre de la chica. Al menos respiraba. Estaba viva.

Ana y Ángel fueron los últimos en tomar asiento, en la última fila, justo mientras el anfitrión cruzaba la estancia para hablar con un extraño personaje que aguardaba en el fondo, vestido con una especie de traje ceremonial. El motero aprovechó ese momento para acercarse a la española, bajando todo lo posible el tono de voz.

—Por favor, dime qué está pasando aquí. Esto me da muy mala espina.

—Escúchame, y escúchame bien. Lo que vas a ver ahora es muy desagradable, pero tienes que aguantarlo —le repitió—. No te vengas abajo y sobre todo no hagas ninguna tontería o nos pondrás en peligro a los dos. Y recuerda, esto no es lo que parece…

—Pero ¿qué quieres decir? ¿Qué coño significa eso?

No hubo tiempo para más preguntas: el banquero se acercaba de nuevo, acompañado por uno de los camareros. Susurraba algo a los invitados. Al hacerlo, iba recogiendo una pequeña píldora de un cuenco que portaba el camarero en la bandeja, y se la colocaba a los invitados en la boca mientras pronunciaba solo dos palabras…, «Santa Muerte». Después les acercaba un vaso con agua de la misma bandeja, para que el participante se tragase con mayor facilidad la píldora.

Cuando llegó el turno de Black Angel, el motero lo tenía claro. Evidentemente, no tenía ninguna intención de ingerir aquella mierda. Se metió la pastilla en la boca, se acercó el vaso a los labios y simuló engullir. Pero su plan salió mal.

De pronto sintió un fuerte golpe en la espalda. Le cogió desprevenido y no pudo evitar tragarse la pastilla que pretendía ocultar en la boca, a la espera del momento de escupirla. Don Rómulo, astuto, se había acercado por detrás y le había propinado un fuerte manotazo, mientras reía con simulada satisfacción felicitando al español por entrar en su pequeña familia. Y Ángel supo inmediatamente que lo que parecía un espontáneo cachete cordial en realidad tenía por objeto asegurarse de que el novato cumplía con todos los pasos del proceso y se comía aquella maldita píldora.

Correspondió al efusivo abrazo del Matagentes intentando mantener una sonrisa, pero en ese instante solo podía pensar en qué demonios sería aquella mierda que había engullido, y cuánto tardarían en hacerse evidentes sus efectos.

Los espectadores se hallaban a unos metros del centro de la estancia. Todos guardaban silencio. Entonces el anfitrión miró a don Rómulo, este asintió con la cabeza, y el banquero apagó la cámara e hizo una seña al hombre de las vestiduras extrañas. Y comenzó el ritual.

El hombre se puso en pie, se acercó al centro de la estancia y empezó a recitar unas extrañas letanías en náhuatl, totalmente incomprensibles para el motorista, mientras agitaba una especie de maraca o carraca que emitía un sonido ronco y rítmico. Se movía de forma cada vez más convulsa, como si tratase de imitar algún tipo de trance místico, en una danza siniestra que a Black Angel se le antojaba ridícula.

De hecho, comenzó a sentir una extraña euforia. Sabía que era totalmente inapropiado, pero el espectáculo del santón solo le producía unas ganas, cada vez más incontenibles, de romper a reír. De carcajearse de aquel espectáculo grotesco. No tardó en relacionar aquella euforia, y la sensación de que todos sus sentidos se estaban acentuando, con la maldita píldora que se había tragado unos minutos antes. «Controla, Ángel, controla», se repitió varias veces intentando no perder los estribos, pero desde lo más profundo de sus entrañas algún tipo de reacción incontrolable estaba alterando totalmente su percepción de la realidad. Las luces de la estancia eran cada vez más brillantes, y el rítmico sonido de aquella maraca parecía aumentar de volumen en cada movimiento, haciéndose más definido y permitiéndole percibir infinidad de matices, como si pudiese descifrar, en cada giro de mano del danzante, cuáles eran las piezas de su instrumento que se rozaban entre sí para emitir aquel ruido que llenaba cada rincón del subterráneo. Rac, rac, rac…

El tipo terminó su letanía y regresó a su lugar en el fondo del salón. Y de nuevo todo se llenó de un denso silencio. Por un instante, al motorista, aquel recinto dejó de recordarle a un quirófano para asemejarse más a un siniestro sepulcro. En ese momento uno de los gatilleros se acercó a la cámara de vídeo y volvió a encenderla: Ángel pudo escuchar con toda claridad cómo se activaba el motor de la videocámara y casi pudo percibir el sonido de cada uno de los engranajes que hacían girar la cinta magnetoscópica, el zoom del objetivo al hacer foco automáticamente y el leve crujido del trípode al soportar las imperceptibles vibraciones del mecanismo.

Se sacudió la cabeza y se frotó los ojos con energía. Era evidente que aquella droga estaba haciendo efecto. Buscó los ojos de la española, sentada a su lado. Ana mantenía las mandíbulas apretadas y el rictus de tensión contenida, como una luchadora a punto de saltar sobre su presa. Le devolvió la mirada. Y de nuevo aquel leve movimiento de cabeza. Era una señal, tenía que serlo. Como la que le había lanzado frente al foso de los caimanes o en el despacho del Matagentes. Como si quisiese decirle: aguanta, mantén el tipo, resiste… Como si la única mujer presente en aquella siniestra reunión hubiese bajado a aquel sótano solo para cerciorarse de que él podía soportar la prueba que se avecinaba.

Y lo intentó. De veras lo intentó. Procuró por todos los medios que los efectos de aquella sustancia no obnubilasen su percepción de la realidad, pero el espectáculo no había hecho más que comenzar.

De repente se abrió una puerta lateral en la estancia, y entraron tres fornidos gatilleros arrastrando a dos jóvenes. Apenas unas niñas. Ángel calculó que tendrían trece o catorce años, quince todo lo más. Llevaban las manos atadas a la espalda y una mordaza amortiguaba sus gritos de terror.

Uno de ellos acercó un objeto a la nariz de la muchacha desnuda que todavía se encontraba en la camilla. Algún tipo de reanimador, dedujo el motero cuando la joven comenzó a moverse y a recuperar la conciencia. Al menos parcialmente, porque era obvio que estaba muy drogada.

Los sicarios colocaron a las niñas frente a los asistentes y aguardaron. Sin decir palabra, el Matagentes hizo una señal con la mano a don Pablo y señaló después a las jóvenes. Le estaba invitando a escoger entre ellas. Ángel se fijó en su expresión: era evidente que él también había consumido la misma droga. Sus pupilas estaban dilatadas por completo, y su rostro reflejaba una profunda excitación. Igual que el resto de los presentes. Solo don Rómulo parecía mantener el control. Ángel intuyó que el muy cabrón era él único que no había tomado aquella pastilla.

El banquero escogió a la chica de la izquierda, y a las otras dos las condujeron de vuelta a la puerta por la que habían entrado, desapareciendo tras ella. A partir de ahí comenzó la barbarie.

El sicario empujó a la joven al centro de la sala, frente a la videograbadora, y le quitó la mordaza. Era obvio que sus gritos formarían parte del espectáculo. La joven empezó a suplicar: hablaba español con un marcado acento mexicano, pero nadie parecía escuchar sus ruegos. Con cierto desdén, como el funcionario acostumbrado a repetir miles de veces el mismo procedimiento, el gatillero empezó el show. Se colocó detrás de ella para no entorpecer el tiro de cámara, pegó su pecho a la espalda de la niña y con un movimiento rápido le abrió la camisa, rompiendo todos los botones. Luego le rompió el sujetador, ofreciendo sus pequeños senos a las lascivas miradas de los presentes. A continuación le bajó los pantalones, y después las braguitas…

Fue entonces cuando Black Angel se dio cuenta del contenido de la bandeja metálica colocada sobre la mesita auxiliar. Como si realmente uno de los efectos de la droga ingerida fuese acentuar su capacidad de visión. Alicates, grilletes, bisturíes, tijeras, bastones y penes de látex…

De pronto alguien empezó a aplaudir, desbordado por la testosterona, y comenzó la locura. Otro de los presentes echó a caminar hacia la joven, que tenía los ojos desencajados por el terror, y mientras se acercaba se bajaba la bragueta del pantalón. Los demás también se acercaron un poco, más tímidamente: querían ver desde más cerca, ya les tocaría el turno de participar. Allí dentro todo estaba permitido. Incluso las perversiones más inconfesables.

Ángel no lo soportó más. Aquello iba más allá de lo que estaba dispuesto a consentir. Ningún trabajo justificaba sobrepasar ciertos límites. Hizo el ademán de dirigirse hacia el centro de la sala para evitar lo inevitable, o al menos para intentarlo, pero no pudo avanzar más de dos pasos. Aprovechando que todos los presentes estaban concentrados en la desnudez de la joven, Ana se había colocado justo detrás de él, y en cuanto se percató de sus intenciones disparó su puño directamente a la base de la nuca del motorista, que cayó como un fardo en cuanto recibió el brutal impacto.

A partir de ese instante todo fue confuso.

… semiinconsciente atontado por el efecto de la droga incapaz de reaccionar entreabriendo los ojos entre desmayo y desmayo imágenes difusas de cuerpos desnudos esperma sangre carcajadas todo se entremezclaba suspiros de placer atroces alaridos gritos infantiles suplicando compasión el rostro de don Rómulo el miedo el Matagentes acercándose colocándole en los labios un cuenco con un líquido rojo pastoso caliente los gritos de las niñas las risas… «Beba, mijo, beba… Santa Muerte».

Su último recuerdo, las palabras pronunciadas por la mujer que le había golpeado por la espalda con la fuerza de una apisonadora: «Nada es lo que parece…». Quizá todo aquello solo fuese un mal sueño. Ojalá solo fuese un mal sueño.